La pintura del techo tenía un desconchado, justo sobre mi litera. Había estado observando ese desconchado, día tras día a lo largo del último mes, hasta llegar a memorizar perfectamente su forma. Suspirando, me incorporé, al tiempo que me pasaba la mano por la cara. El tacto de la barba que lucía desde hacía un par de semanas me hizo ser consciente del paso del tiempo. Los primeros días me habían facilitado artículos para afeitarme, pero desde el día que había impedido que se llevasen a Lúculo me habían quitado todo tipo de objeto cortante o punzante, y suponía que en aquel momento debía de parecer un vagabundo, o algo peor, con aquel ridículo pijama de hospital color verde pálido.
Mi enorme y peludo gato pegó un brinco desde el suelo, y aterrizó en mi regazo con esa elegancia innata que sólo poseen los felinos (y como había hecho siempre, desde que no era más que una minúscula bola de pelo lloriqueante, apoyando sus cuartos traseros justo sobre mis testículos al posarse). Con una mueca de fastidio cogí a Lúculo por su redonda tripa y lo apoyé en la litera, justo a mi lado, donde empezó a ronronear, mientras le rascaba detrás de las orejas.
Al principio me había desgañitado, exigiendo hablar con la persona al mando, amenazando, pidiendo, rogando, ordenando y por último suplicando, pero todo había sido en vano. Finalmente, con la voz rota y enronquecida, me dejé caer contra la pared de mi pequeña celda de dos por dos metros. Mi camarote no tenía ventanas, y por todo mobiliario contaba con un par de literas superpuestas, un pequeño banco donde sentarse atornillado a una pared, una pileta de lavabo (sin agua corriente) y un inodoro al que le faltaba la tapa. Las paredes eran gruesas láminas de acero soldadas al suelo y al techo, y este último, con una especie de respiradero situado en el medio, parecía haber sido añadido también con posterioridad. Me daba la sensación de que tenía cuartos similares por encima, a los lados y por debajo.
Posiblemente, habían transformado la enorme bodega de carga del Galicia en una gran colmena de celdas, capaces de acoger a todos los refugiados que llegasen a la isla.
Había recordado un documental que había visto en una ocasión sobre aquel buque. La bodega del Galicia podía ser inundada por completo con agua de mar a través de un enorme portón situado en su popa, ya que donde en aquel instante estaba, normalmente tendrían que alojarse varias lanchas de desembarco. Con un escalofrío había comprendido que lo que había tomado por un respiradero en el techo no era sino una vía de entrada de agua a la celda en caso de necesidad.
Los constructores de aquel centro de cuarentena habían pensado en todas las posibilidades, incluido un motín. En caso de necesidad, simplemente con apretar un botón, podrían ahogar a toda la gente alojada en aquella bodega. Rápido, fácil y, sobre todo, discreto. Aquello había bastado para quitarme las ganas de montar un follón. Eso, y el hecho de que por el silencio, tenía la sensación de que aquel buque debía de estar prácticamente vacío. Posiblemente mi grupo y yo fuésemos los únicos huéspedes del Galicia.
Tres veces al día me pasaban una bandeja de comida por la ranura habilitada en la puerta. El menú, aunque pobre, era variado. Había sobre todo arroz, lentejas, comida liofilizada (a la que, después de un año, había llegado a aborrecer) y para mi sorpresa, vegetales frescos (lechuga, zanahoria, patatas…) aunque en poca cantidad. No soy capaz de describir el placer que sentí el día que en la bandeja vi un tomate fresco.
Hacía casi un año que no tomaba vegetales frescos, y si no hubiera sido por los complementos de vitamina C que habíamos ingerido regularmente desde el Meixoeiro, posiblemente habríamos desarrollado algún tipo de anemia, y probablemente algo peor, como el escorbuto, a causa de la alimentación desequilibrada. Aquel pequeño tomate me supo mejor que cualquier cena de gala que hubiese disfrutado en mi vida.
Mientras lo mordía, con los ojos cerrados, y sentía resbalar su jugo por mi garganta, me imaginé por un momento que nada de todo aquello estaba sucediendo, y que cuando abriese los ojos estaría en el salón de mi casa, preparando una ensalada, antes de tirarme en el sofá con Lúculo para ver un partido en la tele. Lamentablemente, cuando abrí los ojos, lo único que vi fue el jodido desconchón del techo.
Una vez al día entraban en mi celda tres médicos que me tomaban muestras de sangre, temperatura, pulso y presión arterial, al tiempo que verificaban que no me estaba convirtiendo en un No Muerto. Al principio venían escoltados por un par de soldados armados que se quedaban en el pasillo (la diminuta celda no daba más de sí), pero pronto mi actitud sumisa les hizo ganar confianza y al cabo de un par de semanas ya realizaban su chequeo sin escolta, posiblemente por considerarla innecesaria. Hasta aquel día, dos semanas atrás.
Una mañana habían entrado los tres tipos del personal médico en mi celda (a los que se reconocía fácilmente por un brazalete rojo que lucían en el lado derecho de su traje bacteriológico). Antes de empezar el chequeo uno de ellos me dijo que tenían que llevarse a mi gato para «hacerle unas pruebas clínicas». Algo en el tono de la voz de aquel tipo me puso en alerta. Largos años de experiencia profesional como abogado me habían enseñado a detectar los sutiles matices y cambios de voz que emitimos de manera inconsciente cuando mentimos. Y aquel tipo, que no era un buen mentiroso, estaba mostrándome todo el catálogo.
La decisión la tomó alguna parte de mi subconsciente antes de que me diese cuenta de lo que estaba haciendo. Cuando el Doctor Mentiroso se agachó para coger a Lúculo, que estaba enroscado a mis pies, empujé con mis brazos su nuca, al tiempo que levantaba rápidamente mi rodilla, estampándola contra su nariz.
Mentiroso pegó un alarido de dolor, mientras un chorretón de sangre de color rojo intenso que manaba de su nariz rota manchaba la parte interior de su máscara de plexiglás. Mientras se retorcía angustiado en el suelo, aproveché que la sorpresa había dejado paralizados a los otros dos tipos y salté sobre ellos.
Cogí el brazo derecho del más alto y tiré de él con fuerza hacia mí. El Doctor Alto tropezó con Mentiroso, que seguía en el suelo, y acabó estrellándose contra la pileta del lavabo. Apenas tenía sitio para moverme, así que cuando Mentiroso se levantó del suelo le propiné una patada en la espalda que le hizo chocar de nuevo con Alto.
El brazo izquierdo de éste había quedado atrapado entre el inodoro y la pileta, así que cuando Mentiroso chocó contra él, el hombro de Alto trazó un ángulo imposible, al tiempo que un crujido espantoso salía de su extremidad. Aquello sonaba a fractura múltiple.
Me giré hacia el tercero, que ya estaba en el pasillo dando la voz de alarma. Súbitamente fui consciente de lo que había hecho. Me quedé de pie, paralizado, en medio de la celda, mientras Mentiroso y Alto, profiriendo gemidos de dolor, salían de la celda apoyándose entre ellos. Alguien cerró la puerta a sus espaldas y apagó la luz, dejándome a oscuras.
Temblando, cogí a Lúculo entre mis brazos y me acurruqué en la litera, mirando fijamente hacia la puerta. «Ya está —me dije—, ahora la has jodido de verdad. En cualquier momento alguien va a abrir esa puerta y te van a dar la del pulpo, o algo peor. Puede que hayas firmado tu sentencia de muerte, gilipollas.» En fin, por lo menos que no te vean suplicar, pensé para animarme. El orgullo es algo absurdo, pero cuando es lo único que te queda en una situación desesperada, se convierte en tu mayor valor.
Así que allí me quedé, acurrucado y expectante, tenso como la cuerda de un laúd, esperando que en cualquier momento entrasen tres o cuatro animales en la celda y me diesen una (merecida) paliza de campeonato o un tiro en la frente.
Sin embargo, nada sucedió en la siguiente hora. Ni en el siguiente día.
De hecho, nada sucedió.
El único cambio, desde ese día, fue que se acabaron las revisiones médicas. Me seguían llegando la comida a diario, a través de la portilla, y estoy seguro de que me examinaban a través de la mirilla de la puerta, pero nadie volvió a entrar en mi celda en las dos siguientes semanas, ni a hablar conmigo. Aquella situación, en aquel diminuto cuarto, era desquiciante. Recordaba las historias que había leído sobre los internos de las prisiones de máxima seguridad de Estados Unidos, que encerrados de por vida en diminutas celdas, acababan por perder la razón. Me preguntaba si mi destino iba a ser el mismo.
Esos pensamientos ocupaban mi mente aquella mañana, mientras me rascaba pensativamente la incipiente barba. De repente, unos pasos sonaron en el pasillo, junto con unas voces que no pude distinguir. Los pasos se detuvieron repentinamente frente a mi puerta. A continuación, sonó un tintineo de llaves y la cerradura giró ruidosamente. Me levanté de la cama, poniendo a Lúculo a mi espalda. Ahora sí que vienen a por mí, pensé, mientras tensaba todos los músculos de mi cuerpo, preparado para lo que fuera.
Una figura femenina se recortó en el claroscuro de la puerta, con los brazos en jarras. Bizqueé, tratando de adaptar mi vista a la luz que entraba por la puerta. La figura dio un paso y entró dentro de la celda, y entonces pude distinguirla perfectamente. Por un instante, ambos nos contemplamos en silencio. De pronto, la mujer habló.
—Soy la comandante Alicia Pons, responsable del cuerpo médico. —Su voz sonaba firme, pero suave al mismo tiempo—. Ha superado el período de cuarentena, no sin algunos problemas. —Notaba el sarcasmo que teñía su voz, que enseguida se transformó en un tono mucho más serio—. De hecho, no es usted el único miembro de su grupo que ha sufrido algún incidente. De cualquier forma, déjeme decirle que lo han logrado. Estoy aquí para darles la bienvenida formal al Área Segura de Tenerife.
Salimos al pasillo. Después de un mes encerrado dentro de aquel cubículo, los primeros metros se me hicieron un tanto incómodos para caminar. Con Lúculo colgado del brazo, tuve que detenerme un momento, apoyado en la pared, para recuperar el equilibrio. Tan sólo nos acompañaba un guardia, que era, aunque él no lo sabía, del todo punto innecesario. Estaba tan débil, que no hubiese podido correr ni cincuenta metros y ya no digo escapar del barco o llegar a nado a la costa.
Finalmente desembocamos en un luminoso cuarto, con unos amplios ventanales sobre la cubierta de vuelo. En medio del mismo, un oficial del ejército estaba sentado a una mesa, con un ordenador (el primero que veía funcionando desde hacía más de un año), una impresora y varios aparatos más.
Una amable civil me sacó un par de fotos, mientras otro funcionario me pedía educadamente mi colaboración para tomar mis huellas. No pude evitar la extraña sensación de que, después de un año viviendo como un forajido del salvaje oeste, estaba entrando de nuevo en el sistema (sin tener muy claro, eso sí, de qué demonios iba aquel sistema).
—En pocos minutos tendremos su documentación lista, caballero —me dijo el oficial sentado al ordenador, mientras tecleaba rápidamente—. Documento de identidad, pases de control, cartilla de racionamiento… —enumeró rápidamente—. Todo lo que necesita para poder vivir en Tenerife. Mientras tanto…
—Mientras tanto podríamos aprovechar para tener una breve conversación —le interrumpió Alicia Pons—. Y ponernos al día mutuamente de todas las circunstancias. ¿Qué le parece?
—Una idea brillante —repliqué, con cierta ironía—. Nada me gustaría más que saber qué demonios está sucediendo a mi alrededor.
—Sígame —dijo Pons—. En el cuarto de al lado podremos hablar con más tranquilidad. Además, si no me equivoco, creo que nos han servido un pequeño refrigerio, que hará más ligera la espera.
Cuando pasamos al cuarto contiguo mis ojos se abrieron como platos. Sobre una mesa, ordenadamente dispuestas, había varias fuentes repletas de fruta fresca, emparedados, pan recién horneado, una tortilla de patatas y hasta una cafetera humeante que inundaba toda la estancia de un embriagador aroma a café. Después de varios meses comiendo sólo comida enlatada, aquello me parecía el mejor menú del mundo. Tuve que hacer gala de toda mi fuerza de voluntad para no abalanzarme sobre la mesa como un huno enloquecido.
—Por favor, siéntese y sírvase lo que le apetezca —me dijo Alicia Pons, mientras cogía una taza y la llenaba de un café espeso e hirviente—. Supongo que estará hambriento, y deseando probar algunas de estas cosas.
Agradeciendo su invitación, ataqué las fuentes de emparedados, mientras Pons me observaba atentamente, sentada en una silla. Aproveché para echarle un vistazo. De unos treinta años, mediana altura, tirando a pelirroja, delgada y de facciones menudas, se podía decir que era una mujer guapa. Iba ataviada con un uniforme de paseo de la marina, aunque sin el gorro, y llevaba su abundante melena recogida en un moño sobre la nuca. En su mano derecha lucía una alianza de oro y con la izquierda jugueteaba inconscientemente con un bolígrafo azul. Aunque aparentaba un aire frágil, una breve mirada a sus ojos bastaba para darse cuenta de que aquella mujer debía de tener un carácter resuelto y decidido. Me había fijado en el extremo respeto con el que la habían tratado todos los soldados, oficiales y personal civil que nos habíamos cruzado por el camino. Evidentemente, era una persona de peso allí y, lo que es más importante, se sabía hacer respetar.
—Entonces… —comenzó a hablar, mirando un papel que tenía sobre la mesa—. Un médico con fractura de tabique nasal y otro con una fractura abierta en el brazo y luxación de hombro. ¿Me quiere explicar qué demonios le pasaba por la cabeza?
—Fue un accidente —respondí, con la boca medio llena, mientras agarraba otro emparedado—. Lo del brazo, quiero decir. Lo de la nariz, pues bueno… supongo que no pensé que le iba a dar tan fuerte. —Me callé, un tanto avergonzado, mientras notaba sus penetrantes ojos claros taladrándome.
—Usted y sus amigos nos han contado un relato auténticamente sorprendente —me dijo, mientras ojeaba una pila de folios que tenía sobre la mesa—. Un barco ruso, un maletín explosivo, un refugio en un hospital, un bosque en llamas, un vuelo en helicóptero de dos mil kilómetros… —Levantó la vista de los papeles y esbozó una sonrisa—. Veo que no han tenido tiempo para aburrirse en los últimos meses.
—La verdad es que ha sido una temporada bastante agitada —respondí, con la boca llena de emparedado y los ojos bailando sobre todos los platos de la mesa, incapaz de decidirme por alguno.
—Todos vivimos tiempos agitados —replicó, mientras pasaba más papeles. Pude ver, en medio de aquella montaña de folios, varias fotos mías, de Prit, Lucía, sor Cecilia e incluso de Lúculo. En una de ellas, sacada desde el aire, se nos veía corriendo apresuradamente por la pista del aeropuerto de Lanzarote, perseguidos por una multitud de No Muertos.
—Casi todo el mundo que vive aquí tiene alguna historia fascinante que contar. Algunas son divertidas, la mayor parte son dramáticas, pero lo suyo supera con creces a la mayoría, créame.
—Únicamente tratamos de mantenernos con vida —respondí mientras tendía la mano hacia la jarra de café—. Como todo el mundo, supongo.
—Créame, lo hicieron notablemente bien —replicó la pelirroja—. De hecho, son los primeros supervivientes que llegan de la península desde la Operación Juicio, y por sus propios medios, lo que tiene aún más mérito.
—¿Operación Juicio? —le pregunté, algo confundido.
—La evacuación de los Puntos Seguros que quedaban en la península, hace diez meses. —Me miró extrañada—. ¿De verdad que no sabe nada de lo que ha sucedido en todo este tiempo?
—No he comprado muchos periódicos últimamente, teniente Pons —repliqué mientras mordía una jugosa manzana y su zumo me resbalaba por la barbilla—. Por donde he estado durante este tiempo no había quioscos abiertos.
—Capitán.
—¿Disculpe?
—Capitán. Soy la capitana Pons, aunque si se siente más cómodo puede llamarme señora Pons, como hacen muchos civiles. ¿Qué me decía?
—Le decía, capitán Pons —dije, remarcando lo de «capitán»—, que no he tenido acceso a ninguna fuente externa de información desde hace casi un año. No tengo ni idea de qué pasa en el mundo, qué coño es lo que queda en pie y qué parte se ha ido al infierno. No sé dónde estoy, qué estatus tengo, dónde están mis amigos o quién demonios es usted y a quién o a qué representa.
A medida que iba hablando me iba acelerando. Sin dejar que me interrumpiese, cogí carrerilla y continué.
—Lo único que sé es que desde hace un año venimos recorriendo un paisaje salido del infierno y plagado de No Muertos, y que cuando finalmente llegamos a un sitio donde no están vagando esas cosas, nos tratan como criminales y nos meten en prisión por un mes. También sé que ahora estoy sentado delante de usted, que me han tomado las huellas como a un vulgar ratero y que no es usted teniente, sino capitán, como ha tenido la delicadeza de aclararme hace un instante… mi capitán —concluí, dejando salir de forma brusca toda mi indignación contenida—. Así que usted dirá si estoy informado.
Alicia Pons se quedó petrificada por un momento, sorprendida por mi repentino estallido. Súbitamente, echó la cabeza hacia atrás y soltó una risa incontenible. Por un instante me enfurecí con ella por lo que consideraba una falta de respeto, pero su risa era tan fresca y contagiosa que finalmente hasta consiguió que esbozase una sonrisa.
—Oh, lo siento, lo siento de veras, por favor, discúlpeme —me dijo, aún con una sonrisa temblorosa en la boca, mientras intentaba recuperar la compostura—. Pero es que las circunstancias actuales son tan complicadas que a veces me olvido de lo ridículo y estirado que puede llegar a ser el procedimiento. Comprendo su indignación —añadió—, pero por favor, relájese. Somos amigos, créame. Comencemos de nuevo —continuó, mientras me tendía la mano por encima de la mesa—. Soy la capitana Alicia Pons, pero puede llamarme Alicia, si lo prefiere.
—Encantado de conocerla, Alicia —respondí, visiblemente más relajado—. Ahora que ya sabe mi historia, ¿le importaría contarme qué demonios ha pasado en el resto del mundo mientras tanto?
—Por supuesto —respondió Alicia, pero esta vez con un semblante mucho más serio—. Pero le advierto que no es un relato agradable, ni mucho menos. El mundo que usted conocía ha desaparecido y ahora tenemos… bueno, será mejor que espere a que acabe de contarle todo.
Por un instante consideré, divertido, que en los últimos tiempos mi vida parecía haberse convertido en un ciclo. No hacía muchos meses había mantenido una conversación similar en otro barco, y con otro «capitán», conversación que había sido el inicio de un largo camino que me había conducido casi al borde de la muerte. Esperaba que ésta, al menos, me llevase a un final más agradable.
—Al principio nadie se lo tomó en serio —comenzó a explicar Alicia, mientras se levantaba a servirse otra taza de café—. Durante la primera semana, de hecho, ni siquiera existía información fiable al respecto. Putin se dejó llevar por la tradicional paranoia rusa del secreto de Estado y decretó un bloqueo total sobre el asunto. Si usted veía la televisión aquellos días recordará que todos los informativos estaban llenos de… nada. Ésa era más o menos la misma situación en la que se encontraban todos los gobiernos del mundo. Nadie sabía nada. De hecho, los gobiernos occidentales sabían poco más o menos lo mismo que la CNN, tal era el grado de control ruso sobre la información.
—¿Cómo es posible eso? Hay satélites y…
—Los satélites sólo son máquinas que sacan fotos. Son los humanos que interpretan esas fotos los que «ven» en ellas, para que me entienda. Y para encontrar algo, primero hay que saber qué es lo que se busca. Evidentemente, nadie en aquel momento buscaba No Muertos en las fotos de satélite, más que nada porque nadie sospechaba de su existencia. Y no se olvide que Daguestán era… es —se corrigió— un lugar auténticamente remoto. No fluía demasiada información en aquellos momentos. Finalmente, tan sólo al cabo de ocho días el gobierno estadounidense, a través de una fuente de la CIA dentro del Kremlin, tuvo un informe completo de la situación.
—¿Ocho días? ¡La situación aún tardó mucho más tiempo en volverse incontrolable! ¿Por qué no hicieron nada mientras tanto?
—Porque no se creyeron el informe, así de sencillo. —Dio un trago a su café y miró pensativa el fondo de la taza—. Después del patinazo del 11-S y lo de las inexistentes armas de destrucción masiva de Irak, la veracidad de los informes de inteligencia de la CIA estaba en entredicho. Así que cuando alguien puso sobre la mesa un informe en el que se hablaba de muertos que se levantaban de sus tumbas y atacaban a los vivos, como en una mala película de serie B, nadie se lo tomó muy en serio. Se perdieron unas semanas que fueron vitales.
»Sin embargo, los americanos sabían que algo se estaba cociendo allí —continuó—. Algo que no era ni el Ébola ni el virus Marburgo, ni el virus del Nilo, ni ninguna de las diez excusas distintas que dieron los rusos a lo largo de esa primera semana. Y además ese algo, que sin duda era biológico, era lo suficientemente espantoso como para tener al Kremlin asustado de verdad, tanto que al final hasta permitieron que una misión de la OMS y del CDC viajara a Daguestán. Al mismo tiempo, las potencias europeas, Japón y Australia enviaron unidades médicas avanzadas para ayudar a controlar lo que se suponía una epidemia…
—Lo recuerdo perfectamente —la interrumpí—. Los batallones médicos del ejército, que iban a colaborar con los rusos para controlar la situación…
—Para controlar la situación… y de paso husmear un poco sobre el terreno y descubrir qué demonios pasaba allí. —Meneó la cabeza tristemente, mientras su mirada se perdía en la pared—. De todas las malas decisiones que se tomaron en aquellos días, ésa fue sin duda la peor de todas. Se enviaron cientos de personas, miembros de equipos demasiado numerosos que confluyeron en una zona que en aquel momento ya estaba en situación crítica. La infección estaba totalmente descontrolada. Daguestán ya era un punto caliente, con miles de No Muertos pululando por todas partes. Visto en perspectiva parece evidente, pero en aquel momento no sabíamos apenas nada de todo lo que hemos ido enterándonos después.
Alicia Pons guardó silencio por un instante, mientras jugueteaba inconscientemente con los papeles de mi expediente, ordenadamente apilados delante de ella. Tras un instante, continuó su relato.
—Tres o cuatro días después de llegar, la verdadera situación se hizo evidente para todo el mundo. Los equipos médicos se dieron cuenta enseguida de que lo que realmente hacía falta en Daguestán eran unidades de combate, y no sanitarias, para acabar con aquellas alimañas. Lamentablemente se dieron cuenta demasiado tarde, cuando más de un médico había sido atacado por un supuesto paciente en estado de shock.
—Los No Muertos —aventuré.
—Efectivamente —replicó—. Ante eso, muchas unidades desplazadas a la zona recibieron órdenes de volver a sus países de origen a toda velocidad. Evidentemente, se llevaron con ellos a todos sus heridos. Incluso sospechamos que los japoneses se llevaron a unos cuantos «pacientes» con objeto de realizarles un análisis más detallado del virus y de la infección en su país.
—Dios santo —musité, mientras me pasaba la mano por el cabello. Habían sido los cuerpos de emergencia los que habían ayudado a propagar el caos.
—Así, en cuestión de cuarenta y ocho horas, se repartieron los infectados cero por prácticamente todos los rincones del mundo. Únicamente los lugares relativamente aislados, como las Canarias, se vieron libres de vectores de infección en las primeras horas, con lo que los pocos casos que se dieron aquí pudieron ser controlados rápidamente, ya que cuando surgieron ya teníamos una idea más o menos clara de lo que pasaba —continuó Alicia—. En honor a la verdad, en un principio, nadie sabía qué diablos era aquello o cuál era el vector de infección. Lamentablemente para todos, tardarían muy poco en descubrir lo que se les venía encima.
—Pero ¿cómo es posible? —pregunté—. ¿Cómo es que nadie se daba cuenta de lo que pasaba? Quiero decir, para cualquiera es evidente la relación causa efecto entre ser mordido por un No Muerto y transformarse en uno de ellos. ¿Cómo fueron entonces tan insensatos como para llevarse gente infectada a Europa, Asia y América?
—Por lo que le decía antes —replicó—. Nadie en su sano juicio se creía aquella extraña historia de muertos que retornaban a la vida. Era demasiado absurda para ser auténtica, al igual que otra media docena de teorías disparatadas que circulaban en aquellos días. Lo único que diferenciaba esta teoría de las otras es que ésta resultó ser la verdadera… pero nadie lo sabía en aquel momento. —Calló por un segundo y de repente levantó la vista—. Déjeme mostrarle algo.
Apoyando la taza de café, comenzó a rebuscar en una carpeta negra que tenía a su derecha. Tras revolver unos segundos sacó unos papeles y los puso delante de mí. Eran unas fotos tomadas a través de microscopio, ampliadas varios miles de veces. La primera era un cultivo de células con un aspecto extraño. Las paredes celulares tenían docenas de pequeñas grietas con forma de volcán salpicando toda su superficie. Parte del material celular parecía haber sido proyectado a través de las grietas y estaba desparramado de cualquier manera, mientras otras zonas aparecían ennegrecidas, como si un diminuto e imaginario soplete las hubiera achicharrado.
Pasando aquella hoja me enseñó otra fotografía, esta vez más ampliada. Era el interior de una de aquellas células, plagada de pequeños puntitos en su interior. Parte de los puntitos se habían proyectado a través de una de las grietas abiertas en la capa celular, impregnando otras células del cultivo. La última foto era la más ampliada. En ella se veía una especie de pequeño tubo alargado, de aspecto inocente, que se curvaba a medida que llegaba a un extremo. Recordaba vagamente a un cayado de pastor.
—Permítame que le presente a TSJ-Daguestán —dijo simplemente.
Con un movimiento de muñeca, dejó caer la foto, que fue revoloteando hasta quedar en el centro de la mesa. Mi mirada se quedó clavada sobre aquel palito de aspecto inofensivo. Parecía increíble que aquel pequeño bastardo fuese el responsable de que la raza humana se encontrase al borde de la extinción.
—A partir de la segunda semana fue cuando las cosas comenzaron a ponerse realmente interesantes —continuó hablando Alicia—. Pero antes de seguir, permítame servirme otra taza de café. Queda mucho por contar.
La militar se sirvió pausadamente una generosa taza. Observé que lo bebía solo, sin añadirle ni leche ni azúcar.
—Al cabo de dos semanas la situación ya era de absoluto descontrol. —Sorbió un trago, puso una mueca de desagrado y tras pensárselo mejor le añadió media cucharilla de azúcar—. A partir de ese instante la información se vuelve errática y fragmentaria, en el mejor de los casos, o directamente, desaparece. Muchos países decretaron el cierre de sus fronteras, pero aunque nadie lo sabía, eso ya era inútil a esas alturas. —Levantó la mirada hacia mí—. Fue como cerrar las puertas del castillo una vez que el enemigo está dentro. No hay estimaciones que sean fiables al cien por cien, pero creemos que transcurridas las primeras setenta y dos horas desde el retorno de los equipos médicos de ayuda de Daguestán el virus ya estaba fuera de control.
—Pero ¿cómo es posible? —pregunté—. ¡No puedo entender semejante velocidad de propagación!
—Es muy sencillo —replicó pacientemente Pons—. El TSJ es un hijo de puta condenadamente listo. Quienquiera que lo diseñase en Daguestán era alguien con un conocimiento de virología lo suficientemente amplio para mejorar aquellas características que garantizasen su capacidad de propagación. Los expertos opinan que la base del TSJ-Daguestán fue una cepa del virus del Ébola modificada en profundidad, a la que le añadieron parte de la carga genética de otros virus, algunas de las cuales fueron parcialmente retocadas para dotarlo de características propias. —Hizo una pausa—. En opinión de algunos expertos del Centro de Control de Enfermedades de Atlanta, es la obra de un auténtico genio de su campo. ¿Qué sabe usted del Ébola? —me preguntó de repente a bocajarro.
—¿El Ébola? —respondí, sintiéndome como un alumno en un examen—. Sé que es un virus hemorrágico de África, para el que no hay cura, y del que existen varias cepas. Se habló mucho del Ébola en la prensa durante las semanas previas al Apocalipsis, pero no recuerdo…
—El Ébola es un asesino despiadado —me interrumpió Alicia Pons—. Se transmite, como el TSJ, a través del contacto con los fluidos corporales, sangre, saliva, semen o sudor, lo que lo convierte en un patógeno altamente contagioso. En el plazo de un par de días el paciente infectado cae preso de una fiebre altísima y cefaleas. Al menos en la mitad de los casos, tres o cuatro días después comienza a sangrar por todos los orificios de su cuerpo mientras el Ébola, sistemáticamente, va transformando sus órganos internos en algo parecido a un puré de células muertas. La sangre que mana de los pacientes a través de sus ojos, boca, oídos y ano no es otra cosa que sus órganos vitales reducidos a un chorro de putrefacción. En pocos días más, el noventa por ciento de los pacientes muere. Es efectivo, rápido y mortal.
—Joder —susurré por lo bajo, impresionado.
—Pero precisamente su enorme efectividad es su mayor debilidad —continuó la militar pelirroja, impertérrita—. El Ébola es tan letal y tan rápido que no permite a su huésped desplazarse una larga distancia antes de caer gravemente enfermo de la fiebre hemorrágica. Como su origen está en el corazón de la selva africana, donde los desplazamientos son extremadamente lentos y trabajosos, todos los casos de brotes de Ébola documentados no han afectado nada más que a un radio de pocos kilómetros. El Ébola es un asesino tan perfecto que mata a sus víctimas antes de que a éstas les dé tiempo a extender la infección a nuevos huéspedes.
—Déjeme adivinar —aventuré—. El TSJ no tiene ese punto débil.
Alicia Pons sonrió débilmente, antes de responderme.
—El Ébola es un simple resfriado común al lado del TSJ —dijo—. Se transmite, al igual que su antecesor, por medio del contacto de fluidos corporales, como seguramente ya habrá adivinado. Saliva, sangre… son caldos de cultivo perfectos.
Una vez en el organismo infectado, comienza a replicarse rápidamente, instalándose principalmente en los órganos internos, a los que comienza a devorar por dentro, como el Ébola. A partir de ese momento, el huésped está condenado. En el plazo de cinco días, aunque él o ella no lo sepan, estarán muertos y convertidos en algo mucho peor. Porque es entonces cuando el pequeño TSJ demuestra todo su potencial y maldad. El TSJ, a diferencia del resto de los virus, no se conforma con desaparecer cuando su huésped fallece a causa de su «trabajo».
»Por un procedimiento que aún estamos tratando de comprender, y que no puedo explicarle, el TSJ consigue mantener el cuerpo fallecido del huésped en un estado de animación suspendida, en el cual… —Súbitamente estalló en una carcajada amarga, que terminó de manera algo brusca al observar mi cara sorprendida—. Pero ¿qué le estoy contando? ¡Lo que pasa a continuación usted lo sabe perfectamente!
—Ya lo creo —objeté—, pero aun así, yo he visto cómo un infectado se levantaba convertido en un No Muerto en cuestión de horas, sin necesidad de esperar cinco días. —La imagen de Shafiq, el marinero paquistaní del Zaren Kibish, agonizante en la tienda abandonada de Vigo volvió con fuerza a mi mente.
—Eso es porque habría fallecido por otras causas —replicó tajante Pons—. La mayoría de los No Muertos llegaron a su estado actual en cuestión de poco tiempo. Calculamos que se tarda entre tres y veinte minutos desde que una persona infectada fallece hasta que se levanta convertida en un No Muerto.
—Entonces…
—Entonces, al menos el cincuenta por ciento de las personas atacadas por un No Muerto fallecen en el acto, o en el plazo de la hora siguiente a causa de las heridas infligidas por sus agresores. Entonces, en los siguientes veinte minutos, como máximo, se levantan a su vez convertidos en No Muertos y el ciclo diabólico continúa —remató la frase con tono ominoso—. El problema surge con aquellos que tan sólo sufrieron un rasguño de un infectado en Daguestán, o que simplemente pusieron en contacto sus fluidos corporales con los de un infectado, alguien salpicado por sangre, por saliva… por mil cosas distintas. Esas personas se fueron a sus casas, horrorizadas seguramente por lo que habían visto, pero totalmente inconscientes de que ya llevaban con ellos la sentencia para toda la humanidad. Esas personas, cuando llegaron a sus casas, besaron a sus maridos, esposas, hijos, compartieron un vaso con sus amigos en una cervecería… extendiendo la enfermedad. Así, cuando empezaron a aflorar los casos, no hubo un solo paciente cero. Fueron miles, simultáneamente, repartidos por todo el mundo. La pandemia ya se había producido prácticamente antes de que nadie se hubiese dado cuenta.
Me daba vueltas la cabeza, horrorizado. Una cosa era que yo hubiese sospechado la vía de contagio del virus (y de hecho, había sido extremadamente cuidadoso cada vez que me había visto obligado a tocar alguno de aquellos seres) y otra muy distinta oír una confirmación oficial de la virulencia y el fácil contagio del virus.
Podría haberme transformado en un No Muerto a lo largo de aquellas caóticas semanas sin haberlo sabido, como seguramente le había pasado a decenas de miles de personas. Las piezas del horrible rompecabezas comenzaban a encajar.
—Pero… ¿hasta cuándo demonios van a durar? ¿Hay alguna vacuna, algo que se pueda hacer? —Las preguntas se agolpaban en mi mente, pugnando por salir.
Alicia Pons guardó silencio por unos segundos, mientras me miraba pensativamente, como dudando sobre lo que me iba a decir. Finalmente, unió las manos sobre la mesa y tragó saliva, antes de hablar.
—Por lo que sabemos hasta ahora, estos seres tienen una duración indefinida. Pese a que están muertos, los procesos naturales de putrefacción permanecen totalmente detenidos, o tremendamente ralentizados, al menos. No respiran, por lo que su organismo no se ve sometido a oxidación. Además, su nivel metabólico es tan bajo que ni siquiera parecen tener necesidad de nutrirse. Por lo poco que sabemos, esos seres podrían ser… —se interrumpió.
—Podrían ser… ¿qué? —pregunté con un puño de hielo apretándome el corazón. Interiormente ya sabía la respuesta que iba a oír.
—Podrían ser eternos —dijo Pons, con voz cavernosa—. Puede que la humanidad tenga que convivir con ellos para siempre, salvo que los exterminemos antes… o ellos nos exterminen a nosotros.
La última frase retumbó como un cañonazo en mi cabeza durante unos segundos. Si no hubiera pasado un año viviendo en el filo de la navaja, luchando permanentemente contra esos monstruos, habría pensado que todo era una invención, o una deformación de la realidad. Sin embargo, sabía perfectamente que todo era real. Y al mismo tiempo, y paradójicamente, todo seguía sonando terriblemente irreal.
—Todo esto es… absurdo. —No atiné a decir nada más. Me sentía abrumado.
—Por supuesto que es absurdo —replicó Pons, mientras se levantaba de la mesa y se acercaba a una pequeña neverita situada en una esquina—. El mero hecho de hablar de personas que se levantan de entre los muertos y que atacan a los vivos es absurdo en sí mismo, pero sin embargo ahí están. El hecho de que aparentemente no necesiten comer, respirar ni dormir también es absurdo. El hecho de que no sufran ningún tipo de merma, putrefacción o desgaste, pese a que están condenadamente muertos y aun así se muevan, no es menos absurdo. Y pese a todo lo irreal que le pueda parecer, usted sabe tan bien como yo que todo lo que le acabo de decir es jodidamente real, y que están ahí fuera.
Su voz sonaba amortiguada, mientras revolvía en el interior de la pequeña nevera. Botellas de cristal tintinearon al chocar entre ellas, mientras Alicia rebuscaba en el interior. Finalmente, con un gesto de triunfo sacó una lata de refresco de cola del fondo del aparato y se incorporó. Dándose media vuelta, se acercó a la mesa con la lata y un vaso en la mano.
—Quizá le apetezca beber algo —dijo, mientras abría la lata con un chasquido—. Suele ser un shock enfrentarse a acontecimientos que la razón, el sentido común y la ciencia dicen que no pueden ser posibles, y sin embargo, están ahí. La reacción de todo el mundo suele ser muy parecida. Y ahora mismo, no tiene muy buena cara.
Acepté agradecido el vaso de refresco que me tendía Alicia Pons. Sentía la boca espantosamente seca. Tras beberme el contenido del vaso en un par de largos tragos, comencé a sentirme un poco mejor. Pese a todo mi cabeza era un auténtico torbellino.
—A lo largo de todo este tiempo me he visto salpicado más de una vez por sangre y vísceras de esos seres, Alicia, más veces de las que hubiese deseado, créame —dije con voz ronca, tratando de templar mis nervios—. Si la transmisión de ese… TSJ o como diablos se llame es como usted dice, ¿cómo es que no me he infectado?
Alicia contempló pensativamente el vaso de cristal vacío que había apoyado encima de la mesa, como si su mente estuviese muy lejos de allí.
—¿Sabe? —dijo—. No debería haberse bebido tan rápidamente ese vaso de Coca-Cola. Las latas de refresco están empezando a escasear, incluso en el mercado negro, y puede que pase bastante tiempo antes de que pueda permitirse beber otra. Trate de paladearla. Por lo que tengo entendido, ya se cotizan a precios astronómicos.
Su mirada cargada de tristeza se volvió a posar sobre la lata medio vacía y de repente se alzó de nuevo hasta mi rostro.
—Si hubiera sido infectado se habría transformado en uno de esos seres y ya tendría una buena dosis de plomo en el cerebro, amigo mío —me explicó, sencillamente, mientras me servía un poco más de refresco—. Además, la cuarentena es precisamente para eso, para asegurarnos al ciento por ciento de que los nuevos habitantes no van a suponer un… «problema».
»Por otra parte —añadió mientras se repantigaba en la silla—, para ser infectado es preciso que un fluido corporal se ponga en contacto con otro fluido corporal infectado, es decir, es preciso que su sangre, saliva, líquido lacrimal o fosas nasales se vean salpicadas por algún vector con el virus, y es evidente que ni en usted ni en sus amigos se ha dado el caso.
Pensé que aquella explicación no resultaba muy tranquilizadora. De haber tenido algún corte abierto cada vez que me había visto salpicado, o si me hubiera entrado algo de líquido en los ojos, mi historia se hubiese terminado bruscamente y habría ingresado sin saberlo en la cofradía de los No Muertos. Vaya tela.
—Una vez que empezaron a aflorar los pacientes cero, todo el planeta se convirtió en un infierno en cuestión de días. —Alicia continuó monocorde su relato del Apocalipsis—. Los servicios sanitarios se vieron colapsados durante las primeras horas, hasta que quedó claro que los cientos de pacientes ingresados, afectados por aquellos terribles síntomas, estaban más allá de toda cura. Lamentablemente, para cuando el ejército tomó cartas en el asunto, ya era demasiado tarde. Docenas, si no cientos, de No Muertos habían transformado los hospitales en auténticos mataderos, trampas mortales para los que estaban allí. No tenemos datos de otros países, pero creemos, en base a estadísticas, que cerca del setenta por ciento del personal médico de España falleció en las primeras cuarenta y ocho horas desde los brotes iniciales.
—¿El setenta por ciento? ¿Tanto? —pregunté, incrédulo.
—Ésas son las estimaciones más conservadoras. Si nos atenemos a la cantidad de médicos y enfermeras titulados que sobrevivieron y que tenemos en las islas en este momento, la cantidad debió de ser muchísimo más alta. —La cara de Alicia Pons se ensombreció—. Algo por el estilo sucedió con la policía, los bomberos, las ambulancias… todo aquel que intentaba ayudar en las primeras horas del caos invariablemente se veía sometido a un riesgo mortal.
El zumbido del aire acondicionado sonaba monocorde en la habitación, mientras las palabras de Alicia flotaban en el ambiente. Todos los pequeños retazos del dramático lienzo empezaban a tener forma.
—En ese momento los gobiernos fueron realmente conscientes de lo que se les venía encima, y los teléfonos de las distintas cancillerías comenzaron a echar humo —suspiró—. Incluso hubo una reunión de jefes de gobierno de la Unión Europea para abordar el asunto.
—La recuerdo. Sus caras eran un auténtico poema al salir.
—Porque entonces se asustaron de verdad. —La voz de Alicia se endureció en ese instante—. Sin embargo, ni siquiera entonces fueron capaces de adoptar una decisión conjunta y determinada que podría haber salvado a todo el continente, quizá hasta a todo el mundo. Simplemente se limitaron a nombrar un Gabinete de Crisis Único, decretar el bloqueo informativo y volverse cagando leches cada uno a su país. A continuación, casi todos militarizaron las fronteras, confiando en que los No Muertos diesen media vuelta al llegar a sus límites. Sin embargo, ya todos tenían No Muertos dentro de sus países. —Dio un trago a su taza y chasqueó la lengua—. Y además los No Muertos no entienden de fronteras, ni de países. Son cazadores letales sin ningún tipo de limitación.
—Pero lo que me está contando… ¿fue así en todo el mundo?
Alicia rió sin ganas, mientras me miraba incrédula, como preguntándose cómo era posible que supiese tan poco.
—Oh, por supuesto que no —contestó, con una mirada oscura—. En el resto del mundo fue todavía peor.
—¿Peor? ¿Qué significa peor? —pregunté, asombrado.
—Peor significa más rápido, más fuerte y con peores consecuencias, según la zona —me explicó—. Por ejemplo, en Estados Unidos tuvieron más vectores de infección simultáneamente que en ningún otro lugar del mundo. Eso es debido a que los americanos enviaron más personal médico y más militares a Daguestán que cualquier otro país. Además, parte de las tropas destacadas en el Kurdistán iraquí fueron las encargadas de organizar alguno de los gigantescos campos de los refugiados de Daguestán que cruzaron hacia esa zona huyendo de su país, y también se vieron afectados. En conjunto, una gigantesca bola de mierda que nadie supo parar a tiempo. Cuando se dieron cuenta de lo que les venía encima, tenían el virus fuera de control en más de treinta ciudades a lo largo de todo el país.
Silbé por lo bajo. Me imaginé lo que aquello tuvo que suponer en un país como Estados Unidos.
—Cuando un grupo de reporteros de la CBS descubrió lo que estaba pasando, la cadena emitió un informativo especial, al parecer saltándose la censura. Inmediatamente después de la emisión del reportaje cundió el pánico en todo el país. Millones de personas colapsaron los aeropuertos y las autopistas, pugnando por salir de las ciudades. Familias enteras metieron todos sus bártulos en un coche y salieron espantadas hacia pequeños pueblos rurales o ciudades que consideraban seguras. Lo que muchos de ellos no sabían es que ya portaban el virus, y así lo extendieron rápidamente por todo el país. El gobierno estadounidense trató precipitadamente de copiar el modelo europeo de los Puntos Seguros, pero ya era tarde. La histeria colectiva había tomado el control y las instituciones de la nación comenzaron a colapsarse a medida que más y más funcionarios no acudían a sus puestos de trabajo, bien porque estaban muertos o porque habían huido.
Podía ver la escena. Estados Unidos es (era, me tuve que corregir) una nación enorme, con una densa e intrincada red de comunicaciones. Con un escalofrío comprendí que cada uno de los miles de personas que ya estaban infectadas había actuado como un pequeño caballo de Troya, repartiendo el TSJ por todos los rincones del país. Era terrible.
—Creemos que todavía existen zonas libres de No Muertos, sobre todo en el Medio Oeste del país. Las enormes distancias, los desiertos, la baja población de la zona y sobre todo, el hecho de que la posesión de armas entre la población estaba generalizada en el país antes del Apocalipsis ha ayudado sobremanera a que esas zonas hayan resistido. Lo que no sabemos es cuáles son las condiciones de vida en esas regiones, si hay alguien al mando o ha cundido la anarquía total. Por las pocas informaciones que tenemos, la situación oscila enormemente de ciertas zonas libres a otras. En algunas partes están, como nosotros, tratando de reconstruir un remedo de sociedad organizada desde las cenizas. En otras simplemente es la ley del más fuerte —concluyó—. No debe de ser fácil vivir por ahí.
—¿Y Sudamérica? —pregunté—. ¿Cómo les ha ido a ellos?
—Pues la cosa ha ido de distinta manera según la zona. México ha sido sin duda uno de los más afectados, prácticamente al nivel de Europa y Estados Unidos. Cientos de miles de norteamericanos creyeron que cruzando la frontera estarían a salvo de la pandemia, pero sin embargo lo que consiguieron fue expandir el virus con ellos. —Sonrió amargamente—. Imagínese lo surrealista de la situación para los guardias de fronteras mexicanos cuando una mañana descubrieron atónitos que los «espaldas mojadas» habían pasado a ser los ricos y orgullosos vecinos del norte. Evidentemente cerraron las fronteras, pero ya era demasiado tarde. El pánico se desató y cientos de miles consiguieron cruzar la frontera clandestinamente. Sabemos que en amplias zonas del país se llevó a cabo durante al menos una semana la «caza del gringo». Todo aquel que tuviese pinta de yanqui tragaba «una balacera de plomo», según animaba la propia prensa del país. Disparen primero y pregunten después, ése era el lema. Lamentablemente para todos, en menos de diez días los mexicanos tuvieron otros problemas de los que preocuparse. Algo por el estilo sucedió en Venezuela, sólo que allí…
—Recuerdo que pocos días antes de que desapareciesen las redes de noticias se hablaba de una guerra entre Chile y Bolivia —la interrumpí, al recordar súbitamente aquel acontecimiento.
—Efectivamente —confirmó Alicia—. Por lo visto, en medio del caos, los chilenos arrollaron al pobre ejército boliviano y llegaron a internarse en gran parte del sur del país. Sin embargo, la situación de caos que se empezaba a vivir en su propia nación les obligó a regresar. Eso, y los refugiados argentinos, que cruzaban masivamente sus fronteras.
—¿Los argentinos?
—En medio de todo el inmenso océano de locura en el que se estaba transformando el mundo durante esos días, a los argentinos les tocó quizá uno de los pedazos de mierda más grandes —me dijo Alicia, con cierta sorna.
Sonreí al oír el colorido lenguaje de Alicia Pons. A medida que avanzaba la conversación se iba sintiendo más cómoda, y se relajaba visiblemente mientras hablaba. He de decir que el efecto era exactamente el mismo en mí.
—Buenos Aires —continuó Alicia—. O, mejor dicho, el Gran Buenos Aires, era quizá una de las mayores aglomeraciones humanas del hemisferio sur. Hablamos de millones de personas viviendo en una superficie relativamente pequeña. Pues bien, cuando el resto del mundo se estaba cayendo en pedazos, en Buenos Aires aún no se había dado ni un solo caso de infección. Ni uno solo. Era, posiblemente, uno de los pocos lugares civilizados «limpios» del planeta, pero aun así, nadie tomó medidas preventivas. Una semana después, cuando miles de refugiados comenzaron a afluir a la ciudad, nadie se encargó de organizar su llegada, verificar su estado de salud o establecer una cuarentena. Nada, por sorprendente que pueda parecer. Y cuando una semana después, se empezaron a dar casos de la epidemia en una zona urbana hipermasificada, nadie, absolutamente nadie, se molestó en tomar medidas de control. Por lo visto, los militares querían imitar a sus vecinos chilenos y tomar el control del país, y el gobierno civil no se lo quería poner fácil. Manifestaciones en las calles, tiroteos, un golpe de Estado abortado in extremis… Y mientras tanto el mundo se caía y los argentinos asistían atónitos a la lucha de poder que absorbía por completo a sus dirigentes. Finalmente alguien se asustó de verdad (demasiado tarde). El gobierno en pleno arrambló con todo el dinero que pudo agarrar y salieron en avión en dirección desconocida.
Alicia sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo y me tendió uno. Lo cogí en silencio, y acepté el fuego de su encendedor. Curiosamente, no encendió otro cigarrillo para ella, sino que simplemente se metió el paquete de nuevo en el bolsillo. Absorto, contemplé cómo jugueteaba con el encendedor mientras seguía hablando.
—No sé dónde se metieron esos irresponsables políticos, pero espero que alguno de esos podridos de ahí fuera haya dado cuenta de todos y cada uno de ellos. —Suspiró, meneando la cabeza—. Dos semanas después de esto, la central nuclear de Embalse, cercana a la ciudad argentina de Córdoba, voló por los aires, proyectando una nube radiactiva sobre todo el norte del país. Ningún responsable ordenó la paralización de la central. Nadie tomó ninguna medida para evitar que el sistema fallase a medida que los operarios desaparecían. En un ejercicio de negligencia brutal, todos los responsables ministeriales se lavaron las manos durante esos días. Suponemos que la central siguió funcionando sin personal durante un tiempo hasta que el uranio se desestabilizó por falta de mantenimiento y provocó una reacción en cadena que terminó en explosión nuclear. El resultado ha sido que todo el norte de Argentina y el sur de Brasil son ahora un páramo radiactivo donde la vida es imposible, excepto para los No Muertos, claro, aunque eso es un poco absurdo porque ellos ya están muertos, ¿verdad? —preguntó retóricamente, con cara de fastidio.
—Pero, pero… —No era capaz de hablar—. ¿Cómo es posible…?
—Es posible, por supuesto —añadió Alicia—. Y en Asia las cosas aún están mucho peor. Los chinos perdieron la cabeza y trataron de erradicar la enfermedad de sus principales núcleos de población a base de explosiones nucleares controladas.
—¿Explosiones… NUCLEARES? —No me lo podía creer, pese a haberlo oído con anterioridad, mientras aún había emisiones de televisión.
—El valor de la vida humana es mucho más relativo en otras culturas —me explicó pacientemente—. Lo que para un occidental es inconcebible, para un oriental es algo sumamente lógico desde su perspectiva. Lo importante para ellos es la colectividad, no el individuo. Y si para salvar a la colectividad tienes que eliminar de un plumazo a varias decenas de millones de individuos, sanos o enfermos, lo haces sin dudarlo.
—Y ésa fue su estrategia.
—Ésa fue su estrategia —respondió Alicia, cabeceando.
—¿Y les funcionó? —pregunté.
—En absoluto. La radiación no puede matar a alguien que ya está muerto. Seguramente incineraron en las explosiones a millones de No Muertos, junto con millones de inocentes, pero en un país tan superpoblado, el hecho de que sobreviva un pequeño porcentaje a la explosión implica decir que «sobrevivieron» millones de No Muertos, desperdigándose desde las ciudades arrasadas hacia los cuatro vientos. —Bebió un trago y me miró con atención—. Piénselo. El caos más absoluto reina en el mundo.
—Caos, dice —musité por lo bajo—. Yo no lo llamaría simplemente caos.
—Nosotros no somos los que estamos peor —replicó—. Asia y Oriente Próximo son zonas en las que ya no es posible la vida humana, al menos, tal como la concebimos, y en cuanto a África, pues bueno… —Se interrumpió para tragar saliva—. Los relatos que nos han llegado a través de los pocos supervivientes son estremecedores. África es el infierno sobre la tierra, literalmente. Suponemos que no debe quedar casi nadie vivo en el continente, aparte de cientos de grupos aislados en la selva tropical o alguna panda de tuaregs dando vueltas por el Sahara. Docenas de pequeños reyezuelos y señores de la guerra han ocupado el vacío de poder que han dejado los gobiernos. Las enfermedades, la guerra, el hambre y la naturaleza salvaje se llevan por delante a todo aquel que no es víctima de los No Muertos. Toda el África negra parece haber dado un salto de setecientos años hacia atrás. —Me miró, muy seria—. Como se despiste, los vivos son casi más peligrosos que los No Muertos.
—Ahora que lo comenta, estuvimos en un pequeño poblado de pescadores en la costa marroquí…
—Y tal y como pone en su declaración —me interrumpió—, lo encontraron arrasado a sangre y fuego. Lo sé. Ésa es la tónica habitual en todo el continente. Ya no es tan sólo la lucha por la supervivencia. Es también la lucha por los recursos. Y es una lucha a muerte.
—¿Recursos? —me sorprendí—. ¡Pero si África debe de ser la tierra más fértil sobre la faz de la Tierra! ¡Podría dar comida fácilmente para todo lo que queda de la humanidad!
Alicia rió sin ganas. Después me miró como alguien que está al corriente de un gran secreto y no sabe si contártelo.
—No se trata tan sólo de alimentos, por mucho que éstos sean fundamentales —me explicó pacientemente—. Además se necesitan medicamentos, combustible, ropa, munición, vehículos en buen estado, todas esas cosas que normalmente consideramos imprescindibles y que cada vez escasean más. ¡Piénselo! ¡Cada caja de medicamentos que se consume en uno de nuestros hospitales significa que queda una caja de medicamentos menos en el mundo! ¡Cada litro de combustible que queman nuestros helicópteros significa que nos queda un poco menos de transporte aéreo! ¡Cada bala que gastamos contra esos bastardos nos acerca un poco más a tener que volver a usar arcos y flechas para defender nuestro pellejo! No hay industria, no hay mercado internacional, no hay tecnología, no hay un petrolero llegando a puerto cargado de combustible cada día. ¿Le parece que en estos momentos el mundo es una ruina? —preguntó, retadora—. Espere tan sólo un par de años y añorará esta época como los viejos buenos tiempos. Galopamos descontroladamente hacia una nueva Edad Media, y mucho me temo que mientras esos seres sigan ahí fuera nadie puede hacer nada para impedirlo.
—Pero, pero… —balbuceé— algo podremos hacer, digo yo.
—Si tiene alguna idea brillante que no se le haya ocurrido a ninguno de los nuestros le reto a que la ponga sobre la mesa ahora mismo —respondió, entre burlona y seria—. Le garantizo que eso le convertiría en el personaje más popular de las islas.
—¡Pero yo suponía que en las islas la civilización seguía funcionando! ¡Se suponía que esto era el auténtico Punto Seguro, donde todos podríamos continuar nuestras vidas! —protesté, empezando a entender, sin embargo, la verdadera naturaleza de la situación.
Alicia me miró durante unos instantes. A continuación, se levantó y me invitó a seguirla.
—Venga conmigo —dijo—, quiero mostrarle algo.