Madrid
Creí que sería algo parecido al aroma de la carne asada, pero no. Es un olor más denso, más pesado, con un punto picante al final que resulta algo inquietante, como si tu pituitaria supiese de algún modo que ese aroma no está bien. Y por extraño que pareciese, al cabo de cinco minutos ya ni lo notabas. Sin embargo, cuando entrabas en el avión y volvías a salir de nuevo al cabo de unos minutos, el olor te asaltaba de nuevo, asfixiándote, como un abrazo excesivamente fuerte.
Ese olor.
Ese aroma.
El perfume de la carne quemada de docenas de cadáveres arrojados en una pira.
Sentado en las escaleras del Airbus, veía cómo los legionarios arrojaban cuerpo tras cuerpo a la fosa abierta en un lateral de la pista. Los primeros cuerpos tuvieron que ser rociados con gasolina para que prendiesen, pero después la propia grasa de los cadáveres alimentó el fuego, que rugía con furia cada vez que un nuevo cuerpo caía en las llamas. No me podía creer que sólo llevásemos tres horas allí. Me daba la sensación de que había pasado un siglo.
El vuelo había sido una experiencia sedante. El rugido de las turbinas llegaba amortiguado a través del grueso aislante de las paredes. Todos los presentes parecían sentir una extraña sensación de euforia, totalmente fuera de lugar. Tardé un buen rato en darme cuenta de qué era lo que la ocasionaba. Allí arriba, a miles de metros del suelo, estábamos totalmente a salvo de los No Muertos. Era completamente imposible que durante la duración del vuelo aquellos malditos seres nos pudiesen alcanzar, y eso hacía que todo el mundo se sintiese extrañamente relajado y despreocupado, posiblemente por primera vez en muchos meses.
Quizá, pensé, aquello fuese como el momento de pausa en una película de terror, ese momento donde los protagonistas charlan tranquilamente a la luz del día, sentados en el porche, tras haber superado los horrores nocturnos de la casa encantada. Sin embargo, pensé para mis adentros, normalmente eso sólo es el preludio de una noche de horror aún mayor. Confiaba en que no fuese el caso.
En el avión viajábamos un pelotón de veintidós legionarios y tres civiles, contándonos a Viktor y a mí, que formábamos el «equipo de infiltración», según la definición rimbombante que había dado el jefe de la misión. En conjunto, veinticinco personas, que junto con el piloto y el copiloto del Airbus sumábamos un total de veintisiete. Un bonito número. Si no estuviésemos volando directamente hacia el corazón del infierno, aquello parecería un viaje de paso del ecuador, a juzgar por la alegría artificial y forzada que reinaba a bordo.
El oficial al mando era un personaje sorprendente, que no dejaba de llamar mi atención. Su nombre era Kurt Tank, aunque prefería que le llamasen Hauptmann Tank, o Tank, a secas. Antes del derrumbe era militar en el ejército alemán, y el Apocalipsis le pilló como a otros muchos compatriotas suyos de vacaciones en las Canarias, donde tenía una casa. Cuando fue evidente que no podría volver a su país (porque ya no existía país a donde volver), Tank decidió alistarse en las destrozadas unidades militares supervivientes. Era la opción más lógica, el camino que siguieron muchos, un camino arriesgado y peligroso, sin duda, pero que al menos te permitía estar armado y defender tu propia vida. Que no era poco.
Se podría suponer que un tipo con un nombre tan sonoro, militar, y siendo alemán, por añadidura, debería tener una presencia imponente, pero su aspecto distaba mucho de la arquetípica imagen del súper ario. Tank era más bien delgado, pálido, con unos inquietantes ojos glaucos en su cara que parecían taladrarte cada vez que te miraba. De modales pausados y delicados, en conjunto daba una imagen suave, blanda. Pero nada más lejos de la realidad. Por lo que contaban alrededor de un cigarrillo los legionarios que nos acompañaban, era un tipo capaz de llevar a sus hombres a los extremos más impensables. Contaban que de una misión de «infiltración» llevada a cabo dos meses antes en Cádiz, volvieron tan sólo él y otros dos miembros de su equipo.
Un tipo duro. Un lobo con piel de cordero.
El aterrizaje en la pequeña pista de Cuatro Vientos fue una auténtica experiencia. Desde un principio sabíamos que un Airbus 320 era un pájaro demasiado grande para aquel pequeño y viejo nido. El tamaño de la pista del aeródromo, construido a principios de los años veinte, no permitía su uso a naves civiles de aquel porte. Sin embargo, y teniendo en cuenta que no teníamos que ceñirnos a la normativa de aviación, ni respetar rutas de vuelo, y que además podríamos sobrevolar la ciudad a baja altura sin que nos lloviese una tonelada de denuncias, se había planeado que la aproximación a la pista sería a muy baja cota y a la mínima velocidad posible, por lo que entonces la operación podría ser viable.
Podría.
Ahí estaba la gracia del asunto.
Así que allí estábamos, dando vueltas a menos de mil metros de altura sobre el extrarradio de un Madrid absolutamente muerto y desolado, mientras enfilábamos nuestra ruta de aproximación a la pista.
A través de la ventanilla podía ver los enormes barrios de las ciudades dormitorio que perlaban el entorno de la antigua capital. Normalmente eran zonas que no solían tener mucha vida de día, mientras la mayor parte de sus residentes estaban en sus puestos de trabajo en la ciudad, pero la total ausencia de movimiento producía una sensación difícilmente explicable. Los chistes y las risas fáciles que nos habían acompañado todo el camino hacía un buen rato que se habían acabado en el avión. En aquel momento, un silencio denso y espeso como el petróleo lo había sustituido, mientras cada uno se sumergía en sus pensamientos, y el miedo, pegajoso, se instalaba en el corazón de todos y cada uno de los presentes.
Resultaba sorprendente ver cómo afrontaba cada uno aquella situación. Los militares, como han venido haciendo todos los de su profesión desde hace siglos, eran los que parecían sobrellevar mejor aquel compás de espera, al menos aparentemente. La mayor parte de ellos revisaba concienzudamente su equipo de combate, mientras tres o cuatro, en una esquina, se limitaban a echar una cabezada, aprovechando aquellos últimos momentos de tranquilidad. Aquellos legionarios (el llamado «Equipo Uno», con muy poca imaginación) serían los que tendrían que salir en primer lugar para asegurar el perímetro e iban a correr un gran riesgo, algo de lo que eran conscientes. Todos sabíamos que si las cosas se descontrolaban y no eran capaces de asegurar la pista y el edificio cercano, la misión tendría que ser abortada, y tendríamos que despegar rápidamente, dejándolos abandonados a su suerte.
En cuanto a los demás, los que tenían experiencia militar, como el bueno de Prit, parecían estar ocupados pensando en otras cosas. El pequeño y flemático ucraniano mascaba chicle ruidosamente, mientras que con su afiladísimo cuchillo (el mismo con el que había degollado a una No Muerta en Vigo, salvándome la vida) tallaba una figurita de madera, con más buenas intenciones que maña. De todas formas, aquello parecía ayudarle a controlar la ansiedad que, estoy seguro, tenía que sentir.
En el asiento de al lado estaban sentadas dos caras conocidas. Tardé un rato en darme cuenta de quiénes eran, hasta que la chica se puso a parlotear nerviosamente y reconocí su risa aguda. Eran Marcelo y Pauli, dos de los miembros del equipo de rescate que nos habían sacado in extremis del aeropuerto de Lanzarote. Por lo visto, alguien había decidido, a partir de algún arcano criterio, que ya que habíamos volado juntos en aquella ocasión, ahora daría buen resultado que formásemos parte del mismo «equipo de infiltración». Inquieto, me pregunté si sería culpa nuestra que les hubiesen destinado a aquella misión que, ciertamente, no era plato del gusto de nadie.
El quinto miembro de nuestro equipo era, junto con Viktor y yo, el otro miembro civil de la operación. Se llamaba David Broto, un catalán callado, tranquilo, de unos veintitantos años, corpulento, de pelo negro y con una mirada profunda, que no podía ocultar un intenso sufrimiento interior que residía en algún lugar de su alma.
Supuse que, como la gran mayoría, habría sufrido alguna pérdida personal en los días oscuros del caos, y que, por algún motivo, aún no había sido capaz de superarlo. Había mucha gente así esos días, quizá cerca de la mitad de los supervivientes: personas aparentemente normales, sanas y en buen estado, hasta que te asomas a sus ojos y ves que por dentro están totalmente arrasadas. Comen, respiran, hablan, ríen y hasta en ocasiones bromean, pero lo hacen mecánicamente. Su espíritu está muerto. Es gente que no ha sido capaz de superar el hecho de haber perdido toda su vida, su familia y su historia personal en el plazo de unas pocas horas. Gente que se siente culpable por haber sobrevivido mientras todos sus seres queridos se quedaban por el camino. Gente que se pregunta cuál ha sido el significado de todo esto, o peor aún, qué significado puede tener todo ahora. Gente perdida. Gente rota, buscando una razón para vivir.
Estrés postraumático, decían algunos. Y una mierda. Es algo mucho más profundo, que nadie es capaz de definir. Alguien me había contado que, pese a esa situación emocional tan generalizada, no se había dado ni un solo caso de suicidio en las islas desde que se estabilizó la situación. Ni uno solo. Parece ser que los supervivientes, pese al horror que nos sumerge, estamos dotados de unas inmensas ganas de sobrevivir.
Instinto, quizá.
Fe, a lo mejor. Quién sabe.
El avión pegó un último giro con cierta brusquedad, mientras el ruido nos indicaba que las ruedas del tren de aterrizaje habían salido y ya estaban desplegadas.
El sonido de los motores se elevó otras dos octavas mientras los reactores gemían tratando de frenar las casi cincuenta toneladas del A-320 que se precipitaban sobre la pista de Cuatro Vientos. Preocupado, me di cuenta, como todos los demás, de que aquel sonido tenía que estar produciendo un efecto inmediato sobre las docenas de miles de seres que se agolpaban en la ciudad. Si no me equivocaba, justo en aquellos momentos, miles («cientos de miles lo más seguro, campeón») de No Muertos debían de estar saliendo de su letargo y levantando sus cabezas mientras el rugiente aparato pasaba volando sobre ellos, casi rozando los tejados de los edificios.
Un timbrazo sonó en el teléfono adosado en un mamparo, al lado de Kurt Tank. Para aligerar peso del aparato habían retirado no sólo la mayor parte de los asientos, sino también un montón de material considerado no imprescindible, y eso incluía el sistema de altavoces de la cabina. Aquel teléfono comunicaba directamente con la cabina de los pilotos, unos cuantos metros más adelante. El Hauptmann Tank cogió el aparato y cabeceó un par de veces, mientras le decían algo a través del teléfono. Con un seco «gracias» colgó y se giró hacia nosotros.
—¡El piloto informa que en menos de un minuto vamos a tocar tierra! —gritó por encima del rugido de las turbinas—. ¡Puede que el aterrizaje sea algo movido, así que abróchense los cinturones!
Algo asustado, apreté mi cinturón todo lo que pude, mientras oía a Prit a mi lado mascullando algo en ruso. Supuse que se estaba acordando de la madre del piloto, o de la de Tank, o quizá simplemente estuviese molesto por el hecho de tener que estar allí sentado, como el resto de los borregos del pasaje, en vez de estar a los mandos del Airbus. Nunca se podía saber con Viktor.
—¡Esto no va a ser fácil! —continuó arengando el alemán, con su marcado acento, mientras trataba de mantenerse en pie, agarrado a un portaequipajes—. ¡En cuanto el aparato se detenga quiero que el Equipo Uno salte inmediatamente a tierra y ocupe las posiciones asignadas! ¡Limpien la zona, comprueben el perímetro y ante la duda disparen primero y pregunten después! ¡Pero como alguno de los helicópteros que están posados en la pista sufra el más mínimo rasguño les juro por Dios que le sacaré las tripas por la boca a patadas al patán que se lo cargue! ¿Entendido? —rugió.
Un gruñido de asentimiento surgió de veinte gargantas, mientras veinte pares de manos legionarias húmedas de sudor amartillaban veinte HK y se ajustaban las trabillas de los cascos.
Un brusco golpe nos sacudió a todos, acompañado de un terrorífico chillido del tren de aterrizaje. Un rugido sordo se elevó de las turbinas mientras el piloto ponía éstas en modo reverso a máxima potencia, tratando de detener el enorme Airbus en el pequeño espacio disponible. «Demasiado rápido», oí murmurar a Pritchenko, mientras observaba preocupado por la ventanilla cómo se deslizaban rápidamente las marcas de control de la pista. Estaba de acuerdo con él.
Un espeso humo negro empezó a manar de repente de las ruedas del tren de aterrizaje. El piloto había bloqueado los rodamientos, en un intento desesperado por aminorar la velocidad del aparato sobre la pista, y las gomas comenzaban a deshacerse como consecuencia de la fricción, en medio de un intenso olor a caucho quemado. Caí en la cuenta de que si sufríamos un reventón a aquella velocidad era probable que el aparato se desnivelase y comenzase a rodar descontroladamente por la pista, hasta acabar convertido en una bola de fuego. Sentí que se me encogían los testículos, de puro terror. En aquel instante estuve convencido de que íbamos a morir irremediablemente.
Parecía que el A-320 se iba a desintegrar en pedazos antes de poder detenerse por completo. Sin embargo, poco a poco y de manera gradual, el Airbus fue reduciendo su velocidad, mientras toda la cabina trepidaba violentamente y la estructura del aparato emitía unos sonidos nada tranquilizadores. Algo se desprendió con violencia en la zona de carga, estrellándose ruidosamente contra el suelo, pero eso fue todo. Finalmente, con un sonido quejumbroso, el aparato se detuvo por completo, mientras las turbinas aún maullaban, agotadas por aquel enorme esfuerzo estructural.
En aquel instante, los legionarios se levantaron y coordinadamente se dirigieron hacia la puerta. Mientras dos accionaban el mecanismo de apertura, un tercero fijaba una escala de cuerda en un soporte, para descender hasta la pista. Antes de que fuese capaz de pestañear tres veces, se habían descolgado por completo y se repartían en grupos sobre el asfalto agrietado.
Al cabo de pocos segundos oímos el primer disparo, y al poco rato, un par de largas ráfagas y una explosión rompieron el silencio de la pista.
El baile acababa de comenzar.