Prólogo

El inglés

No sin cierta ternura algo especial releo hoy el manuscirto de El inglés redactado entre 1951 y 52 con la letra menuda y apretada que yo tenía en aquellos años, tiempos para mí de una felicidad tan plena y tan pura que la presentí poco duradera e intenté exorcizar su fragilidad mediante la composición de un relato erótico todo lo sádico y escandaloso posible, llevado hasta las últimas consecuencias y que sería como dar un beso de paz al principio del mal, a la manera de Blake y de Swinburne, cuyas gracias luciferinas, derivadas del maravilloso Milton, jamás dejarán de seducirme. Edmond Jaloux, desaparecido pocos años antes, pero que había sido uno de mis escasos confidentes después de la guerra, estaba al corriente de mi proyecto, por el que se había interesado, y él es a quien designo con las iniciales E. J. en la dedicatoria. En cuanto a la «Sociedad de amigos de Aubrey Beardsley», y que ahora sería innombrable, creo que se reducía entonces a Jaloux, a Bellmer y a mí. El inglés debe mucho a Beardsley, sobre cuya sepultura, durante la guerra, en el cementerio de Mentón, deposité a veces una rosa…

El título que figura en la primera página del manuscrito, y que es simplemente el nombre del protagonista, Montcul[2], no fue en mi mente más que un título de trabajo, provisional, por su extrema grosería cuya detonación voluntariamente repetida a lo largo de las páginas es como un guiño al lector para que no se tome demasiado en serio lo que está leyendo, pero cuya provocación vulgar no habría podido soportar si la hubiera dejado aparecer en la cubierta, ¡porque hay modos y modos de meter la pata, como dice una de las amables personas del relato, la hermosa Viola! El título que lo sustituyó, poco sugerente, sin duda, para los aficionados al pomo vulgar, y el primer editor se quejó por ello, debe tener su origen en las tertulias del grupo surrealista, muy interesado en la alquimia por la época en que yo era miembro asiduo. Vibra en él cierto eco del nombre de la galería surrealista «L’Etoile scellée» («La Estrella sellada»), cuyo padrino fue André Bretón, y, si bien no incumbe al autor pronunciarse sobre el tema, creo que por muchas razones, en el furor de su brevedad misma, El inglés es uno de los escasos ejemplos de novela surrealista que pueden citarse hoy. Al marcar con una especie de sello la fortaleza marina de Gamehuche, sede del teatro criminal de mi protagonista, yo pensaba por supuesto en la manera estrictamente despiadada en que está sellado el atanor sadiano del castillo de Silling, en un alto valle de la Selva Negra. Hace poco, cuando vimos la película de Pasolini, Saló, razón fundamental de que amemos y admiremos tanto a este poeta cineasta, creí comprender que El inglés, traducido al italiano pocos años antes, le era tan familiar como los Ciento veinte días… Y me alegré de esta aparente connivencia.

Jean Paulhan, quien fue el primero en leer, todavía con el título provisional, el manuscrito, y a quien debo algunas observaciones de estilo que tuve en cuenta, hubiera querido que el libro se publicara en Gallimard en una colección reservada, por no decir secreta, en la que habría tenido que incluirse también, más tarde, La historia de O. Era sin duda demasiado pronto, y aquella colección ideal, sobre la que Paulhan habría tenido absoluta soberanía, no fue más allá del proyecto. En lo que se refiere a El inglés, al menos, he aquí que se cumple al fin su voluntad, lo cuál me parece justificar ampliamente esta edición declarada con cierto orgullo, lo confieso, en el momento en que voy a cumplir setenta años, ya que jamás he conocido una combinación de inteligencia y curiosidad comparable a la que contenía la cabeza de aquel hombre, por quien yo profesaba casi veneración, hasta cuando no estaba de acuerdo con él… El pie de imprenta de la primera edición, publicada, al igual que las dos siguientes, con el seudónimo de Pierre Morion (nombre de un casco, de una piedra preciosa y de un coleóptero; nombre también de personajes jorobados y contrahechos, de largas orejas y fisonomía ridícula, que se admitían en los banquetes de los antiguos para entretener a los convidados), lleva la fecha de 2 de junio de 1953, día de la coronación de la reina de Inglaterra. Me pareció un gesto cortés contribuir de algún modo a los festejos celebrados en honor de esa dama, y lamenté que el editor, por prudencia, se negara a imprimir a continuación las palabras Coronation day, por mí propuestas. La segunda edición, publicada clandestinamente, reproduce en fototipia el primer texto, con una cubierta con dibujo escocés. La tercera es la de «L’or du temps», que obtuvo una mayor difusión antes de ser condenada. Añadiré que El inglés inspiró a Hans Bellmer una serie de siete grabados que figuran entre sus obras más hermosas y que debían ilustrar un tiraje de lujo de la primera edición. Por desgracia, este proyecto, que Bellmer acarició en múltiples cartas mientras cincelaba sus cobres, no pudo realizarse, debido al desconocimiento por el público que padecía entonces este gran artista. Casi quince años más tarde, en 1967, esos grabados se publicaron con un texto de Bellmer en la editorial Georges Visat. Pueden reconocerse a varios de los personajes y algunas escenas de El inglés descrito en un castillo cerrado.

Fácil es adivinar que yo compartía ciertos gustos de Hans Bellmer, además del de comer enormes cangrejos (aunque Hans prefería los centollos, y para mí no había nada mejor que la araña de mar, o cangrejo moro y, en Venecia, granceola); crustáceos cuya degustación tiene de amputación anatómica, de disección y de despedazamiento tanto o más que de inocente gastronomía, lo cual, según Bellmer, justifica su inclusión en el catálogo de los manjares sadianos. ¿Acaso no se degusta a lo largo de las páginas de El inglés cierto sabor a cangrejo? Contesto afirmativamente, espero no equivocarme, en recuerdo de una gula que en Bellmer rozaba con frecuencia la perversidad. En cuanto a Aubrey Beardsley, hoy reconocido en la misma proporción que era ignorado por aquellos años de posguerra en los que nos encantaban sus grabados, su manera de hacer, que consiste muchas veces en ennoblecer lo perverso, cuando no lo innoble, mediante la gracia un poco hiriente del trazo que los describe y de los encajes o arabescos que los adornan, evoca con tal intensidad el preciosismo cruel de mi amigo Bellmer que sus genios nos parecen inseparables. También me acercaban a él en aquellos años sombríos una admiración y una curiosidad igualmente apasionadas por la obra poética y por los escritos en prosa de Swinburne, citado más arriba y que Bellmer habría querido ilustrar. Yo quería hacer de El inglés un testimonio de mi ardiente admiración, y me inspiré para el retrato físico del personaje de Montcul en el retrato grabado de Algernon Charles Swinburne, poco tranquilizador con sus grandes bucles y su camisa de cuello abierto como señal de provocación en pleno rigorismo de la época victoriana. Se debe también a Swinburne, como es sabido, la leyenda, probablemente inexacta aunque deleitosa, de los amores de la reina Victoria con el Poeta Laureado Alfred Tennyson. Y el epígrafe de Rossetti, que abre el relato para exaltar la atracción sexual hacia los refinamientos del dolor (en una palabra: del sadismo), ha sido tomado de un ensayo sobre Swinburne.

No es más realista, por otra parte, El inglés que un grabado de Hans Bellmer. Prueba de ello es, me parece, la descripción del sexo de Montcul, objeto esencial de la novela y objeto totalmente fantástico, muy indicado para desalentar al lector en busca de emociones licenciosas. «Rebuter» (que hemos traducido por «desalentar»), verbo muy querido en Nîmes, pertenece a esa categoría bastante particular y personal del zen de Jean Paulhan que, a mi manera, que es distinta de la suya, no he dejado de utilizar. Si El inglés presenta el defecto, del que soy consciente, de ser excesivamente breve, es ante todo, y como decía, con el fin de desalentar a los licenciosos, quienes, en todo libro erótico, van en busca de sempiternas repeticiones de orgías o torturas, repeticiones que se me antojan un poco fastidiosas, hasta en las obras dé los más grandes, hasta en Sade, hasta en la maravillosa novela de Apollinaire, Las once mil vergas, que tras haber sido mucho tiempo perseguida policial y judicialmente, hallaría su justo lugar, de haberlo permitido los herederos, en la colección «La Pléiade» junto a Pascal, a Racine y a Chateaubriand… Un poco imitando al mar, que rodea su emplazamiento, el castillo irreal y sombrío, El inglés tan pronto aparece risueño como definitivamente lóbrego y tormentoso y eso con tal rapidez que el lector, como un ocioso navegante sorprendido por la tormenta, corre el riesgo de perder el timón. ¿Acaso debo añadir que no me habría dicho nada escribir un libro erótico para el entretenimiento de los ociosos?

Y no es eso todo, porque la ensoñación nutrida de erotismo cruel y expresada según la disciplina de la erotología más o menos clásica conduce a una especie de vértigo en la fantasía, cuando no en la escritura, del que se quisiera precipitar el curso hasta un resultado catastrófico cuya conclusión podría ser una venganza, tan inconsciente como involuntaria, contra la moral. En lo que a mí concierne (ya que hablamos del autor de El inglés) como en varios escritores de origen protestante, franceses (del siglo XVI sobre todo) o anglosajones (principalmente del siglo XIX), sé muy bien que cierta erotomanía y cierto puritanismo forman una combinación singular en la que los dos aspectos, que se exaltan mutuamente, están en contraste menos intenso de lo que podría parecer. En el fondo de la mayoría de nosotros, en los sótanos que muchos, lo reconozco, saben mantener cerrados, el sadomasoquismo hace estallar fuegos artificiales que celebran las nupcias espirituales de la salvación y de la condenación. Sombríos deleites, decían los teólogos de antaño, no sin cierta indulgencia. En el país del inglés, no obstante, aún se habla de Jack el Destripador, y la diligencia extrañamente respetuosa con la que este personaje fue tratado por la policía británica dejó creer a más de uno que pudiera tratarse de un miembro de la familia real… Escandalosa hipótesis, en verdad, que no habría quedado desplazada entre los comentarios de Montcul. ¡Pero dejemos en paz, dicho esto, la sombra de la reina Victoria! Y limitémonos a constatar la evidencia misma, o sea que el destripador inglés era un moralista y un puritano desenfrenado. Su desgracia y la de muchos otros criminales que consumaron con sangre su ética puritana, social o política, fue la de no ser ni un artista ni un escritor.

Quisiera que los escritores, hombres o mujeres, que recibieron este privilegio intelectual de poder jugar con lo peor, entreabrieran de vez en cuando la válvula de seguridad de su infierno y que se mostraran capaces, a fuerza de palabras al menos, de arrojar a su Plinio o a su princesa Borghese al gran horno del Vesubio, que ignorados designios quizás no han mantenido en actividad más que para este fin precisamente, después de que éste hubiese modelado en su ceniza los perfumados despojos de las hermosas putas de Pompeya. ¿Habría consentido León Bloy en atizarlo, él que se deleitaba con tan piadosas y espléndidas palabras ante el incendio del Bazar de la Caridad? Con razón, sin duda, le bastaba encontrar en él motivo de inspiración…

No creo alejarme del objetivo de esta introducción a un viejo libro bastante abominable, pero por el que confieso sentir afecto y que me parece digno de ser reconocido, diciendo en fin que, si tuve pasiones, en mi vida, no fueron más que por el amor, el lenguaje y la libertad. Pese al deseo, siempre presente en mí, de ser cortés, el ejercicio de estas tres pasiones capitales no pudo darse, no se da y no se dará aún sin alguna insolencia. ¡Que por siempre así sea!

André Pieyre de Mandiargues