Esta atracción sexual hacia los refinamientos del dolor aparece tan natural en un hombre normalmente constituido como la tendencia del conejo macho a devorar a sus crías.
(W. M. Rossetti,
en un ensayo sobre Swinburne).
—Cuando vaya usted a Gamehuche —me había advertido Montcul—, infórmese debidamente sobre el horario de las mareas. El camino de acceso, sumergido la mayor parte del tiempo, sólo resulta practicable durante unas dos horas, en el momento de la bajamar. Lo que tiene que hacer es: comprarse una gaceta local, el «Phare de Vit», que sale los sábados y que indica las horas de la pleamar y la bajamar en Saint-Quoi-de-Vit durante toda la semana; con añadir veinte minutos a las cifras de ese horario, obtendrá exactamente el de las mareas en Gamehuche.
No eché en saco roto tales instrucciones, y pensaba llegar, según mis cálculos, cuando el mar estuviera aún en reflujo; pero el pésimo estado de las carreteras y la ausencia de señalización —ésta era una de las regiones menos habitadas de Bretaña— me retrasaron de modo tal que la bajamar había pasado más de tres cuartos de hora antes cuando llegué a la playa, frente a la calzada que debía conducirme al castillo. Vacilé un momento antes de meter el coche por aquella senda angosta, a modo de dique, en cuya parte central las olas rozaban ya el parapeto; luego, como apenas dos kilómetros me separaban del castillo, una masa oscura que se percibía en medio del oleaje, recortada sobre un cielo aún claro, puse otra vez el motor en marcha.
Antaño, debía de ser a pie, por entre las rocas resbaladizas, o bien en barca durante la marea alta, cómo se llegaba a Gamehuche. No le daría más de medio siglo de existencia a esa calzada de cemento para automóviles, y sé que el observador poco experto tiende más bien a sobrestimar la antigüedad de las obras de este tipo, que resisten mal y no mucho tiempo los embates del mar. Ya se hacía sentir imperiosamente la necesidad de nuevas reparaciones que reforzasen aquéllas, recientes, cuyas señales podía yo distinguir bajo el fuco temprano. De ser más largo el trayecto, no me sentiría feliz de haberlo emprendido. Tenía que esquivar, a cada momento, hoyos que trazaban surcos profundos en el suelo, de ésos donde caben cinco o seis guijarros, grandes como huevos, y se dan en llamar nidos de gallina; grietas de un parapeto a otro pobladas de musgo marino, y con labios invadidos de conchas; charcos de escasa amplitud cuyo fondo de arena o de grava entorpecían la dirección; láminas de acero herrumbroso que perforaban de vez en cuando el cemento y que constituían el peligro principal. El parapeto, a derecha y a izquierda, no llegaría más arriba de los cubos del coche; por si esto fuera poco, lo horadaban bocas de desagüe por las que salían chorros impetuosos de agua, al golpear una ola sus orificios. Hacia el final del recorrido, se convertía en una cuesta bastante empinada donde patinaban las ruedas, pero una vez allí, al salir de las algas y del piso húmedo, pude advertir con alivio que dejaba a mi espalda, más abajo, el nivel del mar. Detuve el vehículo ante la puerta del castillo, sobre una plataforma que, según creo, el agua no alcanzaría jamás, como no fuese en las grandes mareas del equinoccio.
Un instante después de haber tocado la campanilla, vi que me observaban a través de una mirilla, pues una sombra la oscureció; luego se hizo de nuevo la claridad. La puerta se entreabrió, dejando paso a un negro de cuerpo soberbiamente atlético, piernas desnudas enfundadas en calzones de color verdinegro, y casaca que hacía juego provista de botones con unas nalgas grabadas.
—Tú eres el amigo de Montcul —me saludó con familiaridad aquel personaje de un siglo o de un teatro que no sabría definir—. Has llegado muy a tiempo…
Me estaba señalando el camino que yo acababa de recorrer. En ese preciso momento, una ola saltaba por encima de la escollera, entre un alegre salpicar de gotas y de espuma; otras la seguían, cuyo orgulloso espinazo prometía ímpetu y fuerza similares.
—Te esperábamos antes —continuó—. ¿Quieres meter tu automóvil en el patio?
Y abrió las dos hojas del portón que, por una rampa de algunos metros, daba acceso al patio interior del castillo; dicho patio se hallaba a un nivel algo más elevado que la plataforma.
A mi espalda, oí cerrarse el portón, chirriar los goznes que garantizaban un ajuste hermético. Di la vuelta a la llave de contacto. Como un corazón que deja de latir, el motor emitió un hipo, y luego enmudeció. Un tanto aturdido, bajé del asiento, y pasé la mirada por el lugar que Montcul había elegido para retirarse del mundo, y donde nos habíamos dado cita.
Ante todo, debo decir que la palabra castillo, empleada para designarlo por los raros campesinos a quienes, en el páramo, pude preguntar el camino, no se ajustaba en absoluto a la auténtica naturaleza del lugar. Gamehuche no era en realidad otra cosa que un fortín (que debió de utilizarse muchas veces como prisión), con toda certeza anterior a la época de Vauban, cuyo uso cambió probablemente al término de las guerras del Imperio. Hasta qué punto fue transformado en el último período, no sabría decirlo. La materia de que estaba construido, un granito azul-negro, duro en exceso como para ceder a esas flaquezas de la piedra que son la pátina y la erosión, lo hacía parecer como nuevo, hasta el punto de que se hacía prácticamente imposible distinguir las restauraciones caprichosas de la edificación original que le impusieron sus nuevos propietarios.
Sorprendía sobre todo, a primera vista, el perfil del conjunto, por la geometría singular al tiempo que rigurosa a la cual obedecía. Gamehuche, desde el exterior, se ofrecía como una enorme torre muy baja, por completo desprovista de ventanas; pero fuese desde la playa o desde un barco en alta mar, nunca permitía ver otra cosa que el muro del recinto, perfectamente redondo, liso y por doquier igual a sí mismo. De no ser por su emplazamiento, se pensaría en el exterior de una plaza de toros: pero ¿a qué bestiales combates destinada —y qué gentes habrían podido llenarla— bajo aquellas brumas o aquellas ráfagas de viento marino, en aquella soledad de peñascos desnudos sacudidos por las olas? Dentro del baluarte defensivo, se erguían contra el muro un torreón, de óvalo un tanto alargado, y seis torres más pequeñas, dos de las cuales, tangentes al torreón, formaban con él el núcleo principal de vivienda, mientras que otras dos se enclavaban en las extremidades del diámetro paralelo al eje de estas edificaciones, y las dos últimas flanqueaban el portón de entrada. Una única ventana en el primer piso de estas dos, estrecha, enrejada por añadidura, las distinguía del resto de la construcción interior, donde amplios vanos diáfanos, que cubrían casi toda la superficie disponible, no dejaban a la piedra más que la pobre función de servir de marco al cristal. Los tejados de todo este edificio eran planos, contrariamente al estilo de la región, y estaban soldados, para formar terraza, con el corredor de vigilancia; nada llegaba por encima del parapeto más arriba del busto de los habitantes del castillo, cuando un día de sol, o alguna ocasión menos banal, les atraían allí.
—¿Llevas maletas? Habrá que llevarlas a la torre de los amigos invitados.
El negro reclamaba mi atención, enojado, tal vez, distraída en las nubes atropelladas por el viento y las olas exhaustas que se rompían sobre los bloques, al fondo de la muralla. Saqué de la baca dos maletas, para dárselas, pero no cogió más que una, y yo no puse reparos en tomar la segunda, por cuanto esta igualdad de amo a criado, que con una cierta arrogancia en la voz y en el gesto se me imponía, no me desagradaba, al contrario. Pues servía para subrayar el hecho de que al franquear el umbral de Gamehuche, había entrado en un mundo excéntrico y cerrado, cuyas leyes y costumbres eran distintas del que yo dejaba. Y entrañaba también, no tardaría mucho en comprobarlo, harto suculentas ventajas.
Me disponía pues a seguir al que, en mi fuero interno, llamaba ya «mi hermano negro», cuando se entreabrió la puerta de una de las torres medianas (la de la derecha, precisamente, con relación a la puerta cochera), para dejar paso a una aparición que me fascinó. Era una mulata muy joven (supe, más tarde, que acababa de cumplir diecisiete años), deliciosamente gatuna, o simiesca, gracias al rostro un poco más pequeño de lo normal con relación a las proporciones del cuerpo. De nariz un poco demasiado corta, de boca un poco demasiado grande, sus ojos bermejos, enormes, se abrían en la piel más lisa y fresca que cabe imaginar; sus cabellos, más rizados que crespos, caían a un lado sobre la redondez de un hombro muy hermoso. Vestida con una especie de peinador de raso color coral con bordados de cisne fuego —la mencionada bata de corte a lo Luis XVI, con mangas anchas y escote que ocultase lo menos posible el busto—, calzaba en los pies minúsculos zapatos violetas sobre calcetines blancos con tiras coloradas.
—Señor amigo de Montcul, buenos días —me saludó—. Yo soy Viola.
—Buenos días, señora Viola —contesté.
Se echó a reír con la gracia espontánea de un animal, y repuso:
—Llámame Viola sin más. Yo te llamaré Baltasar. Es un nombre que me gusta mucho; se lo puse a todos los hombres que amé en mi vida. Eran como mis hermanos.
Sorprendido por aquel eco a mis tácitos pensamientos, en absoluto descontento ante tan prometedor incógnito, asentí con la cabeza. Sin embargo, formulé aún una pregunta:
—¿Y a Montcul le llamas también Baltasar?
—Montcul es Montcul —se dignó responder con una vivacidad que me reveló del busto pormenores que no había aún advertido—; los Baltasar son los Baltasar. El lobo es de una manera y los corderos son de otra. No pienses demasiado en tales cosas, mi buen hermano Baltasar, y vente conmigo a la torre de los amigos. Quiero que estés a gusto.
Había puesto mi brazo bajo el suyo y, al hacerlo, excitaba dulcemente con mi mano, a través de la tela, la punta de su pecho; más puntiaguda, en verdad, de lo que yo creía posible que fuese un pecho, pues hasta esta ocasión sólo había manoseado senos de mujeres blancas. Tan agradablemente enlazados, cruzamos el patio para dirigirnos hacia la otra de las torres medianas, donde el negro, por lo demás, nos había precedido con mi maleta. La puerta, demasiado estrecha para dos personas, me separó a mi pesar de la linda Viola, pero al empujarla gentilmente delante de mí, pude constatar que tenía el culo no menos firme que el busto. Unos cuantos escalones y dos grandes arambeles colgantes nos abrieron camino hasta una estancia redonda, un decididamente soberbio cuarto de baño.
Estanque más que bañera, un pilón a ras de suelo ocupaba el centro de dicha estancia; en el centro del pilón, a su vez, sobresalía del nivel del agua un disco de piedra muy grueso cuya forma, por mucho que recordase, las armas distintivas (¿diría yo el escudo?) del señor de Gamehuche, no dejaría de sorprender al visitante desprevenido (mejor dicho, era, aunque probablemente modelado por las olas, nada menos que algo así como las nalgas de una colosal Venus de las cavernas). Dos agujeros practicados estratégicamente, en aquel disco, hacían manar a voluntad agua caliente y agua fría; y se perdía pie, de tener el capricho de rodear el disco a nado, por el lado del chorro frío, mientras que por el lado que salía el agua caliente, el fondo se empinaba de forma notoria.
El primer arambel era de gasa azul; el segundo, interior, de ese robusto tejido embreado, de un tono marrón rojizo, con que se hacen los suestes y los toldos para las barcas. Este último cubría todo el techo, hasta caer al suelo detrás de tres bancos de alcornoque sin pulir, dejando libres los ventanales, velados únicamente por el otro, más ligero, que daba a la estancia una luz semejante al fulgor azul que puede contemplarse en una gruta marina cualquiera. Tras este doble tapizado, una escalera de caracol, adosada al muro, conducía a la pieza del primer piso.
En cuanto llegamos allá arriba, sin detenernos en el cuarto de baño más que el tiempo justo de echar una mirada admirativa, descubrimos al negro plácidamente acostado en el lecho.
—Graco —ordenó Viola—, déjanos. El amigo Baltasar necesita descanso.
—Muy bien, he comprendido —respondió el otro—. No ha tardado mucho en convertirse en un Baltasar también.
Levantándose no sin uno o dos gruñidos, desapareció por la abertura del suelo. La mulata bajó la trampilla. Quedamos solos.
La habitación, mucho más alta de techo que el cuarto de baño, era también más amplia, por no haber cedido espacio a la escalera ni a esa suerte de pasillo que separaba el muro de la cortina impermeable. Del techo descendían dos oleadas de muselina, blanca en el interior, rojo suave en el exterior, sujetas a la pared gracias a un sistema estrellado de vergas a media altura en un mástil de abeto natural, que sostenía su gracioso tejado de gasa como el dosel de un minúsculo serrallo ambulante. Lo mismo que en la estancia de abajo, pero con una mayor luminosidad, un vano acristalado dejaba paso a la luz del día, la cual se teñía de aurora con reflejos de carne encendida por los latigazos gracias a la doble pantalla roja y blanca. El mástil estaba plantado en el centro de una enorme cama redonda (donde, con la cabeza apoyada en almohadas dispuestas en torno al tronco, y las piernas abiertas, hubiesen podido dormir cómodamente ocho personas, diez o doce en caso de necesidad); esta cama se hallaba cubierta de pieles de largo pelo, sin duda de cabra, pintadas de rojo, violeta y rosa. Otras pieles, pero de cordero y de lanas hirsutas, que variaban solamente del rosa pálido hasta el amarillo paja, hacían las veces de estera entre el lecho y un diván circular que seguía el contorno de la pieza —si se exceptúa el sitio donde desembocaba la escalera—. Las pieles, de cabra como las de la cama, que adornaban recargadamente el diván, iban del marrón casi negro hasta el ocre y ese beige casi blanco que es el del café con leche. Flotaba sobre el conjunto, confundido entre el olor fuertemente almizclado de los vellones, un perfume denso y graso, como el de los zocos en Oriente.
Después de alterar el orden del diván moviendo alifafes, Viola levantó una porción de la banqueta, que servía de tapa a un cofre hondo en el que desaparecieron mis maletas. Puso luego unos cojines para que me sentara en la cama con toda comodidad, se arrodilló ante mí, deshizo los nudos de mis zapatos y me despojó de los calcetines. Acercando mis pies a su cara, los cosquilleó con sus pestañas, mientras pasaba sobre la planta y los dedos una lengua diminuta y musculosa. Acto seguido se encaramó al colchón junto a mí (mientras se ocupaba de mis pies se había desabrochado la bata de arriba abajo, y vi que estaba completamente desnuda, a excepción de las zapatillas); sus dedos me desabotonaban con agilidad, y no paró hasta haberme despojado de la más mínima prenda. Se puso boca abajo entre mis piernas y me miró riendo, apoyada levemente sobre los codos; paseó por mi cuerpo sus lindos senos puntiagudos. Yo estaba enhiesto, confesémoslo, como un martillo pilón. Siguieron aún más caricias de los senos y de la lengua, que saboreé cerrando los ojos, hasta que el rostro de Viola bajó otra vez a lo largo de mi cuerpo, y noté que me chupaba. Había atrapado el glande de un golpe, sin tocar el mango, y lo importunaba con exquisitas sacudidas; lo mordisqueaba cautamente (quiero decir, sin pasarse del punto en el que el placer deja paso al dolor); a veces hundía mi verga en su gaznate hasta más allá de las amígdalas (de las que notaba el choque y, vencida la resistencia, el suave estrangulamiento en torno a mi órgano), de una forma que se me antojó decididamente encantadora, pues siempre me ha fastidiado que me chupen, como suelen hacerlo las putas, con la punta de los labios únicamente.
No tardé mucho tiempo en eyacular, pues llevaba varios días sin vaciar los testículos. Volvió entonces Viola a tumbarse sobre mí, y sus labios —fue nuestro primer, único beso de enamorados— depositaron en mi boca una parte del néctar que yo acababa de perder en la suya. Lo engullimos los dos a un tiempo; ceremoniosamente, manifestaría yo.
—¡Ah, mi querido Baltasar! —exclamó—. ¿No nos une esto más que todas las palabras del cielo y de la tierra? Ahora eres en verdad mi hermano.
Emitió un gran suspiro, que me pareció un eructo camuflado, y se metió de nuevo mi picha en la boca para chuparla un poco más, exprimir bien todo el zumo y limpiarla bien; luego la secó haciéndola rodar como un cigarro entre la palma de las manos.
—El viaje te habrá fatigado —continuó cortésmente, al ver que no contestaba a su graciosa declaración—. Deberías dormir un poco. Vendré a buscarte a la hora de la cena.
Tal vez no habría sabido yo introducirme, sin deshacer la cama, bajo la sábana circular, pero mi amiga (¿qué digo?, mi hermana) Viola levantó un borde para mostrarme la abertura. Por ella me precipité. Me cubrió con los vellones más peludos y coloreados, a la manera de un manto honorífico, antes de abandonar la estancia para irse no sé muy bien dónde —pues su bata continuaba perfectamente abierta cuando la vi desaparecer por el agujero de la escalera de caracol.
Solo, permanecí inmóvil, a la espera del sueño prescrito; no se dignó acudir, sin embargo, por lo que pasé revista a mis recuerdos.