3

—¡Responde! Dabai!, Dabai! ¿Me oyes? —La voz de Prit resonaba entre crepitaciones y crujidos por el intercomunicador. Perdido en mis pensamientos no le había oído hasta ese momento. Sacudí la cabeza, alejando los recuerdos de pesadilla de mi mente y volviendo al Sokol que volaba como una flecha sobre el Sahara.

—Dime, Prit —grité a través del micrófono, por encima del aullido de las turbinas, mientras el helicóptero trazaba una amplia espiral en torno a un punto por debajo de nosotros.

—Creo que ése podría ser un buen punto para tomar tierra —me dijo el ucraniano cuando me deslicé como una anguila en la cabina de pilotaje.

Seguí la dirección que me indicaba el pequeño piloto con el dedo. Estábamos volando sobre un villorrio de mala muerte recostado a la orilla del océano Atlántico, justo donde las arenas del Sahara se hundían bajo las frías aguas del mar. Aquel sitio no tenía más de quince o veinte casas, una mezquita de adobe encalada, media docena de largas pateras de pesca apoyadas en la playa y unos raquíticos campos de cultivo alrededor del poblado. Una carretera polvorienta que corría de norte a sur atravesaba el poblado, perdiéndose en la distancia.

En la entrada sur del pueblo había una amplia explanada, a más de doscientos metros de las casas más cercanas, rodeada por una cerca ruinosa de maderas y arbustos espinosos. Aquello debía haber sido un corral de cabras en su momento, pero ya no había ni rastro de las mismas. Era un sitio perfecto para tomar tierra.

Con una graciosa pirueta final Prit zambulló el aparato en una prolongada ese, hasta que nos mantuvimos estáticos a unos cinco o seis metros sobre el nivel del suelo, justo encima del antiguo corral. Los barriles, en su mayor parte vacíos, entrechocaron entre sí con un sonido metálico al posarse la enorme malla de carga sobre la superficie. Con un ligero toque a uno de los mandos, el ucraniano niveló el aparato justo al lado de la red de carga. Al cabo de unos segundos el Sokol tomó tierra una vez más, levantando un auténtico huracán de arena a nuestro alrededor y deshaciendo a medias el enramado que componía la empalizada.

Cuando la tormenta de arena se aclaró, pudimos vislumbrar con más calma el espacio que nos rodeaba. Sólo el sonido del viento al colarse entre las casas de adobe rompía el silencio sepulcral que reinaba en la aldea. Casi al instante notamos el calor sofocante. Debíamos estar por lo menos a unos cuarenta y cinco grados centígrados. El aire era denso, espeso como un caldo caliente, de tal manera que incluso costaba esfuerzo respirar. Aquel villorrio, situado justo a las puertas del desierto, no debía haber sido nunca un lugar agradable para vivir, ni siquiera en sus mejores tiempos, y en aquel momento, en ruinas y deshabitado, ofrecía un aspecto hostil.

Con los sentidos alerta, Prit y yo salimos del recinto cerrado para echar un breve vistazo al exterior, y de paso estirar un poco las piernas, algo necesario tras varias horas de vuelo. La calle principal del pueblo, una miserable carretera donde los trozos de asfalto desaparecían entre enormes baches cubiertos de arena, parecía no haber sido hollada en meses.

Nos dirigimos con cautela hacia la población, caminando por el centro de la calzada, y fijándonos muy bien dónde pisábamos. Aquel villorrio estaba muy cerca de la zona donde actuaba el Frente Polisario antes de que se desencadenase el Apocalipsis y muchas de las cunetas de las escasas carreteras de la zona aún estaban sembradas de minas polisarias o del ejército marroquí. Hubiese sido una ironía absurda morir despanzurrado por una mina cuando nos quedaba tan poco para llegar a las Canarias.

Al aproximarnos a una de las primeras casas nos asaltó un fuerte olor agrio, como a leche cortada. Nos miramos, profundamente extrañados. No era el típico olor a putrefacción que nos había acompañado desde que comenzamos nuestro viaje. Era más suave, distinto, algo picante, incluso.

Viktor y yo asentimos, y sin mediar palabra amartillamos silenciosamente nuestras armas, el ucraniano con mucha más decisión que yo. Con una profunda inspiración giramos de golpe la esquina de la casa, mientras apuntábamos descontroladamente hacia todas partes.

—Pero… —La expresión de Pritchenko era de total desconcierto—. ¿Qué demonios es esto?

—Ni puñetera idea, Prit —respondí mientras bajaba el arma y me rascaba la cabeza, intrigado—, pero no me hubiese gustado estar aquí cuando sucedió.

Frente a nosotros, en un estrecho callejón, se apilaban una buena docena y media de cuerpos tirados de cualquier manera sobre el suelo, como tantos otros que habíamos visto a lo largo del camino.

La diferencia era que aquellos cuerpos —indudablemente muertos, por otra parte— no estaban descompuestos como cabría esperar. El calor extremo, la suma sequedad del ambiente y el aire tórrido del desierto habían hecho un trabajo de momificación perfecto. Los restos harapientos de ropa apenas podían cubrir unas extremidades esqueléticas de color caoba profundo, renegridas y chamuscadas por el sol. La piel tirante como el parche de un tambor cubría aquellos despojos, apilados en el fondo del callejón.

Con precaución nos acercamos un poco a los cuerpos, que desprendían un característico olor agrio que ahora reconocía perfectamente. Aquellos cadáveres recordaban a las momias de los faraones que se podían ver en el Museo de El Cairo. Le di una patada al que tenía más cerca. Sonó como si hubiese pateado un trozo de leña. Estaban secos, totalmente deshidratados.

Casi todos los cadáveres presentaban heridas de bala en la cabeza y restos de sangre acartonada en la ropa, además de numerosas heridas y mutilaciones. Después de tantos meses viviendo entre No Muertos, para nosotros estaba claro lo que habían sido aquellos seres en otro momento, antes de que alguien los liquidase.

Prit se agachó para recoger un brillante casquillo de cobre caído en el suelo.

—5,56 OTAN —dijo tras echarle un breve vistazo—. Posiblemente de un HK como el que llevas colgado a la espalda —añadió. Después guardó silencio. No hacía falta que dijese nada más.

El ejército marroquí todavía usaba el viejo Cetme español de 7,62 milímetros que España le había vendido por miles cuando habían renovado su arsenal en los noventa. Eso significaba que aquello no lo habían hecho los marroquíes, al menos elementos regulares. Quién y cuándo había sido, era una incógnita.

De repente, un gruñido profundo surgió desde el montón de cadáveres de la derecha. El ucraniano y yo pegamos un salto como si nos hubiesen pegado una descarga eléctrica. El gruñido se repitió una vez más, profundo y rasposo, pero ni un movimiento alteró la quietud del montón de despojos.

Nervioso, manoseé el seguro del HK, mientras miraba interrogante a Prit. El ucraniano se pasó la lengua por los labios resecos, dubitativo. Finalmente se acercó al montón, con tanta cautela como si hubiese una bomba atómica.

El gruñido se repitió una tercera vez, y en esta ocasión localizamos su origen. Salía de un cuerpo que tenía la espalda apoyada contra una pared, con las piernas extendidas a lo largo del suelo, los brazos caídos a los lados y la cabeza inclinada sobre el pecho, atravesado por varios agujeros de bala. Una sucia mancha de sangre reseca adornaba la pared, allí por donde había resbalado el torso hasta caer en aquella posición. Ambas rodillas estaban totalmente destrozadas por disparos, y de hecho una de las piernas tan sólo estaba unida al resto del cuerpo por unos tendones resecos.

Silbé por lo bajo, atónito. Aquel No Muerto había tenido la mala pata de que lo dejasen lisiado por los disparos y que ninguna de las heridas fuese en la cabeza. Incapaz de desplazarse, dado definitivamente por muerto por sus ejecutores, aquel desgraciado había quedado abandonado a su suerte en un callejón olvidado, durante meses, secándose al sol del desierto, incapaz de morir.

Acerqué mi cara a su cuerpo. Sus extremidades, totalmente deshidratadas, habían perdido su elasticidad, y su carne, lentamente, se había ido consumiendo hasta convertirse en algo parecido a la cecina o la madera. Aquel bicho era incapaz de mover ni un solo músculo, pero en el fondo de sus glóbulos oculares marchitos aún latía una chispa de vida (o de No Vida, me corregí mentalmente). Por primera vez, desde el principio de todo aquello, sentí auténtica lástima por uno de aquellos seres. No sabía si tenía conciencia de sí mismo o no, pero no era capaz de imaginar el infierno que podía suponer habitar dentro de un cuerpo convertido en un trozo de madera. En algún lugar dentro de aquel cráneo reseco, anidaba una esencia, furiosa por estar allí atrapada para siempre, posiblemente loca de atar a causa de aquella situación.

Un puto No Muerto loco como una cabra. Qué bien.

Sin embargo aquel descubrimiento nos relajó ostensiblemente. Si aquel ser se encontraba en ese estado lamentable eso implicaba que cualquier No Muerto que llevase por la zona más de un par de semanas tendría que estar reseco como el esparto e igualmente incapaz de moverse.

No dejaba de ser irónico. Las únicas zonas seguras del mundo para los seres humanos habían pasado a ser las más inhabitables, los desiertos. Evidentemente, el mismo hecho de que fuesen inhabitables los descartaba por completo como lugar donde asentarse a vivir. Era una difícil alternativa.

Prit llevaba un rato silencioso, contemplando a aquella bestia. Algo pasaba por la cabeza del piloto, no me cabía la menor duda.

—Viktor… ¿qué pasa, amigo? —le pregunté, poniendo una mano en su hombro. El ucraniano pegó un respingo, al volver a la realidad.

—Estaba pensando… —Se pasó la lengua por los labios, dubitativo, antes de continuar—. Estaba pensando que si el calor extremo puede hacer esto con estas cosas, entonces supongo que el frío también las congelará. ¿Me sigues? —preguntó.

—No sé adónde quieres ir a parar, Prit, pero no creo que…

—El invierno en Alemania es duro, muy duro. —Los ojos le brillaban por la emoción—. Mi mujer y mi hijo estaban en Dusseldorf y allí en invierno las temperaturas rondan los diez grados bajo cero. ¡Si todos los No Muertos quedaron congelados, entonces cabe la posibilidad de que mi familia esté bien! —Ahora el pequeño ucraniano casi pegaba saltos de la excitación—. ¡Quizá deberíamos ir hasta allí!

Miré consternado a mi amigo. Se agarraba a la esperanza de que su familia estuviese viva como si fuese un clavo ardiendo.

—Prit, creo que te confundes, y lo sabes —lo contradije suavemente, tratando de no herir sus sentimientos—. El calor extremo y el frío extremo no son lo mismo. Estos seres, estos No Muertos, no pueden morir congelados, y mientras se estén moviendo dudo mucho que se puedan helar por completo. Supongo que en zonas que estén a cincuenta o sesenta bajo cero sí podrían congelarse, pero allí la vida humana es casi imposible —añadí, observando la expresión ansiosa de mi amigo.

—Pero… no entiendo cómo…

—Prit, piénsalo un poco. Aquí no se trata de una cuestión de temperatura, sino de des-hidratación —le expliqué pacientemente—. Un cuerpo está compuesto en más de un noventa por ciento de agua, y cuando pierde ese líquido por efecto del calor queda algo así. —Señalé con un gesto a la pila de No Muertos que se amontonaban a nuestros pies—. Sin embargo, por mucho frío que haga en el norte, a poco que haya algo de humedad ambiente, hasta donde yo sé, estos hijos de puta pueden seguir moviéndose eternamente —concluí dejando caer los brazos.

Observé desolado a Pritchenko. Su expresión revelaba a las claras que era consciente del alcance de lo que le decía. Aquellos condenados bichos no morían ni de frío, ni de hambre, ni de sed, ni de calor. Una vez más, las posibilidades de que su familia estuviese viva en Alemania se reducían al mínimo. Como las de la supervivencia de mis familiares, pensé amargamente. Éramos los últimos guisantes de la lata.

Nos alejamos lentamente de allí, no sin que antes Prit, por odio, precaución o piedad introdujese la hoja de su cuchillo en el cerebro del No Muerto a través de un ojo, lo cual apagó inmediatamente los gruñidos.

La exploración del resto del pueblo no deparó grandes sorpresas. Alguien (posiblemente los mismos que habían exterminado a todos los No Muertos del lugar) había limpiado a fondo aquel sitio. No pudimos encontrar nada de provecho, ni comida (de la que empezábamos a estar alarmantemente escasos), ni combustible, armas o agua de ningún tipo. El pozo del pueblo, terriblemente profundo, estaba situado a la sombra de un cobertizo, justo enfrente de la puerta de la mezquita. El agua era extraída mediante un motor de bombeo, pero de aquel motor no quedaba ni rastro. La persona o personas que habían saqueado el pueblo a conciencia se habían llevado todo lo de provecho, incluso aquel motor, del que sólo quedaban los pernos que en algún momento lo habían mantenido sujeto al suelo.

Las casas de adobe empezaban a agrietarse bajo el sofocante calor del desierto. Unas cuantas de ellas habían perdido sus tejados a causa del fuerte viento de la zona, dejando su interior a la vista. Posiblemente, si nadie lo remediaba, en el plazo de un par de años el desierto devoraría aquel poblado, haciéndolo desaparecer, como si no hubiese existido nunca.

El sol comenzaba a ponerse sobre el océano, tiñendo el cielo de un espectacular color rojizo, mientras la temperatura refrescaba por momentos. Decidimos pasar la noche en aquel lugar. Tras haberlo revisado a fondo, no habíamos encontrado ni un solo No Muerto, aparte del montón de cadáveres de aquel callejón y un par de cuerpos más pudriéndose dentro de una de las casas. Decidimos montar nuestro campamento en el interior de la mezquita, el único edificio del pueblo que tenía el suelo recubierto de alfombras.

Aquella noche, sentado en la playa a oscuras, con un cigarrillo en las manos y bajo un cielo tachonado de estrellas, me sentí relajado por primera vez en muchos meses. En aquel momento, fui consciente de que lo había conseguido y que aún estaba vivo.

Entonces, por primera vez desde que había emprendido aquel viaje, rompí a llorar.