Haciendo sonar el timbre de cobre, él empujó con fuerza la puerta del colmado, que siempre se atrancaba un poco por arriba. El olor —el viejo olor de antaño— los envolvió. ¡Cuánto le gustaba ese olor!

—Entonces —dijo Claudia—, ¿por dónde empezamos?

—Por un melón. Un buen melón para empezar. ¿Qué te parece?

—Me parece que me gusta ir de compras contigo. Sobre todo comprar cosas que se coman. Hay que ser dos para eso.

—Sí —dijo él—. Ir solo al mercado, ¡qué tristeza!

La tienda estaba desierta y era muy grande, aunque atiborrada de toneles, potes y toda una panoplia doméstica colgada del techo.

—Aquí —dijo ella—, estoy segura de que todo es de verdad: el vino, el azúcar, el café… Nada es químico, aquí. ¿No crees?

—Creo que sí. Lo fabrican todo en el sótano. Un sótano de verdad.

Alguien tocaba el piano en sordina encima de sus cabezas, y cuando, para escucharlo, se quedaron en silencio un instante, les pareció que la sombra se volvía más fresca y más enriquecido el olor a vainilla.

—Pase lo que pase —dijo ella—, jamás olvidaré ese piano.

—¿Por qué?

—No lo sé. Quizás porque soy feliz. Y tú, ¿lo olvidarás?

—Claro que no —dijo él—. Vivimos en lo inolvidable. Vaya suerte tienen con nosotros los malos pianistas oídos al azar…

—No deberías hacer bromas.

—No —dijo él con ternura cogiéndole la mano—, tienes razón. Todo eso es tan hermoso… tan hermoso y tan frágil. No hay que reírse.

Una viejita con un vestido de algodón negro y un delantal oscuro con florecillas apareció por la escalera.

—¿Qué desean? —preguntó ella—. No se oye el timbre desde abajo. Además, me estoy volviendo sorda.

—No se preocupe —dijo Claudia—. No tenemos prisa.

—¡Oh, a su edad!… —dijo la vieja—. ¿Qué más quieren?

—Que dure mucho tiempo —dijo él—. Y, además, un melón…, un buen melón para la comida.

La calle —la calle mayor del pueblo a las diez y media de la mañana— se desperazaba el sol. Cogidos del brazo, se dirigieron paseando hacia la placita de las Hierbas. Les gustaba su fuente de piedra rodeada de plátanos y el bar con un toldo azul en el que siempre que iban al pueblo tomaban anís.

Cuando se hubieron sentado a su mesa, al abrigo de los arbustos,

Ven, amada mía, salgamos al campo,

Durmamos en los pueblos,

recitó él.

—¿Ya existían ciudades en la época de Salomón? —preguntó ella.

—Claro que sí. Y ya entonces desconfiaban. ¿Cómo puede quererse la gente en las ciudades?

—No se puede —dijo ella—. En la ciudad, no se puede querer. ¿Te acuerdas?

Sí, él se acordaba. En aquella época, al no ser libres ninguno de los dos, se encontraban de escondidas, una o dos veces por semana, después del almuerzo o hacia las seis de la tarde. Jamás podían pasear juntos, y el tiempo de la cita era siempre contado. Primero, se encontraron al final de la Rué de l’Université, en la verde orilla de Champs de Mars. La reluciente escalera estaba tapizada de rojo y las dobles puertas barnizadas, en cada planta, llevaban adornos de cobre. Él llegaba siempre el primero. Envuelto en cortinas y lleno de un tibio silencio, el apartamento se abría a él como un escondrijo. Él se recostaba en un sofá. Los nudos iban deshaciéndose. Cuánto le gustaba esperar… A la hora indicada, él apoyaba la frente en la puerta y aguardaba el ronroneo del ascensor, su suspiro metálico al llegar a la planta, y por fin la figura de ella en el fondo de la mirilla luminosa donde se ahuecaba el espacio curvo del rellano.

Luego fue el Quai de la Tournelle, al principio de un veranó bochornoso y gris. La casa era somnolienta, y los peldaños de la escalera estaban usados en el centro. Él la acechaba a través del tul marchito de una cortina blanca. El ruido sordo del portal anunciaba su llegada. Ella surgía de debajo del arco de la entrada, con un vestido azul, atravesaba el patio envuelto en sombras y se metía en el hueco de la escalera. Él iba hacia la puerta y la entreabría antes de que llamara. El apartamento era pequeño, precariamente amueblado y bastante sombrío. Desde la habitación, oían el lejano rodar de los coches en el muelle. Como ella estaba en el campo con su familia y cada vez debía encontrar un pretexto para ir a París, se vieron poco en aquella época, y siempre a toda prisa. Un día, sin embargo, ella le anunció que había logrado tener la noche libre, pero no se encontró bien, y nada ocurrió como lo habían planeado.

En el otoño siguiente, encontraron refugio en una habitación amansardada en el último piso de un viejo edificio del barrio de Saint-Germain. Lejos de disminuir su placer, la extrema pobreza del lugar le otorgaba un mayor valor; no obstante, él temía que ella se entristeciera en aquel sórdido escenario y que la conjura de la ciudad y de la vida se le hiciera muy pronto insoportablemente agobiante. Entonces, él le decía que un día, más adelante, abandonarían París para vivir en una casa de pueblo donde vivirían juntos para siempre, noche y día, sin volver a mirar la hora, ya que habrían realizado la promesa y la mantendrían decididamente durante todo el tiempo que les quedara de vida. Ella no se lo creía mucho, en aquella época, y, a decir verdad, él tampoco. Sin embargo, el milagro tuvo lugar, habían podido liberarse, irse y encontrar el lugar con el que habían soñado juntos.

—Sí —dijo él—, me acuerdo muy bien. Ya nos hemos salido, por suerte. Creo que habríamos muerto si no hubiéramos podido irnos.

—Cuando todo funciona bien —dijo ella—, me gusta recordar los días tristes que ya pagaron.

Con los ojos cerrados, ella ofrecía al sol su rostro liso. Hubo un instante de silencio entrecortado por la risa aguda de la fuente. Y luego, ella oyó su voz.

—Mira…

Ella abrió los ojos con pesar.

—Allá… Mira.

En un extremo de la plaza, en el cruce de la calle de la Iglesia con la Plaza de las Hierbas, Hervé y la niña conversaban. O más bien hablaba él, apoyado con un hombro al muro, y ella, sentada en su bicicleta, un pie sobre un mojón, escuchaba, baja la frente, seria la expresión. Llevaba una falda roja con tirantes y una blusa blanca con las mangas arremangadas.

—¿Conque se conocen? —dijo él.

—No lo sabía. Ella no me habló jamás de él, ni él de ella, por supuesto. ¿Qué deben decirse?

—Quizás hablen de nosotros.

—¿Tú crees?

—¡Quién sabe!

—Quizás ella le guste…

—¿La pequeña María? Me extrañaría. El no piensa más que en ti.

—Lo prefieres así, ¿no es cierto?

Él sonrió.

—Sí —dijo él, porque tú eres mía y porque no temo perderte.

Ella bostezó volcando un poco la cabeza.

—Procura, pese a todo, temer un poquito —dijo ella—. Por mí. Además, como dices tú, ¿quién sabe?

No habían vuelto para almorzar. A pocos kilómetros de su viejo caserón, a la derecha de la carretera, ella había visto, oculta entre los árboles, a la orilla del agua, y como queriendo pasar desapercibida, una casa con el techo cubierto de tejas rojas. En el ángulo del camino que conducía hacia ella, un viejo letrero de madera decía en letras de alquitrán: Venta de los tilos.

—Parémonos —dijo ella.

—¿Por qué?

—Me gustaría almorzar aquí.

Él dio marcha atrás y se metió por el sendero arenoso que conducía al portal. El gran patio cuadrado estaba vacío. Un soplo de aire golpeó de pronto un postigo, y el cielo se oscureció.

—Habrá una tormenta —dijo él.

La sala a la que entraron era estrecha y baja de techo. Las ventanas se abrían al río. En el fondo, detrás de una barra de caoba, una mujer, vestida con un pantalón de cuero negro y una blusa del mismo color, bebía, la cabeza apoyada en la mano. Era rubia, alta y delgada, y la mirada que levantó hacia ellos, taciturna y glacial.

—¿Podemos almorzar? —preguntó Claudia.

—No, ya no sirvo comidas.

—Entonces, denos algo de beber.

Ella se alzó ligeramente de hombros y dijo:

—Como quieran.

Se sentaron a una mesa a la que ella llevó las bebidas. Las patas juntas, un gato negro muy grande los observaba, los ojos semicerrados, desde lo alto de un trinchero Un vago olor a moho flotaba en la penumbra.

—Vámonos —dijo él.

—Pero si acabamos de llegar.

Ella no apartaba la mirada de la mujer rubia quien, de pie detrás de la barra, había vuelto a beber.

—No me gusta esta casa —insistió él—. ¿Por qué has querido venir? ¿Qué te retiene aquí?

—No lo sé. Esta mujer, quizás. ¿Crees que vive sola aquí?

Un ruido de vaso roto la interrumpió. La mujer dio un paso hacia ellos. Creyeron que iba a caer, pero ella se aguantó en la barra y se encaminó, agarrada a la barandilla, hacia una puerta interior que abrió con torpeza. Claudia se levantó sin decir nada. Él la retuvo por la muñeca.

—¿Adónde vas?

—Ya lo sabes.

Él la soltó, y ella se alejó hacia el fondo de la sala. Tras vaciar su vaso, él salió al terraplén y se encaminó hacia el río. Al abrigo de una cortina de salces, un viejo embarcadero de madera se adelantaba entre los juncos. Amarrado a él con una cadena, un fantasma de embarcación aparecía a flor del agua gris. El olor mojado de la madera podrida se mezclaba con el perfume de la madreselva. Él miró hacia la casa. Las dos ventanas del primer piso tenían cerrados los postigos. Él los contempló un instante, luego, revirando hacia el agua adormecida, encendió un cigarrillo.

La sala seguía desierta y, al atravesarla, apartó con el pie grandes pedazos de cristal. Justo detrás de la puerta, en el fondo, arrancaba la escalera que él subió en silencio hasta el último escalón en el que se sentó, la espalda contra la pared. Por la puerta entreabierta, él entreveía en la sombra el pie de una cama y el espacio encalado de un tabique. Claudia estaba apoyada en él, mirando hacia la cama donde la mujer estaba seguramente tumbada. Hablaba con voz ronca:

—Vendrá. Sé que él vendrá. Suelen llegar al anochecer. Quizás porque los espero a esa hora, y él lo sabe. Es inteligente.-No lo he querido por eso, pero hay que reconocerlo: es inteligente. Usted me dirá que le importa un comino y tendrá razón. Pero ¿por qué ha venido entonces? ¿Y por qué se queda? No la conozco. Por suerte. Si la conociera, no le diría nada. Esperaré solamente a que usted se vaya, y luego hablaré sola. Hablo muchas veces sola. No viene mucha gente, entonces bebo, y hablo. O duermo. Duermo mucho. Duermo, bebo y me acaricio. Y tú, ¿te acaricias? ¿Todavía te quiere tu hombre? ¿Todavía te quiere? Entonces, aprovéchalo. Pasa rápido. Al principio, no se puede saber. ¿No encuentras que está oscuro? ¿Por qué no dices nada?… ¡Oh, además qué más me da! Todo lo que podrías decirme… He ido demasiado lejos. Ya soy irrecuperable, sobre todo con palabras. ¿Sabes por qué no abro jamás los postigos? Porque en la oscuridad, ya no existe el tiempo. A veces me digo que se acabó… que he llegado al fin, y luego pienso que, si fuera realmente el fin, no lo sabría. Si pudiera no despertarme ya… Me atiborro de pastillas, pero me despierto siempre. Mamá se fue anteayer. Ahora estoy sola. Lo prefiero. Pero creo que voy a cerrar. Sería mejor. Pero, si cierro, ya no volverán, y yo necesito verlos. No debería, lo sé. En fin, es así. Se ponen siempre en la mesa en la que estaba usted hace un rato y, en cuanto se sienta, él la acaricia por debajo de la mesa. Lo hace para que yo lo vea. Entonces yo miro, y él se ríe. ¡Nos divertimos bastante los tres! Una noche, lo sé, él la traerá a mi habitación, y yo estaré ahí donde estás tú, y ellos estarán donde estoy yo, en la cama, y harán el amor delante de mí. Tenemos que ir hasta el final, ¿entiendes? Si les veo hacer el amor, ¡creo que ya no me saldré de esta historia! Creo que es lo que espero: que él le haga el amor delante de mí. Mientras no lo haya visto, no me liberaré. ¿Qué te pasa? Quizás si les veo… una vez, tan sólo una vez… dejaré de pensar, de imaginar. Ya no me preguntaré si él le hace el amor como a mí. Me gustaría saber eso. Según tú, ¿crees que los hombres hacen el amor de la misma manera con todas las mujeres? En cierto sentido, sería terrible. Ella estaría ahí, como yo, igual a mí, pero sería ella, no yo. ¿Te das cuenta? Ella estaría viva y cálida, y yo muerta, apoyada contra la pared (una muerta que ve, que oye), una muerta que se acuerda de cuándo estuvo viva. En el fondo, es quizás lo que quiero, dejar de oír, dejar de recordar. Dame un poco de agua, ¿quieres? Se asfixia uno de calor en esta habitación. ¿Por qué no te acercas? No, en la cama. ¿Por qué no quieres? Oh, no tengas miedo, no me gustan las mujeres. Quisiera sólo tocarte, porque a veces acabo por preguntarme si todo lo que siento no es más que en mi cabeza… si realmente hay algo verdadero, real fuera de mi cabeza. ¡Si sólo pudiera dejar de pensar! ¿Qué hora es? ¿Crees que vendrán esta noche? ¿Crees que esta noche será cuando vengan a hacer el amor en esta habitación? Antes, cuando estábamos juntos, a él le gustaba que me acariciara delante de él. Ahora, lo hago a solas. Tengo ganas de acariciarme. Quizás me duerma después. Mírame… No, quédate. ¡Oh, por favor, no te vayas! Estoy tan sola…

Claudia apareció en el umbral de la puerta de la habitación. Él se levantó. La mujer en su cama seguía hablando, pero su susurro se había vuelto ininteligible…

—Ven —dijo Claudia—, vámonos de aquí.

Bajaron precipitadamente la escalera, atravesaron la sala desierta y se encontraron afuera. Más allá del patio, en la soledad inmóvil bajo una luz apagada, entre dos setos de moras polvorientas, arrancaba el camino privado que llevaba a la carretera. Él giró la llave del contacto.

—¿Volvemos a casa?

—Sí —dijo ella y, con un suspiro, se recostó en el asiento de cuero.

No intercambiaron palabra alguna hasta la llegada a Rune. El cielo había vuelto a oscurecer, y, cuando el coche atravesó el portal del jardín, las primeras gotas de lluvia se estrellaron contra el parabrisas.

Almorzaron tarde, y él se retiró a su despacho a trabajar, pero renunció a ello muy rápido y, yendo a su cuarto, se dejó caer en la cama. Presente aún en el día incierto, la tormenta emitía, de cuando en cuando, los glaucos ronquidos de una gran fiera que sueña. Él miró hacia la ventana donde se inscribía, en una suerte de estupor, la pesada impasibilidad de las hojas. Un silencio aún más pesado debido a la luz equívoca —un silencio de muerte, pensó él con un poco de angustia— parecía rezumar de los muros. Cerrando los ojos, él intentó conciliar el sueño.

Pero entró Claudia.

—¡Ah! —dijo ella—, estás ahí… Creía que estabas trabajando.

—¿Te decepciona? Puedo irme, si quieres.

Ella se alzó ligeramente de hombros y empezó a desnudarse. En el hueco de los pechos, un poco de sudor relucía sobre su piel morena. Él desabrochó su camisa e hizo deslizar su pantalón. Permanecieron acostados un momento, el uno al lado del otro, sin moverse, sin tocarse, luego él colocó su mano sobre el sexo de la joven. Ella no entreabrió las piernas, y, cuando él se giró hacia ella, él vio que sus ojos estaban cerrados.

No tendría que haberme acostado a su lado. Puesto que no tenía ganas, no tendría que haberme acostado. Y, sin embargo, es su mano, su calor, lo quiero, él me acaricia —y ya no siento nada—. O más bien sí: pero es mi cuerpo el que siente. Yo me mantengo a distancia. Y él intenta en vano alcanzarme. Él se dará seguramente cuenta de que yo ya no estoy en mi cuerpo, que ya no estoy en parte alguna. Sus dedos separados encima de mis dos pechos a los que apenas roza hasta que los pezones ereccionan y se endurecen. Sí, ereccionan y se endurecen, pero ya no estoy en mis pechos —viven fuera de mí, me traicionan—. Y él continúa, no comprende. «Abre los ojos, dice. Mírame. ¿Quieres que te hable?». Abro los ojos, lo miro, digo que sí. No es culpa mía. ¿Dónde estoy, y qué ocurre? No habría debido escuchar a aquella mujer. Él está sobre mí, sus codos a uno y otro lado de mi cabeza, y sus manos cruzadas sobre mis pechos a los que sigue acariciando con la punta de los dedos, en círculo. El sabe que a mí me gusta ser tomada así, con la braga a media pierna. Que no se tome ni el tiempo ni la molestia de quitármela —que me trate con ese desenfado y esa impaciencia, él sabe cuánto me turba y me debilita eso. Intento hacer mía mi turbación. Cojo su sexo duro. Lo ayudo a introducirse en mí. Su frotación contra el borde tenso de mi braga… ¡oh, cuánto me gustaba! Levanto mis piernas. El entra hasta el fondo de mí, con un lento asalto de todo su cuerpo que lo hace deslizarse sobre el mío e investirlo totalmente. ¡Oh, cuánto quisiera!… Pero estoy sorda, inerte, no siento más que su peso, el choc repetido de su sexo y el mordisco de sus dientes en el lóbulo de mi oreja. ¿Dónde está él, dónde estoy yo? Nuestros cuerpos se han separado, y los miro a distancia.

Él se ha dejado caer a un lado. El fuelle apresurado de sus soplos, ruidoso a sus oídos, llena el pesado silencio. Un reloj de pared, en alguna parte, en el espesor de la casa, suena las cinco. Ella se levanta y, recogiendo de paso su vestido, entra en el cuarto de baño. Cuando vuelve a aparecer, vestida, y sus miradas se cruzan, ella va a inclinarse sobre él, lo besa en los labios y luego, sin decir nada, sale de la habitación.

El trueno lo despertó. Toda la habitación estaba paralizada en un crepúsculo de azufre en el que se arrastraba sordamente el oscuro carruaje de la tormenta. Un instante, inmóvil, él escuchó: ese cielo de cobre, henchido de una amenaza infinitamente repercutida había sido siempre para él el lugar de una extraña promesa.

En su despacho, la luz era aún más apagada, y él abrió los postigos. Fue entonces cuando las sorprendió, sentadas en lo alto de la escalera que conducía a la terraza. Semirecostada sobre Claudia y la cabeza levantada, la pequeña María señalaba con el dedo las pesadas nubes que se deshilachaban. La mano de Claudia descansaba sobre el muslo de la chiquilla, y él veía, adivinaba más bien, el ligero movimiento de sus dedos que se introducían imperceptiblemente por debajo de la falda. «No me ha oído», pensó él; y el hecho de que la joven no se sintiera observada, de que no obedeciera más que a su propio placer, le sorprendió pasajeramente, como un rasguño.

Fue María quien primero se percató de su presencia cuando él salió a la terraza. Al verlo, esbozó una sonrisa, y Claudia, al advertirlo en los ojos de María, se giró. Había recuperado su mirada, alegre y cálida.

—¡Por fin!… —dijo ella—. Nos hiciste esperar.

—¿Me echasteis de menos realmente?

Ella se puso a reír y, sin dejar de acariciar a María por debajo de la falda, apoyó su cabeza en la pierna de su amante.

—Mira qué guapa es —observó.

—Sí —dijo él—, la más guapa de todas.

Y, sentándose junto a Claudia, él levantó ligeramente las piernas de María y las estiró sobre las suyas. Un instante inmóviles, parecían evocar, así agrupados, alguna estampa bíblica, una bajada de la cruz; luego, cogiendo el borde de la falda entre dos dedos, lo dobló lentamente hacia arriba, poniendo al descubierto los muslos apretados, hasta que por fin apareció el triángulo abultado bajo la tela tensa de la braga. Entonces, con suavidad, Claudia rodeó con sus manos y separó sin forzadlas las rodillas de María. Con un dedo ligero, ella rozó de arriba abajo el pequeño melocotón.

—Mira…

A través del nailon ligeramente hundido, se adivinaba la raja, estrecha y desnuda. Sus miradas se cruzaron y, por primera vez desde hacía horas, él tuvo la impresión de que Claudia se abría otra vez a él. Pero, en ese mismo instante, la pequeña, de un golpe de riñones, se enderezó sobre sus rodillas y, deslizándose de entre sus manos, se puso de pie en la escalera y empezó a bajarla. Una vez abajo, se volvió, levantó hacia ellos la cabeza y les sonrió. Luego, sin prisa, se adentró en la alameda. Se levantaron en silencio y la siguieron.

Lo que quedaba de aquel día extenuado bostezaba en la hierba, y era como si el reflejo de su agua turbia hubiera hecho suyo el bochorno del aire. De pie en medio del claro, ella esperaba, los brazos caídos a lo largo del cuerpo, la cabeza un poco ladeada, pequeña instigadora de juegos, sirena enigmática, quien, sin una palabra, les imponía su ley. Claudia llegó a su lado y, pasando detrás de ella, bajó la cremallera de su vestido. Se lo quitó por arriba. María levantó los brazos por sí sola con mucha naturalidad, y él, sentado en la hierba delante de ella, admiró —a medida que la tela la descubría— el hueco anacarado de sus axilas. Apenas apuntaban sus pechos. Sus caderas eran estrechas y su vientre todavía un poco redondo. Sólo su mirada iba más allá que su infancia, pero ella la tenía bajada, como si hubiera querido, en aquel instante, no ser otra cosa que su cuerpo, inocente y pulcro.

Ella estiró el brazo y descansó su mano en la cadera. Tras ese contacto, dio de pronto media vuelta, apoyando su cuerpo contra el de Claudia. Incorporándose entonces sobre una rodilla, en sus dos manos juntas él cogió entonces su sólida grupa de la que experimentó el secreto y el temor; luego, lentamente, sus dedos se deslizaron hacia la goma de su braguita con la que empezaron a juguetear. De puntillas, el rostro metido entre los pechos de Claudia, ella permanecía inmóvil. Entonces, él acabó de desvestirla.

—Tienes un culito muy hermoso —dijo él en voz baja, y su dedo, recorriendo el valle mediano, comprobó su estrechez—. Vamos… no te cierres. No te cierres, o te pego.

Pero Claudia tuvo que murmurar unas palabras en el oído de la pequeña para que él la sintiera relajarse entre sus manos y que él pudiera al fin entreabrirla.

La primera vez que él tocó su ojete con la punta dura de la lengua, él sintió que se contraía, pero, poco a poco, bajo la insistencia de la caricia, se soltó suavemente mientras sus nalgas crispadas parecían fundirse en sus manos.

—Me gusta abrir tu ojete —siguió él—. Hacía tiempo que mi lengua no sentía ese deseo. Y ahora, date la vuelta.

Ella obedeció, y él tuvo, a la altura de la boca, como una incisión en el suave abultamiento de su pubis, su raja fina y alta. Con ternura, él le apartó las rodillas y paseó sus labios en el interior de sus muslos donde la piel es tan fina y blanca. En aquel momento, levantando los ojos hacia Claudia, él vio que ella le señalaba con un movimiento de la cabeza un joven cedro de espeso ramaje. Él se levantó en silencio, cogió a María en sus brazos y la recostó sobre la litera azulada de unas ramas bajas.

Apenas si tuvo que inclinarse para recorrer su cuerpo con la boca. Él la besó primero en los párpados cerrados, los labios entreabiertos, la pelusilla del reverso de su oreja. Luego, siguiendo la curva del hombro, alcanzó sus pechos donde su boca jugó un momento con los minúsculos pezones. Ella se balanceaba suavemente sobre las ramas, y él tenía que aguantarla por debajo para dar prisa a sus besos.

Cuando, tras haberla explorado por todas partes, él sobrevoló su sexo con su aliento y cuando, una vez que hubo deslizado sus manos por debajo de su grupa, empezó a separar a pequeños golpes de lengua sus labios cerrados, él supo que alcanzaba lo que siempre había esperado. Y, cuando Claudia, cayendo de rodillas ante él, lo cogió a su vez en su boca, él no pudo contener su fuerza y se dejó caer en la hierba seca donde, apretando contra él la cabeza de la joven, él alcanzó la cima, el olvido.

Más tarde, abriendo los ojos, él vio que estaban solos. La pequeña María ya no estaba allí. Regresaron a la casa sin volver a encontrarla.