Era una mañana desacostumbradamente fría, para la temperatura que por lo general hacía en Canarias. Era temprano, muy temprano, y aún se podía ver a Venus titilando en el cielo mientras nuestro pequeño grupo se frotaba las manos y pateaba en el suelo de cemento del aeropuerto Reina Sofía tratando de combatir el intenso frío matutino.
Apenas habían pasado unas cuantas horas desde nuestra reunión con Luis Viena. Desde entonces tan sólo tuvimos la oportunidad de volver a nuestro domicilio para recoger un puñado de efectos personales y despedirnos de nuestros familiares. Lo peor para mí fue sin duda cuando le dije a Lucía que nos habían «alistado» en una unidad de apoyo. Desde el momento en que le confesé que Prit y yo tendríamos que volver a la península, mi chica había pasado por varias fases: cabreo, indignación, llanto, furia… Y finalmente pareció aceptar la situación con resignación. Sin embargo, aquella mañana, al despedirse de mí, la noté más distante, más fría. No la culpaba.
No se podía decir que me responsabilizase de la situación, pero para mí estaba claro que había una barrera entre nosotros que antes no existía. No entendía nada, hasta que Prit me explicó lo que hasta el más ciego podría ver. Lucía había perdido a todos sus seres queridos en muy poco tiempo, e indudablemente fue una experiencia traumática. Todo lo que tenía en aquel momento, éramos Prit, sor Cecilia y yo.
Y mientras la monja se debatía entre la vida y la muerte, nosotros nos íbamos en una expedición de alto riesgo.
Lucía temía sufrir de nuevo la misma horrible experiencia de Vigo. Y lo único que yo había notado era que estaba distante. Pensaba que se había enfadado conmigo. ¡Maldito idiota!
Ardía en deseos de salir corriendo hacia nuestra casa, sujetarla entre mis brazos y decirle que no se preocupase, que por nada del mundo dejaría de volver, que todo iría bien… pero no lo hice en su momento y entonces ya era demasiado tarde para salir de allí.
Las últimas horas no habían sido mucho más fáciles para nosotros. Nos las habíamos pasado en una zona militar acotada en Los Rodeos, el otro aeropuerto de la isla. Allí tuvimos tiempo para conocer personalmente al resto del equipo, así como para adiestrarnos en el uso del material que íbamos a utilizar en aquella misión.
Quince minutos antes, un oficial estirado se había acercado a nosotros y nos había conducido hasta un hangar vacío situado en un extremo del viejo aeropuerto. Allí, se subió al capó de un URO, de forma que todos pudiésemos verlo, y nos desveló el destino de nuestra misión. Cuando oí lo que salió de su boca sentí deseos de pellizcarme, para comprobar que estaba despierto. Aquello, pensé, tenía que ser una broma pesada.
Pero no. Era real. Jodida y tristemente real.
Nos mandaban de vuelta a la península. A Madrid, concretamente. Posiblemente uno de los veinte o treinta puntos más peligrosos de toda Europa en aquellos momentos. Y nos lanzaban allí de cabeza.
Madrid no era precisamente un rincón abandonado y tranquilo, un lugar donde fuese difícil encontrarse con un grupo de No Muertos. Antes del Apocalipsis vivían en la ciudad y en sus alrededores casi seis millones de personas. Según el censo de residentes y acogidos de Tenerife, no había en la isla más de quince mil personas que fuesen refugiados procedentes de esa zona. Así que era fácil suponer que nos íbamos a meter de cabeza en una zona por donde pulularían varios millones de No Muertos, esperándonos. Resultaba aterrador.
—¡Nuestro objetivo son los restos del Punto Seguro Tres, de los cinco que se crearon en la ciudad! —voceaba el oficial subido sobre el todoterreno—. Dicho punto resistió tan sólo cuatro días los asaltos de los No Muertos y se cree que más de tres cuartos de millón de personas perdieron la vida en su interior.
Paseó su mirada sobre el grupo, mientras aquella terrible cifra resonaba en nuestros oídos.
—¡Pero no van ustedes allí para contemplar el paisaje de después de la batalla! Dentro de ese punto estaba situado el complejo de edificios del hospital de La Paz. Era la estructura más grande de todo el Punto Seguro y en ella se instalaron oficinas, almacenes, comedores y dormitorios comunes… y justo a su lado se instaló el mayor almacén farmacéutico de toda la capital, con la misión de abastecer de medicamentos al resto de los Puntos Seguros por vía aérea. —Hizo una pausa antes de continuar—. Lamentablemente, la marea de No Muertos frustró desde el principio ese plan.
Miré al ucraniano, tan absorto como yo en las explicaciones del oficial. Si las cuentas no fallaban, dentro de ese almacén tenía que haber toneladas de medicamentos, decomisados de los almacenes que Bayer, Pfeizzer y el resto de las casas fabricantes tenían en los parques industriales cercanos durante los últimos días caóticos. Esas toneladas de medicamentos eran indispensables para nosotros, tanto o más que el combustible o las armas. Sin ellos, nuestra asistencia sanitaria, ya de por sí precaria por la falta de personal médico, retrocedería más o menos hasta el siglo XVIII. Por lo que nos contaba el oficial, la situación empezaba a ser angustiosa en los pocos hospitales abiertos en Tenerife. Hacían falta antibióticos, insulina, sueros, opiáceos, analgésicos, sedantes… la lista era infinita. Las reservas estaban bajo mínimos, y la producción propia era aún demasiado pequeña. Y eso sin contar que había determinados productos que era imposible fabricar en aquellas condiciones. Así que no quedaba otra opción que ir hasta allí.
Todos los hospitales de las otras islas, infestadas de No Muertos, ya habían sido saqueados por equipos parecidos al nuestro, y por desgracia, las bajas propias en cada uno de estos viajes habían sido muy altas. Así que habían decidido apostar por Madrid, el premio gordo. Pero al menos no íbamos a ciegas.
Hasta poco antes de que se desatase el caos, España y Francia compartían el uso de un satélite espía, el Helios II. Aunque su control central estaba en Francia, existía una subdivisión de control en algún lugar no revelado de la península.
Tras varios intentos fallidos por parte de los escasísimos técnicos e informáticos supervivientes, finalmente se logró crear una réplica de su base de control en Tenerife. En aquel momento el Helios II y sus cámaras eran nuestros ojos sobre el sur de Europa. El hecho de que no hubiesen tenido ningún problema para tomar el control del satélite me llevaba a pensar que en Francia, o no estaban interesados, o no quedaba nadie con capacidad para poder tomar decisiones de ese calibre. «En fin —me dije—, supongo que eso no es nuestro problema. Que cada uno cuide su culo.»
Las imágenes tomadas por el pájaro sobre Madrid no dejaban lugar a dudas. La ciudad estaba prácticamente intacta, salvo algún barrio que parecía haber ardido hasta los cimientos. Desde el espacio, el almacén estaba intacto, al menos aparentemente. Lo que nos encontrásemos allí en persona era una incógnita.
Despegamos entre la penumbra, coincidiendo con la salida del sol. Volamos directamente hasta la península en un Airbus A-320, al que le habían quitado prácticamente todos los asientos, menos los de primera clase, para transformarlo en un gigantesco carguero. Nuestro destino era el antiguo aeródromo militar de Cuatro Vientos, a ocho kilómetros de la capital. Alguien, meses antes, se había dado cuenta a través del satélite de que el perímetro del aeródromo, totalmente vallado, estaba intacto, y no se apreciaba ningún movimiento en las instalaciones. Tras varias semanas de observación, habían llegado a la conclusión de que las instalaciones estaban desiertas y que «probablemente» eran totalmente seguras (el «probablemente» era lo que más me mosqueaba).
El único acceso posible que podía estar abierto era el edificio principal, y los últimos informes fiables, obtenidos antes de que las comunicaciones cayesen junto con los Puntos Seguros, decían que el aeródromo había sido clausurado a cal y canto, así que si los cálculos no fallaban, el complejo debería estar cerrado, seguro… y vacío.
Por tanto, nuestro primer objetivo era asegurar el aeropuerto, y sellarlo herméticamente. Para eso nos acompañaba un pelotón de legionarios, de los pocos que habían sobrevivido al Apocalipsis, con uniforme completo de combate y armados hasta los dientes. Una vez hecho eso, ellos se quedarían allí, controlando el perímetro, y sería nuestro turno. Entonces las cosas se pondrían muy movidas, sin duda.