37

Madrid

El interior del edificio estaba oscuro, y olía a humedad, polvo y basura en descomposición. En grupos de tres y cuatro fuimos entrando lentamente a través de la puerta acorazada, mientras los focos de las linternas bailoteaban nerviosamente, apuntando en todas direcciones.

—¿Por qué diablos no tendremos gafas de visión nocturna? —gruñó Pauli, mientras se esforzaba en penetrar la oscuridad con sus ojos—. Se supone que somos una unidad de élite, y míranos, más ciegos que topos en un túnel.

—Cállate y vigila —replicó Marcelo, cortante—. Y dale plomo al primer pelotudo que veas.

No hacía falta que el argentino se lo recordase. Todos los miembros del equipo permanecían alerta, atentos al menor movimiento de un No Muerto en las sombras. Alguien tropezó con una papelera y la mandó rodando al otro extremo de la habitación de una patada. El cesto metálico rebotó contra un archivador con un estruendo que retumbó hasta en la última planta de aquel edificio dejado de la mano de Dios. Un siseo furioso surgió de la garganta de Tank, mientras se dirigía con la velocidad de una cobra a la posición del pobre desgraciado que había tropezado. Interiormente, me alegré de no estar en el pellejo de aquel tipo. Si no me equivocaba (y no creía hacerlo), Tank acababa de escoger al «voluntario» que tendría que ir abriendo camino por el interior de las oficinas.

El olor a cerrado era tan intenso que llegaba a ser mareante. Intrigado, observé que la mayor parte de las habitaciones que recorríamos habían sido adaptadas como oficinas. En casi todas ellas se acumulaban escritorios vacíos, ordenadores apagados y montañas de papeles cubiertos por gruesas capas de polvo.

Uno de aquellos despachos resultaba especialmente perturbador. Era un cubículo pequeño, con una mesa, una silla y un archivador, cubiertos casi por completo por pajaritas de papel. Era imposible contarlas, quizá hubiese tres o cuatro mil, de distintos colores y tamaños. En un primer momento me pareció sumamente gracioso (la imagen del funcionario ocioso zanganeando en su puesto de trabajo y haciendo pajaritas de papel todo el día brilló en mi mente durante un segundo), pero de repente sentí un escalofrío. Aquello no era el trabajo de un día, ni el pasatiempo distraído de un burócrata aburrido. Aquello era la obra obsesiva de un maníaco. Casi podía ver a un individuo encorvado a oscuras sobre la mesa, doblando folio tras folio, mientras su mente se sumergía en pozos cada vez más profundos.

Con un estremecimiento me aparté de aquella mesa. Me di la vuelta buscando el punto de luz de la linterna de Viktor, pero no pude ver nada.

Conmocionado, comprendí que me había separado del grupo y que estaba solo.

Procurando dominar el pánico que amenazaba con trepar desde mi estómago, salí de nuevo al corredor. Había llegado por la derecha, pero el corredor de la izquierda se bifurcaba en dos direcciones distintas. Mi sentido de la orientación nunca había sido especialmente bueno, y para ser sinceros, había dejado en manos de Viktor y de los demás legionarios la ruta dentro del edificio, mientras yo me limitaba a contemplar el panorama.

Maldiciendo por lo bajo, me detuve en la intersección. Me pareció oír un ligero ruido proveniente del primer ramal, algo que sonaba como un par de órdenes susurradas con tono imperativo. Tras revisar el seguro de la Glock, me deslicé por el pasillo hacia el punto donde creía haber oído las voces.

Por el camino tuve que sortear varios montones de envoltorios vacíos de raciones de emergencia del ejército. Había encontrado un buen número de ellos desde la misma puerta acorazada, pero cuanto más me internaba en el corazón del edificio, aparecían con mayor frecuencia.

Al doblar una esquina tropecé de golpe con el primer cuerpo. Era el cadáver de un hombre delgado, vestido únicamente con unos pantalones militares y una camiseta negra. En la camiseta llevaba dibujado el escudo de una unidad militar, en el que aparecía un puño sujetando un fajo de rayos y las palabras FIERI POTEST justo debajo.

Conteniendo la respiración, me agaché para revisar el cuerpo. A juzgar por el grado de descomposición, debía de llevar varios meses muerto. En la mano derecha sostenía un vaso de papel arrugado, y en su izquierda algo que no podía distinguir bien. Tratando de evitar las arcadas, le arranqué aquel objeto de la mano semidisecada. Era la foto de dos críos de unos cinco o seis años, que miraban sonrientes a la cámara mientras el viento les revolvía el cabello, en una brillante mañana en la playa.

Levanté la mirada y observé de nuevo el cadáver. No presentaba heridas de bala, ni cortes aparentes, aunque el estado del cuerpo era tan asqueroso que mi examen podría haber pasado algo por alto fácilmente. De lo que estaba casi seguro era de que el último pensamiento de aquel hombre no había sido para un oscuro pasillo, sino que antes de morir su mente había estado corriendo por una playa en una luminosa mañana de verano.

Apreté con fuerza la foto. Casi podía sentir el olor del mar y los chillidos de las gaviotas. Con un gesto reflejo me metí la fotografía en el bolsillo de la pernera, y continué caminando, procurando no perturbar el descanso de aquel cuerpo al pasar por encima de él.

Cinco metros más adelante, me encontré dos cuerpos más, también con ropa militar. Éstos se encontraban sentados a una mesa. Uno de ellos llevaba la camiseta con el mismo logo que el primer cuerpo, y también sostenía un vaso de papel en su puño, pero el otro llevaba puesto un uniforme completo de coronel. Sobre su pecho brillaban tres medallas, como joyas olvidadas en la tumba saqueada de un faraón. En su mano derecha reposaba una pistola reglamentaria, con el cañón aún manchado de la sangre que había volado contra la pared del fondo cuando aquel hombre se había saltado la tapa de los sesos.

Unas voces a lo lejos me sacaron de mi estupor. Me alejé de aquella escena macabra, siguiendo el reflejo de unas linternas al otro lado del enorme hueco central de ventilación del edificio. Con un suspiro de alivio, me di cuenta de que tan sólo me había equivocado en un giro. Avanzaba en paralelo al resto del grupo, pero por el lado opuesto del hueco de ventilación. Únicamente tenía que seguir avanzando pegado a aquella pared y girar a la derecha en el momento en que se terminase, y me tropezaría con mi grupo de frente.

Obsesionado con aquella idea, apreté el paso. No resulta agradable caminar a solas en plena oscuridad, pero esa sensación, en un edificio abandonado y lleno de cadáveres, era mil veces peor. Era como caminar por una casa encantada.

La imaginación comenzaba a jugarme malas pasadas, y por un par de veces estuve a punto de disparar contra mi propia sombra reflejada en las paredes. Cada poco rato oía susurros y roces de pasos, siguiéndome. En mi mente enfebrecida podía ver al soldado de las medallas levantándose de la mesa y siguiéndome a través de las habitaciones, con sus condecoraciones tintineando suavemente en su pecho, mientras estiraba sus manos descarnadas para agarrarme del cuello y arrastrarme de nuevo a la sala de la mesa, donde me obligaría a sentarme y tendría que permanecer con ellos para siempre…

El pánico comenzaba a invadirme. En aquel momento ya no andaba, sino que iba corriendo. Hasta entonces, había tratado de mantener el control de mi miedo, por una sencilla cuestión de orgullo. No quería quedar como un estúpido delante de todo el grupo («Mira, el gilipollas que se perdió nada más entrar en el edificio… un inútil que no es capaz de dar diez pasos sin cagarla. Tendrías que ver cómo gritaba de miedo cuando le encontramos»), pero en aquel momento ya me daba igual. Mientras corría empecé a llamar a voces a Pritchenko, a Tank, a Broto y a todos y cada uno de los miembros del grupo de los que podía recordar el nombre. Ya no me importaba quedar como un cobarde. Lo único que quería era no estar solo en medio de aquella oscuridad que olía a muerte, miedo y desesperación.

Si me hubiese fijado más, habría podido evitar el cuerpo, pero aturdido como me encontraba, no pude esquivarlo y tropecé con él. La puntera de mi bota izquierda se hundió en algo blando, que se pinchó con un suave «choooofff» al tiempo que un olor indescriptiblemente nauseabundo me quemaba las fosas nasales. Caí sobre un costado, mientras el aire se escapaba de mis pulmones. La linterna salió disparada de mis manos, y resbaló dos metros antes de detenerse boca abajo junto a un montón de ropa apilada en el suelo.

Por unos segundos permanecí tumbado en el suelo, tal y como había caído, tratando de recuperar la respiración. Finalmente, me puse a gatas y arrastrándome me acerqué hasta la linterna, que sólo emitía unos breves rayos de brillo espectral. Mientras la recogía y la agitaba, musité una plegaria silenciosa, rogando a todos los dioses que no se hubiese roto.

Para mi satisfacción, el rayo de luz permanecía brillante y estable. Enfoqué al cuerpo con el que había tropezado. Era el cadáver de una mujer vestida de civil, enormemente hinchado por los gases de la descomposición. Mi bota izquierda había perforado su abdomen al tropezar con ella, y en aquel instante se vaciaba a ojos vista. Tenía un aspecto grotesco, como el de la muñeca hinchable de un perturbado mental. Asqueado, aparté la mirada, y al pasear el foco de luz por el resto de la habitación, el grito de horror que hasta aquel momento había conseguido contener, surgió de mi garganta de forma incontrolable.