A punto de caer el día, me preguntaba si Viola no se habría olvidado de mí, cuando oí el rumor de sus pies sobre los peldaños. Llevaba el mismo atuendo y calzado que ya le había visto, muy bien recompuesto el primero, y lucía un collar de gruesas moscas de oro que se balanceaban en el extremo de una cinta verde. Con su peinado vaporoso, un delicado toque de polvos pervinca en la cara, y un poco de ciclamino en los labios, la encontré aún más linda que antes. Me dijo que la cena se serviría al cabo de media hora, y que bajaba conmigo al cuarto de baño para mirarme mientras yo me lavase, pues disfrutaba viendo cómo se asean los hombres. Cuando subimos otra vez, después de varios retozos sin mayor trascendencia, no me permitió abrir las maletas, y buscó para mí, en otro compartimento del cofre-diván, una camisa de volantes fruncidos, de la tela más fina que jamás rozara mi piel, y además un calzón de seda, castaño dorado como el vientre de los buprestos. Por encima me hizo ponerme una bata de casimir blanca y un punto rosa, con grandes vueltas de chal, atada con un cordón. Medias negras y zapatillas con hebilla de plata completaron mi indumento de gala.
Después de cruzar el patio (como lloviznaba, para proteger nuestras galas, Viola abrió uno de esos paraguas familiares, desmesurados, que usan los conserjes de los hoteles), entramos en el gran edificio oval; así llegamos a un comedor donde reconocí al punto a sir Horatio (¡perdón, M. de Montcul!), vestido con los mismos atavíos que yo, aunque su color era más claramente asalmonado.
—Buenas noches, Montcul —saludó la mulata, empujándome delante de ella—. Se le pone dura mucho más deprisa que a ti, y su leche tiene un sabor a violetas que me recuerda la ensalada de eperlanos.
—Por lo que veo, no ha empleado mal su tiempo desde que llegó —comentó mi anfitrión—. No se disculpe; no esperaba menos de usted. Y permítame que también yo le llame Baltasar, puesto que es el capricho de nuestra bonita Viola.
No renegué de este sobrenombre, que me había procurado tan agradables momentos. Acercándose a mí, M. de Montcul prosiguió:
—Me complace en verdad que haya aceptado mi invitación. Se trataba, si la memoria me es fiel, de reunirse conmigo en un lugar que le describí (chistosamente) como fuera del mundo, y de ser mi compañero en ciertos juegos y ciertas experiencias. Gamehuche posee todas las cualidades de ese lugar ideal. La noche, la marea alta y las corrientes que hacen encresparse el mar en torno a nuestras fortificaciones, estos grandes muros y las puertas acerrojadas durante la bajamar, lo desierto de la comarca colindante, el temor que suscitá todavía un torreón denostado, bastan para separar completamente nuestro castillo de la tierra común de los mortales, y sustraerlo a sus leyes. Es usted el primero, fuera de mí mismo y de mis cuatro negros, que llega por su propia voluntad desde que vivo aquí; me apresuraré a añadir que usted y yo somos los únicos que pueden salir cuando les plazca, mientras sea a la hora de la marea baja.
»Le he invitado porque pude darme cuenta, en una ocasión, de que era usted un hombre serio; yo también soy un hombre serio, a mi modo de ver; al igual que yo, ya sabe que nuestra especie no abunda en la superficie de este planeta. Es en buena parte la ligereza y frivolidad de ahí abajo que me han impulsado a venir aquí, y enclaustrarme. Casi nunca he conseguido una erección, por ejemplo, fuera de mi casa. ¿Y vale la pena ese esfuerzo cuando no puede llevarse el juego seriamente hasta sus últimas consecuencias? Opino que no, en lo que a mí respecta; tanto más por cuanto mi complexión es peculiar, y exige para eyacular y aplacarse mucha más sustancia y trabajo que para levantarse. Aquí tendremos a nuestro alcance el juego que conviene a personajes como usted y como yo.
»Antes que nada, quiero que se familiarice con nuestros acólitos y nuestros servidores, los peones del juego.
»Fuera de usted —en adelante: Baltasar— y de mí —llámeme Montcul sin más— únicamente hay en el castillo dos hombres. Ya conoce al negro Graco, actúa como lacayo cuando no tiene otra cosa mejor que hacer. El negro Publicola, más grande y mucho más fuerte que él, lacayo también, me es útil además como “expeditivo”. Una delicada función que desempeña a las mil maravillas; más tarde sabrá usted en qué consiste.
»Para lo que han de hacer, me parece a mí, Baltasar y Montcul no necesitan tener edad. Ocurre todo lo contrario con los peones femeninos.
»Su amiga, la joven Viola, ha cumplido diecisiete años hace doce días. Esa muchacha de piel tan oscura, a su lado, que le mira riendo (apuesto a que su báculo les ha dado tema de conversación), se llama Cándida; tiene diecinueve años y uno de los cuerpos más atractivos que hayan conocido los aficionados a las negras.
»La señorita Edmonde, aquí presente, declara treinta años; es lo que se ha dado en llamar una joven de mundo y, en el susodicho mundo, su fama consistía en poseer el culo más hermoso de París y saber emplearlo. Aquí la hemos destinado a la cocina, porque no se le da mal, lo mismo que otras pequeñas cosas agradables, las cuales nos la hacen casi indispensable.
»Conocerá luego a la señorita Luneborge de Warmdreck, a quien en aras de nuestra comodidad vocal llamamos menos ásperamente Luna; hija de un príncipe hannoveriano, cuenta veinte años desde hace sólo tres o cuatro meses. La pequeña que entra en este momento es la señorita Michelette, que tiene trece años y es virgen».
La recién llegada me miró con expresión temerosa. Al ver que Montcul no añadía nada más, nos saludó a él y a mí con una reverencia palaciega, a la alemana, que era la cosa más conmovedora y ridícula que podía hacer, considerando su atuendo. Pues la jovencita iba vestida de puta de lupanar. Sus pies tropezaban con los zapatos de tacón alto, sus lindas piernas aparecían enfundadas en medias negras, que le llegaban a ras de las nalgas con ligas provistas de un clavel de seda roja como adorno. Se distinguían sin esfuerzo los detalles de su cuerpo grácil, apenas formado, bajo el velo más bien transparente de una camisa-pantalón de crêpe de Chine realzada con recargados encajes. Atada al cuello llevaba una cinta roja, carmesí como los claveles de sus ligas. Llevaba la boca generosamente pintada, los ojos muy agrandados por el maquillaje, las pestañas postizas, las cejas alargadas con lápiz, el cabello decolorado. A su espalda apareció una alta criatura de pelo castaño, probablemente Luneborge de Warmdreck, la cual, para alejar a la niña de nosotros, le azotó las pantorrillas despiadadamente con un florete muy flexible que su mano hacía silbar en el aire. Brotaron unas lágrimas, algunas gotas de sangre, y sobre las medias apareció un desgarrón encarnado que daba ganas de morderle la nuca o de apretarle el cuello.
—¿Por qué tendrá siempre que aparecer esta pequeña cuando no la llaman? —exclamó Montcul, aprobando el castigo.
—Porque el coño le escuece. Nada hay tan malsano como un virgo. En su interior se forman costras y ardores, queso, porquerías, anidan los bichos y ponen sus huevos; podría crecer el berro. No sabemos a qué esperas, Montcul, para penetrarlo. Acabarás por contagiamos la sarna o la escrófula, con tus vírgenes.
Luna se expresaba con vehemencia, y su soberbia andaba a tono con su única vestidura: una larga bata de piel de pantera (o mejor de leopardo de las nieves, tan lanoso y desvaído resultaba el pelo), desprovista de botones o de corchetes y abierta de arriba abajo, lo que me permitió constatar que la joven princesa tenía el vello púbico exactamente del mismo color, entre avellana y hoja marchita, que sus cabellos o sus cejas, particularidad poco frecuente incluso entre las mujeres nobles. No llevaba medias y sus pies descalzos lucían sandalias doradas. Las uñas de los pies, al igual que las de las manos, aparecían pintadas de nácar.
—Seamos ecuánimes —prosiguió—. Reconozco que esa putilla ha mejorado con mis lecciones. La reverencia la ha hecho muy bien. Mi difunto tío, que era difícil de contentar, no la hubiera desaprobado. Como recompensa, le permitiremos comer cuanto quiera, esta noche, y hasta beber, si Montcul lo autoriza.
Y le propinó a la niña un fuerte cachete en la comisura de los labios. Nos sentamos en tropel, tocándole los negros el culo a Edmonde, en tanto que Montcul concedía a Michelette el favor solicitado.
Nos hallábamos en un comedor completamente circular. A nuestro alrededor, bajo un techo de madera dorada, se alzaban columnas de una piedra que no sabría definir, pero lisa, carnosa, semejante a la cera un poco rosada; dichas columnas iban rematadas por gruesas bolas próximas al techo, el cual, sin embargo, no se sustentaba en ellas. Las únicas fuentes de luz eran cirios y bujías, de una cera acarminada como la piedra de las columnas, que salían de candelabros grandes y pequeños decorados todos ellos con muchachas corneadas por becerros o embestidas por asnos. La pared se hallaba recubierta por un tapizado flotante, de seda muy grosera de color vino del Rosellón, que corrientes de aire cálido, proveniente de las lumbreras inferiores, hacían oscilar con reflejos extraños. Entre ese muro y las columnas se abría una especie de galería circular donde se amontonaban pieles de animales, osos y tigres principalmente, que hacían las veces como de asientos, de camas, de tribunas peludas. El suelo, en el centro, desnudo, era de ébano u otra madera teñida de negro y encerada; clavadas en él había argollas de plata, y desperdigados por doquier objetos en su mayor parte de ese metal, taburetes, fuentes, cálices, y también látigos, sables y collares para dogos. Tres divanes circundaban la mesa (un cuarto, parecido, había quedado en la galería): divanes curvados para tres personas, montados sobre un chasis de plata provisto de ruedecillas, complementados con colchones y cojines de raso color topacio. En cuanto a la mesa, colosal y rústica, era de plata hueca, y por el interior de las patas corría agua caliente para entibiarla hasta la temperatura del cuerpo humano. No había mantel, ni servilletas. Entre fuentes, garrafas, platos y cubiertos, una fornicación bellamente cincelada y otros pequeños motivos obscenos alegraban la vista.
—Cuando quieras enjuagarte la boca —me advirtió Viola—, utilizas mis cabellos o los de Cándida. Nosotras haremos lo mismo con el pelo de tu sexo.
Pues la negra y la mulata me habían sentado entre ellas, en un acto de fuerza. En el diván contiguo, Montcul se hallaba instalado entre Luna y la pequeña Michelette. El negro Graco y el negro Publicola flanqueaban a Edmonde, pero los tres iban y venían sin cesar del comedor a la cocina para proveer al almuerzo, y su diván raramente se veía ocupado.
Para empezar, a guisa de potaje, tomamos un buen plato de laitances glacées sous priape; quiero decir lechas de pescado servidas en fuente de plata y espolvoreadas con guindilla roja, nuez moscada, azafrán, azúcar fino y un polvo azul desconocido para mí, todo lo cual dibujaba sobre su superficie fantásticos reflejos irisados, y por encima de ese trémulo arco iris se erigía una enorme picha esculpida en hielo, provista de enormes testículos sobre los cuales apuntaba al cielo casi en un ángulo de noventa grados, como un cañón antiaéreo montado en su cureña de campaña. Obra tal monumento de las manos de Edmonde, se la felicitó; luego las felicitaciones degeneraron en riña con la excelente propuesta (sugerida por Luna) de que el hijo debía de sodomizar a la madre y que se debía plantar aquella obra maestra en el culo de la artista ipso facto hasta la fusión total. La idea agradó bastante a la cofradía; sin embargo, como que la cocinera era necesaria y, sin ella, los manjares siguientes amenazaban con quemarse, Montcul ordenó el sobreseimiento, y que se guardase el coloso fálico en la nevera hasta el fin del almuerzo, para que, de esta manera, conservase sus dimensiones majestuosas. Y así se hizo.
Hambriento por el viaje, o tal vez por el galante intermedio, repetí de lechas tres veces. Viola, por el contrario, se hacía la remilgada, lo que no se le daba mal.
—¡Bah! Leche de pescado, y fría; se la regalo a Edmonde, que es una viciosa. ¡A mí es la leche de hombre lo que me entusiasma! ¿Me volverás a dar un poco de la tuya, mi querido Baltasar?
Le aseguré que no le privaría de ella, en otro momento, y aparté dulcemente su mano que me tocaba con descaro.
—Gentil mamona —exclamó Montcul, a quien la bebida había excitado Un poco—, felatriz adorable, mi encantadora tragasables, jamás te faltará leche. Te dejaré exprimir a todos los hombres que quieras, satisfarás tu ansia de vaciarles los cojones a todos los machos de la región, de dejar estéril a todo el país, de resecar a todas las putas y a todas las esposas de la provincia… Pero me parece oler un perfume que no me es desconocido. ¡Ah, si es nuestro manjar favorito, las béatilles de merde à la parisienne! Tomad los vasos y llenadlos con un vetusto Château-Châlons, ese vino tan delicioso que no se puede beber con ningún otro sustento. Jamás como mierda, sin haber hecho antes un brindis por Francia. ¡Viva Francia!
Bebió, y todos le imitamos.
—Los franceses son unos ladrones que en todas partes se han apropiado de los inventos ajenos —protestó Luna—. Comer mierda es alemán. Antes de la guerra, la servían en todos los buenos restaurantes de Berlín.
—La mierda de ave, y concretamente las tartinas de mierda de becada, te concedo que figuraba en la carta en ciertos wein restaurants, pero dime si hay algo tan francés como la bechamel, Madame de Sevigné, la Legión de Honor, o el Concert Mayol, o como un buen plato de mierda humana. Te lo digo sin prejuicios, yo que soy inglés y sé que mis compatriotas prefieren las cucarachas a la plancha a cualquier otra cosa. Y en cuanto a la mierda de negra, y en picadillo tan suave como éste, confiesa que hay que venir a Gamehuche para saborearla. ¡Viva Francia!
Tuvo que beber otra vez, al atragantarse con una punta de cagajón, mientras la joven Cándida le miraba con una sonrisa tímida.
La mierda era suculenta. Consumí tanta, como leche de merluza había saboreado; habría comido más de no llevársela las negras. Le tocó entonces el turno a las vulvas rellenas, de becerra me dijeron, que rebosaban de los ingredientes más delicados del mundo según las reglas de la gula. Muy blancas, gruesas como barquitos neumáticos, flotaban en un fondo de salsa de tuétano. Iban acompañadas de espárragos gigantes, que Edmonde nos ofrecía uno a uno fingiendo rubores. Devorado todo esto, los negros llegaron de la cocina con dos platos de sesos de aves marinas, que me atemorizaron un poco, a primera vista, por su singular presentación; pues cada seso, guarnecido con avellanas y nueces, iba ensartado por un pico, y se tomaba con la mano el minúsculo cráneo del pájaro (perfectamente limpio) para llevarse a los labios el bocado un poco frío bajo la fritura.
—Coma sin reparo. No hay nada tan rico en fósforo —me instó Montcul, algo ofendido por mi desconfianza.
No obstante, me abstuve de seguir su consejo. Los sesos tenían un regusto de aceite de pescado que me repugnaba, y además pensé, no sin un cierto malestar ante la idea de tan copiosa matanza, que sin duda habrían hecho falta varios centenares de gaviotas para conseguir aquellas dos raciones. Se me preguntará porqué no se me ocurrió pensar que para llenar la fuente de vulvas la hecatombe sería muy parecida. La razón, sin dudarlo, estriba en que las vulvas eran deliciosas, y nauseabundos los sesos. Pero a los negros les encantaban más que ninguna otra cosa. No dejaron ni uno solo en ninguno de ambos platos.
En cuanto fueron retirados los cráneos, Viola sacó una lengua que mis testículos recordaban como una caricia de terciopelo, para decirme que había llegado el momento del postre. Mi cabeza se llenó de frutos y de pasteles, y empezaba a preguntarme si me habría embriagado sin darme cuenta o se apoderaban de mí santas iluminaciones, cuando vi llegar a Greco y a Publicola, tambaleantes bajo el peso de una enorme bandeja que desbordaba de bogavantes, langostas, cangrejos y camarones. Ni sin haber estado a punto de dejarla caer (era quizás una comedia, pero nos dejamos engañar), la pusieron al fin sobre la mesa; nada podría coronar con mayor sutileza aquella roca de plata tibia que ese matorral monstruoso, por doquier erizado de pinzas, protuberancias, antenas y dardos. Pero el más grande de los portentos era que en el interior de todos los crustáceos la cocinera había sustituido la carne salada por dulces de confitería, y que al arrancar o desmenuzar los caparazones aparecían cremas bávaras, confituras de cidra o de rosa, miel de pipirigallos, pasta de castañas, mantequillas de avellana, vainilla y chocolate, bombones de almendra garrapiñada o café, mazapanes de pistacho, flores de azúcar. El deleite del paladar se conjugaba con la divertida sorpresa y la embriaguez de destruir. En un lapso de tiempo muy breve (pero durante el cual engullí el contenido de un pequeño bogavante, de un cangrejo gigantesco, de dos nécoras y un puñado de camarones), la fuente quedó casi vacía. No hablábamos sino para anunciar, como en la lotería, lo que nos había tocado en suerte. Un verdadero festín. Hasta que la voz de nuestro anfitrión nos recordó otras realidades.
—Edmonde, yo de ti no me atracaría tanto y pensaría un poco en mi culo —anunció—. Tú que has conocido el bracamarte de Calígula y todas las mingas que han pasado por el castillo, entérate bien, no te va a divertir que te clavemos por detrás el colosal príapo de hielo. He visto intestinos perforados por menos que eso.
—¡Piedad, te lo ruego! —imploró la interesada—. Castígame de otra forma, si crees que merezco ser castigada. Ordena que me sodomicen todos cuantos están aquí, incluso las mujeres, con tus horribles consoladores. Haz que me azoten. Haz que venga el perro. Todo lo que quieras antes que el carámbano.
—Nada de piedad. Que nos traigan el príapo colosal inmediatamente.
Mientras Graco se levantaba para ir en dirección a la nevera, el anfitrión se volvió hacia mí:
—Va a ser usted el ejecutor, mi muy querido Baltasar. Es un privilegio que le corresponde en su primera velada en Gamehuche. Pero, sobre todo, no trate con miramiento a esa puta, me disgustaría. Exageré hace un instante al decir que nos era casi indispensable. Nadie hay aquí que no pueda ser sustituido de un día para otro, si nuestro placer lo exige; y si esta joven jamona aquí presente pereciera por su culpa, créame que me encantaría haberle proporcionado tal diversión.
El ofrecimiento era caballeroso, y lo habría agradecido de todos modos, pero hete aquí que ya estaba de vuelta Graco con el temible artefacto; tuve que callar, ante los gritos de alegría que provocó la aparición del órgano, cómodamente instalado sobre el oropel de una piel de foca, servido en una larga bandeja colocada a su vez sobre una gran fuente llena de hielo machacado, con el fin de evitar, durante los preparativos, el mínimo e inconveniente adelgazamiento. Protegido con guantes de lana, cogí el príapo por los testículos y lo sopesé; se empuñaba como uno de esos enormes Colt que envían una bala al ojo de un cocodrilo con la misma exactitud que una carabina. Viola me prestó un metro enrrollable, que con propósitos (presumo) desvergonzados guardaba en un calcetín, con el cual medí el arma antes de devolverla a su helada colcha: treinta y nueve centímetros de largo, veinticuatro de grueso en mitad de la verga, y veinticinco en lo más dilatado del glande, le proporcionaban un calibre a todas luces terrorífico[3]. Entre tanto, resignada ya al ver que su llanto no servía de nada, Edmonde se puso en manos de los negros para la preparación del sacrificio.
Edmonde era una mujer muy hermosa, aunque de belleza un tanto pasada; cabellos de un castaño casi negro, ojos de color marrón dorado, piel muy mate, labios ensombrecidos por el bozo, rasgos clásicos al igual que todo lo demás, pero el culo era en verdad grandioso. Vestía algo parecido a un largo camisón malva, abierto por debajo de los brazos, para que el busto y las axilas quedasen a disposición del dominio público; lucía en las piernas (en nuestro serrallo Michelette era la única que llevaba medias) calcetines verdes con lirios anaranjados. Todo ello fue dispuesto a mi comodidad sobre uno de los divanes, al que se habían bajado brazos y respaldo para convertirlo en una especie de banqueta, y las muñecas y los tobillos de la mujer quedaron fuertemente atados a las cuatro patas del mueble; un cojín suplementario, colocado bajo su vientre, le obligaba a presentarme el culo en la posición más favorable, cosa a la que, de todos modos, no habría tenido inconveniente en consentir.
Llegó el momento de mi intervención: me facilitaron un cuchillo y, empezando por abajo, rasgué el camisón primero hasta la cintura, luego a derecha e izquierda, para dejar al culo por completo al descubierto. Fue como un éxtasis. Pues había yo apreciado la forma, sí, pero nada en la textura del rostro, de los hombros o de los brazos permitía presumir el esplendor y la blancura de aquel culo, cuya doble cúpula, comparable a un voluminoso globo de azúcar, emergía majestuosamente del cuello de una cintura esbelta. Ni una arruga, ni un pliegue, ni un lunar venían a alterar su admirable redondez, y en cuanto a tersura y firmeza superaban con mucho al mármol más puro, que hacían pensar también en ciertas catedrales de Italia. ¡Las nalgas más sublimes, en verdad, que yo había visto en mi vida! Entre ambas, un pelaje muy negro, bastante parecido al astracán, señalaba con vigor el término de su línea divisoria. Para teñir de carmín la palidez de aquellos dos hermosos mapamundis, les propiné unas cuantas palmadas que produjeron el efecto deseado; y no pude resistir la tentación de poner mis labios sobre la linda florecilla que se abría ante mí.
—No me lastimes demasiado; seré tuya por completo cuando quieras —oí que me decía entonces en voz baja.
Pero tal ofrecimiento, considerando la situación de la interesada, resultaba tan cómico, que no pude por menos de reír. En aquel mismo momento Montcul me exhortaba a «apuntillar sin preparativos».
Cogí el gigantesco príapo, asegurándomelo bien en el puño, y apoyé la punta en el centro de la abertura anal. Se produjo un encogimiento inmediato, y la florecida, que se había dilatado en beneficio de mis labios, se plegó como si hubieran tirado de ella con un cordón (pensé asimismo en una anémona de mar que se cierra). Acto seguido las nalgas comenzaron a temblar, y los muslos adquirieron ese aspecto granulado que se da en llamar «carne de gallina». Intenté la penetración, haciendo girar el príapo como si fuera un berbiquí, pero la piel del ano, adherida al hielo, giraba con ella, y eso hacía disminuir aún más la abertura. Entonces, para liberar mi instrumento, lo retiré de un golpe seco; Edmonde gimoteó, y vi un poco de sangre en el glande hialino del príapo.
—Empuje, hombre —ordenó Montcul—. No deje que se funda el arma.
Y a Edmonde:
—Tú, abre el culo, y verás cómo entra sola.
Tal como se me ordenaba, esta vez empujé el instrumento con vigor; al contacto del cuerpo frío la contracción muscular se hizo tan fuerte, que sólo conseguí que sangrase más, y los gimoteos se convirtieron en aullidos de dolor.
—Ya puedes gritar, cretina —gruñó Montcul—. Hace falta más que eso para levantármela.
Para mi constitución, por el contrario, era más que suficiente: mi cipote se erguía dentro del calzón y Viola jugueteaba con él como quien acaricia a un zorro. No obstante, como sea que el culo se obstinaba en resistirse a todos mis esfuerzos y que el artefacto había arrancado un jirón de tejido rosáceo, que pertenecía probablemente a la mucosa intestinal, mi amiga, al objeto de evitar mayores males, tomó de la mesa una aceitera y me la tendió, pese a las protestas del maestro de ceremonias.
En cuanto hube vertido aceite en el ojo del culo y en la raja que separa las nalgas, acerqué entonces un dedo empapado también en lubricante. Efecto extrardinario: apenas advirtió que se trataba de carne humana y no de agua congelada, la florecilla se distendió, se abrió como una boca, engullendo el dedo más que cediendo a su presión. Lo hundí hasta el extremo en el culo, para engrasar bien el interior del conducto. A continuación eché lo que quedaba de aceite en el príapo glacial y luego, manteniendo abierta la florecida con una mano, hundí brutalmente con la otra el glande en el cáliz. La paciente aulló de nuevo, se retorcía su cuerpo sobre la banqueta, y creo que sufría de un modo horrible; el ano, en todo caso, presentaba una dilatación tal que, estoy seguro, produciría raramente la minga de un negro, nunca el más copioso cagajón, y el esfínter se cerraba alocadamente en torno a mi ariete de hielo. Aprovechando el reciente engrasado, y para evitar, si dejaba el príapo inmóvil, que volviese a adherirse a la mucosa, lo empujé sin remisión hasta que los testículos se incrustaron en la piel de las nalgas.
—Bien, asunto concluido —declaré—. El cíclope está ciego.
Y Montcul respondió:
—Ha sido una buena operación. Pero tuvo suerte esa imbécil de caer en sus manos. En el lugar de usted, yo no me habría mostrado tan galante. Por mucha ensalada que hubiese armado, yo la habría sazonado con vinagre mejor que con aceite.
¡Pobre Edmonde! Todas las miradas estaban puestas en tu culo. Nadie quería perderse el más mínimo detalle de tus sufrimientos, y mientras tus gritos se convertían en el estertor de un animal al que se degüella, mientras que gracias a la terrible quemadura interna perdías, poco a poco, el conocimiento y tu cuerpo tomaba esa apariencia yesosa y blanda que caracteriza a los cadáveres recientes, mirábamos como por entre tus nalgas corría un hilo de sangre y agua que mojaba el tejido de la banqueta. Con tanta furia me excitaba el espectáculo de aquella pequeña muerte, que aparté de mi rabo la mano de Viola, para no eyacular, estúpidamente, en los calzones; así que estudié a mis vecinas, sin saber si lo haría en culo, en boca o en coño. Fue entonces cuando oí sonar una carcajada, cristalina y boba como la que se oye en el internado si a la maestra se le rompen los lentes. Era Michelette, que se aprovechó del permiso para beber y comer hasta aturdirse, y no cabía en sí de alegría.
—¡Edmonde tiene un canelón clavado en el culo y se ha puesto blanca! —gritó con fuerza entre dos ataques.
—Muy alegre está la pequeña —comentó la alemana—. No se la oye más que a ella.
—Querida amiga, usted que ha seguido los métodos de instrucción del parvulario empleados en su país, ¿conoce algún medio eficaz para hacer callar a los niños ruidosos? —preguntó Montcul.
La alemana le sacudió a Michelette un buen golpe en los senos, y murmuró unas palabras al oído de nuestro anfitrión.
—¡Carajo, ya lo tengo! —exclamó éste—. Esa putilla va a disfrutar de lo lindo. Y no volveré a burlarme de los parvularios, si es en ellos donde aprendió tales métodos.
Tras retorcerle la nariz a Michelette, se la arrojó, llorando, a los dos negros, con la orden de que la llevasen en el acto a la sala de los acuarios.
Montcul acompañado de Luna de Warmdreck, y yo con la negra y la mulata a cada lado, seguimos al trío, dejando a la hermosa Edmonde que digiriese plácidamente el carámbano en su incómoda postura; y confié en que experimentase placer y que yo pudiera depositar mi leche en alguna parte.
En la planta baja de la torre contigua, se abría otra estancia redonda, como el cuarto de baño que daba a mi habitación. A todo lo largo de su contorno había varios acuarios construidos por orden de mi amigo, los cuales, separados entre sí por una simple fila de guijarros, se levantaban en la pared hasta la altura del pecho; en su fondo unas lámparas proporcionaban a la pieza una luz tamizada por la pantalla de agua verdosa. Por el interior evolucionaban peces y toda suerte de animales marinos, entre pequeñas rocas musgosas, conchas y racimos de algas que reproducían más o menos el decorado visible en las profundidades marinas, cuando se llevan gafas de submarinista; burbujas de oxígeno, sin cesar, subían hacia la superficie. Al igual que en mi cuarto de baño, el centro de la estancia lo ocupaba un pilón circular, pero éste, cubierto por una reja hecha de tela metálica, tenía apenas unos pocos decímetros de profundidad, para terminar en un fondo de gravilla y arena. Habría dentro una veintena de pulpos, los cuales, excepto dos o tres, no eran más voluminosos de los que habitualmente se cogen en ciertas oquedades rocosas, donde un parapeto de piedras suele denunciar su presencia, en las playas de Bretaña y de Normandía durante la marea baja. Los más grandes, sin embargo, movían unos tentáculos casi tan largos como el brazo de una mujer. Varios salían del agua para adherirse a la cara interior del enrejado, pero la joven alemana los obligó a ocultarse, pinchándolos con el florete.
—Quitad la reja —ordenó a los negros.
En cuanto le obedecieron, dijo a Michelette pegándole dos bofetadas brutales:
—Mira bien, cochina. Te vamos a meter en ese agujero; así aprenderás a reírte y a armar ruido cuando hablan las personas mayores. Los pulpos se te echarán encima. Vas a sentir cómo te muerden, cómo te chupan la sangre.
Michelette se debatía, aullaba de terror cuando no la estrangulaban los sollozos, sacudía, queriendo huir, el brazo de la alemana, pero Graco y Publicola, que la tenían bien cogida (vi perfectamente que estaban armados y sus gruesas manos negras palpaban con brutalidad los tiernos miembros de la niña), la columpiaron hasta echarla en mitad del pilón. Hecho esto, se puso inmediatamente la reja otra vez en su sitio.
Los pulpos, recién pescados, no es que siguieran vivos: yo diría incluso que no había visto nada con tanta viveza jamás. Al principio huyeron a la desbandada, al caer Michelette entre ellos, pero les empujamos hacia el centro. La reja era demasiado baja como para que la niña pudiese estar de pie o sentarse siquiera, y allí debajo se revolcaba como una poseída, desgarrando la combinación finísima que constituía su única prenda, y el contacto con el metal le laceraba el rostro, las manos y la piel del cuerpo. Aterrorizados por los movimientos de la intrusa, los pulpos iban de un lado para otro con furiosas sacudidas; disparaban su tinta sobre la arena y en el agua, con golpes como de látigo adherían sus tentáculos a los miembros de la infeliz víctima. No es que esos bichos sean tan peligrosos como algunos pretenden, pero el apretón de sus ocho brazos, la succión de las ventosas con que van provistos, son temibles, sin embargo, y cuando hacen presa en una epidermis infantil con su boca córnea que parece el pico de un loro, la mordedura no es benévola.
A todas luces, Michelette había perdido la cabeza. Tumbada boca arriba, con los cabellos en el agua, las piernas abiertas al máximo, el enrejado le arañaba las rodillas que sangraban. Esta postura de la más absoluta impudicia le exponía a nuestras miradas mejor (o peor) que si estuviese desnuda, aunque algún jirón de crêpe o de encaje aún engalanaba aquí y allá su cuerpo magullado y sucio. Cinco pulpos que se habían pegado a ella, ya no se movían, con sus tentáculos estrechamente aferrados a la piel de sus flancos, de su vientre y de sus muslos; otro, el más grande, fue a posársele en la cara, convirtiéndola en una máscara espantable y burlesca. Esta confusión de carne infantil con los moluscos cefalópodos, en un decorado de seda y encajes rotos, de sangre, de tinta animal, de arena y de agua salada, adquirió entonces un grado de bestialidad grandiosa, donde había tal vez algo de eso que confusamente se da en llamar sublime, y me sentí poseído por el delirio. Agarré a Viola, tratando de arrancarle la bata, y la hice caer sobre la reja; pero no era yo el único que acusaba los efectos del espectáculo, y no me dio tiempo a empitonarla.
—¡Por todos los culos del cielo y de la tierra, creo que se me va a levantar! —rugió el señor de Gamehuche.
Las mujeres corrieron solícitas a su alrededor, y Viola, temerosa, se apartó de mí al escuchar su voz y no fue la única en desembarazarse de su atavío. Frotado por senos y nalgas, cosquilleado por pestañas, manipulado, maneado, mamado, el hisopo de Montcul pronto se irguió con fiereza. Era en verdad un hermoso ejemplar, no monstruoso en lo que atañe a longitud, si hay que creer a la docta Viola, pues apenas alcanzaba veintitrés centímetros, pero sorprendía por su perfil de maza y por el enorme glande carmesí (¡dieciocho centímetros de circunferencia!) que lo remataba. Su rasgo más destacable era una membrana dentada como la cresta de ciertos saurios, jaspeada de rosa y malva, que pendía desde el glande hasta el escroto. He visto pocos hombres en erección, por no ser en absoluto pederasta y no demasiado amante de las orgías, así que no puedo afirmar con certeza si tan magnífico ornamento, del que M. de Montcul se vanagloriaba, era una pieza única. Médicos consultados más tarde así me lo aseguraron; creo gustoso en su palabra. En cuanto al resto, mi amigo poseía el cuerpo de un Baco, tapizado por un vello abundante entre castaño y rojo, debajo de un rostro impecablemente afeitado y frío como el de un pastor protestante.
—¡Destapad el pilón, deprisa! —gritaba—. La putilla está ya a punto y en su jugo. La voy a estoquear por delante y por detrás, y que me condene ahora mismo si no derramo mi savia a torrentes.
Quitada la reja, Montcul, con la ayuda de la alemana y de Viola quienes le sostenían por los sobacos, saltó dentro del agua sucia con un ruido de salmón que cruza un dique. Nos llenamos de salpicaduras, mientras se redoblaba la agitación de los pulpos, como si nadasen en una balsa de agua caliente. Tuvimos que batallar para echarlos otra vez al interior, cuando, deseosos de huir, trepaban fuera del estanque. Uno se aferró el talón del inglés, otro a la nuca, pero Montcul, sin preocuparse de ellos, se apoderó de Michelette, asiéndola con rabia, maltratando cruelmente sus diminutos senos y sus nalgas, mientras mordía con todas sus fuerzas al grueso pulpo que se crispaba sobre el rostro de la niña. Otros dos, más pequeños, metidos entre los muslos, le cerraban la ruta del virgo; los arrancó de allí, y vimos como les introducía los pulgares en el cuerpo (en forma de saco) para volverlo como un guante y sacarle las tripas fuera, frotándose luego con ellas el pene y los testículos. Luego volvió a su víctima, con vociferaciones en las que creí oír una sentencia de muerte, y en cuanto la tuvo dispuesta en postura conveniente, sin otra preparación que la proporcionada por las entrañas del pulpo, hundió su estoque hasta la guarda en el vientre de la doncella.
Salida de su inconsciencia, Michelette redobló sus aullidos. Pensé que Montcul debió de herirla gravemente con su enorme clava, pues la sangre manaba en abundancia entre el agua manchada de tinta; pero continuó ahondando en el conducto durante al menos doce minutos, sin la menor piedad. Cuando salió de ella, sin haber descargado, el dardo era aterrador, babeaba una espuma sanguinolenta por todas las puntas de la cresta, como una iguana que hubiese jugado un horrible papel en alguna porquería ritual. Le dio la vuelta a la niña para desgarrarle el culo con mayor brutalidad que la empleada en romperle el virgo, y le cepilló el ano un espacio de tiempo aún mayor. Por fin, no sin unos cuantos gritos, echó hacia atrás la cabeza de su víctima, para morder otra vez el grueso pulpo que aún le enmascaraba, arrancándole con los dientes un ojo al bicho, cuyos tentáculos vibraban y chasqueaban como rayos en un fuego de artificio; sólo entonces eyaculó, y su descarga debió de ser prodigiosamente abundante, pues se prolongó varios minutos, acompañada de convulsiones que sacudían su voluminoso cuerpo caído en el pilón.
Al levantarse, vacilante, embadurnado de rojo y de negro de la cabeza a los pies, lo mismo que un dios indio con su pintura fúnebre, con el cimborio aún enhiesto, y algunos pulpos todavía pegados aquí y allá en la piel, su aspecto era realmente espantoso y magnífico.
—¡Bien! —exclamó satisfecho—. Con salsa y algo de guarnición es como hay que servirme a esas putillas. Comprenderá ahora el porqué no rindo con frecuencia honor a sus encantos fuera de mi casa.
Y majestuosamente nos abandonó, seguido de Cándida cuya atención había reclamado con un capirotazo. Tras las vidrieras, los congrios serpenteaban con lentas ondulaciones, y los siluros se encarnizaban con un débil compañero de especie.
Yo no había sosegado el rabo desde la hora del almuerzo. Ya era hora, me parecía, de pensar un poco en exprimir mi zumo. Con esta saludable intención agarré a Viola, que se masturbaba junto a mí al borde del pilón; puesto que en lo referente a la joven princesa, yo sabía muy poco de los lazos que podían unirla al propietario de Gamehuche, a quien por nada del mundo, naturalmente, querría poner celoso; por otra parte la mulata me agradaba más. Pero ésta, que recién acababa de satisfacerse, me rechazó con cortesía.
—Soy toda tuya, ya lo sabes, mi buen hermano —aseguró—. Pero el conejo ha corrido tanto que ya no puede más. ¿No preferirías desvirgar del todo a esta personita? Le queda la boca…
Semejante proposición, no es preciso subrayarlo, colmaba mis deseos. Michelette fue sacada del pilón, que se tapó de nuevo, después de volver a echar dentro cuatro o cinco pulpos aún pegados a sus piernas o que se arrastraban por la parte inferior de los acuarios. La niña parecía en ese estado de postración y languidez que sigue de ordinario a los ataques epilépticos: el aire hosco, la mirada estúpida, la tez lívida, un temblor continuo, manchas de tinta y de sangre como las del cuerpo de su verdugo, he de admitir que todo ello la hacía terriblemente excitante para mí.
—De rodillas, cochina —ordenó Luna (masturbándose mientras hablaba), quien asumía decididamente en Gamehuche las funciones de maestra de ceremonias, en lo que a libertinaje respecta—. Abre bien la boca. Como tengas la desgracia de morder al señor Baltasar o de escupir aunque sea una gota de lo que va a depositar en tu garganta, te arrojaré otra vez a los pulpos y te quedarás sola con ellos. Volveremos para recoger tus huesos mañana por la mañana.
El negro Publicola se encargó de sostenerme a la niña entre sus piernas, obligándole a ponerse de rodillas por el procedimiento de retorcerle los brazos a la espalda. El cerdo de piel oscura tenía empinado el cirio y, con ligeros movimientos de pelvis, lo frotaba contra la nuca de Michelette. La alemana y Viola se masturbaban mutuamente, sentadas con comodidad sobre la reja para no perderse el menor detalle de mi actuación.
Agarrándola de los cabellos —de un ridículo color platino y cortados (¿lo dije antes?) a lo Juana de Arco—, le castigué los ojos con una serie bien administrada de golpes con mi badajo, que en cuanto a volumen y dureza nada tenía que envidiar al bastón de un mariscal de Francia (o de cualquier otra parte). Tan congestionado aparecía el órgano que no osé prolongar mucho mi diversión —de delicado refinamiento por otra parte— ante el temor de una descarga precoz. La paciente, de rostro enormemente tumefacto por las mordeduras del pulpo, abría a la altura de mi bajo vientre —como ante los instrumentos del dentista— una boca resignada a todo, por la que asomaba la punta rosada de la lengua. Entonces, sin más dilación, irrumpí brutalmente en ella. ¡Qué suavidad la de aquel cáliz! Lo único que lamento es no haber sabido bregar más largamente a la ingenua, quien soportaba sin quejarse (¡y con motivo!) el sable que invadía su gaznate con fuerza como para aplastar la glotis y ensanchar definitivamente contra mí el rostro que pretendía en vano apartarse, asía los pálidos cabellos para arrancarlos a puñados, y le mortificaba con pellizcos las orejas. En el mismo instante, la negra salchicha de Publicola soltó, sobre la nuca y los hombros de la niña, un chorro blanquecino. Espeso y caliente, el esperma del gigantesco negro despedía un olorcillo a salvajina, que era casi insoportable.
—Trágatelo todo —ordenó Luna, inclinada sobre nosotros, a quien el dedo de su amiga hacía salivar el nido, seguramente, como un caracol de viña—. Ay de ti si dejas una gota.
Con un esfuerzo que algunos juzgarán heroico, la niña obedeció. Me aparté de ella, aplacado, satisfecho, pero cubierto también de manchas de tinta.
—¡Torpe ramera! —gritó la alemana, al advertir en mi ropa las manchas provocadas por el contacto de la víctima—. ¿No perderá nunca la costumbre de frotarse con las personas para ensuciarlas? Esta vez merece que la castiguen de veras. Vamos, vosotros dos, llevadla al comedor y sujetadla al suelo con las argollas.
Graco y Publicola se apoderaron nuevamente de la niña, demasiado ausente como para derramar lágrimas. Entre tanto, Montcul había vuelto, limpio y engalanado gracias a los buenos oficios de Cándida, con un ligero toque de polvos, perfumado, peinado a grandes ondas.
—Bribones, habéis estado jodiendo sin esperarme —nos saludó efusivamente.
En cuanto la señorita de Warmdreck le puso al corriente de sus nuevas órdenes, las aprobó sin vacilar:
—Siempre somos demasiado buenos con los niños. ¡Si no estuviese usted aquí, querida e inestimable amiga, para castigar a esta pequeña cuando se porta mal, se me cagaría encima y se comería la mierda! No digo, por otra parte, que eso me resultara del todo desagradable; pero cada cosa debe venir a su tiempo. Y que sea ahora el momento de jugar un poco con los perros, me parece excelente. Hacía mucho que no nos concedíamos ese placer, que me enloquece; estoy seguro de que complacerá también a Baltasar. Vamos pues, los negros ya habrán hecho los preparativos.
Retornamos al comedor. Edmonde seguía en la misma postura con que la dejamos antes de distraernos con los pulpos, y sobre la banqueta su culo reinaba en mitad de la rotonda con un esplendor incomparable; bajo el mueble, se percibía un pequeño charco sanguinolento, el único vestigio del cimborio magnífico con que la había yo obsequiado. La hermosa había vuelto a la vida: su tez rosada y sus ojos brillantes certificaban que había absorbido sin daño el enorme falo, y que en caso necesario o a la primera ocasión ella absorbería otro más gigantesco aún, hasta tal punto aquella joven encantadora estaba dotada de aptitudes milagrosas para la sodomía. Tuvo para mí una sonrisa amable, cuando pasé a su lado, y me rogó que empujase un poco la banqueta, para que no dejase de ver lo que iban a hacerle a Michelette. Satisfice su deseo, y luego la saludé, como anteriormente, con una pasada de lengua por el ojo del culo, pues me pareció que tal «besamanos» era lo que convenía a una persona de su carácter y en su situación.
Los demás se habían sentado como en el teatro, en banquetas dispuestas en forma de media luna. Ante ellos, en el suelo, vi a Michelette a cuatro patas, cual si estuviera jugando como las niñas de su edad, sólo que llevaba un collar fuertemente abrochado en la nuca, un collar de perro grande con clavos de plata y mechones de crin; una cadena corta que sujetaba el collar a una de las argollas clavadas fijas en el suelo, le impedía completamente ponerse de pie. Sobre aquel fondo de madera negra, con su cuerpo de chica iniciada demasiado pronto, sus cabellos casi blancos, la pintura corrida por todas partes, las contusiones y la suciedad que la cubrían, resultaba una putilla deliciosa; a pesar de mi reciente satisfacción, y aunque no estaba muy al corriente de lo que le iba a ocurrir, sólo con mirarla experimenté furiosas punzadas en las partes que llaman nobles.
—Ya estás a punto, bribona —rió Montcul—. ¿Sabes lo que te aguarda?
—Naturalmente que lo sabe —contestó la alemana—. Estaba presente, y se divirtió, durante la exhibición de la baronesa Séfora. Pero ay de ella si no se queda a cuatro patas y hace de perra como es debido. Pues tendría que vérselas conmigo, y ya sabe lo buena que soy yo…
—Empecemos —ordenó el amo—. La niña se fatigará en esa postura incómoda, si no le proporcionamos un poco de ejercicio. Publicola, tráenos a Nelson y a Wellington; y quiero que alguna de vosotras vaya a buscarme el tarro de los polvos.
Viola fue la más diligente en llevarle cierta vasija, que sacó de los cofres disimulados bajo las camas de pieles. Cuando Montcul lo abrió, para mostrarme el contenido, vi un polvillo oscuro, parecido al rapé.
—Es un polvo que atrae a los perros, que puede usted comprar en las tiendas donde venden artículos de «broma y engaño» —explicó—. Dicho de otro modo: secreciones de perra en celo, secas y pulverizadas. Resulta increíble, por estúpido que sea el código, que drogas a fin de cuentas poco peligrosas, tales como el opio o el hachís, se vean sujetas a la reglamentación estricta que ya conoce y que las pone fuera del alcance de los comunes mortales, cuando este ingrediente, más subversivo que una llamada a las barricadas, se vende libremente por todas partes. Imagínese, se lo ruego, el maravilloso escándalo que se produciría con sólo arrojar una pizca en desfiles civiles y militares, exequias nacionales, retretas con antorchas, visitas de soberanos extranjeros, grandes concentraciones deportivas… Pero eso que digo ya lo imaginó Rabelais, quien ha indicado con toda claridad el empleo de mi instrumento profanador (y que sin duda debió de experimentar él mismo). Lea primero, o relea, el capítulo veintidós del segundo libro. Hallará enseñanzas muy útiles sobre el papel de ese preparado en la perversión pública. Veamos ahora cómo sirven a la perversión privada.
El negro, entreabriendo la puerta, anunció que los animales estaban allí.
—Bien. Sujétalos un momento —indicó Montcul—. Ya te llamaré cuando la perra esté a punto. Entrarás primero con Nelson. Al otro le tocará el segundo turno.
Y añadió:
—Nelson empitona y Wellington encula. Al menos así los amaestré, del mismo modo que les puse sus nuevos nombres. Cuando llegaron —acompañaban a un oficial alemán que me entregó el maquis, y que sucumbió en mis experiencias antes de que se me ocurriera preguntar el nombre de los animales— no sabían hacer nada.
Luego se dirigió a Viola:
—Te toca a ti, que eres nuestra viciosa titular. Es una labor que compete a tus lindas manos por derecho de costumbre. Los perros te conocen, te quieren, se les pone dura en cuanto te olfatean, tantas veces los has masturbado en el ejercicio de tus funciones o por capricho.
La mulata tomó de sus manos la vasija, para luego inclinarse ante la parte posterior de Michelette. Yo me incliné también, pero sin abandonar mi asiento, para no perderme un ápice del nuevo tormento que aguardaba a la infeliz. Mi amiga le acariciaba dulcemente la grupa, como se les hace a las cabras cuando se desea que levanten la cola para ofrecer el conducto que la naturaleza consagró por excelencia a las prácticas bestiales, pasándole la mano por la línea entre el coño y el ojo del culo. Luego, con mucho cuidado de que no se le cayera, tomó un pellizco de polvos, que sus dedos introdujeron en el nido aún ensangrentado. Sin prestar atención a sus gemidos, untó también, metódicamente, los labios del sexo, secándose después la mano en las nalgas; acto seguido, en cuanto hubo cerrado la polvera, se apartó de la niña cuadrúpeda.
—¡Nelson…! —llamó Montcul.
Acudió corriendo hacia nosotros un dogo de la especie más grande, cuyo pelaje era de ese gris claro, más bien siniestro, que designa muy bien el adjetivo lívido, justamente el color del yeso cuando se mezcla con impurezas. Las orejas, cortadas en punta, se erguían como cuernos pequeños y rechonchos, por encima de ojos de pupila verde pálido que se inflamaban a la luz de las velas como los de los gatos. Se detuvo en mitad de la pieza y olfateó, mientras que un hilo de baba le caía del hocico, y entonces se le puso rígido el espolón y el glande brotó, escarlata, de su funda vellosa.
—Estos animales se empinan con una rapidez demoníaca —observó Montcul, más pródigo en comentarios que un pregonero de feria—. Éste, sin embargo, posee el instrumento de un calibre que la mayor parte de los hombres (hablo únicamente de los blancos) le envidiaría.
Por parte del can, el grupo en el que yo estaba no recibió más que desprecio. Decepcionado por nuestro olor y por nuestra inmovilidad, la bestia feroz se lanzó primero contra Viola, la única que estaba de pie y que había estado muy en contacto con el extracto de perra como para no conservar, en ella, algún relente. Puso sus patas sobre los hombros de la muchacha (era como si un gigante la sacase a bailar), la hizo recular, casi caer, y dirigía furiosos golpes de pelvis hacia el lugar donde se encontraban su herramienta y el suave vello que se traslucía a través de la bata.
—Abajo, Nelson —ordenó la intrépida hermosa—. Esta noche tendrás algo mejor que yo. Ves a embestir a la niña, perro bonito.
Se desasió sin esfuerzo del animal, que gruñía, para empujarlo hacia Michelette. En cuanto hubo olfateado las partes espolvoreadas, se lanzó sobre la niña, cuyo torso abrazó entre las patas, culeando a un ritmo tan frenético que ciertamente ni uno solo de mis lectores, de ser sometidos a semejante prueba, la habría soportado. Viola le dispensó una leve caricia, como hizo antes con la grupa de Michelette; acto seguido, sus largos dedos ahusados tomaron el enorme adminículo, y lo guiaron hasta la quisquilla, en la que penetró, clac, al primer intento, como una cuchara en la tripa de una perdiz demasiado provecta. El dogo cabalgó vigorosamente durante cuatro o cinco minutos, sin provocar otra reacción en su montura que sobresaltos de dolor (eché a faltar un espejo que, dispuesto ante nosotros, reflejara el rostro y tal vez los sentimientos de la asaltada); luego se detuvo y quedó como alelado, mientras un desagradable olor a perrera invadía la estancia. Graco fue a tirar de él por la piel del cuello. Con terribles sacudidas, lo desenganchó a la fuerza, en tanto que Michelette, medio estrangulada por el collar que la retenía, aullaba, se debatía, a la vez que del coño desgarrado por la amplitud de la maza manaba un nuevo reguero de sangre.
—¡Viva Inglaterra! —vociferó Montcul, bebiendo de un vaso de ginebra en la que había hecho pis la princesa de Warmdreck—. Y ahora, puesto que la marina ya no puede más, que venga el ejército. Traed a nuestra gloria nacional número dos.
En manos de Viola, la polvera prestó nuevamente sus buenos servicios; Nelson fue encadenado, triste y corrido por lo demás. La puerta dejó paso entonces a Wellington, y me sentí invadido por el terror, pues éste, mayor y mucho más brusco que su congénere, era negro de la cabeza a las patas, fuera de los colmillos que tenía muy blancos, así como de las encías, la lengua y la verga, del mismo tono rojo que las heces del vino. Entró ya con esta última tercamente erecta, excitado quizá por el olor que pudo llegar a su hocico por debajo de la puerta, o bien habituado ya al ceremonial del acto. Sin prestar atención a Viola, fue en dirección a la niña hacia donde corrió, para atraparla entre sus gruesas patas del mismo modo que Nelson; pero no fue más hábil que él para hallar por sí solo donde introducir su órgano. Como su esgrima resultaba bastante torpe, por mucha actividad que mostrase la alabarda, Viola se prestó a guiarla también hasta la explanada del templo donde debía de oficiarse el sacrificio. No sin alguna resistencia, logró ensartar su arma, hasta los testículos, en la florecilla; la fuerza de sus golpes era tanta, sin embargo, que hubiese acabado con un culo de oveja merina, de ésos que dicen en Béziers que son los más coriáceos.
Mientras no hubo terminado, la niña no dejó de debatirse ni de gritar. Era como si se hubiese vuelto completamente loca; pero aún en esa locura continuaba obedeciendo las órdenes recibidas y permanecía, como una perra, a cuatro patas. Con toda probabilidad, al correrse, el perro le mordió una oreja con crueldad. A continuación, más o menos igual que el animal que le había precedido, cayó en una especie de abatimiento.
Todos los esfuerzos habrían resultado vanos para extraerlo, hasta tal punto se estrechó el esfínter o tal volumen adquirió la cachiporra dentro del conducto, de no traerse, en última instancia, un cubo grande de agua fría, que desunió a la triste pareja al ser vertido sobre ella. Y así el duque de hierro fue a reunirse con Lord Nelson.
—Esta niña ha quedado en verdad perfectamente desvirgada —declaró Montcul a guisa de conclusión.
Nadie le respondió, tan vacíos (o colmados) nos sentíamos, como si hubiéramos gozado nosotros con los perros. Sus siguientes palabras fueron entonces para Graco y Publicola:
—Vosotros dos, lleváosla. Divertíos con ella de todas las maneras que queráis. Pero despachadla antes de que amanezca. No quiero ver el menor de sus restos, y que no vuelva a oír hablar de ella.
—Confía en mí, si éste es tu deseo —se ofreció Luna, que se había levantado con los negros.
Y salió tras ellos, mientras se llevaban a su presa, que seguía soltando alaridos. Su rostro tenía una extraña expresión, entre extraviada y triunfal.
—¿Quién es esa baronesa Séfora, de la que se habló hace un rato? —pregunté unos instantes después, más por romper el silencio que por curiosidad.
—¡Oh! —exclamó Montcul—. Era una persona más bien desprovista de interés. Una austro-polaca, con más de cincuenta años cumplidos, que me entregaron los miembros de un maquis, donde se refugió por miedo a la policía alemana. Se daba unos aires que no venían a cuento, pretendía hablar de teosofía, decía alimentarse únicamente a base de huevos crudos, lactinios y miel. Y como también afirmaba detestar a los animales, a los perros en particular, a la manera de Restif, me divertí haciendo que mis dogos jodieran a aquel pellejo. Lo más gracioso de la historia fue cuando se negó a ponerse a cuatro patas; estaba dispuesta al martirio, si así lo queríamos, pero preocupada también por preservar su «dignidad de ser humano». Y eso que se revolcaba desnuda por el suelo, y sus muslos, marcados por la celulitis, tiritaban como gorriones mojados. Para obligarla a hacer de perra, tuvimos que atarle las manos y los pies a las argollas que ve usted aquí, además del collar que ha bastado con Michelette, y ponerle bajo el vientre un haz de ramas de acacia. Tendría que haber visto usted qué hermoso culo espolvoreado le ofreció a Wellington. ¡Qué esponsales! La bribona hubiera pedido más… Quisiera que me disculpe, me siento algo fatigado de pronto. La culpa es de esa pícamela a la que están despachando. ¿No quiere continuar mañana —con el mayor placer por mi parte— nuestra entrevista? Podría reunirse conmigo hacia mediodía, en las murallas del castillo, y charlaríamos de cara al mar antes de que llegue la hora del almuerzo.
Acepté la cita. Le di las buenas noches a mi anfitrión, que se retiró. Liberamos a Edmonde, que gemía bajo sus ligaduras, y me fui a mi habitación con Viola y Cándida, y en la amplia cama circular nos tiramos todavía una buena partida de sable, antes de sucumbir al sueño, ese sueño tan agradable que se tiene después de soplar, que resulta plácido, profundo y reparador, y que en verdad merece el nombre de sueño de los justos o sueño de los inocentes.