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Tenerife

Por un clavo, el reino se perdió.

Por un accidente estúpido, provocado por el pánico de una chica aterrorizada que trataba de salvar su vida, el caos salió de la caja de Pandora una vez más.

Pero en aquel momento nadie, ni siquiera sus protagonistas, eran conscientes de ello.

Ni lo serían.

Eric y Basilio Irisarri recorrieron rápidamente el primer laboratorio, escrutando al pasar hasta el último rincón. Al llegar a la puerta situada al fondo, Basilio le hizo señas a Eric para que se pusiera frente a ésta. Con un mudo gesto de asentimiento, el pelirrojo se colocó a dos metros de la puerta, sujetando la Beretta con las dos manos. Irisarri, por su parte, se acercó cauteloso al pomo y se pegó a la pared. Si aquella maldita chica les esperaba agazapada al otro lado, tratando de sorprenderlos con algo, se iba a quedar con las ganas.

Alzó sus ojos hacia el belga y levantó tres dedos. Con su mano derecha sobre el pomo, contó mentalmente tres segundos y a continuación le dio un fuerte tirón, apartándose de un salto.

Un montón de cosas empezaron a suceder en muy pocos segundos. La primera fue que alguien totalmente desnudo salió disparado como un obús nada más abrir la puerta («algo, no alguien», se corrigió Eric, totalmente aterrorizado, al contemplar al No Muerto que iba hacia él). En ese momento el belga cambió la agradable y cálida sensación de excitación sexual que disfrutaba por un miedo frío y pegajoso. Con los ojos desorbitados, levantó la Beretta e hizo dos rápidos disparos a bocajarro contra el No Muerto.

El primer proyectil atravesó el cuello de la criatura, liberando un espeso chorro de sangre negra. El segundo disparo le acertó en medio de la cara, dejando un enorme boquete sanguinolento donde hasta hacía un segundo había estado su nariz. El No Muerto se derrumbó como un fardo, pero Eric no tuvo oportunidad de relajarse, ya que otros tres salían en tromba por la puerta.

Maldiciendo en francés, el pelirrojo comenzó a retroceder, mientras volvía a disparar su arma, a pocos metros de las criaturas. Un chorretón de sangre salió como un surtidor de la cabeza abierta de uno de los No Muertos (un africano enorme, de más de dos metros) y salpicó la visera plástica del casco de su traje de aislamiento, cubriéndolo por completo. Eric pasó la mano enguantada por la visera, pero el resultado fue aún peor, ya que la empañó del todo.

Una mano como una garra le sujetó el brazo. A ciegas, el belga se giró y descargó un golpe seco con el codo contra alguien (algo) mientras disparaba a ciegas contra otro bulto que se le acercaba. De repente notó cómo alguien (algo) le aferraba una rodilla desde atrás y justo al mismo tiempo un dolor intenso, como una quemadura, le subía desde la pantorrilla.

Girándose, el belga disparó dos veces contra el No Muerto que, después de rodear la mesa, le había sorprendido por la espalda. El sudor corría a chorros por su cara, y la temperatura dentro de aquel condenado traje aislante parecía haber aumentado un millón de grados, más o menos. Además, la maldita visera empapada de sangre no le permitía ver más que un estrecho ángulo justo enfrente de él, de ahí que aquel cabrón hubiese podido sorprenderlo desde atrás.

Un aullido desgarrador le heló la sangre. Arrinconado contra una esquina, Basilio Irisarri, desarmado, se enfrentaba a dos No Muertos que le acosaban simultáneamente. El contramaestre, con los ojos inyectados en sangre, lanzaba unos puñetazos que hubiesen podido matar a un buey. Los No Muertos no sólo no hacían el menor gesto por esquivar los mazazos, sino que ni siquiera parecían notar su efecto.

Irisarri lanzó un demoledor uppercut contra el No Muerto de su derecha. La mandíbula de la criatura chasqueó como un cepo oxidado y fragmentos de dientes rotos volaron por el aire. El otro No Muerto aprovechó el momento en el que el marinero tenía el brazo extendido para clavar sus dientes en el antebrazo de Basilio. Los colmillos de la criatura perforaron fácilmente el delgado plástico del traje aislante y la fina camisa de algodón del disfraz de enfermero.

Basilio se giró como un tornado y le sacudió una patada demoledora que hubiese merecido la aprobación del mismísimo Chuck Norris. La criatura, caída como una tortuga boca arriba, trató de levantarse de manera torpe, mientras masticaba con fruición un fragmento del bíceps de Irisarri que había quedado en su boca.

—¡Eric! —El grito de Basilio era desgarrado—. ¡Ayúdame de una puta vez, joder!

El belga, con una expresión ausente en el rostro, disparó contra el No Muerto del suelo. La criatura murió del todo con la mandíbula a medio cerrar y un trozo del brazo de Irisarri asomando de su boca, como una pequeña lengua rosada y juguetona. Aquella imagen, incluso en medio de aquella situación, arrancó una sonrisa sádica del rostro del pelirrojo.

Los dos últimos No Muertos estaban en ese momento totalmente volcados sobre Basilio, y uno de ellos (o el propio Basilio, esto Eric nunca lo sabría) le había arrancado el casco del traje. El belga disparó dos veces sobre uno de ellos, que se derrumbó como un monigote de trapo, pero el otro fue más rápido y clavó sus dientes en el cuello del contramaestre. Con un rugido ahogado, Basilio Irisarri hizo un último esfuerzo y lanzó el cuerpo de su agresor por encima de la mesa, arrastrando a su paso un montón de probetas, matraces y microscopios que se estrellaron en el suelo con un estruendo enorme.

Eric aprovechó ese momento para vaciar las dos últimas balas de su Beretta sobre el cuerpo retorcido del No Muerto. Con la velocidad de una cobra se giró de nuevo, pero ya no quedaba nadie en pie en el laboratorio, excepto él. Un total de seis No Muertos yacían en el suelo con las cabezas reventadas por sus disparos.

Basilio Irisarri se había dejado resbalar lentamente y yacía sentado en el suelo, con la espalda apoyada contra la pared. Eric observó fascinado cómo de la herida de su cuello salían chorros de sangre a impulsos regulares, cada vez que el corazón de Basilio latía.

—Eric… —La voz de Basilio sonaba extrañamente encharcada. Un grumo de sangre roja asomaba de su boca y le resbalaba por la comisura de los labios hasta el cuello, donde se fundía con el reguero que salía de entre sus dedos apretados—. Eric… Ayúdame a levantarme… no puedo… Eric…

El belga se señaló el casco del traje y por signos le indicó que no le oía. Luego meneó la cabeza y levantó la mano despidiéndose de Irisarri.

—No… puedes… cabrón… —gorjeó Basilio—. Sácame…

—No te puedo oír bien, Basilio —dijo Eric desde dentro del casco—. Y no sé si tú me oyes bien a mí, pero esto ha dejado de ser divertido. Estoy cansado, estoy caliente, me apetece una cerveza fría, y opino que esa zorrita tuya debe de haber sido devorada por estas bestias… Además, por si no te has dado cuenta, creo que te estás muriendo, ¿sabes?

El corpulento contramaestre le miraba fijamente desde el suelo, sin decir nada. A cada latido de su corazón, un puñado de vida se le escapaba por la espantosa herida del cuello. Eric chasqueó los labios, y sacudió de nuevo la cabeza.

—Tengo que irme, amigo —dijo mientras se agachaba y colocaba la Beretta descargada en la mano libre de Basilio sin dejar de parlotear alegremente—. No quiero que pienses que me largo sin más, o que no me preocupo por ti, en serio. Te dejo esto de recuerdo. Cuando alguien llegue aquí, es mejor que piensen que eres el responsable de este estropicio, y no yo.

Miró a su alrededor, con la expresión apenada de alguien que ve el jardín de su casa arrasado por una noche de juerga loca.

—Saluda a Satanás de mi parte, viejo —dijo, dedicándole una última mirada a Basilio antes de girarse y volver hacia la esclusa de descontaminación. Cuando pulsó el interruptor de apertura, oyó el chasquido apagado del percutor de la Beretta. Se giró y vio cómo Basilio, haciendo un último esfuerzo, había levantado la pistola y le apuntaba directamente. El antiguo contramaestre contemplaba la pistola descargada de su mano con la expresión derrotada de alguien que acaba de descubrir que le han estafado.

—Somos bestias rabiosas, Basilio —dijo Eric con voz queda, aun sabiendo que el agonizante marinero no podía oírle—. Nos volvemos unos contra otros a la mínima oportunidad, pero no podemos evitarlo. Mira incluso estas putas islas… ¿Qué es lo primero que hicieron los supervivientes cuando se organizaron? ¡Empezar a matarse entre ellos! ¡Estamos al borde de una puta guerra civil, si crees lo que dicen los medios! Estos malditos monstruos nos han robado la poca humanidad que nos quedaba… ¡Así que tú al menos podrías intentar morir con dignidad, joder!

La puerta se abrió a sus espaldas. Haciendo una parodia de saludo militar se metió dentro de la cabina. Los ojos de Basilio, nublados por la muerte, le siguieron, cada vez más desenfocados. Su cerebro, sin oxígeno, se moría, pero por sus venas ya corrían millares de diminutos seres que aprovechaban el calor de su cuerpo agonizante para multiplicarse de forma explosiva.

En pocas horas, cuando fuesen suficientes, harían que Basilio se levantase una vez más. Pero Eric Desauss no estaría allí para verlo, si de él dependía.

El belga apretó el pulsador de la cabina e inmediatamente el chorro de desinfectante le envolvió por completo. Cuando el líquido se coló por el agujero abierto en su pantorrilla sintió una intensa sensación de ardor. Conmocionado, comprobó que tenía un enorme agujero en la pernera del traje, con los bordes chorreando sangre. Con los dedos torpes levantó el jirón de plástico hasta dejar a la vista una serie de hendiduras regulares.

—Ha sido uno de esos putos cristales al romperse —se dijo a sí mismo, sintiendo que el sudor se le helaba sobre la piel—. Sí, eso tiene que haber sido. El último cabrón voló sobre la mesa y rompió un millón de esos tubos de cristal al pasar. Seguro que alguno salió disparado y me rajó la pierna, eso es. —Su voz no sonaba tan segura como le hubiese gustado, pero al menos, al oírse, se relajó un poco.

Respirando algo más tranquilo, Eric aguardó pacientemente a que terminase la ducha desinfectante. Cuando la luz roja se apagó, el belga empujó la puerta exterior y salió de nuevo al pasillo que daba acceso a los laboratorios. Sin sacarse el traje, se coló por el hueco de la puerta de seguridad, que Basilio había reventado a disparos, y se alejó andando tranquilamente del laboratorio arrasado.

Unos metros antes de llegar a la garita de control se cruzó con un grupo variopinto de guardias civiles y militares que venían a la carrera.

—¡En el laboratorio! —señaló con su brazo hacia el punto de donde venía—. ¡Un tipo con una pistola y una chica! ¡Han entrado disparando a todo el mundo! ¡Yo he podido escapar, pero aún queda gente dentro!

—Mierda, el zoo no, por favor. Que no hayan llegado al zoo —murmuró el militar de más graduación mientras palidecía—. ¿Usted está bien, doctor?

—Una bala casi me da debajo de la rodilla —mintió Eric con soltura, mientras señalaba su pierna ensangrentada—, pero sólo es un rasguño, creo. Será mejor que algún compañero le eche un vistazo cuanto antes…

—Por supuesto, doctor, vaya hasta el piso de arriba cuanto antes para que le miren eso. Los froilos montaron un buen follón, pero la cosa ya se ha calmado —replicó el militar, dando por zanjada la conversación—. Vamos allá, pero con mucho cuidado. Si tan sólo una de las puertas del zoo está abierta, disparad primero y preguntad después, ¿entendido?

El grupo se alejó trotando hacia el laboratorio. Con una sonrisa satisfecha, Eric se sacó el casco del traje de aislamiento y por fin pudo apartarse de su rostro los mechones de pelo empapados en sudor. Al pasar por el puesto de control dejó el traje apoyado sobre el mostrador y cruzó cojeando el arco detector de metales. La condenada herida de la pierna le dolía cada vez más, y notaba cómo latía a cada paso que daba.

Dos minutos después, Eric atravesaba las puertas del hospital, convertidas en un caos absoluto, con docenas de militares entrando y saliendo y colas enormes de enfermos amontonados en pijama sobre la acera. Silbando entre dientes, se alejó hacia el centro de la ciudad, arrastrando ligeramente la pierna derecha al andar.

«Quizá sea una buena idea desinfectarla al llegar a casa», pero al instante se corrigió: «Qué diablos, tan sólo es una mierda de corte». «No es una mierda de corte y lo sabes perfectamente bien, gilipollas. Es una puta mordedura —aulló la parte razonable y lógica de su mente— y si fueses sabio te pegarías un tiro ahora mismo, desgraciado.»

«No, seguro que sólo es un corte. Recuerdo perfectamente cómo me corté con uno de aquellos cristales», se dijo a sí mismo, tajante, mientras sacudía la cabeza.

«¡Estás mintiendo, estás mintiendo! —aulló la vocecilla, pero esta vez de forma mucho más débil (Eric llevaba oyendo voces en su cabeza desde los catorce años y había aprendido a no escucharlas)—. Puede esperar un rato.»

Eric se dio cuenta en ese preciso instante de que antes de ir a casa, lo que deseaba desesperadamente era un trago. Parecía una idea muy buena. Qué cojones, era una idea colosal. Era la madre de todas las Geniales Ideas Brillantes de la historia.

Quizá un par de copas le calmasen el dolor de la pierna, donde millones de pequeños cayados de pastor se multiplicaban en aquel preciso instante, aunque él no los pudiese ver.

Y puede que de paso acallasen aquellas jodidas vocecitas que gritaban en su cabeza y que no le dejaban pensar con claridad.

Y además, quizá deshiciesen la bola de hielo en que se habían transformado sus testículos.

Qué coño, valía la pena intentarlo.

Por un clavo, el reino se perdió.

Por sólo un clavo. Un único y jodido clavo.