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Basilio Irisarri era alcohólico. Bebedor compulsivo, eran numerosas las ocasiones en las que sus propios compañeros de tripulación lo habían tenido que llevar de nuevo a bordo del buque a rastras. Paradójicamente, aunque Basilio no era consciente de ello, esa pequeña circunstancia le había salvado la vida.

Basilio era un marinero de los de la vieja escuela. Simple, directo, casi bruto, embarcado desde los diecisiete años, experimentado y capaz, había pasado por muchos buques a lo largo de su vida, casi siempre como contramaestre. En unas cuantas ocasiones había sido promovido a suboficial, pero su carácter arisco y polémico, unido a su descontrolada afición a la botella, siempre habían terminado por llevarlo al fondo del sollado de nuevo. Alto, de cuarenta y cinco años, tenía una cintura que empezaba a acumular bastante grasa y un par de brazos que parecían pistones de motor, terminados en unas enormes manos, cuyos nudillos estaban deshechos a fuerza de dar puñetazos en infinitas peleas de puerto a través de todo el mundo.

Un año y medio atrás Basilio formaba parte de la tripulación del Marqués de la Ensenada, un petrolero de la Armada española, fondeado en el puerto de Cartagena de Indias, en Colombia. A las seis horas de haber desembarcado, Basilio y un par de compañeros de tripulación ya estaban totalmente bebidos y les había dado tiempo a arrasar una taberna, partir una silla en la cabeza de un proxeneta y pelearse con la policía colombiana un par de veces. Finalmente, la Policía Militar les detuvo y les mandó de vuelta a su buque, donde fueron confinados bajo arresto indefinido en sus camarotes.

Las siguientes cuarenta y ocho horas Basilio las pasó sumido en una resaca espantosa, pero aun así pudo sentir desde dentro de su camarote una serie de voces, carreras y gritos inexplicables a bordo del barco. Por el estrecho ojo de buey pudo ver cómo todo el puerto militar de Cartagena de Indias se transformaba rápidamente en un hormiguero.

Numerosos buques, atestados de gente hasta el tope del palo mayor, levaban anclas precipitadamente y se agolpaban en la bocana del puerto, tratando de salir, mientras en tierra cientos, miles de personas, sobre todo civiles, trataban de alcanzar algún artefacto flotante a cualquier coste. Por lo visto las autoridades habían decidido evacuar la ciudad por mar, pero era de todo punto evidente que se habían visto desbordados por los acontecimientos. Era demasiada gente y muy pocos buques. Desde su pequeño ojo de buey Basilio podía ver cómo los militares colombianos correteaban apresuradamente de un lado a otro, tratando de poner orden en aquel caos, pero la multitud parecía totalmente aterrorizada y fuera de control.

Basilio no leía la prensa, y hacía bastantes días que no escuchaba ni la radio ni la televisión, por lo que no tenía la menor idea del caos que se estaba desatando sobre la faz de la tierra durante aquellos días previos al Apocalipsis. Su primer pensamiento fue que se había producido algún tipo de guerra civil o revolución en el país, pero pronto lo descartó. Aunque se oían numerosos disparos provenientes de las partes más alejadas de la ciudad, apenas se oían explosiones y algo en el movimiento de los uniformados le daba a entender que era otra cosa.

En la rada estaban fondeados, aparte del Marqués de la Ensenada, un destructor estadounidense y una fragata francesa. Nutridos destacamentos de sus tripulaciones (excepto los enfermos o los que, como Basilio, estaban arrestados) habían bajado a tierra, para colaborar con los desbordados colombianos en la imposible tarea de controlar aquella muchedumbre presa del pánico. Basilio fue testigo, con horror, de cómo una avalancha de varios miles de personas arrollaba una línea de soldados (entre ellos, la práctica totalidad de la tripulación de la fragata francesa) y se precipitaba al mar.

La orilla de los muelles se transformó en unos minutos en un hervidero de miles de personas, hombres, mujeres y niños chapoteando y golpeándose, tratando de evitar morir ahogadas o aplastadas por los que seguían cayendo sobre ellos. El agua hervía con furia, sacudida por miles de brazos y piernas, y las cabezas de los que se sacudían mientras trataban de tomar un poco de aire en medio de aquel marasmo.

Alguien perdió el control y comenzó a disparar alocadamente en medio de la multitud. Pronto fueron docenas, cientos, los que cruzaban disparos, en busca de un lugar seguro a bordo de uno de los pocos barcos que aún quedaban en el puerto. Oscuras columnas de humo negro empezaban a levantarse mientras tanto, aquí y allá, a lo largo de la ciudad. El sistema se derrumbaba por momentos y nadie podía evitarlo.

Basilio notaba la boca totalmente seca. Desesperado, se pasaba la mano por la cara rasposa, deseando que todo aquel infierno fuese producto del delírium trémens, pero dolorosamente consciente de que todo lo que estaba viendo era realidad. Finalmente, incapaz de soportar aquel espectáculo, se apartó del ojo de buey. Sin embargo, nada podía hacer para apartar de sus oídos los gritos de miles de moribundos ahogándose a pocos metros. Los golpes y arañazos de docenas de personas contra el casco del barco, incapaces de trepar por su lisa y elevada borda, eran como golpes en su cabeza. Basilio, sin embargo, no lloró. Al fin y al cabo, él estaba a salvo. Que cada palo aguante su vela, ésa era su máxima.

Seis horas más tarde, uno de los tenientes del buque abrió la puerta de su celda. Su uniforme estaba empapado y rasgado, y de una enorme brecha en su cabeza manaba abundante sangre. Era, junto con un cabo, el único superviviente de la dotación que había bajado a tierra. En el petrolero, más de setecientas personas, civiles en su inmensa mayoría, se hacinaban aprovechando hasta el último rincón de espacio disponible. Tan sólo cuatro miembros de la tripulación original, incluido Basilio, habían sobrevivido al caos del puerto.

El Marqués de la Ensenada comenzó así un terrorífico viaje de vuelta a casa. Atestado de refugiados, carente de víveres, agua o medicamentos para tantas personas, con una tripulación en cuadro que apenas podía maniobrar el buque, el barco tuvo que atravesar además un violento huracán que casi lo mandó al fondo. Cuando finalmente llegó al puerto de Santa Cruz de Tenerife, más de cien personas habían perdido la vida. De ellas, casi veinte fueron ejecutadas por presentar heridas «sospechosas» y aun así hubo quince casos de infección. Eso motivó que todos los de a bordo se viesen forzados a pasar un mes de cuarentena flotando en la rada del puerto. Aquel mes, sin gota de alcohol, había sido lo peor para Basilio.

Desde el día que había salido de la cuarentena, Basilio había vivido en Tenerife, aún enrolado en la Armada. El mundo había cambiado mucho en un año y pico, pero su tendencia a meterse en problemas seguía siendo la misma. Una borrachera que terminó en pelea multitudinaria, cinco meses atrás, le había llevado a ser destinado a un batallón disciplinario. Ahora, su misión era desempeñar labores de vigilancia en el Galicia, el buque de cuarentena fondeado en la rada, uno de los peores destinos que se podían tener en la isla. Apartado de la ciudad, rodeado de posibles infectados, lejos de todo, era lo más parecido al infierno en tierra del resto del mundo que había en Tenerife. Y en aquel momento, a causa de sus problemas con la bebida, Basilio estaba allí, maldiciendo a cada instante aquel cochino puesto.

La garita de control donde se encontraba Basilio estaba situada al principio del corredor que daba paso a las celdas de aislamiento. El cuarto, amueblado espartanamente, disponía de dos sillas, una mesa de madera traída de tierra y un pequeño armero donde colgaban, negros y relucientes, media docena de HK (debajo del cajón de munición había un par de botellas de ron local, pero eso era algo que sólo sabía Basilio).

Precisamente acababa de dejar una de aquellas botellas en su sitio, con manos temblorosas, después de haberle dado un buen tiento. Tenía que pensar algo rápido. Basilio sabía que estaba bien jodido, y que de aquélla no iba a salir fácilmente. La culpa había sido de la puñetera monja, oh, sí señor, por supuesto, la culpa era de la monja de los cojones, por meterse donde no le llamaban. No, mejor pensado, la culpa era de todo aquel puto grupo llegado de la península, cuando ya nadie creía que pudiese quedar alguien vivo allí.

Aquel grupo había sido un incordio para Basilio desde el principio. Una vez pasados los primeros meses del Apocalipsis, eran pocos los supervivientes que llegaban a Tenerife y tenían que pasar la cuarentena, así que el servicio a bordo del Galicia, aunque poco agradable, era bastante relajado, ya que no había mucho que hacer. De vez en cuando, pequeños grupos de magrebíes o africanos al borde de la muerte llegaban a bordo de embarcaciones de fortuna hasta las Canarias. Basilio despreciaba profundamente a toda aquella gente. Para él, no eran más que un montón de mierda africana que no había tenido el buen gusto de quedarse a reventar en su país. Para aquel contramaestre, resultaba incomprensible que se aceptase a aquella gente en las islas, sobre todo teniendo en cuenta la alarmante escasez de recursos. Basilio los hubiese mandado a todos de vuelta a África con tres gramos de plomo en el cráneo a cada uno, pero aquellos jodidos maricones del gobierno no querían tomar cartas en el asunto como auténticos hombres.

Basilio escupió, despectivo, mientras pensaba en todo aquello. Los africanos eran un problema, pero al mismo tiempo suponían una gran diversión, sobre todo las mujeres. La mayor parte de ellas no hablaban ni español, ni inglés ni nada por el estilo. Generalmente tan sólo hablaban árabe o en el peor de los casos alguno de aquellos incomprensibles dialectos africanos que no entendía ni dios, pero eso era bueno para Basilio y un par de guardias. En más de una ocasión se habían divertido con alguna de aquellas chicas en un cuarto situado en el fondo del sollado al que llamaban, de manera jocosa, «el Paraíso».

Por supuesto, ni el personal médico, ni los mandos, ni nadie de la administración civil estaban al corriente de aquel pequeño secreto de Basilio y sus compinches. De haberlo sabido, habrían tenido un problema serio de verdad. El estado de excepción continuaba vigente en todo el territorio y las agresiones sexuales estaban penadas con la muerte. Sin embargo, ninguna de aquellas pobres chicas africanas podía hacer una denuncia, ya que no hablaban castellano. Además, la mayoría de ellas habían pasado tantas penalidades por el camino hasta llegar allí, que ser violadas una vez más no les suponía una gran diferencia.

Y en todo caso, no les convenía poner pegas nada más llegar al único lugar seguro en dos mil kilómetros a la redonda, así que la inmensa mayoría de ellas se callaba. Las que insistían en dar problemas… pues bueno… Basilio sonrió amargamente, mientras derramaba la mitad del ron que trataba de servirse en un vaso. No era la primera internada que veía cómo su ficha cambiaba de cajón e iba a parar al fichero de «Probablemente infectado». De ahí a pasar a ser pasto de los peces del puerto, un paso.

Pero aquel grupo era diferente. «¡Joder, Basilio, en qué lío te has metido!», pensaba mientras se servía otra copa. En primer lugar, eran europeos, y eso cambiaba enormemente el trato. Además, habían llegado volando desde la península. ¡Desde Europa, nada menos! De alguna manera, aquellos tipos se las habían apañado para sobrevivir durante más de un año en medio del caos más absoluto, rodeados de No Muertos por todas partes. Las autoridades estaban enormemente interesadas en ellos, e incluso la propia Alicia Pons había tomado cartas en el asunto personalmente.

«Cuando se entere de esto soy hombre muerto —pensó Basilio—. La Pons me va a cortar los huevos y me los va a hacer tragar con pimienta.»

Basilio descargó un puñetazo de frustración en la mesa, mientras se devanaba los sesos, tratando de encontrar una salida.

Aquel grupo era extraño. Primero estaba aquel individuo, el abogado del gato. Alto, delgado, de unos treinta años, no había parado de joder desde el primer día, exigiendo hablar con algún responsable. Cuando habían tratado de sacrificar al puto gato, se había puesto de tal manera que los médicos no tuvieron más remedio que renunciar a ello (uno de ellos con un brazo roto en dos sitios). Finalmente la propia Alicia Pons había decidido que el gato podía vivir, decisión inaudita hasta el momento. Basilio no podía entender cómo aquel jodido chupatintas había conseguido sobrevivir durante todo aquel tiempo. Simplemente, no le veía capaz ni de usar un arma.

El ucraniano era otra historia. Sí, ese tío era peligroso. Bajo, rubio claro, cerca de la cuarentena, con unos enormes mostachos amarillentos, a aquel fulano le faltaban varios dedos de la mano derecha. Seguramente los habría perdido en alguna pelea de puerto, o en un accidente de coche, tiempo atrás, suponía Basilio. Aquel tipo era muy callado, tranquilo, pero te miraba de aquella manera que… joder, se te ponían los pelos de punta cada vez que clavaba aquellos ojos pálidos en tu cuello. Daba la sensación de que estaba pensando dónde podía hacerte daño más rápido (Basilio no podía saber lo cerca que estaba aquello de la realidad).

La chica jovencita era un puto bombón. Delgada, de buen tipo, con unas curvas que mareaban y con aquella cara… Cristo bendito, haría hervir hasta la sangre de un monje de clausura, y estaba allí, tan a mano…

Durante las primeras semanas Basilio fue cauto, y aparte de algunas frasecitas soeces al hacer la ronda, no había tenido más relación con Lucía. Sin embargo, aquella mañana, cuando llevaba a la chica y a la monja al reconocimiento médico, se le había escapado la mano hacia los pechos de la muchacha. Estaba muy bebido, y casi no había pensado lo que hacía (con las africanas lo había hecho frecuentemente y ellas, acobardadas, se habían dejado hacer), pero la reacción de esta chica había sido fulminante, y le había cruzado la cara de una bofetada.

El alcohol y la furia eran una mala mezcla, Basilio lo sabía por experiencia, y formaban un cóctel explosivo que aquel hombre no era capaz de dominar. Antes de que se diese cuenta, un velo rojo se le formó delante de los ojos, y las sienes empezaron a palpitarle. A él no le ponía la mano encima ninguna zorra, y menos delante de sus hombres. Cerrando la mano, descargó un puñetazo sobre la sien de la chica que hizo que ésta cayese al suelo como un guiñapo. Echando mano a la porra, la levantó sobre su cabeza y se dispuso a darle una buena lección (aquella puta se iba a enterar de lo que era bueno). De repente, la jodida monja se había metido en medio y con una audacia increíble le había plantado otra bofetada. A él.

Y había perdido el control.

Basilio se dio un cabezazo contra la pared, mientras pensaba lo estúpido que había sido. Cuando por fin había recuperado la cordura, la monja estaba tumbada inconsciente en el suelo, y manando abundante sangre de su cabeza abierta.

No sabía si la había matado. Y para acabar de joder la situación, todo había sucedido en el último día de cuarentena, justo un par de horas antes de ser puestos en libertad. En aquel momento la comandante Pons se dirigía hacia el Galicia, para tramitar los papeles del grupo y llevarlos a tierra, y él tenía a la monja en la enfermería, más muerta que viva, y a la mitad de los guardias de a bordo buscando dónde esconderse hasta que acabase la tormenta que adivinaban. Mierda.

En cuarenta minutos, a no ser que se le ocurriese algo (¡y rápido!), Basilio Irisarri iba a tener problemas de verdad.