19

Otra vez al lío. No me lo podía creer. Apenas hacía unas semanas que habíamos llegado a la isla y ya estábamos de nuevo envueltos en un fregado. Era para echarse a llorar. Tenía tal cabreo que cuando salimos del despacho le sacudí una patada a una papelera que cayó rodando por las escaleras, montando un jaleo de mil demonios. Con eso sólo conseguí ganarme una mirada fulminante de una secretaria, y un dolor de mil demonios en el pie durante dos días, pero mi enfado era enorme.

Tras unas felices semanas de relajación y asueto, que habíamos aprovechado básicamente para comer hasta hartarnos, descansar a pierna suelta y tostarnos en la playa, Prit y yo habíamos sido citados al mediodía de aquella mañana en la antigua sede del MALCAN (Mando de Apoyo Logístico de Canarias), en la plaza Weyler, muy cerca del centro de la ciudad. Un mensajero se presentó en nuestra residencia por la mañana con una citación urgente para ambos. Adormilado entre las sábanas al lado de Lucía pude oír a Prit en la habitación contigua, mientras discutía con el enlace y finalmente firmaba el comprobante. Me levanté con el pelo revuelto y legañas en los ojos y me encontré la expresión preocupada del ucraniano pintada en su rostro. Aquello no podía ser bueno.

—¿Qué diablos sucede? —pregunté mientras trasteaba con la cafetera y la llenaba con la sustancia infame que allí llamaban café—. ¿Qué quería ese tipo?

—Mejor míralo tú mismo —fue la respuesta del ucraniano, mientras me tendía la hoja de papel—. Creo que quieren que empecemos a ganarnos nuestro alojamiento.

Tras desayunar y asearnos, emprendimos el camino con una sensación de intranquilidad en el fondo del estómago. No teníamos muy claro qué era lo que querían de nosotros, así que decir que ambos íbamos con la mosca detrás de la oreja es quedarse cortos.

Un maltratado URO nos esperaba en la puerta del antiguo hotel. Su conductor, un chico muy joven vestido de uniforme, no aparentaba tener más de dieciocho años. Me jugaría un millón de euros a que ese muchacho llevaba poco tiempo alistado. Seguramente apenas unos meses antes era un refugiado más entre la multitud. Eso me hizo reflexionar. Los militares se habían llevado la peor parte de todo el Apocalipsis, sobre todo durante las primeras semanas, mientras defendían los Puntos Seguros. Con toda seguridad sus bajas fueron espantosas y habían tenido que llenar los huecos con lo que había disponible.

Tan sólo cinco minutos después de haber salido nos quedó suficientemente claro que aquel chaval que nos habían asignado como conductor no tenía mucha experiencia conduciendo un chisme del tamaño de un URO. Manejaba el pesado vehículo a tirones por las atestadas calles que conducían al centro, aporreando el claxon como un taxista de El Cairo en hora punta, y arrimándose despreocupadamente a carros de tiro, camiones, peatones e incluso montándose en ocasiones sobre las aceras. Cada vez que cambiaba de marcha parecía que deseaba hacer saltar en mil pedazos la transmisión del pesado vehículo militar. Sin embargo, de manera milagrosa, al cabo de cuarenta minutos de trayecto llegamos finalmente de una pieza a la plaza Weyler.

Al bajar del vehículo, Prit y yo echamos un vistazo a nuestro alrededor, sin ser capaces de creernos bien lo que estábamos viendo. Gran parte de los edificios que rodeaban la plaza presentaban claras huellas de haber ardido en mayor o menor grado. Muchas de las paredes estaban marcadas por restos de metralla, y huellas de innumerables balazos atestiguaban que la zona había sido objeto de una cruenta batalla. Una profunda mancha negruzca tiznaba el suelo bajo nuestros pies, como una especie de alfombra siniestra. Intrigado, se la señalé silenciosamente al ucraniano. Prit se agachó y rascó parte de la superficie con sus uñas y la olisqueó brevemente con gesto de experto. Sacudiendo la cabeza, se levantó y murmuró «napalm» antes de entrar en el edificio.

El antiguo cuartel estaba atestado de oficinistas correteando apresuradamente de un lado para otro mientras cumplían Dios sabía qué funciones.

Durante un rato nos mantuvieron esperando en una pequeña salita, adornada con docenas de banderines de regimientos que después del Apocalipsis probablemente ya no existían más que sobre el papel o en el recuerdo. Cuando finalmente un ajetreado sargento nos hizo pasar a un despacho contiguo, el sol ya había avanzado bastante en el cielo.

Tras el escritorio de aquel despacho estaba un tipo pequeño, calvo y con un ligero problema de sobrepeso. Debía rozar la cincuentena, y lucía una arreglada perilla que destacaba como un cañonazo sobre su piel blanca. Aquel hombre no vestía de uniforme, cosa sorprendente en aquel edificio, donde hasta aquel momento los únicos que habíamos visto vestidos de civil éramos nosotros mismos. En aquel instante hablaba apresuradamente por dos teléfonos a la vez, mientras que sus manos volaban a toda velocidad por el teclado del ordenador que tenía delante. A su lado, un ujier sostenía un montón de carpetas, mientras otro ayudante revolvía como un poseso entre un montón de documentación apilada en una mesa auxiliar. El tráfago de gente entrando y saliendo de aquel despacho era incesante, pero con un sistema, como en un ordenado hormiguero.

Nada más vernos, el tipo de la perilla nos hizo un gesto a Pritchenko y a mí para que nos sentásemos en unas sillas situadas enfrente de su escritorio, sin dejar de gritar órdenes por teléfono.

Mientras esperábamos a que acabase sus varias conferencias simultáneas me dio tiempo a echarle un vistazo al marasmo que nos rodeaba. La mayoría de las carpetas llevaban un sello que las identificaba como pertenecientes al 2.° Grupo Operacional de Intendencia. Por el contexto de las conversaciones intuí que aquella parte del edificio debía de ser la sede administrativa de dicha unidad, de la que hasta entonces no habíamos tenido ninguna noticia.

En aquel momento nuestro anfitrión, tras identificarse ante alguien como «Luis Viena, responsable de administración del 2.° de Intendencia», comenzó a discutir vivamente con la persona al otro lado del teléfono. Por lo visto, había algún tipo de problema con la disponibilidad de unos cuantos cientos de litros de combustible de helicóptero, que él quería de manera inmediata y que del otro lado por lo visto se negaban a facilitarle. Finalmente pareció llegar a algún tipo de acuerdo, tras mencionar algo llamado «prioridad presidencial», y colgó el teléfono con aire satisfecho.

Por un instante quedó en silencio, sumido en sus pensamientos. Tras unos interminables segundos parpadeó, se sacó un pañuelo del bolsillo y se secó el sudor de la frente, mientras se volvía hacia nosotros con una amplia sonrisa en la boca.

—Buenos días, buenos días —comenzó a hablar como un torrente incontenible—. Les ruego que me perdonen por haberles hecho esperar tanto tiempo, pero es que organizar una operación de este calibre es difícil, muy difícil, sí señor, sobre todo con tan pocos medios disponibles, y el personal, el personal… —Lanzó un bufido despectivo, mientras hacía un gesto teatral con la mano—. La mayoría son buenas personas, sí señor, hombres y mujeres trabajadores y entregados, desde luego muy entregados, pero la formación y la experiencia, ¿saben?, la formación y la experiencia no se improvisan de la noche a la mañana, no señor —concluyó bajando la mano como si fuese un hacha imaginaria—. Y así no hay manera.

Prit y yo nos mantuvimos en silencio, mientras aquel hiperactivo hombrecillo se levantaba y, sin parar de despotricar, revolvía en uno de los archivadores. Finalmente encontró un par de carpetas con nuestros nombres escritos en las portadas y se giró triunfalmente con ellas en la mano, mientras las agitaba en el aire como si fuesen unos abanicos.

—Organización —dijo ufano—. Organización y sistema. Esas son las palabras clave, sí, sí señor —repitió mientras se sentaba de nuevo en su silla y apartaba distraído una montaña de informes de la mesa para poner los documentos que tenía en sus manos.

Leyó nuestros nombres en voz alta y durante los siguientes diez minutos se sumergió en la lectura de los expedientes (de un grosor considerable) a una velocidad sorprendente. De vez en cuando soltaba un «uhum» o un «ajá» e incluso en un par de ocasiones emitió un audible «oh» de sorpresa, mientras levantaba la cabeza para observar nuestros rostros. Finalmente, cuando consideró que había leído lo suficiente, dejó las carpetas sobre la mesa. El hombre apoyó allí sus gafas y se frotó los ojos con un gesto de increíble cansancio; acto seguido, comenzó a hablar con nosotros.

A lo largo de la siguiente media hora nos explicó que se llamaba Luis Viena (como ya habíamos adivinado) y era el responsable de administración de aquel grupo operativo. No vestía uniforme porque, pese a estar prestando servicios dentro de una unidad del ejército, no era militar. Hasta antes del Apocalipsis, Luis había sido un ejecutivo de Inditex, con más de quince años de experiencia dirigiendo uno de los gigantescos centros logísticos de distribución de ropa que la compañía poseía en Zaragoza. Estaba disfrutando de unas tranquilas vacaciones en su casa de las islas, con su mujer y sus hijas, cuando el mundo empezó a irse al carajo. Desde allí asistió impotente al derrumbe del mundo y a la derrota de la humanidad a manos de los No Muertos, así como a la llegada de los restos destrozados de los grupos de supervivientes, primero como una tromba y después, y poco a poco, como un leve goteo, que había acabado, de momento, en nosotros. Una vez que las cosas comenzaron a calmarse en Canarias, el ejército lo reclutó rápidamente para que se encargase de ordenar los trozos rotos en los que se había convertido su intendencia. Era la persona indicada, debido a su profesión, y la única que tenía alguna experiencia en organización de recursos considerables; por lo visto, su trabajo había sido notable hasta el momento.

No pude evitar sentir una profunda envidia de aquel tipo parlanchín y nervioso que se sentaba frente a nosotros. No sólo había sobrevivido al Apocalipsis tranquilamente sentado en las Canarias, en su propia casa y rodeado de su familia, sino que además su puesto estaba justo allí, confortablemente situado detrás de un escritorio, a cientos de kilómetros del No Muerto más cercano. Comparado con nuestra experiencia, una bicoca.

Además, algo me decía que Prit y yo íbamos a tener que oler la mierda mucho más de cerca que él. De hecho, y si mi instinto no me engañaba, en primera fila.

Evidentemente, el TSJ no había tenido la delicadeza de llevarse por delante tan sólo a los inútiles o malhechores, sino que desgraciadamente gran parte de los caídos eran personas con conocimientos o habilidades imprescindibles para la supervivencia del resto de la sociedad. Ingenieros, arquitectos, técnicos agrícolas, enfermeras, pilotos, médicos, soldados… de todo eso faltaba en grandes números, sobre todo de los últimos. El personal médico y los militares se habían llevado la peor parte en el reparto de muerte, al haber constituido la primera línea de defensa en la batalla perdida contra el TSJ. Ahora el gobierno estaba tratando de reconstruir las unidades militares y sanitarias a marchas forzadas, pero para eso hacía falta tiempo, sobre todo para el personal médico.

Y ahí era donde por lo visto entrábamos nosotros. Prit era uno de los pilotos de helicóptero con más horas de vuelo que habían sobrevivido al caos, lo que lo convertía automáticamente en un elemento de un valor incalculable. Por mi parte, y a los ojos burocráticos del sistema, el hecho de haber pasado más de un año en «territorio apache» (así llamaban en el argot militar a las zonas infestadas de No Muertos) me convertía en un veterano experimentado, capacitado no sólo para sobrevivir en un entorno hostil, sino para cuidar de la gente menos experimentada de mi equipo.

Mientras Viena hablaba, notaba cómo la sangre se iba escapando paulatinamente de mi rostro. Aquel tipo no podía estar hablando en serio. ¿Yo, un «veterano experimentado»? ¿De qué demonios estaba hablando? ¡Si me había pasado la mayor parte de aquel año corriendo como un conejo de un lugar a otro, o escondido bajo tierra en el sótano bunker del hospital Meixoeiro! Desde luego, no era ningún Rambo, tal y como ellos parecían pensar.

Educadamente le hice todas estas observaciones al señor Viena (y de paso le comenté, por si no se había dado cuenta, que Viktor Pritchenko, aunque sin duda un excepcional piloto, había perdido media mano en una explosión). No éramos quienes ellos creían. Tan sólo éramos dos supervivientes, agotados y exhaustos, que pretendían comenzar una nueva vida allí, nada más. Haríamos cualquier trabajo que se nos encomendase, pero no éramos soldados, y ni por todo el oro del mundo volveríamos al llamado territorio apache. Dije todo esto en una larga parrafada y finalmente me arrellané en la silla, contemplando a mi interlocutor, muy satisfecho.

Viena se nos quedó mirando por unos instantes, totalmente inmóvil. A continuación carraspeó y se dirigió a ambos.

—Señores, creo que no lo han entendido bien. Lo que les estoy planteando no es una oferta, sino una orden, y no mía, sino de mucho más arriba. Si por alguna extraña casualidad pensasen que siguen instalados en su ordenada vida previa al Apocalipsis, es mejor que vayan abandonando esa idea cuanto antes. El mundo ha cambiado por completo, y ese cambio nos afecta a todos. A todos, señores. Y eso les incluye a ustedes. —Se giró hacia Prit y continuó—: El señor Pritchenko posiblemente no haya caído en que se encuentra en una situación muy delicada. Es cierto que, como dije antes, es posiblemente uno de los pilotos más experimentados que actualmente hay en las islas, y sólo Dios sabe lo necesitados que estamos de buenos pilotos. Pero también está ese feo asunto de la monja…

Agarré a Prit por el brazo, para evitar que saltase sobre la mesa, mientras el ucraniano barbotaba una ristra de palabrotas ininteligibles en ruso.

—Lo cual nos lleva a la siguiente situación. —Viena cabeceó con aire pensativo, indiferente a la reacción del eslavo—. Si el señor Pritchenko se alista voluntariamente en este cuerpo de intendencia, supongo que podríamos, ¿cómo decirlo?, buscar una solución amistosa y agradable para todas las partes en el incidente del Galicia, lo cual equivaldría sin duda a la retirada de cargos y a que no tuviese lugar un juicio.

»En cuanto a usted —esta vez se giró hacia mí—, no hace falta que le diga lo necesaria que es una persona dotada de su experiencia para enfrentarse a esas cosas. La mayoría de los miembros de nuestros grupos de incursión han estado como mucho tres o cuatro veces en territorio apache desde que huyeron de sus Puntos Seguros. Usted, sin embargo —se interrumpió para ojear mi expediente—, ha sobrevivido junto con sus amigos durante más de un año ahí fuera —sonrió— y eso es algo que no muchos pueden decir por aquí.

Me quedé en silencio por unos segundos. En su boca todo aquello tenía sentido, por más que supiese que no era del todo verdad. Y además sabía que Prit estaba cogido por las pelotas y no tendría más remedio que aceptar. La sola idea de dejar a mi único amigo en la estacada me revolvía el estómago. Además, por otra parte, si no aceptaba aquel puesto no sabía de qué demonios iba a vivir. No hacían falta muchos abogados en aquel momento, tal y como había tenido la oportunidad de comprobar. La decisión estaba clara.

Miré hacia Prit y tropecé con la mirada resignada del pequeño eslavo. «Qué le vamos a hacer», decían sus ojos.

—Por lo menos iremos juntos, ¿verdad? —me preguntó resignado, mientras me apoyaba la mano en el hombro.

—Por supuesto —respondí, ocultando mi angustia—. Iremos juntos, Prit, no lo dudes. —Sin embargo, mi mente no paraba de pensar a toda velocidad. Otra vez al lío. Joder.

—¡Estupendo, señores! —palmoteó alegre Viena, mientras sellaba rápidamente unos impresos y nos los ponía delante para su firma—. En cuanto salgan de aquí les llevarán al cuartel de su grupo. Si tienen algo que arreglar en casa, háganlo con urgencia. —Nos miró con seriedad sobre el cristal de sus gafas mientras cambiaba el tono de su voz—. Salen mañana mismo hacia la península. Y no hace falta que les diga qué es lo que se van a encontrar allí.