Una fina llovizna empezó a caer, a medida que el sonido del Centauro se iba apagando en la distancia. El «plop-plop» de las gotas se fue haciendo más intenso a medida que el chubasco arreciaba contra el asfalto reseco y polvoriento. Iba a caer una buena, pero ni siquiera me daba cuenta. Estábamos solos, desarmados y sin ningún medio de transporte en alguna parte de una gigantesca ciudad abandonada e infestada de No Muertos. Presa de la desesperación más negra y absoluta, un quejido se escapó de mi garganta.
—Anímate —me dijo el ucraniano, dándome una palmada en la espalda—. Podría ser peor.
—¿Sí? —Me volví indignado hacia mi amigo—. ¿Cómo podría ser peor? ¿Eh? ¡Dime! ¡Explícame qué podría ser peor!
—Bah, tranquilízate —fue la respuesta del ucraniano, mientras se agachaba a recoger su cuchillo—. Nos tenemos el uno al otro, y ya hemos salido de situaciones parecidas, ¿no es cierto? Saldremos de ésta, no te preocupes. Todo lo que tenemos que hacer es arrancar ese bicho y largarnos cuanto antes. Ahora, pensemos de dónde podemos sacar unos cables de batería antes de que las cosas se pongan feas por aquí.
Justo en ese instante oí a mi espalda un gemido característico que me puso los pelos de punta. Aterrado, pegué un brinco hacia atrás, mientras mi mirada buscaba al No Muerto, pero no había nada a la vista. Sin embargo, el gemido se repitió una vez más. Confundido, miré al suelo y vi que una mano del sargento veterano se movía débilmente.
—¡Viktor! —grité—. ¡Éste está vivo!
Me incliné sobre el sargento. Tenía cuatro o cinco agujeros de bala en el pecho, pero increíblemente aún estaba vivo. Cuando agarré su mano entre las mías, levantó sus ojos. Tenía la mirada perdida y tardó un rato en enfocar sus ojos en mi rostro. Cuando trató de hablar, tan sólo pudo escupir una espuma ensangrentada por la boca.
—Tranquilo, amigo, tranquilo —le dije, mientras me fijaba en el parche de su guerrera donde figuraba el nombre de «Jonás Fernández»—. Escúcheme, sargento, no deje de mirarme, ¿de acuerdo? Quédese conmigo, Jonás, ¡vamos! En cuanto Viktor ponga en marcha ese Centauro nos largaremos de aquí a toda velocidad.
—¡Mierda! —bramó Viktor, súbitamente furioso—. ¡Esa zorra ha arrancado de cuajo los cables de la batería! Aunque encontremos un repuesto, no podremos empalmarlo sin herramientas. Sin batería esta mole no se encenderá jamás. ¡Maldita sea!
La sangre se me escapó de la cara al oír aquello. Los No Muertos aparecerían en cualquier momento, y no teníamos adónde ir.
—Viktor —me aparté de la cara un mechón de pelo empapado de lluvia y traté de controlar mi voz para no dejar traslucir mi miedo—, este hombre se muere a menos que le den asistencia sanitaria inmediata, y nosotros no vamos a estar mucho mejor si no se te ocurre alguna solución rápida… ¡Así que piensa en algo, joder!
—¡No podemos hacer nada! —replicó Viktor, descargando un puñetazo sobre el costado del Centauro—. ¡Sin batería de arranque estamos muertos!
El ucraniano se enderezó de golpe y me miró fijamente.
—Tenemos que irnos de aquí… ¡Y rápido! Quizá si seguimos esa calle tan ancha… la Castellana, creo que se llama… o quizá por los túneles del metro… Puede funcionar… —La mente del ucraniano funcionaba a toda velocidad.
—Viktor —dije, señalando al sargento malherido—. ¿Y qué coño hacemos con él?
Por toda respuesta, Viktor se palmeó el cuchillo que descansaba en su pierna. Si teníamos que huir en una carrera suicida, no podíamos llevarlo con nosotros, pero tampoco podíamos dejarlo allí, como un cebo indefenso para que los No Muertos se sirviesen de él como en un bufet libre.
Respiré hondo, tratando de reunir valor. Una cosa era dispararle a un No Muerto y otra muy distinta acabar conscientemente con la vida de un ser humano.
—Viktor… —comencé a decir, sin saber muy bien cómo acabar la frase, pero entonces el sargento Jonás Fernández levantó débilmente el brazo, tratando de llamar nuestra atención.
—Auxil… auxil… —Un borbotón de sangre intensamente roja se le escurrió por la comisura de un labio, atragantándolo.
—Sí, sargento, estése tranquilo —traté de calmarle, mientras le aflojaba el cuello de la guerrera para que estuviese más cómodo—. Iremos en busca de auxilio, no se preocupe.
—Auxil… auxiliar… gilipollas… —Un destello de impaciencia asomó a los ojos del sargento, mientras tosía otro esputo enrojecido—. La batería… auxiliar.
—¿Batería auxiliar? —Prit se inclinó hacia delante, ansioso—. ¿Dónde está?
—La… torreta… batería… auxiliar. —La lluvia se mezclaba con los regueros de sangre del sargento y creaba un charco rojizo que iba creciendo a su alrededor—. Mismos bornes… y… voltaje.
Antes de que acabase de hablar, Prit ya trepaba con la agilidad de un mono por el lateral del Centauro y se colaba en el interior de la torreta. Oí trastear al ucraniano en el interior, mientras yo levantaba la cabeza del sargento, intentando que al menos pudiese respirar mejor. No sabía qué podía hacer para ayudarle, y aunque tuviese los conocimientos médicos necesarios, sospechaba que el estado del sargento Jonás Fernández estaba más allá de cualquier posible cura. Él debía de saberlo también, sin ningún género de dudas, y aguantaba estoicamente el dolor que le tenía que estar destrozando por dentro.
—¡Aquí está! —Pritchenko asomó por la torreta, sosteniendo triunfalmente una caja de forma rectangular entre sus brazos—. ¡Dame dos minutos y esto estará listo!
No íbamos a tener tanto tiempo. Por la esquina de la plaza ya asomaba un grupo de tres No Muertos tambaleándose.
—¡Prit! —vociferé con todas mis fuerzas—. ¡Apúrate! ¡Tenemos que irnos AHORA!
Me eché al hombro al sargento Fernández y lo metí de la manera más delicada que pude en el interior del Centauro a través de la escotilla superior. Afortunadamente para él, Jonás Fernández, sargento veterano del tercio Juan de Austria, parecía haber perdido el conocimiento y no tuvo oportunidad de quejarse. Cuando su cuerpo estuvo dentro, me giré para comprobar que los No Muertos ya habían avanzado la mitad de la distancia que les separaba de nosotros. En un arranque de inspiración, corrí hacia las tres mochilas que habían quedado abandonadas al pie de la ventana. Los No Muertos vacilaron un momento al verme, y comenzaron a caminar en la dirección hacia la que me dirigía. Cogí dos de las mochilas y arrastrándolas sobre el asfalto, volví trastabillando hacia el blindado, lanzando de vez en cuando una cautelosa mirada sobre mi hombro. Las criaturas ya estaban a menos de cien metros de nosotros.
—¡Viktor! ¡Acaba de una vez o te van a arrancar las pelotas! —grité mientras arrojaba las mochilas dentro de nuestro vehículo.
—Ya… casi… está… —El ucraniano sudaba profusamente, mientras sus manos se movían a una velocidad endiablada dentro de las tripas del motor—. ¡Listo! ¡Adentro, adentro, adentro!
De un salto nos encaramamos dentro del Centauro y cerramos a presión las escotillas de acceso sobre nuestras cabezas. Justo a tiempo. Cuando nos colocamos en los asientos delanteros, los No Muertos ya estaban golpeando con sus manos los costados del blindado, provocando una barahúnda increíble.
—¡Arranca de una vez, por Dios! —le grité al ucraniano.
—¿Qué dices? —Pritchenko me miró de repente como si yo hubiese perdido el juicio—. ¡Ni siquiera sé cómo se arranca este chisme!
—¿Cómo que no sabes? —Los ojos se me abrieron como platos—. ¡Se supone que eres piloto, joder!
—¡Piloto de helicópteros! ¡De helicópteros! —replicó airado el ucraniano—. ¡Y en la fuerza aérea no tenemos nada parecido a esta caja con ruedas! ¡Yo pensaba que tú sabrías guiar esta cosa!
—¿Yo? —Entonces me tocó el turno de quedarme asombrado—. ¡Viktor, no había subido a un blindado en mi vida, ni siquiera hice el servicio militar! ¡Yo era abogado, demonios!
—¡Eso cuéntaselo a los de afuera! —gesticuló Pritchenko—. ¿Sabes o no sabes arrancar este chisme, entonces?
—¡No! ¡Claro que no! —De repente, un destello de lucidez me asaltó con fuerza—. ¡Espera! ¡El sargento sí que sabe! ¡Eh! ¡Eh! ¡Jonás! ¡Oiga, sargento, despierte! ¡Vamos, sargento, abra los ojos, le necesitamos!
El sargento Fernández tardó un buen rato en reaccionar. Su respiración se había vuelto espasmódica, y de vez en cuando se veía asaltado por repentinos eructos de sangre que se mezclaba con la que salía de los agujeros abiertos en su pecho. No me explicaba cómo podía permanecer aún con vida.
Con voz trémula y entrecortada, le fue dando indicaciones al ucraniano para que pudiese arrancar el blindado. El sistema de ignición era ultrarresistente (gracias a eso había aguantado más de un año a la intemperie y aún funcionaba), pero también dolorosamente complejo. Viktor se equivocó dos veces en la secuencia de encendido y tuvo que comenzar de nuevo. Mientras tanto, docenas de No Muertos se habían concentrado en torno al Centauro. Algunos incluso se habían encaramado al mismo y se paseaban sobre nuestras cabezas, tratando de encontrar una vía de entrada dentro del vehículo. Con un escalofrío, comprendí que si no lográbamos encender el motor, estaríamos atrapados allí dentro para siempre (o hasta que muriésemos de hambre y sed). Pese a ser una mole de varias toneladas, los golpes que le daban los No Muertos hacían vibrar de lado a lado el blindado, y el ruido en el interior era ensordecedor.
Con un chirrido estrepitoso, Viktor logró finalmente embragar la primera marcha al tiempo que el motor tosía por primera vez en más de un año. El Centauro dio un salto hacia delante y se caló.
—¡Trata de arrancarlo! ¡Trata de arrancarlo, por Dios! —Nada más oírme decir esa frase, y pese a la gravedad de la situación, no pude evitar que una risa histérica se escapase de mis labios, incontrolable.
—¿Qué coño te pasa? —Viktor me dirigió una fugaz mirada, como si pensase que me había vuelto loco—. ¿Esto te parece gracioso?
Viktor lo intentó por segunda vez. En esa ocasión, el Centauro botó un poco, pero no se caló. Con gesto triunfante, Viktor me miró y se secó el sudor de la frente. Apretó el acelerador y un potente rugido salió del motor diesel.
—¡Ronronea como un gato! —dijo satisfecho, mientras pegaba sus ojos al visor del puesto de mando—. ¡Y ahora, vámonos!
—Tenemos que llegar a Cuatro Vientos antes que ellos, o esto no servirá de nada, Viktor —apunté, pensativo—. Y ya nos llevan una buena ventaja.
Ése no era el único problema. El indicador de combustible del Centauro estaba en la reserva, y además no teníamos la más remota idea de qué obstáculos podríamos encontrar a través de un Madrid abandonado. Ni siquiera estaba seguro de poder encontrar el camino hasta el aeródromo.
—Al carajo —dije, tras un segundo—. Sácanos de aquí cagando leches.
Con un acelerón, el Centauro comenzó a moverse lentamente, empujando a la masa de No Muertos acumulada en su entorno. Tras unos cuantos metros agónicos (y algún que otro cuerpo aplastado), Viktor se hizo finalmente con los controles del blindado y conseguimos salir de la plaza.
El ucraniano y yo nos miramos, e hicimos una mueca de asentimiento.
Empezaba una carrera contrarreloj.