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Tenerife

Una bofetada de calor isleño saludó a Lucía en cuanto salió del edificio. Delante del bloque, sobre el agrietado asfalto, una docena larga de personas aguardaban pacientemente a que llegase el transporte. No se veía ni un solo vehículo circulando por la carretera, aparte de algún ciclista ocasional, y de vez en cuando, algún destartalado carromato de neumáticos recauchutados tirado por algún jamelgo desastrado.

El viaje hasta el hospital, a apenas unos kilómetros, le llevaba una cantidad enorme de tiempo, signo de las nuevas circunstancias. Debido al racionamiento brutal de combustible casi no había vehículos a motor circulando, y los pocos que lo hacían se dedicaban a servicios esenciales. Apenas había animales de tiro, y las existencias de bicicletas se habían agotado en los primeros días. En aquellos momentos, cualquier viejo cacharro con ruedas y pedales que antes del Apocalipsis ni siquiera hubiese merecido una mirada valía una auténtica fortuna. De hecho, bajo el estado de excepción, el robo de una simple bicicleta estaba penado con trabajos forzados. Y el robo de gasolina era incluso peor, ya que se castigaba directamente con el pelotón de fusilamiento. Sin duda eran medidas draconianas, pero imprescindibles para mantener el frágil orden en la isla, que podía saltar por los aires en cualquier momento.

Lucía se sumó al grupo de personas que esperaban y pacientemente se dispuso a aguardar a que, con suerte, llegase un transporte lo suficientemente grande como para acercarla al centro. Al cabo de un rato, la fortuna le sonrió. Un antiguo camión de reparto de Coca-Cola, al que le habían desmontado la caja trasera, sustituida por una plataforma, se acercaba renqueando, envuelto en enormes nubes de humo azulado. La refinería de la isla había comenzado a producir algunas cantidades insignificantes de diesel, pero debido a la falta de aditivos químicos, su calidad era bastante deficiente y en no pocas ocasiones acababa averiando los motores que lo empleaban.

«Pero es mejor que nada», pensó Lucía, mientras le ayudaban a subir a la plataforma. Con una sacudida, el camión comenzó a rodar, con sus pasajeros agarrándose a cualquier parte para no salir despedidos. Lucía recordaba un viaje que habían hecho sus padres a Cuba un par de años antes, y las fotos de aquellos pintorescos camiones soviéticos utilizados como autobuses en el interior de la isla caribeña. A ella aquella situación le había parecido muy graciosa en su momento, y jamás llegó a imaginarse que algún día se vería obligada a utilizar un medio de transporte similar. La ironía de la situación le arrancó una sonrisa. Se preguntó si la epidemia habría llegado a Cuba. «Sí, por supuesto», se respondió a sí misma; el puñetero TSJ había llegado hasta el último rincón del globo, y si eran ciertos algunos rumores que se oían entre los supervivientes, tan sólo un puñado de lugares aislados del mundo, como las Canarias, habían quedado al margen de la plaga más mortal de la historia de la humanidad.

Sabía que aquellos rumores eran ciertos. Ella y sus amigos habían sido los últimos supervivientes en llegar a Canarias desde Europa, y detrás de ellos tan sólo habían dejado muerte, desolación y millones de No Muertos vagando por toda la eternidad.

Se alegraba de haber dejado todo aquello atrás. Aunque la vida en la isla no era exactamente un paraíso, debido al racionamiento y al exceso de población, al menos podía cerrar los ojos por las noches sin el temor constante a que una horda de No Muertos derribase la puerta y acabase con su vida.

Eso era bueno, sin duda alguna, pero la situación distaba mucho de ser la ideal. Había miles de personas que pasaban un hambre atroz, ya que pese a los esfuerzos del gobierno, las reservas de alimentos eran ridículamente escasas. Todos los días, una flota de pesqueros, muchos de ellos a vela, salía a faenar tratando de volver con las bodegas llenas para una multitud expectante, pero las capturas eran siempre demasiado cortas. Además, grandes zonas de la isla habían sido despejadas para organizar granjas de agricultura intensiva, pero el rendimiento de las mismas aún era muy pobre. Los técnicos que se esforzaban en ponerlas en marcha decían que la carestía de abonos químicos y de plaguicidas impedía obtener buenas cosechas, pero el sentir general era que aquella tierra volcánica era demasiado débil para alimentar a la multitud que correteaba de aquí para allá. El comer carne fresca era, por otra parte, algo al alcance de sólo unos pocos afortunados. Era habitual cruzarse con gente muy delgada, con los pómulos salientes y con los ojos brillantes de hambre. No, definitivamente, no había mucha gente que lo estuviese pasando bien, pero sin duda alguna, muy pocos querían abandonar la relativa seguridad de la isla. No, ni en broma.

Y luego estaba el asunto de los froilos, por supuesto.

Lucía recordaba la confusión que su pequeño grupo había sentido al principio, nada más tomar tierra en Canarias, cuando todo el mundo les hablaba con total naturalidad de los Otros o, más corrientemente, de los froilos. Al principio habían pensado erróneamente que era la manera que tenía aquella gente de referirse a los No Muertos que infestaban el resto del mundo, pero pronto los sacaron de su error.

Cuando los supervivientes comenzaron a hacinarse en las Canarias pronto fueron conscientes de una dolorosa realidad. El sistema, tal y como lo habían conocido en el viejo mundo, había saltado por los aires. Durante una corta temporada, la gente había tratado de actuar con naturalidad, como si las circunstancias no hubiesen cambiado, pero aquello no tenía ningún sentido.

La mayor parte del gobierno había desaparecido en el marasmo que precedió a la caída, y tan sólo un grupo de ministros, junto con algún presidente autonómico, habían conseguido ponerse a salvo. Del presidente del gobierno no había la menor noticia. Algunos rumores apuntaban a que la caravana presidencial se había perdido en algún punto del camino entre la Moncloa y Torrejón de Ardoz, pero nadie lo sabía a ciencia cierta. El jefe del partido de la oposición, por su parte, había alcanzado la seguridad de las islas gracias a un viejo amigo, propietario de una línea aérea, que lo había evacuado in extremis a él y a su familia, pero su destino había sido cruel, ya que falleció a las pocas semanas de tomar tierra en un estúpido accidente de circulación. Con respecto a la Familia Real, todos ellos habían logrado alcanzar la seguridad de las Canarias excepto el príncipe de Asturias y los duques de Palma. Su destino era todo un misterio, pero nadie apostaba un duro por su supervivencia.

Al principio el rey había tratado de formar un gobierno de concentración nacional para hacer frente a la situación (no faltaron los escépticos que apuntaron cínicamente que, perdida la península, no quedaba mucha nación por concentrar). Aquello funcionó tan sólo unos meses, hasta que una mañana el cuerpo de Juan Carlos I de Borbón apareció tirado en el suelo del baño de su residencia, fulminado por un derrame cerebral. El rey Juan Carlos tuvo el dudoso honor de disfrutar probablemente del último funeral de Estado que iba a ver aquella parte del mundo, pero la situación provocada por su desaparición fue casi más caótica que la provocada por los No Muertos.

Sin un gobierno legítimo, descabezada la Casa Real, los militares se agitaban inquietos, sin saber a qué autoridad deberle obediencia y abrumados con la pesada responsabilidad de proteger y alimentar a una muchedumbre humana de más de un millón de personas, sin apenas estructura administrativa ni sanitaria.

Finalmente, un grupo de generales decidió tomar el toro por los cuernos. Siendo la siguiente en la sucesión la infanta Elena, ésta fue llevada al cabildo de Tenerife y proclamada reina de España en una atropellada ceremonia de la que muchos supervivientes apenas tuvieron noticia.

Pronto quedó claro que aquella proclamación no había tenido más objeto que legitimar el ejercicio de poder de facto de una Junta Militar. La reina Elena no era más que una marioneta en manos de la junta de generales, quienes gobernaban de hecho las dos islas libres de plaga, Gran Canaria y Tenerife. Tan sólo tres semanas después de haber sido proclamada, la reina Elena I de Borbón falleció asesinada a tiros en una visita a una granja comunal, a manos de un miembro de un grupo republicano articulado en torno a los restos del Partido Comunista.

El caos estalló. Durante catorce días las islas ardieron en disturbios entre los partidarios de Froilán, el hijo de Elena, y por tanto nuevo rey, y los defensores de la Tercera República. Ambas partes eran muy conscientes desde el principio de que eran demasiado débiles como para imponerse a la otra, y que una guerra civil larga quedaba muy por encima de sus posibilidades.

Finalmente ambas partes alcanzaron un statu quo: la isla de Gran Canaria quedaba bajo el control de los monárquicos (llamados despectivamente froilos por los republicanos), agrupados en torno a la figura del pequeño Froilán y la Junta Militar que lo tutelaba.

Tenerife, por su parte, se declaraba, pomposamente, «territorio de la Tercera República Española» y elegía un presidente, así como un «Gobierno Democrático de Emergencia Nacional». Lo cierto es que la democracia, tanto en una isla como en otra, tan sólo era una bella palabra en la que se escudaban los respectivos grupos de poder para tomar posiciones y tratar de sobrevivir. Como una vieja dama arruinada, que aún conserva algún vestido ajado de sus buenos años y el juego de cucharillas de plata de la abuela, ambos gobiernos trataban de arroparse con los últimos retazos de legalidad que aún persistían, mientras que por debajo de la mesa no dejaban de lanzarse puñetazos. Oficialmente, ambas partes no estaban en guerra, pero tampoco se reconocían legitimidad alguna. Los enfrentamientos de las partidas de avituallamiento eran frecuentes, y no era inusual que estas refriegas causasen incluso más bajas que los propios No Muertos.

Cuando el grupo de Lucía había llegado a las islas, el enfrentamiento entre froilos y republicanos estaba en todo lo alto, y la paranoia de las infiltraciones enemigas ardía con fuerza. Pese a la división de hecho entre las dos islas, cada bando sabía que disponía de miles de partidarios en la isla de enfrente… así como de miles de infiltrados en sus propias filas. Que la quinta columna comenzase a funcionar tan sólo era una cuestión de tiempo.