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Tenerife

Estábamos en tierra. Antes de salir del barco nos habían facilitado un enorme fajo de documentación: pasaportes, certificados de cuarentena, cartillas de racionamiento, permisos de circulación y una pequeña tarjeta plastificada que nos identificaba a Prit y a mí como «personal auxiliar de la Armada Clase B». A Lucía sin embargo le habían dado otra distinta, de color anaranjado, que simplemente la clasificaba como residente civil. No sabíamos si eso iba a suponer algún problema.

Para Lúculo no me habían dado nada, excepto el consejo de que lo vigilase bien. Por lo visto, no habían sobrevivido muchos gatos, y «estaban bastante solicitados». No sé qué habían querido decir con eso, pero me mosqueaba.

El trayecto hasta el puerto fue bastante corto, algo menos de diez minutos. Lo hicimos en un pequeño buque auxiliar de la Marina que aparentaba tener al menos cien años, empujado por un petardeante motor de dos tiempos. Aquella antigualla tenía un motor tan primitivo que aceptaba gasóleo de la peor calidad, inaceptable para un motor más moderno, así que la habían puesto de nuevo en servicio. Yo, por mi parte, no me sentí seguro del todo hasta que tocamos el muelle. Me daba la sensación de que nos íbamos a ir al fondo de la bahía en cualquier momento, acompañando a aquel cascarón que debía datar de las guerras de África, por lo menos.

El puerto de Tenerife estaba abarrotado. Cientos de personas se afanaban de un lado a otro, ocupadas en sus quehaceres. Por regla general todo el mundo parecía tranquilo, no muy bien alimentado, pero bien vestido y sano. No podía decir que viese a la gente inmensamente feliz, pero al menos estaban bastante serenos. Supuse que la mayoría aún se pellizcaba para estar seguros de que habían sobrevivido al infierno.

El patrón del barco que nos llevó a tierra, un tipo dicharachero y expansivo, nos dijo que en la isla vivían cerca de un millón y medio de personas. Puede que pareciese mucho, pero es que antes de la epidemia vivían en Tenerife más de ochocientas mil. Cuando llegaron las interminables oleadas de refugiados de Europa y América en los primeros días del Apocalipsis, la cifra total de habitantes debió de alcanzar en algún momento una cifra superior a varios millones de personas, con toda seguridad.

¿Qué demonios había ocurrido con toda esa masa? ¿Dónde se habían metido? No sabía qué diablos pasaba, pero de ser cierto lo que contaba aquel hombre, faltaba gente. Mucha gente.

Un tipo de uniforme estaba en el muelle, esperándonos para comprobar nuestra documentación. Ligeramente sorprendido, observé que había banderas por todas partes, como si a los supervivientes les hubiese dado un repentino ataque de patriotismo. Incluso en el autobús que nos tenía que llevar a nuestro nuevo domicilio ondeaban banderas, no sólo la española, sino aquella curiosa insignia azul que había visto en el tope del mástil del Galicia.

Había algo que se me escapaba. Y nadie parecía tener ganas de contarnos qué diablos pasaba exactamente.