—¡Prit! ¡Prit! ¿Me oyes? ¡Jodido ucraniano psicópata!
Maldije por lo bajo. El puñetero intercomunicador del helicóptero se había estropeado una vez más. Era la tercera vez que sucedía desde que habíamos despegado de las cercanías de Vigo. De repente, tuve que agarrarme con fuerza al soporte lateral mientras el pesado helicóptero daba un nuevo tumbo al cruzar una bolsa de aire caliente. Prit, indiferente a las sacudidas, continuaba pilotando alegremente a toda velocidad, mientras tarareaba una espantosa versión eslava de James Brown que me martilleaba inmisericorde los oídos.
Apoyé a Lúculo en su cesta, observando con envidia a aquella enorme bola de pelo naranja, que tras desperezarse como sólo los felinos saben hacer, se volvió a dormir plácidamente, indiferente al terrible estruendo que producían los motores de nuestro pájaro. Tras cinco días consecutivos de vuelo, aquel sonido, incluso filtrado a través de los cascos protectores, me estaba volviendo loco. Me pregunté cómo demonios hacía Lúculo para soportarlo. Capacidad de adaptación de los gatos, supongo.
Me giré hacia el interior de la cabina de pasajeros. Sor Cecilia estaba fuertemente amarrada a uno de los sillones, rezando monótonamente por lo bajo mientras desgranaba de forma mecánica las cuentas del rosario con la mano derecha. La pequeña monja, con su hábito impoluto y unos enormes cascos de color rojo sobre la cabeza, ofrecía una estampa chocante. La única pega era el ligero color verdoso de su cara y la expresión de angustia que se le dibujaba cada vez que el helicóptero atravesaba una zona de turbulencias. Estaba claro que lo de volar no iba en absoluto con la monja, aunque había que reconocer que había aguantado todo el viaje estoicamente. Ni una sola queja había salido de sus labios en aquellos cinco días.
Justo en la bancada de enfrente, estirada voluptuosamente a lo largo, estaba Lucía. Vestía unos cortos pantaloncitos beige ceñidos y una camiseta de tirantes manchada con grasa del rotor del helicóptero (se había empeñado en ayudar a Prit a revisar las hélices en la última parada). En aquel momento estaba profundamente dormida y un mechón rebelde de cabellos le resbalaba sobre los ojos. Estiré la mano y se lo aparté de la cara, procurando no despertarla.
Suspiré. Tenía un problema con aquella muchacha y no sabía cómo resolverlo. A lo largo de aquellos cinco últimos días Lucía había estado permanentemente pegada a mí… y yo a ella. Estaba claro que ella me deseaba y se había propuesto seducirme por todos los medios. Yo, por mi parte, no podía negar que me sentía también profundamente atraído por aquella morena de interminables piernas, curvas voluptuosas y ojos de gata, pero al mismo tiempo trataba de mantener la cabeza fría.
En primer lugar, no era el momento ni el lugar para iniciar un romance y por otra parte, y no menos importante, estaba la diferencia de edad. Ella era una adolescente de tan sólo dieciséis años (ya diecisiete, me corregí mentalmente) y yo un hombre de treinta. Eran casi catorce años de diferencia, por Dios.
Lucía se movió en sueños, mientras murmuraba algo incomprensible con una expresión de gozo en la cara que me hizo tragar saliva. Necesitaba aire fresco.
Pasando por el estrecho pasillo que comunicaba la zona de carga y pasaje con la cabina me dejé caer en el asiento del copiloto, al lado de Pritchenko. El ucraniano se giró y me dirigió una luminosa sonrisa, al tiempo que me tendía un termo de café que guardaba en una pequeña funda que colgaba a su espalda. Acepté el termo con desmayo y le pegué un largo trago. Unos enormes lagrimones afluyeron a mis ojos, mientras tosía incontrolablemente, tratando de respirar. Aquel café debía llevar casi un cincuenta por ciento de vodka en estado puro.
—Café con gotas —dijo el ucraniano mientras me arrebataba el termo de las manos y le daba un prolongado trago sin pestañear. Tras hacer bajar medio termo de golpe, se dio un puñetazo en el pecho y eructó estruendosamente—. Mucho mejor para pilotar. —A continuación me pasó de nuevo el termo, que cogí de forma mecánica—. Sí señor. Mucho mejor. —Chasqueó la lengua satisfecho y me dedicó otra de sus espléndidas sonrisas—. En Chechenia toda mi escuadrilla tomaba vodka solo… pero allí hacía más frío —remató con una carcajada.
Meneé la cabeza, dejando a Viktor por imposible. Dentro de la cabina hacía calor, mucho calor. El ucraniano vestía unos gastados pantalones militares e iba con el torso descubierto, brillante por el sudor. Completaba su atuendo un imposible sombrero negro de cowboy que había encontrado colgado en la pared de un bar y unas gafas verdes de espejo, bajo las que asomaban sus imponentes bigotones. Recordaba vagamente a un personaje sacado de Apocalipsis Now.
Lo cierto era que Viktor pilotaba admirablemente bien. El primer día, cuando despegamos desde Vigo, fue capaz de levantar el pájaro con los depósitos llenos a rebosar y una red de carga con más de dos toneladas de bidones de combustible colgando de la panza del Sokol como si tal cosa. Era algo admirable.
Las imágenes del viaje no cesaban de pasar una y otra vez ante mis ojos, incansables. Definitivamente, a lo largo de esos últimos días fue cuando habíamos podido darnos cuenta del auténtico alcance del caos que provocaba el Apocalipsis. Por si nos quedaba alguna duda, ya estábamos totalmente seguros de que la civilización humana se había ido al cuerno para siempre.
Las primeras horas habían sido las peores. Mientras nos dirigíamos hacia el sur bordeando la costa portuguesa a unos pocos cientos de metros de altitud, nuestra mirada se paseaba con asombro por todas partes. El caos y la desolación eran generalizados.
Lo primero que llamaba la atención era la luz. La atmósfera estaba inusualmente clara, casi transparente. Teniendo en cuenta que ya hacía meses que las fábricas habían dejado de funcionar y que no había tráfico contaminando el ambiente, se entendía un poco mejor. De todas formas aquel aire límpido tenía un punto de irreal y fantástico. De no ser por el permanente olor a carne descompuesta, basura y restos orgánicos que flotaba por todas partes uno casi podría pensar que estaba en un territorio virgen de hacía cinco mil años. Una breve mirada a los fiambres que se paseaban por todas partes hacía añicos esa ilusión inmediatamente.
Las carreteras, por su parte estaban totalmente intransitables. Cada pocos kilómetros, las líneas negras de asfalto se veían punteadas por restos de vehículos o, en ocasiones, monstruosas colisiones múltiples que obstruían la vía por completo. En un par de ocasiones incluso vimos algunos viaductos que se habían venido abajo o carreteras cubiertas por completo por desprendimientos de tierra. Un tramo especialmente inclinado de la autopista que unía Oporto con Lisboa se había transformado en un espumoso y salvaje torrente a lo largo de unos cuantos kilómetros, en los cuales las aguas provenientes de una presa desbordada corrían libremente, creando cabritillas de espuma contra los restos de vehículos que se habían transformado en sorprendentes escollos.
La naturaleza, poco a poco, iba reclamando su terreno. Las orgullosas construcciones humanas, sus asombrosos y a veces casi increíbles logros de ingeniería civil, estaban siendo lentamente devoradas por la maleza, el agua, la tierra y lo que fuera que Dios quisiera poner en su camino.
Un crujido en los cascos del intercomunicador me sacó de golpe de aquellas ensoñaciones y me llevó de nuevo al Sahara. El jodido aparato había decidido volver a funcionar.
—Estamos casi secos. —La voz de Viktor resonaba metalizada en mis oídos—. Voy a dar una vuelta sobre esta zona. Estate atento. Busca un buen sitio para tomar tierra.
«Y ten los ojos bien abiertos —pensé para mí—. Ni un puto susto más, ahora que falta tan poco.»
Los anteriores repostajes habían transcurrido razonablemente bien, pero cualquier precaución era poca.
Tan sólo había que recordar lo sucedido el día anterior.