Un helicóptero militar argentino. En Canarias.
Mi cabeza era un vendaval. Gendarmes marroquíes, helicópteros argentinos… ¿Qué demonios pasaba allí?, me preguntaba sin cesar mientras trepaba por la escala. Confiaba en que las respuestas a todas mis preguntas se encontrasen en el extremo de aquella escalerilla.
Una mano enguantada al final de un brazo vestido de verde oliva me ayudó a entrar en la carlinga del helicóptero. Cuando estuvimos todos a bordo, el aparato se movió, sobrevolando la pista a toda velocidad. Me tumbé en el suelo de la cabina, jadeante, sintiendo las náuseas de malestar que me asaltaban cada vez que escapaba de la muerte por un pelo. Traté de contenerme, mientras me incorporaba. Había un puñado de desconocidos delante, y no diría mucho a mi favor que la primera imagen que tuviesen de mí fuese la de verme vomitando a chorro por la puerta de un helicóptero en marcha.
Me giré sonriente hacia el hombre de la mano enguantada. Era un tipo alto y delgado, de treinta y pocos años, vestido con un traje de vuelo y con la cara parcialmente cubierta por un casco táctico y unas gafas de espejo. Antes de que yo pudiese decir nada, el tipo abrió la boca.
—Póngase contra ese mamparo, por favor. —La voz, con un inconfundible acento argentino, sonaba educada pero firme.
—Hola, mi nombre es… —traté de presentarme, mientras tendía una mano hacia mi salvador, pero el cañón de un fusil apuntado hacia mi estómago me hizo desistir.
—Señor, le he dicho que se vaya contra el mamparo del fondo… ¡Ahora!
Levanté las manos, y sin perder de vista al individuo del fusil me desplacé hasta el mamparo de popa, donde estaba ya apoyada el resto de mi «familia». Lucía parecía abiertamente asustada por la situación, mientras sor Cecilia tenía en su cara la misma expresión que debieron de tener en su día los cristianos ante los leones. Prit, por su parte, después de ser despojado de su cuchillo, echaba fuego por los ojos y daba la sensación de estar a punto de saltar sobre alguien para partirle el cuello. Sabía que el ucraniano era perfectamente capaz de eso y de mucho más, así que le puse una mano en el hombro tratando de tranquilizarlo un poco.
—Tranquilo, viejo amigo —le susurré al oído, mientras notaba todo su cuerpo hirviendo de furia—. No hagas ninguna tontería. Esperemos a ver qué pasa aquí.
Me giré de nuevo hacia la parte delantera. La cabina del helicóptero, bastante más pequeña que la del Sokol, hacía que estuviésemos a apenas un metro de nuestros nuevos compañeros de viaje. Eran dos, un hombre y una mujer, vestidos ambos con uniforme de combate. Junto a ellos, en la parte delantera del aparato, el piloto y el copiloto se afanaban en controlar el helicóptero, que en aquel momento se sacudía violentamente, atrapado por una corriente de aire caliente. El copiloto hablaba con alguien a través de la radio. No pude distinguir lo que decía debido al ruido del rotor, pero me pareció percibir una musicalidad en su voz que no dejaba lugar a dudas sobre su origen porteño.
Argentinos, como el helicóptero en el que estábamos. Sin embargo, los uniformes de vuelo que vestían todos llevaban la escarapela bordada del Ejército del Aire español en su manga derecha. Y podría jurar que cuando la chica se inclinó un momento hacia el primer hombre y le dijo algo al oído, su acento era inequívocamente catalán. Vaya lío.
—Disculpen el recibimiento —gritó la chica por encima del ruido de los rotores—, pero las normas son así. No tenemos nada contra ustedes, pero hasta que pasen la cuarentena, existe un protocolo de precaución que debemos seguir. —Se interrumpió por un segundo y a continuación nos miró con curiosidad—: ¿Sois froilos?
—¿Froilos? —repliqué extrañado—. ¿Qué se supone que es eso?
—Olvídalo —contestó la chica, haciendo un gesto con la mano—. A su debido tiempo lo sabréis todo, si vivís para ello.
Aquello no sonó precisamente halagüeño.
—¿De dónde vienen? —preguntó el tipo alto de acento argentino.
Me fijé en que pese a que seguía la conversación aparentemente relajado no nos quitaba ojo de encima, especialmente a Viktor Pritchenko. Su dedo, apoyado sobre el gatillo del fusil, decía «cuidado con hacer ninguna tontería». Aquel tipo sabía lo que hacía.
—De Pontevedra… bueno, de Vigo… venimos desde Galicia —intervino Lucía.
—¿Desde la península? —El tono de incredulidad era patente.
—Pues sí —repliqué, un poco cabreado por aquel retintín—. Hemos bajado bordeando toda la costa africana hasta llegar a la altura de las Canarias. Luego, un último salto hasta Lanzarote, donde nos quedamos sin combustible, y ahora… vosotros —concluí, dejando la última palabra en el aire.
Miré inquisitivamente a nuestros interlocutores. Era su turno. Se miraron entre ellos y parecieron relajarse un poco.
—Mira, tómatelo con calma, ¿vale? —dijo el argentino, dirigiéndose más a Pritchenko que a mí—. No sabemos quién sos, ni de dónde venís, ni siquiera si lo que decís es cierto o no. Pero lo más importante es que no sabemos si la tenés o no, así que hasta que estemos seguros de eso disculpa si tomamos nuestras precauciones, ¿de acuerdo?
Comprendí todo de golpe. Evidentemente, nuestros salvadores no sabían a ciencia cierta si estábamos o no infectados por el virus que afectaba a los No Muertos. Si, como sospechaba, pertenecían a una colonia de supervivientes, resultaba lógico que tomasen todas las precauciones del mundo. Comprendí que seguramente nos harían pasar un período de cuarentena aislada, hasta comprobar con total certeza que no habíamos sido infectados. Con un escalofrío adiviné que ante la menor duda, un pedazo de plomo en la cabeza sería toda la bienvenida que recibiríamos. Había que hilar fino.
—¿Dices en serio que venís desde Galicia? —La chica catalana se dirigió a Lucía, con el mismo tono de duda en su voz.
—¡Pues claro que sí! —estalló Lucía—. ¡Llevo más de tres mil kilómetros sentada en esa puta batidora rusa, y después de haber cruzado toda la península y todo el jodido desierto del Sahara estoy harta! ¿Me oyes? ¡Harta! ¡Quiero un plato de comida caliente, quiero una ducha enorme, quiero dormir tres días seguidos en una cama de verdad! ¡Así que no me preguntes si vengo «en serio» desde Galicia, porque no estoy para jodiendas! ¿Vale?
La joven no pudo más y estalló en sollozos. La presión también había sido demasiada para ella.
Estiré un brazo sobre su hombro y la apreté contra mí, mientras acariciaba su pelo. En el fondo, pese a toda su pose de chica dura, tan sólo era una cría de diecisiete años a la que le habían robado su mundo. Tenía todo el derecho a estallar.
—¿Adónde vamos? —pregunté.
—A Tenerife —respondió el argentino, mucho más calmado—. A uno de los últimos sitios seguros sobre la faz de la Tierra. —Me miró de hito en hito, como si quisiera calibrar qué clase de persona era—. Nos vamos a casa.