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Tenerife

Basilio Irisarri estaba de mal humor. Aquellos pocos que le conocían podrían incluso opinar que estaba de un humor homicida, por la forma que tenía de mirar a su interlocutor, con los ojos entrecerrados y una expresión ausente en ellos, y porque acababa todas las frases con aquella extraña coletilla de «¿sabes, chato?», que en su boca y dicha en tono glacial tenía muy poco de agradable. Era un tic inconsciente del que el propio Basilio ni siquiera se daba cuenta, pero había ido aumentando en los últimos días, a medida que la Decisión se iba formando en su mente. Durante aquellas últimas horas, una vez que la Decisión ya había sido tomada, se había convertido en un mantra repetitivo para cualquiera que le escuchase, menos para Basilio. Para él, no.

Las cosas se habían ido complicando de mala manera, sobre todo desde aquel feo asunto de la monja. Ya antes había tenido bastantes problemas con sus jefes (Basilio siempre acababa teniendo problemas con sus jefes, fueran éstos quienes fuesen, de una manera u otra), pero ahora la cosa estaba liada a base de bien.

Para empezar, ya no estaba destinado en el Galicia. Mientras se desarrollaba la investigación interna que establecía el protocolo de la Armada, Basilio había sido temporalmente «apartado» de sus funciones. En el fondo, tampoco le importaba demasiado. El Galicia había estado prácticamente vacío en los últimos meses, desde que el goteo de refugiados se había interrumpido por completo. De hecho, aquella condenada monja del diablo y sus compañeros habían sido los últimos huéspedes de las celdas de aislamiento del barco fondeado en medio de la rada y que servía como barrera de aislamiento.

Montar guardia en un barco vacío no sólo desagradaba profundamente a Basilio (de hecho, aunque jamás lo admitiría, le resultaba un poco espeluznante pasear por el interior del enorme buque a oscuras, alumbrado únicamente con un foco, escuchando los ruidos y golpeteos de mil mamparos crujiendo), sino que además, nuevos negocios le reclamaban en el puerto.

Como todo el mundo sabía, el meollo del mercado negro se cocía en los muelles, bajo la mirada más o menos atenta de los inspectores y encargados. Un par de cartones de tabaco o unos pendientes de oro colocados en el momento adecuado, podían hacer que un vigilante sintiese de golpe la imperiosa e irresistible necesidad de ir al baño para echar una meadita de media hora, o bien que la lancha patrullera del puerto tuviese un inexplicable fallo de motor que se arreglaba por sí mismo de manera misteriosa un par de horas después. En ese mundillo, Basilio se movía como pez en el agua, con ese talento innato que poseen los auténticos genios, y que sólo se descubre por accidente, una vez que uno aterriza de bruces en el meollo del asunto.

Por primera vez en su vida, Basilio sentía que las cosas iban bien, incluso que si se lo proponía las cosas podrían llegar a ir MUY bien. Sus primeros contactos estaban dando frutos, y pese a llevar pocas semanas en el «negocio», ya empezaba a ganar bastante pasta, oro, sobre todo.

Lo de la falta de moneda de curso legal en las islas era un auténtico coñazo, incluso para el mercado negro, pero de momento era inevitable. Con un continente arrasado y a libre disposición de quien quisiera (o se atreviera a enfrentarse a los No Muertos), había literalmente decenas de miles de millones de euros tirados de cualquier manera. Muchos refugiados habían llegado trayendo consigo millones de dólares, euros y libras que habían encontrado abandonados en sus países de origen, inundando de esta manera el mercado local con unas monedas que ya ningún gobierno respaldaba y que nadie quería. El oro, la plata y las piedras preciosas, ésas eran las auténticas monedas del momento, y Basilio sabía cómo moverse para conseguirlas.

Pero justo un par de semanas antes, las cosas habían empezado a joderse de nuevo. Primero aquella maldita redada, en el momento más inoportuno, donde había perdido un enorme cargamento de ron ilegal, y luego ¡la noticia de que la puñetera monja aún estaba viva!

Basilio Irisarri podía ser brutal en sus métodos, pero no tenía ni un pelo de tonto. Si la religiosa estaba viva, sabía que era cuestión de tiempo que despertase y contase la realidad de lo sucedido. Y entonces, ni futuro brillante, ni negocio en el mercado negro, ni leches. El único camino que le esperaría sería el que llevaba a las grúas del puerto, donde ahorcaban sumariamente a los condenados a muerte.

Así, desde el momento en que se había enterado a través de uno de sus clientes (un médico del hospital que mantenía una estrecha relación de dependencia con la cada vez más escasa cocaína), de que la maldita vieja se aferraba obstinadamente a la vida, en la cabeza de Irisarri había empezado a tomar forma la Decisión.

Basilio no era ningún cobarde, pero sabía que una cosa era cepillarse a alguien de noche en un callejón oscuro, y otra muy distinta era colarse a plena luz del día en un hospital repleto de guardias de seguridad y apiolar a una anciana en una habitación compartida de hospital. Eran tiempos complicados, y la capa de hielo sobre la que Basilio estaba pisando era muy frágil y traicionera. Si la vieja moría de una forma demasiado espectacular llamaría inmediatamente la atención sobre su persona, y llamar la atención era lo último que deseaba Basilio en aquellos momentos.

Durante unos días Basilio había estado valorando la posibilidad de dejarlo correr. Según su contacto, la condenada vieja estaba en coma, y era altamente probable que no fuese a despertar jamás. A lo mejor, incluso con suerte la maldita monja la espichaba de golpe y se iba al otro barrio, con lo que le ahorraría a Basilio un montón de preocupaciones.

Pero justo el día antes había salido una expedición a la península en busca de medicamentos, y era probable que entre lo que trajesen de vuelta estuviese lo necesario para reanimar a la anciana. Había muchas probabilidades de que la expedición no volviese nunca, devorada por los No Muertos, pero Basilio no podía correr el riesgo de dejarlo al azar, no con tanto en juego.

Así que finalmente había tomado la Decisión. Se iba a encargar de la monja personalmente. Y una vez que la hubo tomado, como pasaba casi siempre, se sintió instantáneamente mucho mejor.

Por eso aquella mañana estaba en un pasillo del hospital vestido de celador, empujando una silla de ruedas en la que estaba sentado Eric Desauss, un nervudo belga pelirrojo y plagado de pecas, que tosía muy convincentemente mientras sostenía bajo las mantas una Beretta de nueve milímetros que había insistido en llevar «por si acaso».

Conseguir el uniforme y el pase había sido sencillo, aunque le había costado una auténtica fortuna en forma de polvillo blanco para el Doctor Adicto. La colaboración de Eric había sido también muy fácil. El belga, un viejo conocido de Basilio en su mundillo, era lo que un psiquiatra había descrito como una personalidad esquizoide. La mera expectativa de poder ayudar a matar a la monja le provocaba un morboso placer anticipado (así como una intensa y dolorosa erección que disimulaba convenientemente bajo las mantas).

Lo que estaba resultando realmente complicado era orientarse en el interior de aquella jodida casa de locos. El Doctor Adicto le había indicado cómo llegar a la sala donde se encontraba la monja, pero se había negado en redondo a acompañarlos. «Por lo que a mí respecta, ni siquiera quiero saber qué cojones vais a hacer, pero yo no os conozco», había apostillado.

Por eso Basilio y Eric llevaban ya casi veinte minutos dando vueltas por el hospital, con cara de pocos amigos, y el humor de Basilio, como el mercurio en un termómetro abandonado encima de una estufa, se iba acercando a la zona roja rápidamente. No podían permanecer todo el día dando vueltas por ahí, sin rumbo fijo. Tarde o temprano, alguien se daría cuenta de que aquel enfermero había pasado tres veces con el mismo paciente por el mismo sitio y se meterían en un lío.

—Eric, creo que tenemos un problema, ¿sabes, chato?

—No me digas —rezongó Eric—. Ya hemos estado dos veces en esta sala. Creo que uno de los guardias nos ha mirado más de lo debido hace un momento. Quizá deberíamos intentarlo otro día, Basilio…

—Ni de coña —susurró Irisarri suavemente mientras empujaba incansable la silla—. Llevo en el bolsillo suficiente morfina como para hacer dormir a un elefante. Al salir del hospital cachean a todo el mundo, incluido al personal. ¿Y qué crees que dirían al encontrar esa pipa que llevas escondida en la silla?

—Podemos dejarlo todo escondido aquí dentro —se quejó Eric, cada vez menos excitado con aquella aventura— y volver otro día…

—No hay otro día, ¿sabes, chato? Tiene que ser hoy. Ahora. No nos la podemos jugar y… ¡mira! —Basilio Irisarri levantó el brazo en un gesto de triunfo, mientras señalaba un cartel que ponía SALA DE CONVALECENCIA12 con una flecha apuntando a la derecha justo debajo—. ¡Ya la tenemos!

Redoblando el paso, Basilio empujó la silla de ruedas hasta que alcanzaron la Sala de Convalecencia. Ésta era un antiguo anexo utilizado antes del Apocalipsis como zona de aparcamiento de las ambulancias y que en aquel momento, con un hospital atestado, había sido transformado en una sala de reposo para pacientes terminales, por el simple y expeditivo método de pintar el interior de blanco y abrir cuatro amplios ventanales en la pared que daba al sur. Pese a todo, el olor a enfermedad y muerte era tan súbito e intenso allí dentro que incluso los dos sicarios se sintieron sofocados nada más traspasar la puerta. En los círculos del personal del hospital se conocía aquella sala como «el Moridero». Muchos eran los que entraban allí, pero pocos los que conseguían salir por su propio pie. En aquella habitación se concentraban todos los casos para los que no había esperanza, o, más frecuentemente, medios materiales de curación. Algunas dolencias que en los viejos tiempos no hubiesen requerido más que un par de días de hospitalización, a lo sumo, eran en el Moridero fantasmas temibles que segaban vidas a diario. Aquello no era el infierno, pero era algo mucho peor. Era la habitación a donde se apartaba a los desesperados, para que el resto no los tuviese que ver y pudiesen continuar su vida fingiendo que todo iba a ir bien y que no pasaría nada malo.

En la espaciosa sala se alineaban unas cincuenta camas, ordenadamente dispuestas en dos hileras, separadas por un amplio pasillo central. La mayor parte de las camas estaban ocupadas, excepto una o dos, cuyos colchones estaban enrollados y con los somieres al aire. Con una parte de su atención Basilio se fijó en que uno de aquellos colchones tenía una mancha herrumbrosa que sólo podía ser sangre, pero no se detuvo demasiado en ello. Su mirada saltaba de una cama a otra, tratando de encontrar el rostro de la monja entre aquella multitud agonizante.

Dos enfermeras, en la otra esquina de la sala, se inclinaban en aquel momento sobre un paciente que parecía estar sufriendo algún tipo de crisis. Súbitamente, una de las enfermeras se alejó y salió por la puerta situada al fondo, seguramente en busca de un médico o de más enfermeras. La otra sanitaria estaba situada de espaldas, de forma que no podía ver que Basilio y Eric se habían detenido en medio del pasillo, y que el belga abandonaba la silla de ruedas y rápidamente, con una Beretta en la mano, se pegaba a una pared, vigilando ambas puertas.

Basilio no perdió el tiempo. Introduciendo la mano en su bolsillo, sacó la jeringuilla de morfina y se acercó a la cama donde yacía inerme sor Cecilia. El antiguo marinero metido a capo mafioso la observó por un segundo. La anciana parecía haber encogido en el espacio de pocas semanas, y a Basilio le recordaba a un enorme capullo de insecto, sobre todo con aquel gigantesco vendaje en la cabeza. «Lo siento, vieja —pensó para sí mismo, mientras sujetaba con una mano el gotero que lentamente suministraba suero a la monja y le acercaba la jeringuilla—. No es nada personal, pero no debió meterse en medio. Hubiese sido más inteligente que…»

¡BANG! El sonido del disparo, como un cañonazo amplificado un millón de veces por el tamaño de aquella inmensa habitación, sacó a Basilio Irisarri de sus pensamientos. Sorprendido, giró la vista hacia Eric, que en aquel momento volvía a disparar la Beretta en una rápida secuencia de tres disparos mientras echaba una rodilla a tierra. En la puerta del fondo de la sala, un médico que entraba a la carrera en aquel momento se detuvo de golpe, como si hubiese chocado contra una pared de cemento y a continuación se derrumbó mientras un surtidor de sangre salía en largas pulsaciones de su cuello. El cuerpo de otra enfermera yacía derrumbado a sus pies, mientras que la ATS que había estado de espaldas atendiendo al paciente de la crisis nerviosa, estaba caída encima de éste en un extraño y obsceno abrazo mortal bañado en sangre y sesos.

—¡Eric! —rugió Basilio, iracundo—. ¿Qué coño estás haciendo?

—¡La enfermera nos había visto! —replicó el belga, de forma extrañamente pausada, con una sonrisa demente asomando a su boca—. ¡Iban a dar la alarma de todos modos, Bas! ¿Qué querías que hiciese, si no? —Y se encogió de hombros, con el gesto universal de «Y-a-mí-qué-me-cuentas».

Basilio sintió que la ira le rezumaba por todos los poros de la piel, pero no se dejó llevar por ella. En su lugar, dos pensamientos titilaban con fuerza en la fría oscuridad de su mente. El primero era que no debía haberse llevado consigo a un maníaco como Eric el Belga a hacer aquel trabajo. El segundo era que tenían que salir de allí cuanto antes. Se oían voces y gritos por todo el hospital y a lo lejos sonaba un timbre insistente y machacón que sólo podía ser una alarma.

—La has cagado a base de bien, ¿sabes, chato? —murmuró Basilio furioso, mientras vaciaba rápidamente el contenido de la jeringuilla en la vía intravenosa de la monja. Se permitió malgastar unos cuantos segundos del precioso y escaso tiempo del que disponían para escapar de allí en contemplar cómo entraba en el organismo de la anciana hasta la última gota de líquido. No disponía de tiempo para observar con calma cómo moría la vieja mientras se fumaba un cigarrillo, como hubiese sido su deseo, pero al menos estaba seguro de que una vez en su organismo semejante cantidad de morfina, no habría nada que hacer para salvarla, y menos en medio de aquella confusión—. Está hecho. —Se guardó la jeringuilla usada en el bolsillo mientras le echaba un último vistazo a la cara pálida de sor Cecilia y enfilaba la puerta—. Vámonos de aquí antes de que…

Las últimas palabras de Irisarri quedaron congeladas en el aire. El antiguo contramaestre abrió los ojos como platos, atónito, mientras observaba a las dos figuras que se recortaban en el quicio de la puerta. Una era una enfermera bajita, con intensos coloretes en la cara y un escote nada reglamentario, pero la otra… Basilio reconocería aquella figura esbelta y aquellos profundos ojos verdosos en cualquier parte del mundo. De hecho, no habían dejado de asaltarle en sueños durante semanas.

—Es ella… es ella… —musitó por lo bajo, incrédulo. De súbito, recuperó el control de sus emociones y se giró gritando hacia Eric—: ¡Es ella! ¡Es la otra zorra! ¡Acaba con ella!

Con una sonrisa demente que hubiese hecho temblar de pavor al mismísimo diablo, el belga levantó la pistola mientras se pasaba la lengua por los labios.

Un segundo después, sonaron en sucesión dos disparos.