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En algún lugar, a dos millas frente a la costa de Senegal

Marcel Mbalo tenía doce años y su primo Yayah, catorce. Ambos habían salido en su barca de pesca muy temprano esa mañana, para aprovechar los vientos alisios del amanecer. Aunque su larga piragua disponía de un ruidoso y viejo motor fuera borda, su tío les había prohibido usarlo salvo en caso de extrema necesidad, ya que casi no quedaba gasolina en la aldea. Así que Yayah y él tenían que remar con fuerza todas las mañanas para alejarse de los rompientes de la playa, y después largar las velas hasta llegar a las zonas donde había pesca.

Para Marcel aquella vida era excitante. Hasta apenas un año antes, los hombres de la aldea no hubiesen permitido que dos niños saliesen a faenar solos en una de las preciosas barcas de pesca, pero en aquel momento no había otra alternativa. La mayoría de los hombres habían sido reclutados a la fuerza por el ejército, cuando los demonios habían salido del infierno y se habían apoderado de las almas de muchos vivos, y dado que ninguno había vuelto, casi no quedaban adultos en edad de trabajar en la aldea.

Los pocos que quedaban estaban montando guardia de forma permanente en el pequeño puente que atravesaba las ciénagas y que era el único acceso a la península de N’Gor, donde estaba su aldea. El tío de Marcel decía que estar tan aislados era una bendición de Alá, pero Marcel y Yayah no comprendían qué ventajas podía tener el vivir en un sitio tan remoto, a cientos de kilómetros de la ciudad más cercana. Eran poco más de doscientas personas en la aldea, entre hombres, mujeres y niños, y vivían de la pesca y de los cultivos en torno al poblado. No pasaban hambre, pero tampoco se podían permitir excesos. Y por las noches, les obligaban a dormir a todos dentro del edificio de la antigua escuela, cosa que les parecía muy divertida.

Yayah manejaba la caña del timón, mientras Marcel tensaba la pequeña vela latina que impulsaba la piragua. Su mente divagaba mirando al horizonte, cuando le pareció ver una mancha blanca moviéndose a lo lejos. Poco después, aquella mancha blanca se transformó en un barco de vela que parecía acercarse velozmente a ellos.

Marcel le señaló a Yayah aquel velero. En aquellas circunstancias, un hombre maduro y precavido hubiese dado la vuelta y se habría alejado a toda vela del barco desconocido, pero Marcel y Yayah eran apenas unos adolescentes sin sentido del peligro, así que arrastrados por su curiosidad dejaron que la piragua fuese derivando lentamente hacia el velero.

Cuando estuvieron a poco más de cien metros de distancia, Marcel echó mano de forma inconsciente al gri-gris, el amuleto contra los demonios que llevaba colgado al cuello. Aquel barco le daba miedo.

El velero parecía haber pasado a través de una tempestad feroz. El palo mayor estaba quebrado a media altura y la bañera de popa estaba inundada de agua de mar. El timón, abandonado, rodaba libremente impulsado por el viento. No se veía ni un alma a bordo.

Marcel gritó un par de veces, pero nadie apareció en cubierta. Cuando Yayah abarloó la piragua al lado del velero, Marcel saltó a bordo, sujetando con fuerza el pequeño machete que utilizaba para descabezar el pescado.

El pequeño pescador sintió de inmediato ganas de salir corriendo de aquel barco de aspecto siniestro y arruinado, pero su primo mayor estaba delante, observándole expectante. Si demostraba que tenía miedo, más tarde tendría que aguantar las burlas de los otros niños del pueblo. Tragando saliva, empujó con la mano libre la puerta entornada que daba acceso a la cabina interior del velero.

El camarote parecía estar desierto. Un fusil de asalto negro reposaba sobre la mesa, al lado de un cuchillo de grandes dimensiones. Marcel se acercó con cuidado, pisando una capa de cristales rotos que alfombraba el suelo. Sobre uno de los asientos había una pintura que le llamó la atención. Era un paisaje de un jardín, con una estatua y unos hombres blancos hablando tranquilamente en primer plano. A Marcel aquella pintura le pareció bastante fea, así que la desechó y la dejó caer al suelo lleno de agua de mar, donde quedó flotando boca abajo.

Después de revisar toda la cabina, comprobó que estaba desierta. Al salir, recogió el fusil de asalto y el cuchillo. Satisfecho con el botín, y pensando en la cara que pondría Yayah cuando viese todo aquello, se giró para echar un último vistazo al interior del barco abandonado.

Desde una esquina, colgado de una percha sujeta al techo, un viejo traje de neopreno le observaba, meciéndose al compás de las olas.

FIN…

Pontevedra, julio de 2009