Al despertarme (por primera vez, debería añadir), era ya de día y estaba solo en la estancia redonda. El desorden de las sábanas, jaspeadas, no lejos de mí, de semen seco, daba fe aceptablemente de que no había soñado ciertas hazañas de la víspera, y pensé que, si salía, y luego volvía a entrar, se me metería en la garganta ese olor potente que dejan las mujeres de piel negra al pasar la noche en un lugar cerrado. Me abstuve, sin embargo, de hacer la prueba, prefiriendo estarme quieto entre un hedor del que sólo notaría (con la ayuda de la costumbre) una atmósfera un poco cargada. Ésta, la fatiga y mi inmovilidad actuaron como una buena dosis de narcótico: me volví a dormir otra vez.
No habría transcurrido mucho tiempo cuando un alegre alboroto me despertó nuevamente. Vi aparecer entonces a mis bellas amigas, quienes (empujando, tirando y con esfuerzo) sacaron del hueco de la escalera una bandeja de impresionantes dimensiones, la cual puesta sobre el lecho como una mesa, contenía grandes tazas llenas hasta arriba de un chocolate espeso y maléfico, una pirámide de tortas sacadas del horno a medio cocer, compoteras con crema de anchoas aux fines herbes, picadillo de carne cruda y cebolla, confituras de flores de acacia, de capuchina y de violeta. Con la excusa de cobrar nuevas fuerzas, nos lanzamos al asalto con glotonería; recuerdo que mis amigas estuvieron a punto de ahogarse de risa (olvidaba decir que, para atracarse, se habían desnudado completamente, y que tampoco yo llevaba la menor prenda) cuando una tartina de violetas me embadurnó los labios y el paladar de ese color que caracteriza a los perros chow-chow, y que en ellas resultaba del todo invisible, naturalmente. Las virtudes de tal colación, que se me permitirá llamar almizclada, no tardaron en hacerse notar, y recompensé a mi vez a las lindas golosas llenándoles la boca, y luego el vientre, pero a golpes de pica. Confesaré, para ser francos, que sólo Viola obtuvo licor; no quería yo, de buena mañana, mellar demasiado el arma.
Después de esta tempestad, vino la calma; a continuación bajamos los tres al cuarto de baño, y allí, en el gran estanque previamente lleno de un agua con toda probabilidad saturada de gas, pues humeaba y burbujeaba como el champán tibio, nos entretuvimos largo tiempo en abluciones en verdad deliciosas por los pretextos que ofrecían a juegos inocentes y perversos, y búsquedas íntimas, a placenteras comparaciones, a falsos candores y a curioseos infantiles, así como a la satisfacción de los susodichos curioseos. Resumiendo, salí del baño armado de nuevo, los muslos tirantes, la cabeza despejada, el corazón ajustado como un cronómetro. No hay nada como las niñerías para reanimar a un hombre. Y más que a Baltasar, cuyo nombre me habían adjudicado, me comparé al rey Salomón en su edad más venerable, que recuperaba el vigor de sus años jóvenes prestando su cuerpo a los retozos lascivos de desnudas jovencitas.
Me afeité; Cándida me frotó con el guante de crin; Viola me pasó varias veces la lengua, además de talco, por lugares particularmente sensibles. Las dos, inmediatamente, me ayudaron a vestirme. Del mismo modo que la víspera, y, por encima del brillante ropaje que ya he descrito, me echaron una larga capa, de apariencia más bien pastoril, que por el color y la materia del tejido parecía cortada de una pieza de espuma solidificada. Salimos, en cuanto cubrieron sus desnudeces con vestidos de astracán, abiertos por delante como levitas, cuya piel apenas se distinguía del vello lustroso de Cándida; no obstante, dejé a mis amigas en el patio, al pie de una escalinata donde me indicaron que debía yo emprender solo la ascensión.
No encontré a nadie allí arriba. Soplaba un fuerte viento, que me congeló, y me arrebujé friolentamente en la tela, gruesa por fortuna, que el aire hacía crujir. Tomé el camino de la ronda, por donde se llegaba a una terraza de hermosa vista, si bien de trazado irregular, situada por encima de lo que describí como el cuerpo principal de vivienda, es decir, el torreón y las dos pequeñas torres laterales; dicha terraza, bordeada por un parapeto no muy alto, seguía evidentemente por el lado del patio la línea festonada de los edificios que la sustentaban, mientras que por el lado del mar quedaba delimitada por la curva de la muralla. Faltaría poco para el mediodía, ya que mi sombra dejaba en las losas de granito una mancha no mayor que un conejo de buen tamaño. La pleamar había pasado poco antes; la corriente refluía, perfectamente visible en el trayecto de los bloques de espuma, los fucos y pequeños cuerpos flotantes. Una boya tiraba de la cadena hacia alta mar; pero había que recorrer varios metros para que apareciese la calzada que unía el castillo con la tierra firme, y las olas, sin romper, lamían la base de la muralla como hacen con el casco de un buque en aguas profundas. Pájaros grises se arremolinaban, emitiendo gritos inarticulados.
—Ya es un poco tarde para ver cómo se zambullen —dijo una voz—. Al subir la marea, los peces se asoman a la superficie, y se lanzan entonces sobre ellos para capturarlos.
El hombre que yo esperaba, advertido, supongo, por las negritas, había subido sin que le oyera, y allí estaba junto a mí, con la cabeza descubierta, los cabellos al viento, y el resto confortablemente protegido por una pelliza de zorros del país, que le arrastraba un poco sobre las pantuflas.
Cuando se ha tenido la suerte (o la desdicha) de verlo, el rostro de Montcul no se olvida fácilmente, y estoy convencido de que las víctimas de ese hombre, al cerrar los párpados por última vez, se llevan consigo su imagen en la muerte. Un poco más corpulento de lo normal, en lo que a proporciones atañe, el rostro de que hablo aparecía horadado por ojos grandes y muy claros, de pupila amarillo paja, sobre los que se dibujaban cejas rojizas y muy finas; la nariz es grande, un poco arqueada por encima de ventanas muy abiertas y trémulas; también es ancha la boca, de labios muy pálidos, severamente cerrados, encorvados voluptuosamente como el morro de los grandes felinos; la piel, casi demasiado blanca, está tan cuidadosamente afeitada, empolvada con tanta exactitud, que jamás puede apreciarse en ella el más mínimo vestigio de vello. Flota sobre todo eso una larga melena cobre y caoba, partida en dos por una raya más o menos por encima del ojo izquierdo, y que cae hasta más abajo de las orejas, a la moda de las mujeres y de ciertos pederastas ridículos (aunque Montcul, que no es pederasta, puede ser todo menos ridículo). El cuello, un tanto femenino, aparece redondeado en la parte inferior como por un comienzo de bocio, y Montcul no lleva nunca más que cuellos (de seda) abiertos y muy amplios. Habría que mencionar también un aire entre águila real y prelado anglicano, que no es el rasgo menos singular del personaje.
Hablo de él en presente, como si estuviera vivo, pues por lo que he podido saber (y que se sabrá más adelante), dudo mucho de que lo siga estando.
Al ver que le examinaba de pies a cabeza, se echó a reír.
—¿Qué opina de nuestro carnaval? —preguntó.
Y como no sabía yo muy bien cómo responderle, prosiguió:
—No me tome por una loca que intenta disimular las incertidumbres de su alma disfrazándose como un travestí. Sería necio, sin embargo, que niegue la afición un tanto exagerada que siento hacia las máscaras y todos los disfraces posibles e imaginables. Sólo a semejante afición debe usted imputar el menú que se le sirvió anoche: resígnese, pues los sucesivos serán del mismo orden, o, si lo prefiere, del mismo desorden. Admitirá también que, en cuanto decidí alejarme del mundo, romper definitivamente con mi ambiente, mi existencia pasada, y puesto que con tal fin me hice propietario de este castillo, como ya hemos visto situado al margen de la tierra de los hombres, un castillo que he hecho reconstruir y decorar sin ninguna pretensión estética sino con la única ambición de crear un clima de extrañamiento, admitirá pues, como decía, que era conveniente desterrar la ropa que hoy casi sin excepción se lleva de un confín al otro del mundo. Una ropa, que además de ser bastante desagradable de aspecto, e incómoda para las partes delicadas de nuestro cuerpo, apesta a vulgar burgués británico, una criatura que en la escala de los seres naturales situaría apenas por encima de la rata de cloaca (mus panticus según los zoólogos). Pero este siglo XVIII de fantasía con que visto a todos quienes, de buen grado o por la fuerza, se reúnen conmigo en Gamehuche, tampoco me lo tomo en serio, entendámonos; sin embargo, creo que no le sienta mal a usted y le sienta maravillosamente a mis negros. Por cierto que de esas batas que vestimos usted y yo, bajo nuestros recios abrigos, la idea me vino escuchando una de las cosas que me son más queridas en el terreno de la música: el fin del primer acto de Don Giovanni. Salta a la vista que los dibujos del único inglés que haya sabido jamás emplear el lápiz o el pincel (y que reposa en el cementerio de Mentón, dicho sea para abreviar la adivinanza) me han ayudado considerablemente a componer mi vestuario.
Si formulé alguna respuesta en aquel momento, fue insignificante y no deseo recordarla; como tampoco el papel (únicamente de comparsa) que desempeñé en la conversación. Así que serán los pensamientos de Montcul (un poco lo que los anglosajones llamarían los Montculiana) lo que citaré de ahora en adelante, y desde luego no en el mismo orden con que fueron expresados aquella mañana. Pero no por ello serán menos representativos del genio extravagante de mi anfitrión, el señor de Gamehuche.
—He vivido en la mayor parte de las capitales de Europa, sobre todo en París y en Londres. Le confieso que siempre me aburrí enormemente con esos pasatiempos viriles que, según su lenguaje y su temperamento, denominaría usted juerga, libertinaje, galantería o vicio: sus limitaciones, con las que se tropieza demasiado pronto, jamás me permitieron experimentar un placer auténtico. El adulterio, por sofisticada que sea su envoltura, ¡vaya purga, francamente! Y desnudar a esas mozas que desprenden un fuerte olor a bacalao, en la rué Paul-Valéry, o también en una casa acogedora de la rué du Bac, llena de gatos siameses y objetos anatómicos que parecen exvotos, de yeso, ¡vaya letanía! Tantos hombres como hay cuyo mayor orgullo reside en perseguir busconas, conquistar mujeres; ¿no les cabe en la cabeza la idea de que, en toda caza, lo esencial es la suerte de matar? Hablan de ojear, perseguir, acosar; pero se contentan con un juego tan ficticio y fácil como una fornicación vulgar tras un baile en familia, en vez de entregarse al puro desenfreno del cazador en pos de su presa.
* * *
—Nada hay tan frágil como la belleza de una mujer hermosa. Bastan una navaja en manos de un negro (o en el puño velludo de un orangután, según nuestros clásicos predilectos) y tres movimientos de alguna presteza, y lo que fue tu perla, tu tulipán negro, tu ídolo, tu obra maestra de la creación, parecerá la cabeza despellejada de una ternera.
* * *
—Y además, dígame usted, ¿cómo admitir que esas putas que nos sirvieron, sirvan luego a tantos otros? ¿No hay una imperdonable falta de estilo en semejante tolerancia? ¿No le parece también eso en flagrante contradicción con cuanto le exigimos al placer? Al saborear un pescado, o un ave, nuestra satisfacción es mayor, y digerimos mejor viendo que en nuestro plato no quedan sino unos cuantos huesos mondos. Del mismo modo el libertinaje implica, a mi entender, la destrucción de la víctima, cuyo único objeto es el de darnos satisfacción con su cuerpo. Pues no existe otro medio de extinguir realmente el deseo.
Si yo fuese capaz de amar, creo que podría casarme, y mi amor sería fiel a través de todas las pruebas y hasta en los más grandes suplicios.
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—No tendrá compasión de esa joven alemana, que conoció usted anoche, porque no la amo realmente y jamás pensé en la posibilidad de esposarla; sin embargo, se parece tanto a mí en ciertas cosas, que hasta ahora he evitado lo irreparable. Ninguna de mis putas precedentes, por otra parte, me ha exprimido más zumo que esa condenada. Así que el peligro aún está lejos para ella. Pero no creo que se haga la menor ilusión acerca de lo que le espera al término de sus servicios.
Recuérdeme luego, cuando nos sentemos a la mesa, que le cuente cómo llegó al castillo. Es una historia muy divertida.
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—Durante los últimos años que pasé entre los hombres, antes de ponerme este hábito de ermitaño, excitaba mi fantasía el imaginar (y ejecutar, casi siempre) muchas cosas que pueden llevarse a cabo sin dificultades insuperables, pero de las que nunca a nadie se le ocurre la idea, por desgracia. Por ejemplo, robar es aburrido, infantil y ostentoso como un clavel en el ojal, a menos que uno lo necesite (y en ese último caso resulta mucho más fácil ganar legalmente sus banknotes), pero introducir cuadros en el Louvre o en la National Gallery, conseguir que penetren objetos absurdos en el orden polvoriento y solemne de los museos nacionales, ésos son delitos vírgenes: quiero decir, no penables si el legislador no se ha enterado aún de que son posibles, o incluso de que se han cometido ya. Me divirtió meter ediciones caras (la primera, por ejemplo, de Las flores del mal, o la Délie publicada por Sulpice Sabon), en esas fundas de diez francos la pieza, a escoger, que venden en los almacenes. Oculté perlas de gran tamaño en varias ostras, que puse luego en las canastas, teniendo buen cuidado de que no me viesen los vendedores; la mayoría eran buenas, aunque, para aumentar la sorpresa, las había también falsas. Igualmente, introduje luises de oro en el estómago de las carpas más grandes que encontré en el mercado de Saint-Paul, que es, como usted sabe, el del barrio judío. Hubo una degollina al día siguiente en las pescaderías, y dos mujeres y algunos niños perecieron en el tumulto. Y también introduje anguilas y cangrejos vivos en las pilas de agua bendita de las iglesias, sobre todo en Nôtre-Dame, a la hora de la misa solemne; así comieron sopa de pescado los sacristanes. En un orden opuesto de liberalidad, una solución de estricnina u otros prusiatos, pero en dosis fulminante, inyectada con jeringuilla en la corteza de naranjas o de mandarinas, metidas luego inmediatamente en los canastos, me ha dado muchas veces fructíferos resultados, como dicen los médicos. Otra diversión que puedo recomendar también (aunque no conviene practicarla con demasiada frecuencia) es la de desparramar chinches punzantes, después de untarlas en una pomada de curare, en el suelo de los pontones de acceso a los baños de río.
Enriquecer el azar de esta manera proporciona grandes alegrías. Hallaría usted calma para los nervios, paz para el alma, con más garantías que descargando un cubo entero de esperma. Apuesto, de todos modos, a que no seguirá mi consejo (una vez más, permítame dudarlo), pues nunca conocí a nadie (ni siquiera la joven princesa de Warmdreck) que compartiese conmigo el gusto y la inteligencia de tales iniciativas.
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—Hice una vez una lista de mis diversiones pasadas y por venir, que lamento, en atención a usted, no haber conservado. Al llegar sin remisión al término de esa lista, partí hacia Gamehuche. Acababa de instalarme y poner a punto el acondicionamiento del castillo, según las directrices que ya conoce, cuando estalló la guerra; muy oportunamente, lo confieso, para suprimir junto con el viejo orden legal la mayoría de obstáculos que se habrían opuesto a mis designios.
No sin placer, desde luego, supe de la derrota de las fuerzas armadas de Inglaterra, Francia y Bélgica, y de su alocada huida hacia los Pirineos. Mi espíritu es sano, y siempre me gustó ver cómo corren los militares de mi país: fueron, como quien dice, los primeros en pasar el control de Gamehuche gracias a la celeridad de los camiones de la R. A. F. Unos días más tarde llegaron los alemanes, y ocuparon toda la costa.
Como yo alardeaba públicamente del odio y el desprecio que siento hacia mi patria, y como, escandalizado por la estupidez de los Battenberg que acaban de cambiar su apellido por el de Mountbatten, yo había traducido el mío, obteniendo Montcul de Mountarse, los alemanes, en un impulso de esa insondable imbecilidad que yace en el fondo del alma germánica, me tomaron por un fascista inglés, o yo qué sé, en definitiva, por un fiel partidario de su causa, y me concedieron su benevolencia y su apoyo. Al mismo tiempo, me había conchabado (es la palabra justa) con los jefes de la resistencia local; la complicidad de éstos (asesinos, ladrones, chulos y tan estúpidos como era de desear) facilitó considerablemente mis actividades. Ahora que la guerra ha terminado, esos jóvenes granujas arriaron la bandera y es a título exclusivo de agentes que me sirven. Por dinero (o más exactamente por una pequeña cantidad de oro troquelado con la efigie de un Badinguet tullido), me proporcionan todos los muchachos, chicas, niños o animales que pueda necesitar, con el mismo celo que si fuesen napolitanos.
Durante la guerra, con frecuencia, me entregaban, bien atados y empaquetados, oficiales y soldados que habían caído en sus emboscadas. Los prisioneros tomaban parte en mis espectáculos, servían de pretexto a mis experiencias; el maquis salía ganando al desembarazarse de ellos sin comprometerse y recibir de mí alguna compensación suplementaria. Recuerdo, por ejemplo, a un rollizo coronel wurtembergiano, con quien montamos la agradable comedia de hacerle quitar uniforme y ropa interior, para luego, una vez desnudo, tatuarle en todo el cuerpo dicho uniforme sin olvidar un detalle, ni las polainas, ni los galones, ni las medallas, ni la funda de las pistolas, ni el más pequeño botón de reglamento. A continuación, en cuanto hubo mamado (sin morderlas) las mingas de los negros, y engullido el mosto, se encargó Calígula de liquidarle. Siento gran simpatía por los judíos, desde que sé que hacían pasar por la primera parte de este tratamiento a los oficiales superiores y generales del ejército británico, antes de devolverles, así condecorados, al cuartel. Sería una moda a imitar, el tatuar así a todos los militares de profesión. Mi mayor frustración es la de no haber podido nunca conseguir, aun con la promesa de una buena recompensa, algún ejemplar de esos gloriosos generales rusos, más cargados de oro y de quincalla que todos sus colegas juntos. ¡Imagine qué estupendo trabajo habría podido hacerse, grabando esas grandes hombreras, esos lucidos racimos de medallas, en el pellejo de un cosaco!
Un mugido bastante lúgubre, a nuestra espalda, puso fin al cuasi monólogo de M. de Montcul. Era —para anunciar que el desayuno estaba servido, se me dijo— el negro Graco que gruñía y se desgañitaba en una gruesa concha retorcida en espiral. Cuando el bocinero hubo perdido el aliento definitivamente, bajamos.
—¿No es una manía esa obsesión suya de conceder tal importancia a la raza de todos aquellos de quienes cuenta la historia? —pregunté a mi anfitrión.
—Buena observación —asintió—. Nunca he conseguido perder del todo esa vieja, y mala, costumbre inglesa de hablar de un caniche, un percherón, o un siamés, en vez de un perro, un caballo o un gato. Todo cuanto nos traen esas jodidas patrias es volvernos imbéciles.
Y me empujó en dirección al comedor.
Allí, en el escenario de la víspera (pero con las velas apagadas; las cortinas, enrolladas como velas por encima de una gran cristalera, que daba al patio, dejaban entrar en la estancia una luz más bien desabrida), me encontré con la compañía que esperaba; mejor dicho, sólo faltaba Michelette, a la que habría ya llegado la hora y cuyos huesos estarían los cangrejos acabando de mondar en aquel momento. Tomamos asiento en el mismo orden de la velada precedente, con la única diferencia, no obstante, de que Montcul y Luna de Warmdreck no compartían su diván con nadie. Edmonde, aunque acababa de salir de la cocina, donde, nos explicó, se había pasado horas en beneficio de nuestro paladar, aparecía sonriente y lozana; el pecho y el culo resplandecían bajo el camisón malva, realzados en magnitud y hermosura gracias a un corsé de cuero dorado que le atenazaba la cintura. Los dos negros iban y venían con grandes bandejas de erizos, cosa que me alegró, al principio, pues nada me gusta tanto como esos deliciosos racimos de color naranja o azafrán que ponen esos frutos vivientes del mar, pero me llevé una decepción, pues de erizos no tenían más que el caparazón, cada uno de los cuales contenía un testículo (de cordero) a la brasa, sobre un fondo de puré de cebolla escalonia. Pese a no aprobar tal golosina, detestable para mi gusto, me pareció, sin embargo, de un loable ingenio, pues la cáscara del erizo, carnosa en el interior y provista de un vello picante en el exterior, es morfológicamente un coño, con tanta evidencia que podría pasar por un chiste de la naturaleza. Había sin duda cierto humor en la idea de alojar un cojón en semejante sitio, más vulgarmente apto para recibir la punta de un pene.
En tanto que los negros, igual que puercos, devoraban los testículos y lengüeteaban el interior de los caparazones, Montcul vituperaba a Inglaterra, como de costumbre; refería historias de un pariente suyo, un Mountarse del siglo pasado, con quien la reina Victoria le ponía cornamenta ya sea a su marido, ya sea a su amante principal: Lord Alfred Tennyson.
—A la primera embestida de mi tío al colchón real —explicaba—, sodomizó a su Graciosa Majestad, y con tal franco impulso que quedó ella encantada, pues poseía sobrados motivos para quejarse del Poeta Laureado, el cual, por razones fundadas principalmente en la lectura de la Biblia y del diccionario médico, no quería empitonarla más que una vez por semana, y eso únicamente en lo que él denominaba «el vaso de la estricta moralidad», id est, la vagina. Mi tío, por el contrario, que era hombre de buena picha, visitaba con afán todos sus orificios y después de haberle colmado bien el coño, sin protestas se la volvía a meter en el culo, en la oreja, e incluso en las ventanas de la nariz. Parece —y lo que digo lo he leído en las memorias (aún inéditas, desgraciadamente) de mi tío Jonathan Mountarse— que a la reina le encantaba tragarse la simiente, y con el canto de la mano recogía todas las gotas que quedaban por donde la había asaltado y se las echaba al gaznate, afirmando que sabían mejor que las natillas al whisky, y que después del néctar de Mountarse el de Tennyson no era más que agua de arroz. Mi tío concluyó zurrándole a la golfa real con los tirantes; ella, como agradecimiento, le nombró caballero de la Jarretera. A mí no me fue tan bien en la Corte como a sir Jonathan. Confesaré, pues quiero ser en todo ecuánime, que a él se le levantaba con toda seguridad más deprisa que a mí; aparte de que los culos de las royalties raras veces se han puesto al alcance de mi lástex.
Se interrumpió para servirse un plato de lenguas (tan diminutas que no podían ser, creo, más que de cochinillos de la India), antes de proseguir, casi sin transición.
—Fíjese, se lo ruego, en el objeto de uso por excelencia en la familia y en el hogar de Gran Bretaña: la tetera inglesa. Haría falta estar muy desprovisto de sentido crítico para admitir que semejante utensilio sólo sirve para preparar infusiones. La forma —de falo humillado— de la boquilla, la panza redonda que nuestras seniles llenan de agua caliente antes de ponérsela en el chocho, indican, sin error posible, su destino. La tetera inglesa (una que vi, por cierto, estaba forrada de astracán, como el bajo vientre de un zulú) es un consolador; sin duda lo seguirá siendo hasta el fin del mundo, o hasta que mis compatriotas aprendan (cosa improbable) a sacarle un poco de jugo a sus tristes hembras. ¿No es acaso el ideal de todas las mujeres del Reino Unido el hombre-tronco, el impedido de picha gorda, una tetera en otras palabras, por completo doblegado a su voluntad? Añadiré, siempre a propósito de esa forma singularmente alusiva, que la tetera inglesa se asemeja tanto también a la cabeza de un rinoceronte, que siempre soñé con poseer un animal de esta especie amaestrado a joder con el cuerno; soltaría a mi mascota por el parque, a la hora de los sermones, y le aseguro que provocaría gritos, movimiento, alegría…
Empezaba a resultar monótono con su chovinismo al revés (era como el ras-rás de una peonza bávara); entonces, para cambiar de música, le recordé que me había prometido otra historia, concretamente la de la llegada de su amiga, la joven princesa, a Gamehuche.
—¿Qué opina de eso la referida joven princesa? —le preguntó.
Insistió otra vez, manoseando sin indulgencia los senos de su vecina:
—¿Responderás, cretina? Es a ti a quien hablo.
—La princesa y la cretina están a la disposición de M. de Montcul, para todo aquello que se plazca exigir —contestó la alemana, con un suspiro y un grácil movimiento del busto.
—Bien —exclamó nuestro anfitrión—. Soy un hombre galante, y sin el consentimiento de la interesada nada hubiese contado, pero, ya que ella lo quiere, empiezo.