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Fue un fin de semana realmente sorprendente. La última vez que había estado en Canarias había sido en unas vacaciones, antes del Apocalipsis. Siempre había tenido ganas de volver a las islas, pero ni en mis pesadillas más salvajes hubiese imaginado una vuelta en aquellas condiciones tan… especiales.

Una vez que el oficial del puerto (un tipo sudoroso y estresado, que estaba atendiendo cinco cosas a la vez) revisó nuestra documentación, nos dio un apresurado apretón de manos y se alejó velozmente para atender algún asunto urgente que le reclamaba en otra parte. Prit, Lucía y yo nos quedamos de pie en el muelle, con todo nuestro equipaje a los pies, esperando el autobús sin saber muy bien qué hacer.

Me sentía intranquilo. Algo en todo aquello hacía que estuviese con los nervios a punto de estallar, y por la expresión de Prit y Lucía supe que a ellos les ocurría exactamente lo mismo. El ucraniano se pasaba nerviosamente la lengua por su labio partido, mirando con ansiedad hacia todas partes, mientras sus manos buscaban de forma inconsciente un arma que no tenía. Lucía, por su parte, se había ido pegando imperceptiblemente a mi cuerpo y sostenía a Lúculo contra su pecho, buscando refugio. Hasta el gato vibraba de nerviosismo.

Tardé un buen rato en darme cuenta. Era la gente. Tan sólo eso. Había más personas allí. Estábamos rodeados por una multitud de gente que iba y venía a nuestro alrededor, ocupados en sus asuntos, gente que pasaba rozándonos, sin apenas echar un vistazo a aquel curioso trío atemorizado sobre el cemento del puerto de Tenerife. Cerré los ojos, mareado. El rumor de la muchedumbre nos envolvía por todas partes. Gritos, retazos de conversaciones, risas, el lloro de un niño, el murmullo de fondo de cientos de bocas hablando a la vez, el relincho de un caballo… Después de más de un año rodeado del silencio del cementerio, aquel gentío resultaba sorprendente.

Fue Lucía quien nos hizo notar otro pequeño detalle. Allí, por primera vez desde hacía meses, no olía a podredumbre. Mil y un aromas flotaban en el ambiente, algunos agradables y otros desagradables (estábamos en un puerto, al fin y al cabo), pero todos ellos eran decididamente humanos.

Además, y sobre todo, lo más curioso en aquel momento era que no teníamos nada que hacer. No teníamos que ir corriendo a ninguna parte, ni nos estaba acosando ningún No Muerto. Por primera vez en muchísimo tiempo, estábamos absolutamente ociosos.

Sin embargo, era una imagen de normalidad engañosa. Semejante multitud nunca hubiese estado en los muelles antes del Apocalipsis. No se veía circulando ni un solo vehículo a motor, excepto algún URO del ejército, pero sí se veían grandes cantidades de animales de tiro, arrastrando improvisados carros hechos a partir de chasis de furgonetas. No me sorprendió nada descubrir que el «autobús» que debía llevarnos a nuestro nuevo hogar era en realidad una carreta arrastrada por dos bueyes.

Nuestro alojamiento era un antiguo hotel de tres estrellas, construido en los años setenta y que durante décadas alojó a innumerables legiones de turistas europeos que acudían a las Canarias, sedientos de sol y playa. Era evidente que el edificio, aunque limpio y pulcro, había conocido tiempos mejores, pues presentaba un aspecto un tanto ajado. Supuse que ya antes de convertirse en un montón de viviendas para refugiados aquel hotel no era precisamente el mejor de la isla. La antigua recepción se había convertido en un improvisado patio de comunidad por donde cruzaban chillando los niños que vivían con sus familias en el complejo. No habíamos visto muchos niños (posiblemente porque no habían sobrevivido demasiados), pero sin embargo la cantidad de bebés y mujeres embarazadas era abrumadora. Miraras a donde mirases, parecía que la mitad de las mujeres de la isla estaban a punto de dar a luz o en camino de hacerlo. Era como si un primitivo instinto de supervivencia impulsase a los supervivientes a reproducirse a toda costa. Había leído algo sobre un fenómeno similar ocurrido entre los supervivientes del Holocausto judío, pero nunca imaginé que podría llegar a verlo en persona. La sensación era bastante perturbadora.

La mayoría de los residentes en aquel edificio estaba compuesto por gente que, como Prit y yo, había sido clasificada como «personal auxiliar de la Armada», acompañados de sus respectivas familias. La mayor parte de ellos eran mecánicos, ingenieros, técnicos de mantenimiento, electricistas… incluso había un veterinario dos pisos más abajo. Todos ellos tenían conocimientos esenciales para la supervivencia de la comunidad en este nuevo mundo. Era eso lo que les hacía tan importantes. «Todos, menos yo», pensé con un poso de amargura. Tan sólo estaba allí porque la burocracia de la isla había determinado que Pritchenko y yo íbamos en el mismo paquete, como «supervivientes experimentados». Si no fuese tan trágico, me daría la risa.

Nos habían asignado tres habitaciones contiguas en un pasillo de la quinta planta. Teniendo en cuenta que sólo había electricidad durante seis horas al día (desde las seis de la tarde hasta medianoche), no dejaba de ser un auténtico incordio, sobre todo cuando había que subir tramo tras tramo de escalera.

Afortunadamente, los anteriores inquilinos habían decidido tirar los tabiques para unir las tres habitaciones y formar un improvisado apartamento, así que pudimos permanecer juntos. Las habitaciones estaban baqueteadas, pero limpias, había agua, aunque no caliente, y por lo que nos contaron, durante las horas en las que había fluido eléctrico se podía recibir la señal del canal de televisión que poseía la isla en los trasteados aparatos que estaban atornillados encima de la cama. En definitiva, no estábamos tan mal. Ésa era la parte buena.

La parte mala era que en veinte días Prit y yo debíamos presentarnos en un cuartel situado cerca del centro de la ciudad para que nos asignasen a un «grupo de trabajo especial».

Y algo me decía que aquel «trabajo especial» no nos iba a gustar nada.

Pero nada de nada.