Amanecía cuando él se despertó. Claudia, que le daba la espalda, dormía aún. Con precaución, él retiró el brazo de debajo de su cuello y se levantó suavemente de la cama.

De la gran tormenta que había estallado durante la noche, emergía el jardín, alegre y risueño, rociado de gotas. Caminó por la terraza, y aspirando el olor mojado de la hierba engendrada por el aguacero nocturno, llenando la vista de aquella esplendorosa cima verde donde, en los bajos, dormitaba aún un sueño de bruma que el sol alcanzaba ya, le embargó una gran felicidad proveniente de los tiempos más remotos, a través de la belleza de los árboles. Bajando a toda velocidad los peldaños de piedra, se arrojó en la hierba húmeda y recorrió el prado con grandes saltos hasta la cerca rota del parque. La salvó sin dificultad y sintió en seguida su pie hundirse en el lodazal de cañas en el que chapoteaban las aguas del río crecidas por la tormenta.

Caminando por el borde menos fangoso del sendero que dominaba el muro de Ruñe, él se dirigió con paso alegre hacia la albufera que se extendía a media legua de allí, al otro lado de la carretera. Cuando vuelva, ella se habrá levantado, pensó él, y desayunaremos juntos. Hundiendo la mano en el bolsillo, sintió entre los dedos un paquete de cigarrillos arrugado, y ese contacto le dio de pronto ganas de tomarse un café caliente. No le gustaba fumar antes del café de la mañana, pero, en cuanto bebía la primera taza, necesitaba sus cigarrillos, y ella siempre se había cuidado de que los tuviera a mano. Ella me conoce realmente bien, pensó él con tierno orgullo. Tanto como la conozco yo. La conozco más que nadie… más que ella misma. Y esas cuatro últimas palabras impusieron de pronto a su espíritu ciertos detalles de su cuerpo de los que efectivamente ella había tomado conciencia a través de la descripción que él le había hecho.

En el Molino de Olivet, dejando la orilla y su pálida franja de salces, él giró hacia la albufera por el sendero de la Horca. Claudia y él lo habían bautizado así una noche de luna violeta en la que habían creído ver, fabulosamente estirada en el sendero, la sombra encapuchada de un ahorcado. Cuando salió a la carretera, lanzó en seguida una mirada hacia el Albergue de la Abadía: los postigos de la planta baja ya estaban abiertos.

Como la sala estaba desierta, fue a dar un vistazo a la cocina. En orden y en silencio, con sus grandes muebles de madera y sus reflejos de cobre, se ofrecía a él como un espacio apacible, y él lo acogió en su corazón como un hermoso recuerdo futuro. Volviendo sobre sus pasos, se sentó a una mesa en el rincón de una ventana con cortinas de ganchillo. Alguien iba a venir, y él tendría su café caliente, su primer cigarrillo y, en la boca, el sabor azul que éste brinda por la mañana. ¿Qué más podía pedir él en aquel instante?

Acababa de restallar la tapa de su encendedor de acero cuando el dios de los jardines, en cazadora de cuero beige y pantalón de terciopelo negro, apareció en el umbral de la puerta. Una flecha rosada de sol iluminaba sus largos pelos rubios. Manos en los bolsillos, fue a apoyarse en la barra, y sus miradas se cruzaron.

—¿Ya levantado?

—Sí, ¿por qué no?

Él había contestado muy rápido, un esbozo de sonrisa en los labios y los ojos semicerrados —ojos de gato, oblicuos y verdes.

—¿Puedo invitarle a tomar algo?

—Es usted muy amable. Tomaré un café.

—Siéntese, por favor.

—Gracias. Qué hermoso día, ¿no es cierto?

—No hace más que empezar.

—Estoy seguro de que será hermoso.

Hubo un silencio. Hablamos como el método Asimil, pensó el amante de Claudia. Pero ¿cómo hace para introducir tanta insolencia en el fondo de esas frases?

—¿Conoce a la pequeña María?

—¿La pequeña María?… —repitió lentamente el joven enarcando una ceja y simulando sorpresa.

—Esa niña con la que usted conversaba ayer por la mañana en la plaza…

—¡Ah, sí! Ya sé.

—¿La conoce bien?

—Algo, sí.

—¿Qué le parece?… si me permite.

—¿Me tiene absolutamente que parecer algo?

Intercambiaron una sonrisa. En aquel momento, una sirvienta trajo el café del joven. Ella lo saludó por su nombre, con amabilidad, y él le contestó de la misma manera.

—¿Cuándo volverá a nuestro árbol? —siguió su interlocutor.

—Cuando me necesite.

—Veo que tiene una respuesta para todo.

—Me halaga, señor.

—No, no, es usted muy inteligente. Con algo de agreste. En fin, el dios de los jardines, como dice mi mujer.

—Es muy amable.

—Es sobre todo muy bella.

—Sí, mucho…, —murmuró el joven bebiendo su café de un trago—. No me queda más que agradecerle. Encantado de conocerle…

—Lo mismo digo.

—Señor…

El joven se levantó, se inclinó ligeramente y, girando sobre los talones, pasó de la sombra de la sala a la gran claridad de la carretera en la que el hombre lo vio alejarse con paso ágil en dirección a la albufera.

Cuando él volvió a Ruñe, encontró una nota encima de la cocina: ella había ido al pueblo donde quizás lo encontraría. Esperaba que él hubiese ya desayunado, «de todos modos» le comunicaba que ella le había preparado lo necesario en la terraza y que no tenía más que calentar el café. Añadía que lo quería y no firmaba. Era en realidad inútil. Un poco desilusionado por su ausencia, él se dijo que él, a su vez, hubiera podido dejar una nota en la almohada que ella hubiera encontrado al despertar. Sintió cierto remordimiento por no haber pensado en ello. Pero, si él la hubiera encontrado en casa, ¿acaso le habría sabido mal no haberla avisado de su marcha? Se prometió ser más atento en el futuro (le había parecido leer entre líneas cierto reproche) y encendió el gas debajo de la cafetera que le esperaba.

Ella había enfilado el asa de su cesto en el manillar de su bicicleta, y únicamente al poner un pie al suelo al llegar a la escalera fue cuando se dio cuenta de que había un gran ramo de iris descuidadamente atado al porta-equipajes.

—¿Un trofeo de guerra? —le preguntó él desde la terraza.

—No —dijo ella acercándose por la terraza, el cesto bajo el brazo—, una demostración de amor.

—¿Y a quién lo debes?

—Pues a nuestro dios de los jardines. Acabo de verlo en el mercado. Y María iba con él.

—Decididamente —dijo él secamente—, está en todas partes este hermoso jovencito. Desayunamos juntos a las siete, en el Albergue, y a las ocho te ofrece unas flores en el mercado. Si quieres mi opinión, se está poniendo un poco pesado nuestro dios de los jardines.

Ella se sentó en el sillón con respaldo de mimbre en forma de corola y cogió una tostada que empezó a rociar de miel.

—¿Qué quieres? Es de aquí… —murmuró ella con un movimiento de hombros donde él creyó leer una despreocupación culpable.

—Confieso no ver qué tiene que ver. Por mucho que sea de aquí, como dices, se le ve demasiado. Primero, ¿qué tiene que ver con María?

—¿Cómo quieres que lo sepa?

—Pues a mí me gustaría saberlo.

Paseaba nerviosamente de un lado para otro de la terraza, y ella lo observaba con los ojos semicerrados, acurrucada en el fondo de su sillón, como una gata que medita.

—Vamos —dijo ella sonriendo—, cálmate. No te lo he dicho todo. Pero primero, por favor, deja de hacer el metrónomo, me estás mareando.

—Bueno. Muy bien. Te escucho… —y él se sentó con los brazos cruzados en el ángulo de la balaustrada.

—Ella me pidió que fuera a bañarme con ella.

—¿La pequeña María?

—Sí. Me habló de una playa… una playa siempre desierta, después de la Corne des Tanneurs. Nos hemos citado a las cuatro y media.

—¿Las dos?…

—Ven a vernos más tarde.

—Y… ¿ella no te habló de mí?

—No, pero ven aun así. Seguramente no debió atreverse. Conmigo, es menos difícil.

Él enderezó la cabeza con mucha dignidad.

—Tenía la intención de trabajar toda la tarde.

—Pareces celoso —dijo ella sin poder contener la risa—. Realmente, no hay motivo. Te diré incluso que estaba un poco inquieta con respecto a María después de su desaparición ayer por la noche, y su propuesta me ha tranquilizado.

—Así pues, va todo sobre ruedas.

—¿Vendrás a vernos?

—Si termino mi trabajo.

Ella se levantó ágilmente y fue a pegarse a él, la cintura entre sus piernas y la cabeza en el hueco de su cuello.

—Me gustaría bañarme con vosotros dos —murmuró ella con voz infantil.

—Con los dos, ¿estás segura?

—¡Tonto! Confiesa que ella se quedó un poco frustrada anoche y que ella bien habría podido guardarnos rencor. Le debemos una revancha.

—¿Crees que es lo que espera?

—Sí, creo. En fin, eso me ha parecido…

—Vete a saber lo que piensa… —susurró él, la boca en el hueco de su cuello.

Ella se desperezó con deleite y, desabrochando su camisa y enfilando en ella las manos, las deslizó bajo sus brazos e hizo que se encontraran arriba, los dedos cruzados, sobre su nuca.

—¿Tanto te preocupa lo que piensa? —preguntó ella con un prolongado suspiro de pereza.

Él no contestó. Entrelazados como la hiedra al árbol, permanecieron un momento así, al sol. A sus pies, el jardín estaba suavemente en el oscuro sueño del mediodía, vibrando de avispas.

Más allá de la Corne des Tanneurs, donde aún se erguían por encima de las ortigas los muros en ruinas de la antigua fábrica, el sendero se terminó, y ellas tuvieron que bajar. Caminando al lado de sus bicicletas, se metieron en el oscuro bosque de cipreses. La pequeña María iba en cabeza, como un explorador, y su cortísima falda roja se deslizaba sin vacilaciones entre las ramas bajas. A su izquierda, invisible y fiel, un susurro de torrente acompañaba sus pasos. Parecía refrescar aún más la penumbra, y Claudia, tras el gran sol de la carretera, tuvo de pronto la impresión de haber caído en una cueva. Pensó que, entre ese bosque desierto y el río demasiado estrecho para ser navegable, no podía desear soledad más hermosa, y, no obstante, pese a la faldita roja que la precedía con valentía, ella se sintió un instante presa de un sordo temor. Hasta que entrevió la playa entre los árboles.

En forma de semicírculo, estaba rodeada de vegetación, que iba al encuentro de los juncos que la cerraban por el lado del torrente, formando, por el lado de la orilla, como una secreta cortina de hojas. A la vista del sol sobre la arena resplandeciente y suave, Claudia sintió que recuperaba todo su entusiasmo y, saltando desde lo alto del talud, del que caía como una muda cascada un reguero de ciclamenes salvajes, ella corrió al encuentro de María en la orilla del torrente. Escucharon un momento su voz apresurada que perforaba el silencio y siguieron con los ojos su estela de espuma, eternamente devanada hacia el mar; luego, cogiéndose de la mano, volvieron atrás, hacia la sombra estrellada de los árboles.

—¿Nos bañamos? —dijo Claudia y, sin esperar su respuesta, se dispuso a quitarse el vestido.

No llevaba debajo más que la braga que estaba a punto de sacarse cuando captó de pronto la mirada de María, una mirada atenta y oscura, extrañamente penetrante.

—¿No te desnudas? —preguntó ella dejando en suspenso su gesto.

Y como la pequeña, tras un instante de duda, se desabrochaba lentamente la falda, ella levó las manos a su cintura y, con un único movimiento, terminó de desnudarla.

Entonces, hubo un ruido entre las ramas por encima de ellas. Ella levantó la cabeza y vio cómo se abrían. De pie en el talud, todo de blanco contra la pantalla verde negro de los cipreses, sonreía el dios de los jardines.

Él escribía en su despacho cuando ella entró furtivamente.

—¡María! —murmuró él atónito—. Creía… ¿no has ido a bañarte con Claudia?

Ella explicó rápidamente, farfullando un poco, que Claudia estaba todavía en el pueblo donde «tenía algo que hacer».

—¿Y no la has esperado?

La cabeza un poco baja, aunque sin dejar de mirarlo, ella se limitó a alzarse imperceptiblemente de hombros. Entonces, él se levantó, la cogió de la mano y la llevó hacia el sofá donde él se sentó. Silenciosa y digna, ella lo vigilaba, misteriosamente.

—Me alegro de que estés aquí —siguió él en voz baja.

Y apretó sus dedos, tratando de disimular su apuro con la ternura. Era la primera vez que él se encontraba a solas en su presencia, y Claudia le hacía falta.

—Me alegro de que estés aquí, pero me gustaría saber por qué has venido sola. Contesta… ¿Querías verme?

Ella hizo un movimiento con la cabeza en el que podía leerse tanto un signo afirmativo como un matiz de desprecio, y, un instante, él ponderó no sin terror en qué dependencia él había comprometido su deseo al someterlo a la mirada de su mujer.

Levantándose bruscamente, se puso a caminar de un lado para otro evitando mirar en dirección de María. ¿Qué esperaba? ¡Y ese modo de callarse! Jamás había oído a alguien callarse con tanta energía, tanta dedicación. Había como para pensar que conocía el poder del silencio. Fue a acodarse a la ventana. A lo lejos, más allá del oleaje de los árboles, se adivinaba el crepúsculo por el tono verde del cielo. Se irá, pensó él. Se irá y, en cuanto se haya ido, me sabrá mal. Pero ahora lo he entendido: ella nos pertenece. No puedo tocarla solo.

Volvió hacia María, inmóvil en el mismo lugar, y, como seguía sin moverse, se dejó caer cuán largo era en el sofá y simuló cerrar los ojos, pero sin dejar de observarla por entre las pestañas. Transcurrió cierto tiempo. Luego, ella se sentó a sus pies, quitó sus sandalias de cuero y se tumbó sin vacilación a su lado.

—¿Y entonces?

—Entonces ella se deslizó tras él, recogió su bicicleta en el bosque y desapareció.

La terraza se sumía en la sombra, invadida por el olor a madreselva. Cuando María se fue, él había ido a esperarla. Por fin, llegó y había contado.

—¡Increíble!… —murmuró él.

—Sí…

—¡Hermosa conspiración! Te había dicho que tramaban algo. Lo han conseguido de maravilla.

—Ella desempeñó su papel.

—¿Su papel?…

—Supongo que tenía ganas de estar a solas contigo.

—Y él de verte a solas.

—Supongo.

Hubo un silencio.

—Y después… ¿qué pasó? —siguió él con una voz sin timbre.

—Nada.

—¿Nada?

—Recogí mi vestido, y él volvió a marcharse… en cuanto me vestí.

Él emitió una risa seca.

—¿Cómo es eso?… ¿Se fue así, sin intentar nada?

—No.

—¡Qué tacto! ¡Qué delicadeza! Sorprendente, ¿no te parece?

—Quizás. Y tú, ¿cómo te fue con María?

—No ocurrió nada.

—¿Ah, sí?

—Te esperaba.

—¿Sin tocarla?

—Apenas.

—Sí, ya veo.

Con la punta de los dedos, ella apoyó sobre sus párpados, como solía hacerlo a veces, en ciertos momentos de cansancio. Estaban de pie el uno al lado del otro, y, ante sus ojos, la casa que amaban, encapotada con su gran manto de vid salvaje. Ella dio unos pasos hacia la puerta vidriera.

—¡Claudia!

—¿Sí?

—¿Me has dicho realmente todo?

—¿Y tú?

Ella entró en la casa, y él permaneció en la terraza, reflexionando. La noche se alzaba lentamente, pero en el fondo del parque, al pie del muro de piedra gris, un resto de sol extenuado se arrastraba aún entre la zarza. Algo más tarde, él oyó cómo arriba se abrían los postigos. Levantó la cabeza, intentó sonreír. Puede pensarse que ella no lo vio, ya que su rostro permaneció perfectamente impasible.