Añadiré que no me llevé ninguna gran sorpresa, tres semanas después de regresar a mi casa, al leer el siguiente suelto en la columna de sucesos del «Phare de Vit», al cual me había suscrito, poco antes de mi partida, para saber el horario de las mareas.

«Ayer, al anochecer, una explosión de una extraordinaria violencia conmocionó nuestra comarca. El cielo, al sur de Saint-Quoi, fue surcado por un relámpago aterrador, al tiempo que las casas temblaban y un estrépito inaudito sembraba el pánico entre la población y el ganado. Son innumerables las conjeturas en torno al origen del fenómeno, experiencia atómica o descuido de contrabandistas, que parece haber tenido lugar en la región más desierta de la Cote de Vit».

Unos cuantos días más tarde, otro artículo más extenso me confirmó en lo que había adivinado inmediatamente: es decir, que la misteriosa explosión tenía su origen en Gamehuche. No se encontró el menor vestigio del castillo ni de sus habitantes, y del lugar que yo conocí fastuoso y fortificado, la bajamar sólo permitía ver ahora un vasto caos de piedras, que pronto invadirían las algas y las conchas, y que la marea alta ocultaba por completo a la vista de los hombres. El periodista hacía un elogio desmesurado del desaparecido castellano, M. de Mountarse, o Montcul en la resistencia, a quien llamaba, sucesivamente, un inglés acomodado, un filántropo, un demócrata, un patriota ejemplar y un fiel amigo de Francia; el artículo concluía con una llamada apremiante para erigir por suscripción un busto al héroe ante la alcaldía de Saint-Quoi.

Indudablemente (y probablemente, dada la hora de la catástrofe, en el curso de una nueva experiencia), Montcul habría tenido una erección, sin que nada fuese capaz de hacerle eyacular; y entonces, fiel a su promesa, pienso que habría acariciado el botón y hecho saltar todo por los aires. Envié mi donativo a la suscripción (en un rasgo de humor que ciertamente no le habría desagradado), como último saludo a aquel hombre de intolerable grandeza. Y para que este abominable relato concluya, al menos, con una nota de ternura, confesaré que con frecuencia cierro los ojos y me pongo a pensar en el culo de Edmonde. En el cielo oscuro creado por mis párpados, no tarda en aparecer, flotando como un aerostato de dos cúpulas, una blanca y otra rosa; al ver que de entre sus redondeces palpitantes me manda peditos amistosos, sonrío al acordarme de la dulce y querida joven de la cual constituía el mejor ornamento.

Pero ni ese rosa ni ese blanco me harán olvidar jamás lo que Montcul me dijo:

—Eros es un dios negro.