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Madrid

Al oír los disparos, me lancé sobre una de las ventanillas, tratando de ver lo que acontecía en el exterior. Los legionarios, después de tocar tierra al pie del aparato, se habían dividido en grupos de tres hombres, y se dirigían a diversos puntos de la pista o del edificio de la terminal. Mientras cuatro de los grupos se desplegaban en las cercanías del Airbus, el quinto correteaba a lo largo de la superficie de cemento, en dirección a la puerta situada en el extremo más alejado de la base aérea. Sin duda alguna, a los tres tipos de aquel grupo les había tocado bailar con la más fea. La zona a la que se dirigían quedaba fuera de nuestra vista, en dirección a los hangares del cercano Museo del Aire. Si iban a tener algún tipo de problema estarían demasiado lejos para que alguien pudiese ayudarles a tiempo, y eso era algo que ellos seguramente ya sabían. No les envidiaba.

Una nueva ráfaga me sobresaltó de repente. Giré la cabeza hacia el origen de los disparos, justo junto al edificio de la terminal. Tres No Muertos habían aparecido tambaleantes, atraídos por nuestra presencia, a través de una de las puertas que daban a la pista. Eran un hombre de edad madura, de unos cincuenta años y amplio mostacho cubierto de grumos de sangre, junto con dos mujeres, a una de las cuales le faltaba un brazo a la altura del hombro.

Allí estaban otra vez, incansables.

Los jodidos No Muertos.

Me estremecí al contemplarlos de nuevo. El paso del tiempo parecía afectar muy poco a aquellos seres. Confiaba en que con el transcurrir de los meses se fuesen degradando, o pudriéndose, pero pese a estar muertos, sus cuerpos parecían aguantar bien. No me cabía duda de que estaban sufriendo alguna forma de degeneración (no parecían tan «frescos» como al principio del caos), pero era un cambio difícil de explicar, tan sutil, tan lento, que daba la sensación de que les llevaría años, o siglos, morirse por sí mismos. Y los supervivientes no teníamos tanto tiempo. Era aterrador.

En cuanto a aquellos tres, su ropa estaba en muy buen estado, por lo que supuse que debían haber pasado la mayor parte del tiempo dentro de la terminal, sin sufrir los efectos de la intemperie. Uno de ellos, el de los bigotes ensangrentados, aún vestía una especie de mono verde del personal de limpieza del aeropuerto, mientras que las otras dos parecían civiles, azafatas, o algo por el estilo. La sangre acartonada que cubría sus ropas no me permitía distinguir con mucha precisión.

El grupo de legionarios más cercano a la puerta no pareció ni inmutarse ante su presencia. Con una gran sangre fría, simplemente dejaron que se acercasen hasta una distancia inferior a dos metros antes de actuar.

Su modus operandi era muy peculiar. En cada equipo de tres soldados había un tirador de largo alcance, otro de corto alcance y un jefe observador. Este último se situaba en medio de los otros dos y su función era la de asegurarse de que ningún No Muerto se acercaba demasiado a ellos sin ser advertido, así como dar apoyo a los tiradores, cargándoles las armas.

El tirador de largo alcance y el de corto alcance alternaban sus posiciones con frecuencia, y si las circunstancias lo aconsejaban actuaban los dos en el mismo papel.

Como por ejemplo, en aquel justo momento. Los tres miembros del equipo cruzaron sus HK en la espalda y tras colocarse rápidamente unas gafas protectoras de plástico, desenfundaron sus pistolas. Durante unos interminables segundos, puede que incluso más de un minuto, permitieron que los engendros se fuesen acercando lentamente, casi hasta que llegaron a la distancia de un brazo. Entonces, a la orden del jefe de unidad, todos apretaron el gatillo, casi a quemarropa.

La cabeza de los tres No Muertos explotó casi simultáneamente, en medio de un surtidor de sangre, astillas de hueso y vísceras, mientras los cuerpos caían sobre el cemento, sacudidos por una última convulsión. No pude reprimir un sonoro «¡Joder!», al tiempo que retrocedía involuntariamente un paso y tropezaba con un asiento. Aquello había sido algo tan inesperado y macabro que de golpe sentí el desayuno subiendo por la garganta, imparable.

—Munición explosiva —murmuró Prit, con una sonrisa lobuna en la boca, mientras se giraba para ayudarme a levantarme—. Hasta un disparo mal colocado se convierte así en algo definitivo. Esta gente sabe lo que hace. No dejan nada al azar.

Los tres legionarios saltaron despreocupadamente sobre los cadáveres y continuaron corriendo hacia el interior del edificio. Otro de los grupos ya había entrado en la torre de control, mientras un tercero se afanaba en colocar un juego de baterías nuevo en uno de los vehículos eléctricos del aeropuerto. Al cabo de un instante, el pequeño autobús cobró vida y comenzó a rodar lentamente sobre sus ruedas deshinchadas, tras largos meses a la intemperie. No serviría para un desplazamiento muy largo, pero les valdría para comprobar todo el perímetro.

Nuevos disparos sonaban en el interior de la terminal. Prit saltaba sobre sus pies, inquieto, con la expresión de un cazador hambriento dibujada en su rostro. El ucraniano deseaba salir del avión para, según él, «cazar unos cuantos patos en la charca». Yo, por mi parte, no tenía tantas ganas de salir. Por lo que a mí respectaba, me sentía muy cómodo dentro del avión.

—Pero ¿a qué demonios estamos esperando? —gruñía el ucraniano, dirigiéndose hacia la puerta—. ¡Vamos allá!

—No tengas tanta prisa, señor Pritchenko —le detuvo Pauli, mientras estiraba un brazo, sujetando al inquieto ucraniano, que ya se escurría como una anguila por el pasillo del avión, hacia la puerta—. Escúchame, ¡por favor! Los legionarios han ensayado esta operación durante semanas. Tenemos que quedarnos en el aparato hasta que hayan asegurado el perímetro. Sólo entonces podremos salir. Además, tu misión consiste únicamente en pilotar un helicóptero, y nada más. ¿Entiendes?

—¡Pueden necesitar nuestra ayuda! —resopló Viktor mientras dirigía miradas urgentes hacia la puerta del avión—. ¡Están ahí fuera limpiando la zona mientras nosotros estamos aquí sin hacer nada, maldita sea!

—Ellos saben que estamos aquí —intervine, tratando de tranquilizar a mi amigo—. Si nos necesitan, nos lo harán saber por radio. Además —añadí—, si salimos ahí fuera ahora, corremos el riesgo de que nos peguen un tiro, confundiéndonos con un No Muerto. Tenemos que esperar, Prit. Compréndelo.

El ucraniano se giró enfurruñado, maldiciendo por lo bajo. Estaba deseando salir a cargarse bichos y sin embargo le mantenían allí dentro, encerrado, lo que le resultaba enormemente frustrante. Podía entenderlo. A mí los No Muertos me inspiraban terror, no tengo reparo en reconocerlo. Él sin embargo no sólo no los temía, sino que los odiaba, y quería descargar su ira sobre ellos. Son cosas distintas.

Un estrépito de cristales rotos sonó de golpe, atrayendo nuestra atención. Un enorme ventanal de la terminal de pasajeros había volado en pedazos. En medio de la lluvia de cristales pude ver tres o cuatro cuerpos con la cabeza destrozada cayendo al vacío, mientras los destellos de las armas de fuego teñían de un amarillo sulfuroso la habitación de donde habían salido. Con un golpe sordo los cuerpos cayeron sobre el asfalto y finalmente, por un segundo se hizo el silencio. Dentro del avión se podría oír hasta el vuelo de una mosca. De repente, una radio crepitó con violencia, sobresaltándonos a todos.

—Alfa Tres, listo y en posición. Terminal asegurada, puertas cerradas y apuntaladas por el interior. Doce indios caídos, ninguna baja propia. Esperamos instrucciones, cambio.

—Alfa Tres, mantengan posición —respondió Tank levantándose, mientras nos hacía señas para que fuésemos descolgándonos por la escalera de cuerda hasta la pista—. Los Equipos Dos y Tres van a entrar en el edificio. ¡No disparen!

Tank se giró hacia nosotros, amartillando su arma. Por un segundo, sentí su mirada acuosa posada sobre mí antes de pasearse por el resto del grupo. Un escalofrío recorrió mi espalda. Adiviné lo que venía a continuación.

—Es nuestro turno, señores. ¡Vamos allá!