Convencí fácilmente a Edmonde para que se refugiase conmigo en mi habitación, pero nos hallábamos tan embotados, después del copioso almuerzo (comimos también de un cochinillo asado vivo, como el ansarón vivo y cocido según la famosa receta del napolitano Della Porta), que nos quedamos dormidos como niños. Una hora, o dos, más tarde, al abrir los ojos, tuve la fortuna de que lo primero que viese fuera el culo grande y hermoso de aquella muchacha, que en mi obsequio lo colocó así a menos de un centímetro de mi nariz. Edmonde sacó del cofre cierto elixir, que según me dijo era quintaesencia de apio, y en cuanto hube tomado un par de vasos, se armó la ballesta sin remisión. Entonces, hasta que cayó la noche, hice adoptar a mi pareja todas las posturas que me dictó la fantasía, la trabajé de todas las maneras, le exploré todos los puntos y todas las compuertas que su cuerpo me ofrecía con inagotable generosidad; se prestaba a mis caprichos, benévolos o vejatorios, como una perra bien amaestrada, pero mostró una timidez extrema en lo que concernía a Montcul y, por mucho que prodigué ruegos, amenazas e imprecaciones, no conseguí que dijera lo más mínimo de su amo, ni que revelase el menor detalle de su llegada al castillo. Su obstinado mutismo, sobre este último punto, confirmaba bastante mi impresión de que fue llevada en contra de su voluntad, y después de un secuestro.

A eso de las ocho, disfrutamos de unas cuantas abluciones en común, siguiendo la agradable costumbre de Gamehuche. Hechas con agua muy fría, me devolvieron el control de la cabeza y de los nervios, que hasta entonces me parecieron alterados, pero no dieron el menor resultado en lo referente a mi imperturbable priapismo: seguí tan tieso como antes, a pesar de mis excesos con el cuerpo voluptuoso de Edmonde, y ésta, reconociendo que tal vez tomé demasiada quintaesencia, me aconsejó vestirme y atar fuerte el cinturón encima del instrumento en posición vertical, ya que no había medio de humillarlo. Seguí su consejo; el calzón de seda negra que me trajo mi amiga, ceñía una especie de flecha erguida a la altura del ombligo, en tanto que una casaca larga (o mantelete corto) caía por encima, para que la decencia (si es que tal virtud cabía en algún rincón de aquel castillo singular) no sufriera menoscabo. En cuanto acabó mi tocado, Edmonde me abrazó, para decirme luego que afortunadamente no estaba invitada a la experiencia de aquel día, y que debía yo subir solo a la muralla. Cuando llegué arriba, no vi tampoco a las negras.

Único elemento conocido de la tribu, el negro Graco se paseaba de un extremo a otro de la terraza, adoptando esa actitud recelosa que, sin duda, mi persona le inspiraba lejos de la presencia de su amo. Con él, aunque inmóvil, se hallaba una mujer que me era desconocida; por sus rasgos, un tanto tristones, se diría que andaba más por debajo de los veinte años que por encima. Se había sentado en la balaustrada, que no era muy alta, de espaldas al mar; me echó una mirada temerosa, para bajarla luego al bebé de siete u ocho meses que abrazaba con fuerza. ¿De dónde habrían salido los dos? Pensé que sólo podría ser de una de las torres enrejadas, próxima a la puerta cochera.

La terraza, desnuda la primera vez que la vi, aparecía ahora llena de accesorios como un teatro de prestidigitación. Los objetos carecían de sombra perceptible, a causa de lo avanzado de la hora; sin embargo, seres y cosas se me mostraban en sus menores detalles con una maravillosa acuidad, en esa luz extraordinariamente difusa que baña, con buen tiempo, la orilla del mar al final de la jornada, cuando los días son tan largos que parece se esfuercen por acabarse —y era capaz de apreciar en cada color las más leves diferencias de matiz—. Montcul no había podido escoger mejor la hora y el lugar de su experiencia. En el centro del pavimento (indicado por un rombo de losas más oscuras), una tramoya, en forma de cruz de san Andrés dispuesta en un bastidor vertical, había despertado mi curiosidad por el extravagante aparato de correas, poleas y palancas de que estaba provisto, pero no conseguí explicarme de modo razonable su funcionamiento, o su utilidad. Un bastidor más pequeño, aparejado con correas más frágiles y erecto frente al anterior, se asemejaba a un trapecio de salón. Había también dos anchos sillones de ébano y cuero negro, que hacían pensar en murciélagos a aquella hora del crepúsculo, sin contar, sobre un cojín de astracán, pero teñido de color frambuesa, con una navaja antigua que debía tener mucho valor, pues la hoja era damasquinada y el mango, de oro febrilmente trabajado. Aquel oro que reposaba sobre pelo rosado, quizás evocador del contraste entre la dentadura y la encía inflamada, me produjo una sensación decididamente desagradable.

Me hallaba aún bajo el efecto de aquella impresión, cuando vi llegar a Montcul, seguido del negro Publicola que vestía únicamente un calzón de gruesa tela roja, cortada hasta la rodilla en una pierna, hasta medio muslo en la otra. Mi anfitrión se envolvía en un amplio manto con capucha, cuyo tejido, entre gris y malva con lúnulas pálidas, le daba un aspecto, más que de monje excéntrico, de enorme e inquietante mariposa nocturna.

—¡Ah! Le presentaré a los ejemplares de la experiencia —declaró el desmesurado bómbice—. He aquí a la señora de Auguste Valentin (la llamaremos por su nombre de pila, como en familia: Berenice), joven esposa de un abogado de Burdeos que defendió en cierta ocasión mis intereses y lo hizo muy bien; he aquí su único hijo, Cesarión, en quien estaban puestas tan nobles esperanzas que siento verdadera tristeza al pensar que no tardarán en verse decepcionadas y que jamás volverá a saberse de él. Pero ¡qué remedio! Hay que sacrificar mucho si se quiere conocer algo. La madre y el hijo fueron vistos por mí, luego señalados a mis rufianes (quienes desde que terminó la guerra sienten una nostalgia insoportable hacia ese género de empresas), que los raptaron durante un paseo por los Quinconces, me fueron entregados unos días antes de que llegara usted. Me he preocupado por mantenerles debidamente, para ofrecérselos como espectáculo.

La elegida le escuchaba con ferviente atención, con la mirada clavada en nosotros, pero no pronunció la menor palabra, ni llegué a oír nunca el tono de su voz. Únicamente, mientras Montcul seguía su discurso, ella estrechaba a su hijo con mayor ternura y temor. Berenice Valentin era una guapa mujer, de tipo muy francés, pero más turangés que gascón; su cara, de facciones regulares, estaba enmarcada por cabellos castaños, cortados por encima de los hombros; sus ojos tenían el color de los azulejos; su vestido blanco permitía entrever formas esbeltas, bien hechas para conmover a un corazón sensible a ellas; las piernas estaban desnudas y doradas; calzaba en los pies zapatillas de tenis.

—Tan hermosos ejemplares escasean, por desgracia —continuó el dueño del castillo—. Mis búsquedas se limitan a esposas muy jóvenes, indudablemente castas, madres de un solo hijo, el cual no debe tener más de una decena de meses. Da algún trabajo procurarse cobayas, en número suficiente, que satisfagan todas estas condiciones, y no acostumbramos a tener tanta suerte, como hoy, en lo que a belleza se refiere. Ahora podrá ver en qué consiste la experiencia.

A una nueva orden suya, los dos negros se arrojaron sobre la joven y le arrancaron al niño, lo cual se llevó a cabo sin un grito, pero no sin resistencia. Después de dejar al chiquillo en un rincón, condujeron a la paciente hasta la cruz de san Andrés, para ponerla con la espalda contra la madera. Le ataron fuertemente las muñecas y los tobillos a los cuatro extremos de los ejes, con la cabeza sujeta a una tablilla por medio de un dogal. Al acabar, tras asegurarse de que ella no podía mover más que la zona media del cuerpo, recogieron al niño, que fue despojado de todos los pañales que le envolvía; luego se le colgó de las manos al trapecio que ya he descrito, delante de la cruz. El rostro de la madre y el del niño quedaban así el uno frente al otro, y exactamente a la misma altura.

—Está bien —aprobó el amo—. Pero acercad un poco el trapecio.

Y así se hizo, hasta proporcionar a la mujer la mejor y más clara visión posible de su infeliz vástago. Concluida la puesta a punto, Graco le hizo a Berenice una caricia insolente por debajo del vestido.

—Como de costumbre, te pondrás detrás de ella, con el objeto de obligarla a mantener los ojos abiertos —especificó Montcul—. Podría tener el capricho de cerrarlos, y habríamos trabajado para nada.

Mi anfitrión y yo estábamos arrellanados en nuestros sillones, a menos de un metro de la escena.

—Te toca a ti, Calígula. Ya sabes lo que has de hacer.

El gigantesco negro se inclinó para coger la navaja y se acercó, casi con paso de baile, a las víctimas de un tratamiento que aún desconocía yo, pero que adivinaba cruel. Para empezar, tentó el cuerpo de Berenice Valentín, manoseando brutalmente sus senos y sus nalgas, la miraba a los ojos con expresión aviesa. Dentro de los calzones, la herramienta se le traslucía tiesa como una barra. Pensé que iba a lanzarse sobre la mujer, que sus ligaduras entregaban sin la menor defensa a todos los ataques, pero se volvió contra el niño. Tras haber dibujado con el dedo sobre su carita una línea divisoria, apoyó en su extremo superior el filo de su arma, y de un gesto preciso y suave, manteniendo a la víctima inmóvil con una mano, cortó rápidamente la piel de la frente, de la nariz (con el cartílago), los labios, las encías y el mentón hasta el final del cuello; le tocó luego el turno al pecho, el vientre, por fin el sexo diminuto que con aplicación partió en dos partes estrictamente iguales. La sangre brotaba por todas partes, era horrible. El negro (que tenía las uñas largas), agarrando entonces los dos bordes de la herida en el lugar donde estuvo la nariz, tiró violentamente de la piel a derecha y a izquierda, y despellejó así, en unos segundos, el rostro del niño a la vista de su madre. La maniobra fue repetida más abajo, hasta los muslos, para desollar enteramente el cuerpecito en su cara anterior. La madre, a la que el otro negro impedía cerrar los ojos, no había perdido detalle de la terrible operación, y respiraba con un estertor de marejada. Eh lugar de la palidez previsible, sus mejillas adquirieron un tono púrpura, curiosamente a tono con el repulsivo aspecto del pequeño desollado.

—En ese momento de la vida en que las mujeres están aún ligadas a sus criaturas como por fantomático cordón umbilical, destruir en un instante, delante de ellas, el rostro de su único hijo, ese rostro que contiene todo su amor, que es el eje de su existencia, más allá del cual no existe un objeto ni una imagen que pueda emocionarlas realmente, borrarlo de su vista como con una goma, convertirlo en diagrama anatómico, imagine el trastorno (esta palabra resulta tan inexpresiva) que todo eso ha de producir en ellas —observó Montcul—. Tiene que admirarme por haber inventado un procedimiento de semejante calibre. Si las fibras nerviosas se comportasen como las moléculas en química, ¿a qué reacciones asistiríamos? Pero la naturaleza humana es absurda, y es lo más increíble que se revela lo más común. Mire, por regla general eso las inflama.

Calígula acaba de hundir la hoja en el pecho del tierno infante, que respiraba todavía, según creo; luego, en cuanto la hubo sacado, sin apartarse de nosotros siquiera, con un gesto vigoroso arrojó el cuerpo por encima de la balaustrada.

—¡Qué os aproveche, cangrejos! —exclamó.

Limpiada cuidadosamente en un pliegue de los calzones, la navaja fue devuelta a su cojín de pieles. Después de lo cual el verdugo continuó el trabajo: le arrancó el vestido a la madre, desgarró en pedazos sus prendas interiores, sin desatar las ligaduras. El hermoso cuerpo quedó al descubierto, un poco más lleno de lo que yo imaginaba, y que ardía, carmesí como las manchas del sarampión. Moviendo las palancas, Graco hizo bascular la cruz hasta que quedó en posición horizontal en la parte inferior del bastidor, una banqueta inesperada donde yacía nuestra ramera, ofrecida al primero que llegase. Calígula, desbraguetado en un santiamén, sacó su magnífica daga; se inclinó sobre la hermosa descuartizada, abrió con el dedo un cono musgoso de fiera, introdujo el glande, y con un solo golpe de pelvis hundió hasta la empuñadura en la carne suave el enorme instrumento que me había mostrado la víspera, como una maza enarbolada sobre la nuca de Michelette.

—Mire con atención —indicó Montcul.

Inclinado sobre la cara de Berenice, le tomaba también el pulso. La mujer, con las facciones completamente descompuestas, los ojos desorbitados, abría una boca babeante que tendía con una especie de desesperación hacia los labios del bruto que la violentaba arqueando el cuerpo, como si no deseara tocarla más que en el interior de la vagina. Los pezones se erguían erectos, el vientre subía y bajaba, un estremecimiento le recorrió la piel hasta acabar en una convulsión; no cabía la menor duda de que era presa de un goce ciego y furioso.

—Al primer asalto, y sin necesidad de ninguna preparación, la puta ha respondido —prosiguió mi anfitrión—. Y eso que era una mujer fría, ¿sabe? Y no creo que nunca haya gozado mucho en los brazos de su marido. Pero son todas iguales; trátelas como yo, y verá que gozan como perras. Mire, esas contorsiones, esa mirada extraviada, esa expresión de éxtasis… ¡Carajo! Estoy seguro de que ya se le está levantando, usted que a lo que parece es hombre de buena picha.

Enmudeció por un minuto quizá, meditando, y luego, con hostilidad repentina, ordenó:

—Ahora baje. Ya ha visto bastante. Desahogue su grosera excitación con ese culo gordo que ya sé le entusiasma tanto, o con el chocho de mis negras. Acabaremos sin usted.

Le obedecí, sintiendo un gran alivio al poder retirarme, no porque quisiera irme, como exhortó, con las muchachas que se habían escondido no sé dónde, y a las cuales, después de lo que acababa de ver, me sentiría incapaz de hacer los honores, sino porque, sin formular ningún juicio sobre lo que mi temible amigo llamaba sus experiencias, me aterraban sus caprichos, sus bruscos altibajos, hasta el punto de temer lo peor si permanecía mucho tiempo en el castillo.

Después de subir a mi habitación, cambié mi indumentaria a la moda de Gamehuche por la que se lleva generalmente en los países de Europa. A toda prisa, sacrificando incluso una de las maletas que no pude encontrar, corrí a mi coche. El motor, por suerte, arrancó a la primera. Graco, que al punto compareció en el patio, no me quitaba la vista de encima; en su mirada, esta vez, me pareció leer que me envidiaba. Tenía ansiedad por saber si me abriría el portón, pero lo hizo en cuanto se lo rogué. Entonces, para mi contrariedad, descubrí que el mar, que llevaba subiendo desde hacía más de dos horas, había sumergido por completo el camino de acceso; pese a todo, experimentaba una necesidad tal de franquear el abrumador recinto y salir del círculo, que no vacilé en sacar el vehículo fuera del castillo, a la plataforma exterior. El portón se cerró a mi espalda. No volví a ver a nadie.

Caído sobre el volante, velé toda la noche, en espera de la marea alta y luego del reflujo. Llegó el alba, por fin, y a eso de las seis las olas dejaron de azotar la calzada. El viento era tan fuerte, cuando pasé, que a duras penas podía mantener la dirección. Corrí durante algún tiempo, al azar, por las pésimas carreteras del páramo, y en cuanto llegué a un paraje protegido por los árboles, detuve el automóvil, cerré las ventanillas, y me dormí en un sueño parecido al de la muerte.