31

Madrid

Durante un interminable segundo me quedé congelado, contemplando la Glock como un espantapájaros, incapaz de comprender lo que estaba sucediendo. La jodida pistola no disparaba. Sin embargo, no hubo tiempo para mucho más. El No Muerto se abalanzó sobre Viktor que, atareado, trataba de cambiar el cargador de su HK. Con un rugido gutural el semicarbonizado No Muerto agarró al pequeño ucraniano por el hombro y se precipitó sobre él con intenciones asesinas.

Fue tan sólo la casualidad lo que salvó a Pritchenko de una muerte segura. En un acto reflejo levantó el fusil y, empleándolo como si fuese una estaca, clavó violentamente la boca del cañón en el pecho del No Muerto, impulsando a ambos de espaldas. El No Muerto se vio detenido de golpe, seguramente con alguna costilla rota a causa del topetazo, pero Prit, cogido a contrapié, trastabilló y cayó de espaldas en el suelo de la plaza, totalmente indefenso.

Aquélla era la única oportunidad que el No Muerto necesitaba. Dejándose caer de rodillas, se desplomó sobre el cuerpo de mi amigo, que pugnaba por desasirse de aquel abrazo mortal. Como a cámara lenta, podía ver cómo los dientes del Podrido (perfectamente visibles porque los labios habían quedado reducidos a una estrecha y terrorífica mueca a causa del fuego) chasqueaban como una trampa para osos a pocos centímetros del rostro del eslavo, pálido de terror.

—¡Sácamelo de encima! Dabai, Dabai! —gritaba Viktor, fuera de sí.

Cogiendo carrerilla, le propiné una violenta patada en un costado al No Muerto, descargando todo mi peso en el pie. Aquel patadón habría bastado para dejar sin resuello y medio muerta a una persona normal, pero desgraciadamente los seres que teníamos enfrente estaban hechos de otra pasta. El No Muerto, desequilibrado por mi chut, soltó por unos segundos a Viktor, instante que aprovechó el ucraniano para escabullirse reptando.

En aquel momento toda la atención del engendro estaba centrada en mí. Di un par de pasos atrás, ampliando la distancia, mientras el No Muerto se levantaba trabajosamente. Viktor se colocó en silencio a su espalda, con su gigantesco cuchillo de caza desenvainado, listo para rebanarle el pescuezo.

Antes de que el eslavo pudiese hacer ni un solo gesto, un volcán en miniatura se abrió en una de las sienes del No Muerto, salpicando restos de materia orgánica por todas partes. El cuerpo se desplomó como un fardo, y Viktor y yo nos quedamos por unos instantes frente a frente, estupefactos, y tremendamente aliviados por seguir con vida.

—¿A qué coño jugáis? —La voz de Pauli nos sobresaltó y por un breve momento me pareció el sonido más delicioso sobre la faz de la tierra.

La pequeña catalana se encontraba con una rodilla apoyada en tierra y del cañón de su HK aún salía un hilillo de humo azulado. Había sido ella quien providencialmente había disparado al No Muerto, y en ese instante nos observaba con una expresión de sarcasmo en los ojos.

—Veo que a vosotros dos os va el cuerpo a cuerpo… —había rechifla en su voz—, pero deberíais saber que eso de revolcarse con engendros es de muy mal gusto. —Se levantó, trabajosamente, mientras se sacudía el polvo de las rodillas—. Y además, podríais pillar algo malo, pero en fin, vosotros mismos…

—Esa maldita escopeta se ha encasquillado —protesté indignado, mientras señalaba el HK de Prit—. Y mi pistola no ha funcionado mucho mejor, que digamos. —Sacudí la Glock delante de sus narices—. ¡Así que no me vengas con historias, joder!

—Para empezar, no es una «escopeta», es un fusil —me corrigió Marcelo, mientras se frotaba el hombro derecho, dolorido por las continuas ráfagas de la MG 3—. Y además, ¿cómo hicieron para encasquillar dos armas a la vez? ¡No había visto semejante cosa en mi vida!

Por toda respuesta le tendí mi Glock, con cara de pocos amigos. El porteño sacó el cargador y lo examinó detenidamente. Al poco, levantó la cabeza, con un gesto de incredulidad en su rostro.

—¿Vos le sacaste la primera bala, pelotudo?

—Eeehhh… sí —respondí, sintiendo de repente cómo la sangre se me agolpaba en el rostro. Joder.

Pese al rápido período de instrucción en Tenerife, no había sido capaz de vencer el temor a que la pistola se me disparase accidentalmente mientras la desenfundaba, así que había optado por sacar la primera bala del peine del cargador, de forma que en la recámara no hubiese ningún proyectil.

Pese a que sabía perfectamente que tenía que amartillar el arma antes de disparar, en la confusión de aquel momento, me había olvidado por completo. Si la Glock no había disparado había sido únicamente por mi propia negligencia. Sentí tanta vergüenza que por un segundo deseé que me hubiese matado aquel No Muerto churruscado que yacía a mis pies.

—¿Pero qué clase de gente han mandado con nosotros? —comentó en voz alta uno de los legionarios más jóvenes, escupiendo en el suelo con desdén—. ¡Aficionados!

—Ten cuidado con lo que me llamas, niñato. —Prit se encaró ante el legionario, con un peligroso brillo homicida titilando en sus ojos azules—. Cuando tú aún jugabas en el patio del colegio yo ya degollaba muyahidín en Chechenia. —La voz del ucraniano era gélida y controlada. De repente me di cuenta de que sería capaz de destripar allí mismo a aquel legionario bocazas si le daba la más mínima excusa. Prit me señaló con su mano—. Este tipo ha pasado más cosas de las que tú puedes imaginarte y ha salido de situaciones en las que te hubieses cagado de miedo, así que cierra la boca, ¿estamos?

El legionario echó un vistazo a un lado, buscando apoyo, pero el resto de su equipo estaba lejos, ajeno a nuestra discusión. Tragó saliva ruidosamente y levantó las manos, conciliador.

—¡Tranquilo, tío! —dijo—. ¡Sólo espero que sepáis cuidar de vuestro culo, porque yo no pienso mover un dedo por vosotros, ¿vale? —Y dándose la vuelta se dirigió de nuevo hacia la puerta del almacén donde íbamos a entrar, con el rabo entre las piernas.

—¿Qué le ha pasado a tu HK, Prit? —preguntó Pauli, sin prestar atención a lo que acababa de pasar—. ¿Se ha encasquillado este trasto?

Por toda respuesta el ucraniano sacó su cargador y tiró del percutor del HK, haciendo que un brillante proyectil saliese volando. La bala cayó al suelo con un tintineo y Viktor la recogió rápidamente, pasándosela a Pauli.

—¡Oh, mierda! ¡Es de la serie 48! —exclamó la catalana, con cara preocupada, pasándole el proyectil a Marcelo. El argentino examinó la vaina y torció el gesto.

—Está mal calibrado… ¡Coño!

—¿Qué sucede, Marcelo? —pregunté, inquieto. Era evidente que algo no iba bien, pero que me matasen si era capaz de adivinar de qué demonios se trataba.

—Desde que todo se fue al infierno hemos consumido cantidades ingentes de munición enfrentándonos a los No Muertos —me explicó Pauli, mientras revisaba su cargador aprensivamente—. Cada incursión supone el gasto de cientos de cartuchos irreemplazables. Hace seis meses no nos quedó más remedio que empezar a fabricar nuestros propios proyectiles, ya que los polvorines habían alcanzado un nivel crítico. El problema fue que no había en Canarias la maquinaria necesaria para fabricar las vainas con el grado de precisión necesario, así que hubo que construirlas desde cero.

—Pero eso es bueno, ¿no?

—No tanto —respondió Pauli, con gesto cansado—. No todo el material producido supera los estándares de calidad, y de vez en cuando se cuela una partida defectuosa de munición. Perdimos un par de grupos de exploración hasta que descubrimos lo que estaba pasando. Se suponía que nuestra munición había sido testada varias veces antes de ser embarcada en el avión, pero por lo visto no ha sido así.

—¿Un error? —preguntó David Broto, inocentemente. El informático había superado bastante bien su primer contacto con los No Muertos, y se le veía bastante entero, dadas las circunstancias.

—O un sabotaje… —apuntó lúgubremente uno de los sargentos, mientras revisaba otro de sus cargadores—. ¡Éste también es defectuoso! ¡Me cago en su madre!

—¿Los froilos? —inquirió Broto.

—Los froilos, puede ser… ¿Quién sabe? —Marcelo se estiró como un gato, se levantó y empezó a caminar hacia su MG 3—. Lo único que sé es que a Tank no le va a gustar nada todo esto.

¿Sabotaje? La cabeza me daba vueltas… ¿De qué iba todo aquello? Antes de que me diese tiempo a formular cualquier pregunta, Tank cayó como un obús en medio de nuestro grupo, ladrando órdenes.

—¿Qué coño hacen aquí parados? ¡Corran, joder, corran! —Agarró a uno de los legionarios por la tira de su mochila y lo arrastró en dirección al edificio—. ¡Tenemos poco tiempo!

Tropezando con la mochila me incorporé y comencé a seguir al resto del grupo, en dirección a la oxidada escalera de emergencia del almacén que se encontraba a pocos metros.

Con un escalofrío comprendí que si la mayor parte de nuestra munición era defectuosa tendríamos un problema, y muy gordo, además.

Súbitamente tuve el presentimiento de que muy pocos de aquel grupo veríamos la luz del siguiente día.