El pequeño lagarto llevaba horas inmóvil bajo la piedra recalentada por el sol. A ratos sus flancos se inflaban y desinflaban, mientras respiraba el aire tórrido que lo rodeaba, como una bocanada salida del infierno. De vez en cuando asomaba su lengua rasposa, mientras esperaba, paciente, a que llegase la noche para poder salir de cacería en aquel rincón inhóspito y desolado del desierto que era su hogar.
Súbitamente, percibió un infrasonido que hubiera sido totalmente inaudible para cualquier ser humano, de haberse encontrado alguno allí. El lagarto se acurrucó instintivamente en el hueco bajo la piedra, preguntándose en su diminuto cerebro si aquel ruido supondría alguna amenaza para su vida en la forma de algún desconocido y temible depredador.
Pronto aquel sonido se transformó en un ruido audible, primero un ligero tremor, que fue en un crescendo continuo hasta convertirse durante unos segundos en un tableteo atronador sobre él. Luego, poco a poco, el sonido fue decayendo hasta finalmente desaparecer por completo.
El pequeño lagarto asomó cautelosamente la cabeza. Con sus ojos legañosos parpadeó un poco, mientras se habituaba a la intensa luz del mediodía. Por un instante contempló el límpido y despiadado cielo azul del Sahara occidental, que tremolaba de calor.
Si se hubiese asomado tan sólo medio minuto antes, habría sido testigo de un espectáculo absolutamente inusual en aquel rincón del mundo. Habría visto pasar un enorme helicóptero Sokol pintado de amarillo y blanco, con un desgastado logo de la Xunta de Galicia dibujado en un costado, y con una extraña red de carga llena de bidones, la mayoría ya vacíos, colgada de su panza. Y si hubiera mirado con más atención quizá habría podido ver al piloto, un tipo pequeño, cuarentón, rubio y de poblados bigotes, con tres dedos amputados en la mano derecha, que dirigía el aparato con expresión cansada y mecánica, y a los pasajeros, dos mujeres de edades dispares y un hombre con barba de pocos días.
De haber podido observar más de cerca, habría visto que el hombre acariciaba lentamente a un enorme gato persa que dormía plácidamente en su regazo, al tiempo que su dueño observaba con aire ausente el paisaje desértico que se abría ante sus ojos; su mente estaba muy, muy lejos de allí.
El hombre, de unos treinta años, era alto, delgado y de facciones angulosas; su mirada denotaba un cansancio profundo. Si alguien le hubiese preguntado su historia en aquel momento, podría haber contado que sólo diez meses antes llevaba una aburrida y rutinaria vida de abogado en una pequeña ciudad del norte de España.
Su día a día, hasta que se desencadenó el Apocalipsis y todo se fue al infierno, transcurría entre su trabajo, su familia, sus amigos y el enorme vacío que había dejado la muerte de su esposa apenas un año antes. Su vida parecía haber entrado en un bucle infinito de dolor y rutina, pero de repente, un día, diez meses antes, todo cambió.
Todo.
Al principio fueron sólo una serie de confusas noticias en la prensa, el típico suelto en el periódico al que no se le presta la menor atención. Algún grupúsculo yihadista de una remota ex república soviética había tenido la brillante idea de asaltar una base del ejército ruso en Daguestán con el objetivo de conseguir armas químicas, rehenes o simplemente armamento convencional para vender en el mercado negro, algo difícil de adivinar.
Lo que los asaltantes no sabían era que aquella base había sido un centro de experimentación bacteriológica, con algunas de las cepas víricas más virulentas del mundo durmiendo apaciblemente dentro de sus tubos de cristal. Siendo justos, no es que fuese culpa de los yihadistas, ya que aquella base era un residuo medio olvidado del viejo imperio soviético y ni siquiera los servicios secretos occidentales conocían su existencia, pero para todo lo que aconteció después, aquello era lo de menos.
Lo cierto es que, de una manera u otra, el asalto fue un éxito. O un fracaso absoluto y terrible, según se mire. Porque si bien consiguieron tomar la base, también liberaron accidentalmente algo, una pequeña cepa de un ser que no debería haberse creado nunca. Por eso, menos de cuarenta y ocho horas después del asalto, todos los guerrilleros estaban muertos. O casi.
Pero lo más grave fue que aquel pequeño ser, aquel virus, ya estaba libre, y sin nada ni nadie que le hiciese frente se extendía como el fuego por la sabana africana.
Naturalmente, al principio, nadie sabía nada de esto. En la vieja y confiada Europa, así como en América y Asia, la vida seguía su curso, tranquila y plácidamente. En aquellas primeras setenta y dos horas podría haberse hecho algo, podría haberse dominado la pandemia, pero Daguestán era un país muy pequeño y pobre y aunque su gobierno hubiese querido hacer algo, no tendría medios para ello. La fase de eclosión ya se había superado.
Ya era demasiado tarde.
Nadie, ni siquiera el abogado de facciones angulosas, comenzó a inquietarse hasta pasados unos cuantos días. Las primeras noticias de una extraña fiebre hemorrágica en medio de las montañas del Cáucaso llegaban a través de prensa y televisión como un ruido de fondo, casi ahogado entre el último fichaje del campeón de Europa y el enésimo escándalo político.
Pero aunque casi nadie le prestaba atención, seguía ahí, creciendo.
Hasta unos días más tarde alguien no se dio cuenta de que algo iba rematadamente mal. Amplias zonas de Daguestán permanecían oscuras y en silencio, como si no quedase ni una sola persona viva allí. El gobierno de la pequeña república autónoma echó un vistazo y lo que vio le llenó de tanto terror que inmediatamente llamó a Moscú para que se hiciese cargo del problema. Y lo que vieron los rusos fue tan terrorífico que enseguida decretaron el cierre de fronteras, no sólo de Daguestán, sino de su propio país.
Pero ya era demasiado tarde.
Las noticias comenzaron a filtrarse al resto del mundo, primero como un confuso guirigay y más tarde a través de una serie de comunicados y contracomunicados del gobierno ruso, el Centro de Control de Enfermedades de Atlanta (CDC) y siete organismos más que afirmaban que se trataba de un brote de Ébola, de viruela, del virus del Nilo, del virus Marburgo o de ninguno de los anteriores. Los rumores, cada vez más hinchados y disparatados, comenzaban a circular, mientras que la sombra de oscuridad saltaba de Daguestán a otros países limítrofes, siguiendo la estela de refugiados que huían de «aquello», fuera lo que fuese. Finalmente, en un intento de tomar el control de la situación, el gobierno de Putin decidió decretar el bloqueo informativo en todo el país, suprimir la libertad de prensa dentro de la Federación Rusa y de paso, como quien no quiere la cosa, pedir ayuda internacional urgente.
Pero, una vez más, ya era demasiado tarde.
En aquel momento no sólo el abogado, sino media humanidad ya estaba pendiente de lo que fuera que pasaba en aquel rincón del mundo. La noticia ya no era un breve sino que empezaba a ocupar espacios en las portadas de los periódicos. Imágenes filtradas a través de la férrea censura mostraban interminables hileras de refugiados en un sentido y columnas militares igual de largas en el otro. Los más observadores apuntaron que resultaba muy extraño que se combatiese una epidemia con el ejército, pero su voz era una minoría. Nadie prestaba atención más que a la información oficial. Finalmente, los equipos de ayuda internacional fueron desplegados en la zona, para colaborar en el control de la epidemia. Quince días antes quizá hubiesen tenido alguna posibilidad de éxito.
Pero para entonces, de nuevo, ya era demasiado tarde.
Unos días después, cuando los equipos de ayuda internacional comenzaron a volver a sus países de origen con varios de sus miembros heridos por aquellos que habían ido a auxiliar, el problema súbitamente se volvió global. En aquel momento, aunque nadie lo sabía, la pandemia ya estaba definitivamente fuera de control. Lo más lógico hubiese sido eliminar físicamente a los infectados (los gobiernos ya empezaban a tener una buena idea de a lo que se enfrentaban), pero pudo más el interés político y el control de la opinión pública que el sentido común.
Así, la última posibilidad de controlar la pandemia se evaporó. Y el virus comenzó su galopada mortal, convirtiendo la pandemia en Apocalipsis.
Para aquel entonces, el abogado estaba igual de aterrorizado que el resto del mundo con acceso a un televisor, una radio o Internet. Las noticias sobre la pandemia se sucedían sin cesar en los medios de comunicación. Impotente, contemplaba día a día cómo lentamente el virus ganaba terreno. Pronto no hubo noticias desde Daguestán. A los pocos días, sucedía lo mismo en Rusia… Y en Polonia, Finlandia, Turquía, Irán, y sucesivamente en todos los países del mundo. El virus se extendía como una mancha de aceite por todo el planeta, pero incluso en ese entonces la censura seguía ejerciendo su férreo control sobre la información. La Unión Europea, en un gesto sin precedentes, acordó crear un Gabinete de Crisis Único que administraba a cuentagotas las noticias, mientras la mitad de los países europeos cerraban a cal y canto sus fronteras y decretaban el estado de excepción. Ya en esos momentos, en Internet comenzaban a aparecer los primeros rumores desquiciados de muertos que caminaban, o de enfermos poseídos por una agresividad furiosa. No faltaba tampoco quien hablaba de control extraterrestre, del Anticristo, de experimentos genéticos o de monstruos del inframundo. Había casi tantas teorías como páginas web.
En lo único que estaba todo el mundo de acuerdo era que, fuera lo que fuese, era muy contagioso y letal. Y que eran los propios infectados los que propagaban la enfermedad.
El día que el abogado vio en televisión al rey de España, ataviado con el uniforme del ejército como en el 23-F declarando el estado de excepción, supo que aquella noticia breve de dos semanas antes había aterrizado en España.
Entonces, de todas las ideas desafortunadas que podían haber tenido los gobiernos, escogieron la peor. Siguiendo una lógica médica aplastante (aislar a los sanos de los enfermos errantes), decidieron concentrar a toda la población sana en unos recintos habilitados a tal efecto por todo el país denominados Puntos Seguros. Dichos puntos eran inmensos trozos de ciudad, convenientemente cercados y aislados, donde los ciudadanos se mantendrían a salvo de los «vectores de infección» (para aquel entonces todo el mundo tenía claro que un encuentro con un infectado podía acabar muy mal).
Y el abogado, de todas las ideas afortunadas que podía haber tenido, escogió la mejor. No quería ir a un Punto Seguro (le sonaba sospechosamente a algo parecido al gueto de Varsovia), así que cuando el grupo militar de evacuación recorrió su barrio, se escondió en su casa y dejó que se fuese todo el mundo, pero él se quedó voluntariamente atrás.
Solo.
Pero no por mucho tiempo.
En cuestión de días, el mundo empezó a derrumbarse de verdad. La energía y las comunicaciones empezaron a fallar a medida que los empleados encargados del mantenimiento no se presentaban en sus puestos de trabajo o, simplemente, desaparecían sin dejar rastro. Pronto los canales de televisión de todo el mundo tan sólo emitían películas enlatadas interrumpidas por breves noticiarios en los que de forma casi histérica se ordenaba a toda la población que se concentrase en los Puntos Seguros. En aquel momento la censura, ya cuarteada, comenzaba a caer por completo. Se reconocía abiertamente que los infectados, de alguna manera, volvían a la vida después de haber fallecido, animados por algún tipo de impulso que les hacía tremendamente agresivos contra los demás seres vivos. Sonaba a argumento de peli de serie B, y habría sido risible si no hubiera sido verdad. Y que, debido a ello, el mundo entero se estaba derrumbando en cuestión de días.
El pequeño monstruo de la probeta liberado por accidente veinte días antes por fin mostraba su verdadero rostro.
Lo sucedido en las cuarenta y ocho horas siguientes resultaría muy difícil de explicar. El sistema se estaba cayendo a pedazos, la corriente eléctrica comenzaba a fallar en la mayor parte del mundo y nadie tenía una visión global. Los Puntos Seguros demostraron ser una trampa mortal para los refugiados en su interior. El ruido y la presencia de una multitud humana actuaban como un imán para las criaturas No Muertas que ya campaban a sus anchas por todo el mundo. Cuando los puntos comenzaron a verse asediados por hordas de No Muertos, el pánico se desató y muchos de esos centros se vieron aplastados e invadidos por los seres, con el catastrófico resultado de que la mayor parte de los refugiados acabaron convertidos a su vez en No Muertos. El mensaje oficial por los escasos canales supervivientes cambió radicalmente y pasó a ser que nadie debía acercarse a los Puntos Seguros supervivientes.
Pero una vez más, volvía a ser tarde. Demasiado tarde. La situación ya escapaba a cualquier control posible.
El abogado, aislado en su casa, en medio de un barrio abandonado, con la única compañía de Lúculo, un perezoso gato persa, asistió atónito a la debacle. Cuando, finalmente, hasta Internet dejó de funcionar, él comenzó a prepararse para lo peor.
Y esto no tardó en llegar. Menos de cuarenta y ocho después los primeros No Muertos comenzaron a vagar por lo que hasta ese momento había sido la tranquila calle de un suburbio de una pequeña ciudad del norte. Aterrado, se dio cuenta de que era un superviviente atrapado en su propia casa. A lo largo de los siguientes días, contempló con pavor desde la seguridad de su ventana el desfile interminable de No Muertos.
Era el infierno en la tierra.
No fue hasta unos días después cuando tomó la decisión de huir de su casa en dirección al Punto Seguro de Vigo, el más cercano a su ciudad. No sólo le motivaba el hecho de que necesitaba ver otros rostros humanos. Lo cierto era que se había quedado sin comida ni agua. La alternativa era o bien tratar de llegar a un lugar seguro esquivando a los No Muertos o perecer de inanición en su propia casa. Pese a los avisos oficiales, ir hacia el Punto Seguro se había transformado de golpe en su única opción válida.
Así comenzó un azaroso viaje de varios días, jugándose la vida a cada momento, atravesando poblaciones desoladas y carreteras bloqueadas por aparatosos accidentes que nadie había ido a auxiliar. Cuando finalmente consiguió llegar al Punto Seguro de Vigo, costeando en un velero abandonado en el puerto de Pontevedra, su última esperanza se derrumbó. El Punto Seguro de Vigo, la antigua zona franca del puerto, estaba total y absolutamente arrasado. No quedaba nadie con vida allí excepto docenas, miles, de No Muertos vagando sin rumbo.
Cuando se empezaba a plantear seriamente la posibilidad del suicidio, observó que un viejo carguero herrumbroso, el Zaren Kibish, todavía se encontraba fondeado en el puerto y aún mostraba señales de vida. A bordo del barco los tripulantes, que en aquel momento no eran otra cosa que un grupo de supervivientes apiñados, le narraron el horror de las últimas horas del Punto Seguro de Vigo, y su caída frente al asalto de los No Muertos, el hambre y las enfermedades, una historia que se había repetido en miles de lugares del mundo por las mismas fechas.
Y una vez más, la fortuna le sonrió. A bordo del Zaren Kibish conoció a un hombre, un ucraniano bigotudo de cuarenta años, bajito, rubio y con unos increíbles ojos azules que atendía al nombre de Viktor «Prit» Pritchenko. Aquel ucraniano, uno de los pocos supervivientes del Punto Seguro de Vigo, y refugiado como él a bordo del barco, resultó ser uno de los pilotos de helicóptero que todos los veranos acudían a España desde los países del Este, contratados por el gobierno para hacer frente a los incendios forestales. Atrapado por el Apocalipsis en Vigo, lejos de su casa y su familia, el ucraniano Pritchenko pronto trabó amistad con el abogado, otro ser solitario arrastrado por el caos de aquellos días.
Después de unas terroríficas semanas en las que no sólo se tuvieron que enfrentar a los No Muertos, sino también al despótico y desequilibrado capitán del barco, finalmente ambos hombres trazaron un plan. El helicóptero del ucraniano, un Sokol antiincendios, aún estaba en la base forestal situada a pocos kilómetros del puerto, y si llegaban hasta él, podrían conseguir emprender vuelo hasta las islas Canarias, uno de los escasos sitios del mundo que por su aislamiento había conseguido escapar de la pandemia, y donde según las últimas noticias recibidas antes del derrumbe absoluto del sistema, el gobierno y los supervivientes estaban tratando de reunir los escasos trozos que quedaban de la civilización.
El único problema era conseguir burlar la vigilancia del capitán del barco y de sus marineros armados, inmersos en sus propios planes para salvar el pellejo (planes en los que Prit y el abogado eran unos simples peones sacrificables). Cuando, tras un arriesgado plan que les llevó a cruzar toda la ciudad arrasada, finalmente consiguieron huir se las prometían muy felices.
Pero aún les faltaba una nueva prueba por superar.
En un antiguo concesionario de coches abandonado, que habían escogido como refugio provisional para pasar la noche, Viktor Pritchenko, el piloto ucraniano, sufrió un absurdo accidente mientras manejaba un pequeño artefacto pirotécnico. Lo que en condiciones normales no hubiese sido más que un simple accidente doméstico, en aquellas circunstancias suponía una terrible herida que sin tratamiento médico podía conducir al ucraniano a la muerte.
Con su compañero sufriendo quemaduras de segundo grado y la amputación de varios dedos, al abogado no le quedaba más remedio que tratar de llegar con él a un hospital. Era evidente que allí no habría ni un solo médico, y posiblemente estuviese infestado de No Muertos, pero al menos podría encontrar el suficiente material médico para proporcionar a su amigo los cuidados que necesitaba.
Con lo que no contaba era con que aquel inmenso hospital abandonado, con sus docenas de pasillos, salas y escaleras a oscuras podía transformarse en una trampa mortal en la que quedarse atrapado. Se encontraron rodeados de No Muertos y perdidos en las entrañas del edificio, pero cuando la situación parecía más desesperada Lucía apareció al rescate.
Dentro de un edificio cavernoso poblado de No Muertos que parecía una imagen sacada de una pesadilla demente, aquella muchacha era la persona más improbable que uno esperaría encontrarse. De poco más de diecisiete años, alta y esbelta, con una larga melena negra que combinaba admirablemente bien con unos arrebatadores ojos verdes rasgados, la presencia de Lucía en aquellos pasillos oscuros era tan incongruente que al principio el abogado y Pritchenko pensaron que sufrían algún tipo de alucinación. Sólo cuando la chica les contó su historia se dieron cuenta de que, al igual que ellos dos, era una superviviente aterrorizada a la que el destino había dejado misericordiosamente aparcada allí.
El sótano del hospital era una especie de enorme compartimiento estanco reforzado, con tan sólo un par de puertas de acceso fuertemente protegidas. En los días finales del caos, Lucía, separada accidentalmente de su familia, acabó allí por casualidad, mientras trataba de dar con sus padres desaparecidos. No pudo localizar a nadie conocido, como le sucedió a tantas otras miles de personas perdidas en la confusión final, pero durante los últimos días colaboró como auxiliar con los pocos médicos agotados que obstinadamente trataban de mantener en funcionamiento aquel lugar.
Cuando las masas de No Muertos finalmente convergieron en torno al edificio, Lucía pudo refugiarse en la seguridad del sótano con la única compañía de sor Cecilia, una monja enfermera que había decidido permanecer de manera voluntaria en el hospital hasta el final. Desde aquel momento se habían mantenido atrincheradas en el sótano, esperando la llegada de unos grupos de rescate que jamás llegarían. Sólo cuando oyó el sonido de disparos y voces humanas rebotando por los pasillos se atrevió la joven a salir de la seguridad del refugio.
Es de justicia decir que su sorpresa fue igual de grande que la del abogado y el piloto. En vez del aguerrido grupo de rescate que se esperaba encontrar, con lo que se tropezó fue con un par de refugiados, sucios, hambrientos y perdidos, uno de ellos herido de cierta gravedad, y ambos al borde del más absoluto abatimiento.
Donde otros se hubiesen rendido, sin embargo, la joven actuó como una mujer de mucha más experiencia y edad. Arrastró a los dos nuevos supervivientes y su peludo gato naranja al sótano, donde sor Cecilia, posiblemente la única enfermera viva en cientos de kilómetros a la redonda, pudo hacerse cargo del ucraniano herido, y donde por fin, después de tantas semanas de terror, el abogado y su amigo encontraron un refugio cómodo, cálido y seguro.
Los meses siguientes transcurrieron como un sueño. Confortablemente instalados en la seguridad de aquel sótano, profusamente surtido de víveres para cientos de personas, y con generadores autónomos de electricidad, los cuatro supervivientes se entregaron a una existencia tranquila y subterránea, esperando que sucediese algo que les permitiese salir de allí y volver al exterior.
Pero de nuevo fue un imprevisto lo que les obligó a abandonar su cómoda madriguera y retomar el plan de alcanzar las Canarias. Una potente tormenta eléctrica de verano originó un incendio a pocos kilómetros del hospital. En un mundo abandonado, lleno de restos inflamables y maleza, el fuego avanzó sin control y sin que nadie le hiciese frente casi hasta las puertas de lo que un día había sido un modernísimo hospital. Sólo por fortuna los cuatro supervivientes fueron conscientes del huracán de fuego que se les venía encima antes de que fuese demasiado tarde. Lograron salir del edificio cuando las primeras llamas lamían las paredes, pero con apenas tiempo para preparar su equipo.
Así, dos días antes se habían subido en aquel helicóptero, y tras cargar hasta los topes el depósito de combustible y colgar de una red de carga cuantos barriles suplementarios de gasolina pudieron llevar, levantaron vuelo hacia las Canarias, uno de los pocos lugares donde suponían que aún podrían encontrar algún resto de la humanidad, con una única idea en mente.
Sobrevivir