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—¡Prit, cuidado!

El Centauro dio un bandazo que casi lo levantó de un lado para esquivar en el último momento una pila de contenedores de basura atravesados en medio del carril. Con un quejido, el vehículo recuperó su posición natural y continuamos circulando por el centro de la calzada a toda la velocidad que podíamos.

Tras media hora de trayecto por la Castellana, en un recorrido que nos mantenía al borde del infarto, estaba claro que nos iba a llevar bastante tiempo salir de Madrid por tierra. La enorme calle, con sus diez carriles de anchura, era lo suficientemente amplia como para poder esquivar los ocasionales grupos de No Muertos que encontrábamos por el camino. De vez en cuando, los restos de un vehículo o de un puesto de control abandonado nos obligaban a avanzar en zigzag, pero por lo demás, el paseo estaba bastante despejado. Las calles secundarias que desembocaban en el eje principal estaban en su mayor parte cortadas mediante barricadas, hechas a base de montañas de coches apilados de forma improvisada. Algunas de esas barricadas habían caído por el paso del tiempo (o derribadas por la presión de los No Muertos), y unos cuantos miles de esos seres se paseaban por la calzada, como peatones borrachos. Prit los esquivaba con relativa facilidad, pero su número aumentaba a cada minuto que pasaba.

—¿Qué opinas de esas barricadas? —me preguntó el ucraniano, sin apartar la vista de la calzada.

—Me imagino que quisieron crear un corredor seguro para conectar los puntos con el exterior de la ciudad —repliqué, con los ojos pegados al periscopio de observación del comandante de carro—. Así, tendrían una ruta de evacuación bastante decente.

—¿Y entonces? —El ucraniano pegó un volantazo que hizo que mi barbilla chocase contra el borde del visor—. ¿Cómo es que apenas sobrevivió nadie?

—Ni idea. Seguramente la ruta debe de estar cortada algo más adelante —contesté, maldiciendo por lo bajo, mientras notaba el sabor salobre de mi propia sangre en la boca.

—¿Y qué vamos a hacer?

—No lo sé. Ya lo pensaremos cuando llegue el momento —contesté meditabundo, mientras pasábamos por debajo de las Torres KIO. Una de las torres había ardido casi desde los cimientos, y era tan sólo una montaña de hierros retorcidos que se elevaban en el aire como las raíces de un diente podrido. El Centauro se sacudió como una coctelera cuando Prit lo encaramó por encima de los escombros caídos en la calzada.

Tenía la piel de gallina. La sensación de ir circulando por el corazón de una ciudad muerta era fantasmagórica. La Castellana, normalmente llena de tráfico, estaba vacía, excepto algún que otro resto ocasional, y en algunos puntos, una gruesa capa de polvo, escombros y ceniza cubría por completo el asfalto. En un punto, incluso algunos pequeños árboles habían comenzado a retoñar entre las juntas de dilatación del asfalto, agrietándolo. Pero lo más opresivo era el silencio. Mientras el Centauro corría a poca velocidad no se oía ningún otro sonido aparte del rugido del motor diesel del blindado. Las ventanas de los edificios, muchas de ellas destrozadas, nos contemplaban como ojos oscuros desde las aceras. En un determinado momento mi corazón galopó salvajemente al ver en una esquina un grupo de personas amigablemente reunidas en torno a la puerta de un restaurante. Cuando nos acercamos un poco más, sin embargo, resultaron ser un puñado de No Muertos, que asomaban sin cesar del interior de tiendas y portales atraídos por el ruido del Centauro al pasar.

Tras unos cuantos minutos más de marcha llegamos a la plaza de la Cibeles. Alguien había mutilado la estatua, a la que le faltaba la cabeza. Sobre el pecho de la diosa, habían escrito con tinta roja y mano temblorosa ISAÍAS 34-35.El vaso de la fuente estaba lleno hasta los topes de esqueletos cubiertos de harapos. Una mente desquiciada había colocado ordenadamente docenas de calaveras apoyadas en el borde de la fuente. Al pasar, sentí cómo los ojos sin vida de todos aquellos cráneos sonrientes nos seguían, amenazadores.

Un rato después, cuando llegamos a la glorieta de Atocha, Viktor detuvo el Centauro con un frenazo tan brusco que casi me derriba al suelo.

—¿Qué diablos pasa? —le pregunté—. ¿Por qué frenas?

—Mira ahí delante —replicó Pritchenko—. No podemos seguir por aquí.

La plaza de Atocha ya no existía. Uno de los edificios que hacía esquina había sido volado por los aires y sus restos obstruían gran parte de la calzada. En los puntos donde no había escombros, habían abierto anchas zanjas en el suelo, de varios metros de amplitud, que en aquel momento estaban llenas de agua de aspecto estancado. Para rematar la escena, varios camiones articulados yacían volcados, formando una muralla infranqueable, que partía aquel eje de la ciudad en dos.

—Fin del trayecto —musitó el ucraniano—. Y ahora, ¿qué hacemos?

—Retrocede —mascullé—; quizá si desandamos todo el camino y agarramos la M-30 podamos llegar más lejos. O si eso no funciona, podemos intentarlo por algunas calles secundarias.

Ni yo mismo me creía lo que estaba diciendo. En un vial tan ancho como la Castellana, el Centauro tenía alguna posibilidad de avanzar, pero en las calles secundarias, estrechas y llenas de restos de vehículos y edificios derruidos, nos quedaríamos atascados en menos que canta un gallo. Sin embargo, no nos quedaba otra alternativa.

Obediente, Prit trazó una amplia curva e hizo rodar el Centauro en dirección contraria. En aquella parte, el paseo de la Castellana se había transformado en el paseo del Prado, más estrecho y terriblemente lleno de árboles. Prit se las veía y se las deseaba para serpentear entre los troncos con el Centauro, cada vez que un grupo de No Muertos le obligaba a cambiar de carril. No podría decir la cantidad que nos rodeaba en aquel momento, pero superaba con creces el par de miles. Si el Centauro se quedaba atascado, no tendríamos la menor posibilidad.

Sentía los ojos ardiendo, mientras los apretaba contra el caucho del periscopio. Una gota de sudor se coló por una comisura y me eché hacia atrás para secarme el rostro. Cuando volví a pegar la cara al visor, un reflejo del sol sobre algo brillante llamó mi atención. Giré el periscopio hacia mi derecha y lancé un grito de advertencia.

—¡Prit! ¡Detente!

—¿Qué sucede? —preguntó el ucraniano, alarmado.

—He visto algo, a la derecha, encima de ese tejado —le indiqué a Viktor, que a su vez miró en la misma dirección. Estábamos detenidos justo delante de la puerta principal del Museo del Prado. Entre el follaje de los árboles se podía distinguir la cúpula del cuerpo central del enorme edificio, pero justo delante de ésta, sobre el tejado, un cristal de plexiglás lanzaba destellos cada vez que el sol incidía sobre él. Si no se hubiese abierto un hueco entre las nubes justo en el momento en que pasábamos por allí, no lo habríamos visto de ninguna manera.

—¿Es lo que creo que es? —pregunté tratando de controlar la emoción de mi voz.

—Si eso no es la cabina de un helicóptero entonces yo no he pilotado ninguno en mi vida —contestó el ucraniano, al cabo de unos segundos—. Es un aparato pequeño, de los de cabina de burbuja, pero demonios, sí, es un helicóptero.

El corazón me comenzó a palpitar con tanta fuerza que pensé que se me saldría del pecho. Si aquel pájaro podía volar, era nuestra mejor posibilidad de salir de aquel infierno.

—Está posado en el tejado —dijo Viktor, sin separar los ojos del visor— y parece estar de una pieza, pero hasta que no nos subamos a él no sabremos si puede volar o no.

—Entremos en el edificio —contesté, decidido—. Tiraremos la puerta abajo con el Centauro y después buscaremos las escaleras de acceso al tejado.

—Vamos a ir muy justos para pasar entre las columnas del pórtico, pero no se me ocurre otra opción —afirmó Pritchenko después de meditarlo un rato—. De acuerdo… ¡Abróchate el cinturón, y sujeta bien al sargento! ¡Esto se va a sacudir un montón!

Con un bote, el Centauro se subió a la acera y guiado por Viktor, aceleró contra la puerta del Prado a toda velocidad. Cuando estábamos a tan sólo un par de metros me di cuenta de que el espacio entre las columnas era terriblemente escaso para el blindado, pero ya era demasiado tarde para rectificar. Sonó un chirrido espantoso cuando los costados del vehículo rascaron contra las columnas del pórtico. La situada a nuestra derecha se derrumbó con un estruendo indescriptible, y enormes trozos de granito del tamaño de una lavadora cayeron sobre el techo del blindado, cuando éste finalmente chocó contra la puerta del Museo del Prado y la reventó de cuajo.

Durante unos segundos, sólo se oyó el golpeteo de decenas de piedras de distinto tamaño cayendo sobre el techo del Centauro. Yo me sentía como si alguien me hubiese sacado por la boca todas mis tripas y después las hubiese vuelto a meter de cualquier manera dentro de mí. El arnés de seguridad me había sujetado contra el asiento, pero me apostaría doble contra nada a que debajo del neopreno tenía un buen verdugón sobre el hombro izquierdo.

—¿Estás bien? —La voz de Pritchenko sonó junto a mis pies, reconfortantemente cálida. El ucraniano ya se había desprendido de su cinturón de seguridad y gateaba hacia la torre de mando.

—Perfectamente —contesté—. ¿Y tú?

—Estoy entero —fue la parca respuesta del piloto—. Salgamos de aquí antes de que se acumulen muchos No Muertos.

Con extrema cautela levanté la escotilla delantera del Centauro y asomé la cabeza. El impacto había sido tan grande, que la mitad del vehículo se había colado dentro del vestíbulo principal del museo, mientras que la mitad trasera aún permanecía en el exterior, sepultada bajo enormes cascotes y restos de la columna que habíamos derribado. Un gigantesco trozo del pórtico, del tamaño de un coche pequeño, estaba caído justo al costado del Centauro. Solté un suspiro de alivio. Si aquel enorme trozo de granito hubiese caído encima del vehículo, ni siquiera su blindaje nos habría salvado de morir aplastados.

El interior del museo estaba fresco, en penumbra y sobre todo, vacío. No había rastro de supervivientes, y, lo más importante, ni un puñetero No Muerto estaba a la vista. Eso no significaba que no pudiera haber alguno vagando por dentro del edificio, pero me hubiese apostado mi último cigarrillo a que no había ni un alma, humana o no humana, dentro del Prado. Al fin y al cabo, el enorme palacio era como una fortaleza, con sus gruesos muros de piedra y sus puertas cerradas a cal y canto. Lo más probable es que Viktor y yo fuésemos los primeros visitantes del edificio desde que se cerró a causa de la cuarentena.

El chasis del Centauro y los escombros bloqueaban la puerta de acceso e impedían la entrada de los No Muertos del exterior, como pude comprobar con alivio. Me volví hacia el interior y me pasé el brazo del sargento Fernández sobre mis hombros para sacarlo de allí.

—Vamos, sargento, aguante un poco más —le animé—. Hay un helicóptero en la azotea y vamos a salir de aquí.

—Guarda tu aliento —dijo Viktor quedamente, mientras le levantaba un párpado al sargento y observaba fijamente su pupila—. Está muerto.

Consternado, apoyé con delicadeza el cuerpo del sargento sobre el asiento del conductor. Recordé el entusiasmo con el que había hablado del Centauro minutos antes de ser acribillado a balazos por Marcelo. Mentalmente, reconocí que, en efecto, aquel vehículo era soberbio y probablemente nos había salvado la vida. Ahora, aquel Centauro en particular sería su ataúd. Le abroché el cuello de la guerrera, empapada en su propia sangre, y con su pañuelo de cuello le limpié la mugre del rostro. Aquel hombre había sido un valiente y se merecía viajar a la eternidad con dignidad.

Con una última mirada al cuerpo del militar, salí del Centauro arrastrando detrás de mí una de las pesadas mochilas llenas de medicamentos. Viktor estaba fuera del vehículo, con la otra mochila a sus pies, y permanecía embobado mirando a su alrededor. A pocos metros de nosotros, las taquillas dormían, abandonadas y solitarias, mientras sobre las pilas de folletos y guías se acumulaba una gruesa capa de polvo.

—Es una pena lo de este sitio —comentó pensativamente el ucraniano—. El día menos pensado habrá un incendio, la mitad de la ciudad arderá hasta los cimientos sin que nadie haga frente al fuego, y entonces, todo lo que hay aquí dentro se convertirá en cenizas. Es una jodida pena, ¿no crees?

Me quedé en silencio por unos instantes. De pronto, siguiendo un súbito impulso, comencé a caminar hacia el interior del edificio a pasos apresurados. Viktor, confundido, me siguió a corta distancia.

—¿A dónde vas? —me preguntó, con los ojos muy abiertos—. ¡Los accesos a la terraza están por allí!

—Será sólo un minuto —le respondí, sin dar más detalles—. ¿Puedes dejarme tu cuchillo, por favor?

—¿Mi cuchillo? Sí, claro —dijo el ucraniano, sorprendido, mientras me lo pasaba—. Pero ¿para qué…?

—Sólo un instante, Prit, te lo prometo —dije mientras cogía el puñal que Viktor me alcanzaba.

Mi cabeza pensaba a toda velocidad. Era imposible salvar todos aquellos cuadros, pero al menos podríamos llevarnos uno o dos. La pregunta que me hacía era cuáles, de entre toda la enorme colección del museo.

Nos habíamos metido en las salas del siglo XVII. Colgadas desde una pared, las Meninas nos contemplaban tristemente, como adivinando que en muy poco tiempo serían pasto de las llamas. Desalentado, comprendí que cualquier cuadro de aquella planta era demasiado grande para que me lo pudiese llevar, incluso aunque lo desmontase del marco. De golpe, me fijé que en un rincón había un óleo de muy pequeño tamaño. Me acerqué a la carrera y lo contemplé.

Era un paisaje muy pequeño, un jardín lleno de cipreses, con un elegante arco de mármol blanco al fondo. El arco estaba cubierto con unas tablas mal colocadas y desde un nicho a la derecha, un dios griego contemplaba pensativamente al espectador, mientras unos personajes en primer plano conversaban de manera apacible. Aquel cuadro transmitía una inmediata sensación de paz y tranquilidad absoluta. El autor había conseguido, con el talento de un verdadero genio, atrapar un instante de calma y sosiego en una calurosa tarde de verano.

Rodeado de los majestuosos y enormes retratos de reyes y reinas muertos muchos siglos atrás, aquel pequeño óleo brillaba sin embargo con luz propia. Tenía mucha más fuerza y vida propia que cualquiera de los óleos que lo acompañaban en la sala. La placa situada debajo ponía VISTA DEL JARDÍN DE LA VILLA MÉDICIS y un poco más abajo, el nombre del autor, VELÁZQUEZ.

Sería aquél, pues. Descolgué el cuadro de la pared y lo apoyé boca abajo sobre un banco. En tiempos normales aquello habría disparado instantáneamente una alarma y antes de que hubiese podido ni siquiera respirar habría tenido a media docena de guardias armados a mi alrededor. Sin embargo, ni un solo ruido se oyó cuando comencé a soltar una a una, con la punta del cuchillo de Viktor, las grapas que unían el lienzo al bastidor. Cuando lo tuve suelto, lo enrollé cuidadosamente, hasta formar un tubo de poco más de cuarenta centímetros de alto y un dedo de grosor y lo metí en la funda vacía de los virotes, que llevaba adosada al muslo.

—Muchas gracias —le dije a Viktor mientras le devolvía su cuchillo.

—¿Por qué has hecho eso? —me preguntó el ucraniano, perplejo.

—Porque tenía que hacerlo. Esos medicamentos que llevamos en las mochilas son importantes, sin duda, pero esto —contesté impotente mientras señalaba los lienzos que colgaban a nuestro alrededor—, esto es igual de importante, Viktor. Es nuestra herencia, nuestro legado, la suma de todo lo que somos. Cuando todo esto se pierda una parte de nosotros se perderá para siempre. Cuando esto desaparezca, y eso sucederá dentro de muy pocos meses, o años, la civilización será un poco menos brillante. No podemos llevárnoslos todos, Viktor, pero al menos tratemos de salvar uno. Aunque sólo sea uno.

—De acuerdo —suspiró el ucraniano, arrastrándome de un brazo hacia las escaleras—. Pero vámonos de una vez, si no quieres que corramos la misma suerte que estas pinturas.

Mi mirada se paseó por última vez sobre aquellos lienzos famosos. Desde su caballo, Carlos V se despidió con una expresión burlona en el rostro, como si supiera que nosotros seríamos los últimos visitantes que recorrerían aquella sala.