«Fue entre la primavera y el verano del año 1942 que vi por primera vez al general barón von Novar, que acababa de ser promovido al mando de las fuerzas aéreas destinadas en la baja Bretaña. Al oír que se hablaba de este vuestro anfitrión y servidor como de un inglés original (expresión que sigue empleándose), asqueado de su propia patria, pero gran admirador de la nueva Alemania, el general quiso conocerme, y muy cortésmente (debo confesarlo, por raro que parezca), después de que los suyos me anunciaran su visita, se hizo llevar al castillo para presentarse ante mí. El estrépito de las motocicletas de la escolta, que petardeaban en la playa aguardando a que el vado se hiciese transitable para los vehículos, me sirvió de oportuno aviso (al objeto de evitar todo incidente desagradable) para que ordenase encerrar en una de las torres enrejadas a dos judíos que me entregaron los maquis, y que provenían de un pueblo del interior donde se habían refugiado con bastante irreflexión.

»Como supe decir lo que convenía para complacer a semejante energúmeno, Novar pronto me tomó más afecto que a sus compatriotas (a los que despreciaba, por otra parte, cuando su graduación era inferior a la suya); hasta tal punto que ya no podía prescindir de mí, y tres o cuatro veces por semana acudía a Gamehuche con el fin de visitarme. Tenía la costumbre de hacerse acompañar sistemáticamente por su sobrina, la joven princesa de Warmdreck, aquí presente y a la que acaricio en el lugar justo, debajo del vestido, en este preciso momento. Se está riendo la muy puta. Reirá mejor quien ría el último. Pero creo que me estoy saliendo del tema.

»El general —volviendo a nuestro morueco engalonado— sentía por mí un aprecio fanático y, en un rasgo de confianza que sin duda yo no merecía, me contó, bajo promesa formal de secreto, el cómo y el porqué tenía a su sobrina con él. Si bien el pretexto alegado fue el que precisaba de los servicios de la joven en calidad de secretaria, el motivo real de su marcha era el de sacarla de Alemania, a fin de que eludiese el servicio de trabajo obligatorio y ciertas promiscuidades indignas de una persona de su rango, pues había príncipes reinantes, antes de Bismarck, en la familia.

»Al principio, soporté no sin aburrimiento tales visitas, a las que el equilibrio frágil de mi posición no me permitía evidentemente sustraerme, pero no tardé mucho en dejarme seducir por la comicidad involuntaria que sirve de blasón a los oficiales superiores y generales en los ejércitos de todos los países del mundo, y no podía pasarme sin las confidencias de Novar. Un morueco, lo repito otra vez, en lo que a carácter se refiere. Y su sobrina comenzaba a darme agradables motivos en qué pensar. Les acompañaba con frecuencia un tercer personaje, que veía con menos placer y que me observaba sin amistad. Por lo que se dejaba entrever, estaba prometido, aunque de modo no oficial, a la princesa Luneborge; con el grado de teniente piloto servía en las formaciones marítimas de la Luftwaffe, y su insignia era algo en forma de alerón o de aleta. Noble también, y de primerísima categoría, si bien menos humano que bestial, era un gañán pelirrojo y de piel blanca que medía cerca de dos metros de alto y exhalaba en torno suyo un fuerte olor a establo. Quizás abusaba del champú de pelitre. Alardeaba de su adminículo con ostentación (los pantalones militares y las guerreras están cortadas expresamente para realzarlo), no hacía falta ser adivino, ni confesor, para darse cuenta de que la puta de la sobrina sentía ardores por él, y que la gruesa cachiporra del primero se conocía a fondo los mejores rincones de la segunda. El caso es que (¿no lo dije antes?) yo tenía esos rincones metidos en la cabeza (y en el vientre), como se tiene la imagen punzante de San Pedro de Roma o de un burdel todavía por explorar.

»Al crecer el calor a medida que avanzaba la estación, el general en ocasiones mandaba un coche a recogerme a Gamehuche, para llevarme a una playa desierta, cerca de Saint-Quoi-de-Vit; el trío se bañaba habitualmente bajo la única vigilancia de los motoristas, rígidos, apostados al pie de una pequeña duna. Al amparo de una sombrilla, Novar charlaba inocentemente, sin que fuera necesario prestarle más atención que al susurro de la arenilla. Luneborge se dejaba cocer al sol, y después, roja como una peonía y en silencio, se tiraba al agua y nadaba muy lejos con brazadas poderosas y tranquilas. La seguía a corta distancia ese cretino al que detestaba: el teniente Conradin. Yo estaba convencido de que los novios fornicaban en pleno mar (suculenta hazaña, por lo demás, y de la cual he aquí la eficaz receta: mientras la hembra hace el muerto, el macho se sitúa debajo de ella, y luego, guiando el bauprés tieso hasta la hendidura que se desee, con brutalidad, si el agua salada no lubrica bien, la empitona o la encula con un buen golpe de pelvis; entonces no queda más que dejarse llevar por el movimiento de las olas, que te mecen la espina dorsal como manos serviles aplicadas debajo de una hamaca; pero es prudente no olvidar de atarse al cuello, para no perderla, calzoncillo o bañador, la ropa que se haya quitado al inicio de la operación). Cuando volvían, al cabo de una hora o más, con el rostro contraído por la fatiga y sin aliento, yo envidiaba al hombre. La puta se dejaba caer en la arena, agotada como si se hubiese entregado a un pelotón de fusileros; con la mirada baja, puesta en seguida sobre estas pacientes aguamarinas que ve usted aquí (no sé de nada que invite a tan grandes excesos como el vacío de esas piedras azul pálido engastadas en una piel muy bronceada), dejaba secar al sol sus hermosos cabellos, el atractivo vello castaño que sin pudor exhibía en las axilas. Mientras, yo veía que él, el muy puerco, con la mano disimulada por debajo, acariciaba suavemente sus nalgas, y se le enderezaba de nuevo con la maniobra, mientras que con una ligera ondulación de la grupa y del vientre ella le demostraba no permanecer insensible. ¡Carajo! Me juré que no pasaría mucho tiempo sin que la ramera sirviese de vaina a mi tizona.

»Los hombres del maquis, puestos al corriente de mis deseos, advertidos de que tendrían una generosa recompensa el día que me entregasen a los tres en buen estado, trazaron su plan de ataque. Fue al día siguiente de la festividad de San Juan cuando lo pusieron en práctica, en una mañana de calor denso que inevitablemente empujaría a mis víctimas a bañarse, en tanto que yo podía esgrimir saltos por encima de las hogueras, contradanzas y otros excesos de la víspera como pretexto para no moverme del castillo.

»El sol quemaba los guijarros de la orilla, y caía sin piedad sobre las testas rapadas de los germánicos. Los motoristas, que como buenos soldados dormían de pie en su puesto, fueron reducidos sin tiempo de dar la alerta, pero no sufrieron más daños que un ligero aturdimiento, obra de proyectiles disparados por armas neumáticas y silenciosas de mi arsenal particular. Los tres personajes principales acababan de vestirse, pues también para ellos era excesivo el calor aquella mañana (y media hora más tarde mis esbirros se habrían encontrado con la playa vacía); al ser imposible toda resistencia, fueron capturados, maniatados, amordazados, encapuchados y arrojados a una carreta sobre una capa doble de fucos, como langostas puestas a refrescar. En cuanto a los heridos (levemente), como la marea comenzaba a subir, se les enterró debidamente hasta los hombros, desnudos aunque con los brazos atados al torso, en la arena húmeda, a cincuenta metros más o menos de las primeras olas; de esta forma tenían tiempo de ver cómo llegaba la primera onda antes de ser engullidos por el remolino. Tengo la certeza de que ahogarse así, entre golpes, espuma y agua que se retira, debe machacar el sistema nervioso, y destrozar la razón, como en la muerte por el látigo. Aunque tal vez constituía una liberalidad excesiva malgastar tales refinamientos con vulgares soldados de la Luftwaffe.

»En cuanto a los prisioneros, una vez descaperuzados (permítame recurrir, se lo ruego, a este término de cetrería), fueron conducidos a la sala en la que nos hallamos, hacia la caída de la tarde; las cortinas estaban corridas, las velas se habían encendido, aunque en el exterior aún era de día y el calor continuaba siendo insistente. Los hombres del maquis se retiraron, una vez embolsados sus luises, para dispersarse en el páramo y los boscajes.

»Contemple en torno suyo, con la diferencia de que ahora la iluminación es diurna, el teatro de la representación; pasemos revista brevemente, actores, víctimas y figurantes, a los personajes que tomarán parte en ella.

»A este lado, el de los extranjeros, el general von Novar, el teniente Conradin y la princesa de Warmdreck. Los dos primeros visten el uniforme de diario de la Waffe, pero llevan sandalias no reglamentarias. Luneborge, descalza, viste únicamente un albornoz corto de playa de tela anaranjada, que hace un bonito juego con sus hombros bronceados, sus axilas, sus piernas y un estimulante comienzo del pecho.

»Al otro lado, el de los residentes del castillo, he aquí, en primer lugar, a su seguro servidor, el dueño de la casa; luce ese día una bata negra de casimir, con un cinturón de seda rosa, que le da un cierto aire de “Su Ilustrísima, Monseñor de Gamehuche”. Completamente desnudo bajo esa bata, calza zapatillas negras de gamo, y de talón malva. Le flanquean, a derecha e izquierda, dos muchachas de raza negra, Viola y Cándida, desnudas en sus largas túnicas abiertas por delante y desabrochadas, una violeta, rosa la otra, tejidas con pieles de esas cabras del Tibet que tienen la pelambre suave como el cabello de una mujer; escarpines rojos de tacón alto realzan la esbeltez de las piernas de esas niñas traviesas. Los dos negros Graco y Publicola, descalzos y con el torso desnudo, sólo llevan calzones ceñidos —de raso blanco el uno, carmesí el otro— hasta más abajo de la rodilla, a la moda de los antiguos pescadores napolitanos; para completar su atavío o tener las manos ocupadas, cada uno sostiene una bandeja de plata con un gran manojo de espárragos, de los que Monseñor de Gamehuche a veces mordisqueará uno, como por distracción.

»Los únicos personajes que usted no conoce (¡y con motivo!), dos judíos que ya mencioné antes, John-Henry Rotschiss, no hace mucho traficante en chatarra, y el dentista Simón Vert, completan la compañía. Los dos (a quienes he convencido de que tal disfraz les protege) visten hábito de capuchino, de ese color fecal que le será familiar; la tez lívida, el brillo graso de la piel sucia armonizan con el sayo con la misma naturalidad con que las hojas de acedera van con el sábalo.

»Y ahora, sin que se levante el telón, la función comienza. Los prisioneros se miran, echan una mirada a su alrededor, me observan con cierto asombro, pestañeando como noctámbulos sorprendidos por el haz de una linterna. Luego los hombres recuerdan tal vez que están en guerra, que son oficiales, nobles y prusianos, pues se ponen tiesos como troncos, con esa pose familiar y que es como una especie de erección morosa. La mujer, por el contrario, floja toda ella, se ondula como una nutria asustada.

»Según las prerrogativas de su graduación, el general tiene derecho a decir la primera palabra. Lo hace para comunicarme que me fusilarán, y que va a demostrarme cómo mueren los héroes de su país.

»—Te equivocas por partida doble, mi querido general. No me fusilarán porque ninguno de los tuyos sabrá jamás que encontraste aquí, en un nido de cangrejos, el fin de tu excesivamente larga carrera. Y no se trata de que mueras como un héroe de tu país o de otro cualquiera, sino de hacerme gozar con el espectáculo de tu humillación, de tu deshonor y de las mortificaciones que se te van a infligir. Judíos, os entrego al general, haced con él lo que os plazca.

»Le limpio los mocos con una doble torsión nasal, y de un puntapié en las partes le empujo hacia los judíos. Éstos, al ver el uniforme de sus verdugos habituales, habían corrido a ocultarse tras la columnata, para volver luego con paso de hiena, soltando una risa tan feroz y horrible que, de no ser por su utilidad como instrumentos vejatorios, creo que les habría hecho despachar antes de emprenderla con los alemanes. Se apoderan del general, le abofetean, le zurran la badana, le palpan el cuerpo con sus feas manos sudorosas, manipulan gorduras y delgadeces, pero sin desvestirle.

»Es el turno del piloto-teniente. Atraigo hacia mí a su prometida, tomándola por el sobaco, y ella levanta el codo, dócilmente, para dejar a mi alcance sus pechos, libres y desnudos bajo la tela.

»—Desnudad a ese cerdo —ordeno a los negros.

»Desprovisto de vello, o casi, como suele darse en los hombres del norte de tipo solar, su cuerpo es el de un hermoso animal atlético, que observo con odio y placer, echando una mirada crítica al arcabuz que le cuelga sobre gruesos testículos lardosos.

»—La tiene floja —le digo a Luna—. Levántasela.

»Ríe la linda ramera, fingiendo embarazo, y se pone a acariciarle el trabuco al teniente, que la mira con furor contenido. Tieso a medias el órgano principal, culmina ella el trabajo a golpe de lengua, como una experta, en tanto que yo aprovecho su postura para alzarle el albornoz por encima de los riñones y, en cuanto le hube bajado las bragas, para palpar triunfalmente los hermosos globos de sus nalgas a la vista de su prometido.

»—¡Bien! —exclamo (un poco burlón, cuando ella se incorpora para ofrecerme gatunamente su cara, sus párpados cerrados, su boca entreabierta, su lengua de puta)—. Noto cierta insolencia en ese prepucio grosero, que voy a castigar. Judíos, dejad en paz al general y coged unas tijeras; vais a circuncidar al piloto.

Se le atan las muñecas a la víctima con el simple expediente de una cuerda, que se sujeta, tensa para mayor comodidad de la operación, a una argolla. Se efectúa la circuncisión, que produce como resultado un cabo de carne que recuerda las pastas rellenas de Bolonia, un poco de sangre, alguna queja y cierto estremecimiento por parte del interesado. Despierta mi curiosidad, pues jamás había visto tal operación, me siento complacido al observar una avidez similar no sólo en Viola y en Cándida, sino también en la prometida del paciente; a partir de aquel momento supe que no me mostraría con ella más severo que con las otras dos. Pero la circuncisión en sí, un espectáculo para damiselas, me decepcionó; lo confieso con toda franqueza.

»Con grandes risotadas, Simón Vert muestra a la víctima el prepucio que le acaban de extirpar; se lo lleva a la boca, finge encontrarlo sabroso.

»—Acabemos con el aviador —exclamo—. Primero, el judío Rotschiss lo va a encular; luego el dentista se comerá sus testículos (y si no se los traga de veras, es hombre muerto).

Se afloja la cuerda un poco para poner el culo del teniente al alcance del judío, sin que éste se vea obligado a encaramarse sobre unos cojines, pues resulta lamentablemente canijo con relación al alemán. Siguiendo mis órdenes y sin hacer caso de sus lloriqueos, se le despoja de su hábito monacal: hay que rendirse a la evidencia de que las vergüenzas del canalla de mi ario carecen para él de atractivo, pues el aparejo le cuelga como la lengua de un perro que ha corrido demasiado. Intento que se le levante por efecto del miedo; Viola y Cándida le masturban, pero sin éxito, y en último extremo se decide recurrir a una buena receta del negro Graco, el cual, tras enjabelgarle el glande de mostaza, e introducirle en el ojo del culo un grueso pimentón colorado, le fustiga durante cinco minutos con vergajos empapados en vinagre. Se le pone turgente al fin (frágil como una vulgar estilográfica) y, temeroso sin duda de que se le baje si se demora (aunque, según Graco, los efectos del pimentón son duraderos), encula al teniente de inmediato y sin la menor dificultad, hasta tal punto los culos de los aviadores tienen forma de tragabolas. Nos desternillamos al ver al arrogante piloto (en sus narices, su prometida me cosquillea una oreja con la lengua, mientras yo la masturbo ostensiblemente) cabalgado por Rotschiss, que se balancea asido a su cuerpo como una arañita encima de un moscón. Le aupamos; después de darle al columpio, el judío eyacula; le desclavamos para bajarle y que Simón Vert nos muestre cómo trabaja con la dentadura.

»A éste le he dado tal susto al mencionar la posibilidad de matarle, que para levantársela, haría falta bastante más que mostaza y pimentón; pero el papel que le confié no va más allá de sus posibilidades, por lo que puede hacerlo con la vara floja. Se lanza sobre el bajo vientre de Conradin, quien, esta vez, se pone a gritar como veinte loros; apoyándose con las manos en los muslos, le muerde con furia en el escroto y, a fuerza de torsiones y arrancamientos, le arrebata un testículo y luego el otro. Comérselos resulta más difícil (tienen la carne dura los cojones crudos de un adulto, ¿sabe?); sin embargo, se los merienda a toda prisa, casi sin masticarlos, metiéndoselos con el dedo dentro de la garganta, y al concluir, tiene la cara violácea como la de un ahorcado. ¡Bravo por el dentista! La víctima sangra como un cerdo degollado (lo fastidioso de estos pasatiempos es que el desenlace acostumbra a ensuciar el local); hago una señal a los negros, que lo rematan por estrangulación, para luego quitarlo de en medio.

»—¡Leche! —exclama gentilmente su novia—. Me hubiese gustado saborear un pedazo de testículo. Pero quiero ver qué hace usted ahora con mi tío.

»El general von Novar había contemplado nuestros placeres en tensión, consiguiendo conservar hasta el final una actitud militar; brazo en alto, a la hitleriana, había saludado los restos de su colega. A mi llamada, se adelanta con un taconazo (pero las suelas de esparto producen un sonido blando).

»Ordeno que le descalcen y que le desvistan de cintura para abajo, de lo cual se encargan las negras, quienes juguetean haciendo melindres con su grisáceo vello púbico. La guerrera, que sólo le cubre hasta justo donde empiezan las nalgas, no constituirá mayor obstáculo a nuestras iniciativas que las cortas blusas, en las que hace pensar, de las putas de burdel elegante. Se permite que siga con ella puesta; pero las negras se la desabrochan por completo, para arrancarle la camisa a pedazos.

»—Ya no la necesitarás —le consuelo (pues su mirada se posa en esos jirones con tristeza)—. Ponte a cuatro patas.

»Obedeció. Le aplasto los dedos con el tacón, y luego le sacudo un soplamocos en la nuca y dos bofetadas secas. Su sobrina, pegada a mí, le retuerce la nariz dos veces, y se levanta el albornoz para que pueda yo masturbarla y lamerla. Mientras tanto, los judíos se encarnizan con el cadáver del teniente, que han arrastrado hasta el extremo de la sala, como para mejor dejarnos en familia al general, a su sobrina, a las negras y a mí. La puta se aparta, y empieza a palpar los colgantes en el bajo vientre del morueco engalonado.

»—Los golpes le excitan —exclama (escupiéndole en la frente)—. Se le está empinando un poco.

»Es una observación tan deliciosamente depravada que me siento invadido por una ternura casi fraternal. Luna alza los brazos, complaciente con los deseos de Viola, que aparece detrás de ella para despojarla del albornoz y lengüetearle la raja de las nalgas. La agarro otra vez en cuanto queda desnuda; los dedos de una de mis manos se hunden en su vagina viscosa; los de la otra la socratizan suavemente. Empieza a gemir. Noto entonces que mi miembro empieza a cobrar vida.

»—Desnudaos —ordeno a los negros—. Publicola va a encular al general.

»No hay necesidad de repetir la orden. Las cualidades eréctiles de esos bribones saltan literalmente a la vista. A la primera palabra, al primer signo, sus enormes garrochas se desenvainan, puntiagudas, como alabardas de acero o como los cañones en batería de un navío de guerra. El instrumento de Publicola, movido por una pelvis implacable, se hunde hasta el vello púbico en el ojo del cíclope, y el negro se dobla como la hoja de una guadaña por encima del general alemán para morderle la nuca. Durante esta operación, prosigue mi labor digital en las partes interesantes de la joven princesa, y me veo recompensado por partida doble; a saber, por parte de ella la emisión de ciertos líquidos; por parte mía una vigorosa turgencia de mi artefacto.

»“Llegó por fin la hora de la fornicación”, me digo. Me libero de mi túnica episcopal, que cae al suelo ante la nariz del general; asesto un buen puñetazo a esa nariz, con el fin de mantener la persistencia de mi erección, y arrojo sobre el manto a mi nueva amiga que se deja tumbar de buen grado, sin fingir siquiera un leve rubor, hasta tal punto le fascinan las proporciones de mi banderilla y sobre todo mi divisa de batalla: esa cresta anaranjada y malva de la que, como usted sabe, me siento orgulloso.

»De un buen golpe, penetro a mi princesa por delante hasta que el glande golpea esa pared última de carne deliciosa, que en italiano llaman de tenca. No es éste un coño de doncella, evidentemente; pero mi ariete es demasiado voluminoso como para no sentirse oprimido, y la muy bellaca (cuyos músculos responden como es debido, ¿sabe?) me otorga pellizcos muy agradables abriendo y cerrando su cascanueces según el ritmo que le impongo. En resumen, la tengo empitonada, sin eyacular, durante seis u ocho minutos, luego me salgo de ella, le doy la vuelta y la enculo más o menos el mismo tiempo. Vuelvo a salir, sin descarga tampoco, en el preciso momento en que Publicola suelta su engrudo (pues su capacidad de control es mucho menor que la mía) en las entrañas de Novar.

»Con un nuevo puñetazo en la cara (y dos bofetadas de Luna), obligo al general a mamarme el hisopo, pringoso de mierda del culo de su sobrina, cosa que lleva a cabo con aplicación, docilidad, medida y sin pensar, me parece, en morderme. Luego enculo al general; le froto el ano con bastante rudeza durante ocho minutos por lo menos, pero no eyaculo. Al mismo tiempo, para tener las manos ocupadas en algo, masturbo a Viola y a Cándida, mientras que Luneborge, frotando su cuerpo por detrás contra mí como si me sodomizara, apoya los brazos en mis hombros para retorcerle las orejas con crueldad a su tío. Desclavo mi arma, siempre sin haber descargado, y se la ofrezco por segunda vez (pringosa de su propia mierda) al general, para que la limpie con la boca; mientras me obedece (y esta felación me resulta tan deliciosa como una entrada de caza mayor entre el pescado y la carne), hago que le encule el negro Graco; éste no tarda mucho en llenarle el conducto de esperma, pero la jabalina no se le doblega y continúa clavando.

»Luna está tan pálida (y tan marcadas son las ojeras en el rostro exangüe) que puede temerse lo peor o esperarse lo mejor. Se restriega contra mí como una histérica, con las piernas separadas en una postura innoble, el sexo abierto (de donde salen efluvios de azafrán y de champiñón al vinagre), el clítoris tan tenso que lo noto correr por mis riñones como el dedo de un niño; al intentar sacarle los ojos a su tío, le ha hecho horribles arañazos en la frente y en los párpados. En lo que a mí concierne, me siento cada vez más excitado; las insignias y condecoraciones prendidas en la guerrera del general, inclinado en posición orante para chuparme la estola, me hacen cosquillas agradables en la entrepierna, e imagino que una tupida nube roja brota del suelo en torno a mí, la princesa, el negro y el alemán, para hurtarnos a los cuatro a la mirada de los simples mortales y prestarnos el apoyo conveniente para una orgía o un combate de dioses o de demonios. El negro, por última vez, se corre en el ano de Novar; le aprieta el cuello con sus largas manos de estrangulador, soltando una carcajada que el eco hace repercutir como estallidos estruendosos del más olímpico de los goces. Retiro entonces mi fraile de los labios del paciente, cojo una botella de coñac por el gollete y, tras echar un buen trago, le doy al general un golpe tan fuerte en la boca que le hace saltar tres dientes. Luna, arpía deliciosa, me arranca la botella de las manos, se bebe de un tirón la mitad de su contenido, rompe el casco contra una argolla y desfigura a su tío al tirarle a la cara dos golpes terribles con la parte cortante; cae luego sobre mí y, babeando coñac, me chupa golosamente el cirio. Me agarro a ella y rodamos por el suelo, invertidas nuestras posiciones; le muerdo el vello que rezuma néctar femenino y alcohol, hundo la boca y la nariz en su vagina, mientras ella me bombea el báculo en un arrebato del más furioso paroxismo. Eyaculo al fin; suelto auténticas cataratas de leche en la garganta de mi puta divina, que engulle hasta la última gota, como un ángel. Luego me siento flaquear; la cabeza me da vueltas; apenas si tengo tiempo, antes de desmayarme, de gritar esta última orden a los negros:

»—¡Acabad con el general!

»Cuando vuelvo en mí, veo que he sido obedecido. Los cadáveres de los dos alemanes yacían bajo la columnata, y la ramera que yo había deseado, desnuda aún, acurrucada en mis brazos, me contemplaba con una tierna admiración, como si de veras me amase».