Ella se despertó primero, con la cabeza apoyada en el brazo de su amante y la grupa acoplada al hueco de su vientre. Siempre se dormían así, engastados el uno en el otro, como cucharas en su estuche, y a veces la mañana les sorprendía en la misma posición. Ella no tuvo que abrir los ojos para adivinar el azul del cielo filtrándose a través de las cortinas gris perla y hasta de sus párpados.

Él hizo un movimiento repentino que llevó su boca al cuello de ella, muy cerca de la oreja, y, al oír su respiración, ella sintió que la invadía una gran felicidad, como antaño, cuando ella era niña, al inicio de ciertos días de vacaciones. Sí, la muerte quedaba lejos. Mientras ella estuviera allí, enfundada en su calor, bajo el cobijo de su sueño, ella no tendría que temer ni el vértigo ni el miedo —nada de lo que en otros tiempos la había convertido en una sombra.

Y ella volvió a verle tal como lo había visto en sus primeros encuentros. Había ante todo aquella escalera que ella vencía peldaño por peldaño, agotada de cansancio, y la experiencia de su acogida de una glacial cortesía. Sentado muy erguido detrás de su mesa, o de pie apoyado en las estanterías de su biblioteca, él le hacía siempre sentir el vacío de su mirada azul, terriblemente lejana, y, protegida por el espesor de un maquillaje tras el cual intentaba ocultar la palidez de su enfermedad, ella medía la distancia —infranqueable, pensaba ella entonces— que la separaba de aquel hombre. Ella ya no se acordaba de lo que se decían, como si hubieran conversado por signos a través de un cristal y como si ninguna de sus palabras hubiese llegado al otro. ¿Dónde estaba entonces el hombre que la tenía ahora tan estrechamente pegada a él? ¿Qué había hecho de su calor? ¿De qué hado era víctima? Él, encerrado en su frialdad, y yo en mi angustia, y cada uno por su lado viviendo nuestra ausencia de vida.

Él emitió uno de esos suspiros que solían anunciar su despertar, y su mano izquierda se apoyó firmemente en el vientre de su amante.

Un insecto en un vaso… un fuego semiapagado… un faraón envuelto en vendas… Ella acumulaba las imágenes con la serena felicidad del viajero que evoca, al término de un trayecto lleno de peligros, las dificultades del camino. Con la paciencia del instinto, ella había tenido que vencerlas una tras otra, corriendo todos los riesgos y poniendo a prueba todas las fuerzas que le quedaban. Sombrío, desconfiado, él la escuchaba hablar, interrumpiéndola sólo de cuando en cuando para precisar lo que los separaba y advertirla de la decepción que sin duda se llevaría en el obstinado intento de arrancarle la energía y el entusiasmo que él había perdido para siempre. ¿De qué profundidades de su intuición había ella extraído, durante aquella amarga primavera, su absurda obstinación? Ella sabía ahora que su cuerpo había vuelto a encontrarse, pero, durante su largo letargo, ella no vislumbraba más que confusamente sus mensajes y ella misma se sorprendía de su ciega esperanza.

Hasta aquel día gris de julio. A las tres, ella había oído su voz breve al teléfono: él la esperaba a las cinco en punto en el hall del Hotel Montalembert. Ella había contestado que allí estaría.

Las cinco y cuarto. El hall desierto, oscuro, con sus nostálgicas plantas y sus escaparates apagados. Hundida en un gran sillón, el bolso por el suelo a su lado, ella esperaba. Frente a ella, lejos, muy lejos, un recepcionista de uniforme azul, indiferente como una imagen del destino, seleccionaba unas cartas. Apenas podía ella respirar y casi ya no le quedaban piernas.

Cinco y media. Ahora él ya no vendrá. ¿Por qué me habrá llamado? Quizás, al último momento… Y yo entonces… yo, ¿qué va a ser de mí? Y, de pronto, aparece detrás del cristal de la puerta giratoria que lo proyecta hacia ella, la coge por el brazo, la arranca del sillón, la arrastra a la calle. Usted se ha equivocado… Había dicho el Hotel Montalembert… Y usted estaba en el Pont-Royal[1]. Hace media hora que la espero. Por suerte, tuve la idea… De lo contrario… Otra puerta giratoria. Plantas. Escaparates, éstos iluminados. Coja el ascensor. Planta ocho, habitación 93. Allí estaré. El desaparece por la escalera. Larga espera del ascensor. Me miran… estoy segura de que me miran. Por fin, llega. Me deslizo en él furtivamente, y éste despega con suavidad. Parada en el séptimo. Un piso más, que debo subir a pie agarrándome a la barandilla. Un pasillo alfombrado de rojo. Una puerta entreabierta. Allí está él, esta vez de espaldas a la ventana. Apenas me besa al cerrar la puerta de una patada y ya mi vestido ha volado. No dijo una palabra. ¡Y cómo se me ocurrió ponerme ese sostén tan sólidamente abrochado! Pero ¿qué hace? Me levanta, me vuelca, sujeta mis puños en su mano por encima de mi cintura y me arranca la braga. No, es imposible. Estaré soñando… ¡Y ahora me pega! Me pega muy fuerte. Y luego me echará al pasillo. Me castiga… seguro que me castiga. ¿O quizás esté harto? ¿Querrá acabar conmigo, asquearme de él? A menos que… ¡Qué contundente es su mano! Estoy hirviendo. Y él me tiene sólidamente cogida. No hay modo de… Si al menos hubiera podido sospecharlo. Lo había previsto todo, todo, menos esa paliza. ¡Vaya, parece que ha terminado! Su boca. Ah sí, bésame. Quema tanto. Y ahora me dará la vuelta. Va a… Pero no. De bruces, atravesada en la cama. Y sus manos me separan, me… Ah, no, eso no. ¿Pero qué le ha cogido? Está loco de remate. Encima de mí… se pone encima de mí, y… Ah, es terrible. Y esa paliza que… Qué fuerza y qué dolor. Un hierro candente. ¿Me gusta? Oh no, a nadie le puede gustar. No se puede… Sí, me gusta. ¡Oh!, me gusta. Pero que ya no se mueva. ¡Y tú que querías castigarme, acabar conmigo! Volverás a empezar cuando quieras. Cuando quieras, volveré —incluso si todavía me duele, incluso si estoy herida—. ¿Y a ti, te ha gustado? Dime, ¿te ha gustado?

—Miel de acacia —dijo él—. Y la etiqueta está escrita a mano… Ya sólo nos falta una abuelita en la cocina.

—¿Otra tostada?

—¡Tres!

—Y pensar que me decías que jamás tenías hambre por la mañana…

La mesa en la que desayunaban, bajo la glicinia de largos racimos, estaba cubierta de un mantel a cuadros rojos y blancos en el que el sol jugaba al ajedrez con sus piezas de luz movidas por sus rayos oblicuos. Más abajo, al pie de la terraza, el penacho de la cola de una ardilla saltó tres veces en el sol del césped del jardín y desapareció entre las hojas grises de un cedro. Ella llevaba aquella mañana un vestido oriental tan provocativo y tan altanero que lo llamaba a la vez de saqueo y ofrenda.

—¿Y si no viene? —dijo ella.

—Ninguna duda.

—Aun así, ¿y si no viniera?

—Iría a buscarla.

Él terminó el café manteniendo un instante el calorcillo mofletudo de la taza en el hueco de la mano y encendió un cigarrillo.

—Me pregunto si tú no lo deseas todavía más que yo.

—¿Te refieres a María?

—Me refiero a María.

Ella lo miraba con un asomo de sonrisa en el fondo de los ojos.

—¿Qué te hace creerlo?

—Pues tu interés en descartarla.

—Así pues, de los dos, ¿eres tú el celoso?

Él tuvo la ocurrencia de reírse.

—Este asunto no está del todo claro. A fin de cuentas, una niña es el recuerdo de una mujer.

—¿Y?…

—Y tú deberías estar al menos un poco celosa.

—Lo estoy un poquito. Pero ¿acaso no vale la pena que lo esté si me necesitas para domarla, para darle ejemplo?…

—¿Y si deseara a una mujer… a una mujer de verdad?

—Una mujer te juzgaría. Lo quiera o no, seríamos cómplices. Y no quiero serlo más que contigo, sólo contigo.

—Así pues —dijo él—, ¿la pequeña María es nuestra única solución?

—La única. Es nuestra, la haremos juntos y seremos lo que hagamos de ella. ¡Hermosa experiencia!

—Ah, por favor, cállate: vas a volverme tímido.

—No es una broma. Ella lo tiene todo por aprender. Tienes que ser un buen maestro, y no será fácil.

Permanecieron en silencio, y, una vez más, él tuvo la impresión de que ella no se lo decía todo.

—Pero —añadió él, no sin cierta torpeza—, el placer que pueda yo sentir con ella…

Un fulgor cruzó el agua negra de su mirada.

—Que sentirás —dijo ella—, lo sé. Sí, me gustaría verlo. Cuando me haces el amor, estoy demasiado ocupada con mi propio deseo. Pero esta vez, por fin, tendré los ojos bien abiertos. Veré tu rostro.

Él no contestó. Esta vez, ella lo había dicho todo. Podían pues ir más lejos juntos.

Cuando él se levantó de la mesa de su despacho, eran las doce en punto, y afuera el sol caía de plano sobre la terraza. Hacía dos horas que trabajaba —dos horas durante las que no había visto a Claudia—. Por las rendijas de los postigos, un rayo luminoso, espolvoreado de oro, iba a iluminar encima de su mesa una piedra de río rojiza, estriada de verde. La cogió en la palma de la mano, y su duro frescor impregnó su mano cansada. Ella está ahora en mi vida como esta piedra en mi mano, pensó él. Mi vida ha vuelto a cerrarse sobre ella. Debo tenerla siempre cogida como tengo cogida esta piedra.

En aquel momento, su mirada, que se zambullía distraídamente en el fondo del jardín a través de la abertura de los postigos, se fijó en la masa tupida del castaño, al otro lado del césped: era como si una lucha entre pájaros moviera desde el interior el revuelto espesor de las hojas. Y, de pronto, dejándose caer de las ramas más bajas, un joven saltó con agilidad al césped y, apoyando la espalda en el tronco del árbol, encendió un cigarrillo. Iba con los brazos desnudos, tenía el pelo rubio, el cuello robusto. Con sus tijeras de jardín abiertas y sujetas al cinturón, parecía estar en su casa en aquel árbol y era como si, de un salto, al menor ruido humano, fuera a volver a su casa de hojas y desaparecer en ella como un dios.

Pero ahí va Claudia. Lleva una rosa encarnada en la mano. En el momento en que aparece a lo largo del viejo muro gris recubierto de enredadera, se chupa el dedo. El joven ha girado la cabeza, y ella se dirige hacia él. El no levanta el vuelo, ni tan sólo se esconde, sino que simplemente se quita el cigarrillo de entre los labios. Ella le da la mano que él coge con precaución —una gota de sangre debe brotar al final del índice—, él la examina y sonríe. En fin, nada más corriente: un hombre que se deja caer de un árbol, al igual que un gato de leyenda o que un dios de los jardines, y ella que le da la mano tras una vuelta por el parque. Ahora, con el brazo levantado, ella señala algo en lo alto del árbol y, como él no parece verlo, ella se acerca a él de un paso y apoya naturalmente la mano en su hombro. Sus labios se mueven en silencio. El asiente con la cabeza. Unas palabras más, una sonrisa, y ella se aleja mientras él vuelve a colocar el cigarrillo entre los labios y la mira dirigirse hacia la casa, en su vestido desplegado como una vela, en medio de la espuma de la hierba.

Ella deslizó la flor en un jarro de cuello alto que colocó encima de la mesa del despacho.

—Mira —dijo ella enseñándole el dedo—, me pinché mientras la cogía.

—Sí, lo sé.

No pareció sorprendida.

—Bueno —dijo ella simplemente—, ¿qué te ha parecido?

—Mitológico. ¿Puede saberse de dónde baja? Imagino que no vivirá en el árbol.

—No, pero lo ama profundamente. Hace ya tres mañanas que viene aquí a lavarse.

—¿Quién es?

—El hijo del viejo Roberto, el que se rompió la pierna por Pascua. Se prepara para ser especialista en aguas y bosques.

—¿Cómo lo has conocido?

—Vino a pedirme si podía reemplazar a su padre.

—¡Hermosa sorpresa!

Un asomo de sonrisa se esbozó en sus labios.

—Así es —dijo ella.

—Confieso que, en materia de aterrizaje, no se puede pedir más. Sabrás, por supuesto, que tú le gustas.

—Por supuesto.

—¿Te lo ha dicho?

—No, todavía no.

—No esperará mucho tiempo. Y a ti, ¿te gusta?

—Me gusta su nuca.

—¿Sospechabas que os observaba hace un rato?

—Lo deseaba.

—¿Por qué?

Ella se llevó la rosa a la boca y mordisqueó un pétalo enseñando sus dientecillos.

—Lo sabes muy bien —murmuró ella deslizando hacia él una larga mirada a través del terciopelo de sus pestañas—. No te hagas el inocente. Y ahora, ¿por qué no bebemos algo?

—Tú, pequeña —observó él mientras rodeaba con un brazo sus hombros—, no pierdes nada por esperar.

Y salieron del despacho donde la rosa, cuyo corazón se había rasgado, se desfloraba ya encima de la mesa.

—Nada mejor que el vino tinto —dijo ella, colocando el vaso encima de la mesa—. Y a ti, ¿te gusta? Parece que realmente te gusta.

—Creo que empieza a gustarme.

—Al menos, algo te habré enseñado.

—¡Oh! —dijo él—, me enseñas cosas todas las mañanas… y todas las noches. Si sólo fuera el vino tinto… ¡Ah, ahí viene el dios de los jardines!

Ella se levantó apresuradamente y fue a apoyarse en la balaustrada cubierta de musgo.

—¡Hervé!

El joven levantó la cabeza. Masticaba una hierba. Un ligero sudor, de un olor sin duda algo áspero, hacía brillar la sólida base de su cuello.

—¿Sería tan amable de ir a buscarme tres ramitas de avellano? Luego venga a tomar una copa con nosotros. Gracias…

Sin. tan sólo esperar una respuesta, ella volvió a sentarse, las rodillas entre las de su amante.

—¿Un poco más de vino? —propuso ella con voz suave.

—¿Y si decidiera azotarte delante de él?

Ella parpadeó.

—¿Quién te lo impide?

—Unicamente saber si esto me causaría placer. Lo pensaré. En todo caso, lo tienes merecido.

—Merezco siempre todo lo que me inflinjas —confesó ella alegremente—, incluso cuando tú no lo sabes.

—Si al menos sintiera algún remordimiento, eso me liberaría.

—Espero que jamás sientas remordimiento alguno conmigo. Me sabría muy mal. Siempre me horrorizó la novela rusa.

—Y yo, que acabo de salir de ella. No… Se acabó la novela rusa. La mano pesada y la conciencia ligera, a la francesa.

Se pusieron a reír, y el dios de los jardines los encontró muy alegres cuando surgió ante ellos, su ramo de varitas en la mano. Claudia simplemente los presentó. Luego cogió las varas.

—¡Sí!, —dijo ella—, son exactamente como le gustan al señor: a la vez finas y flexibles.

Hubo un silencio, y el sol pareció aún más inmóvil, y las cigarras más estridentes. Ella llenó un tercer vaso que ofreció a Hervé, quien tuvo buen cuidado de llevar su boca al mismo lugar del borde en el que los dedos de la joven acababan de dejar un ligero vaho.

Ella llegó, fresca y lisa, a la hora más cálida. Él ya estaba en la cama, recostado, leyendo. Un ardiente sopor filtraba su penumbra malva por los pliegues de la persiana. Debió dormitar un instante. Cuando volvió a abrir los ojos, estaban las dos al pie de su cama.

—Aquí está —dijo Claudia—. Ha venido. Ha venido, y tú dormías.

—Me despierto, y ella está aquí. Pero acércate. Vamos, María, acércate.

Ella obedece, él le coge la mano y le besa la palma donde su destino se perfila aún incierto. Su falda corta de tela roja y su blusa blanca con las mangas arremangadas. Su finísima cadena de oro en la abertura del cuello. Sus sandalias blancas. Ella lo observa a él gravemente, la cabeza un poco ladeada sobre el pecho.

—Tengo calor —murmura Claudia.

Ella sigue llevando el vestido oriental amplio y largo (y él piensa que, así trajeada, ella quiso recalcar con esplendor ante María el derecho que ella tiene sobre ésta).

—Quítate el vestido —dice él.

Ella pone con lentitud al descubierto un hombro tras otro, y la tela se desliza a lo largo* de su pecho hasta la cintura donde queda retenida por un cinturón. No lleva sostén, y él admira la belleza de sus senos, pequeños y jóvenes, con puntiagudos y pálidos pezones.

—El cinturón…

Sus manos toquetean por debajo de la tela, encuentran la hebilla, y el vestido cae de golpe. Claudia está de pie, a un paso detrás de la pequeña María, cuyos ojos siguen fijos en el suelo —y él, quien sigue cogiéndole la mano, aprieta ligeramente sus dedos.

—Mira —murmura él—. Un día tendrás un cuerpo tan bonito como éste, sus mismos pechos erguidos. Un día serás como Claudia.

La pequeña María gira la cabeza y lanza una rápida mirada por encima del hombro.

—Ahora le toca a ella —dice Claudia.

María no se mueve, no contesta. Suspira.

—Creo que no me ha oído —y Claudia, levantando la voz, precisa—: que se desnude.

La mano de la pequeña se ha estremecido. Claudia la coge entonces con suavidad por los hombros, a los que acaricia adelantando los dedos hacia la parte delantera de la blusa. Pero, en el momento en que desabrochan el primer botón, María se libera de pronto y se lanza de un salto hacia la puerta. Apoyada de espaldas contra uno de sus paneles, fija su mirada sombría en Claudia, y, con su naricita fruncida, sus ojos rasgados, es como si fuera a resoplar como un gato furioso. Un instante de inmovilidad, de silencio. Un gesto torpe, una palabra de más, y ellos la pierden. Por fin, habla él.

—Vuelve, María, no tengas miedo. Ella ya no te tocará sin mi permiso, y sólo se lo daré si tú quieres. Le he pedido que se quitara el vestido porque es mi mujer y porque debe obedecerme. Pero no tengo derecho alguno sobre ti. Ella tampoco lo tiene, y la castigaré por haberlo olvidado.

El estira la mano hacia Claudia. Ella se acerca con cierto temor, y él la coge por la muñeca, la vuelca hacia delante sobre sus rodillas. Ella intenta incorporarse, pero, sentándose en el borde de la cama, él bloquea debajo de su pierna derecha las piernas desnudas de Claudia mientras reúne sus dos muñecas en la mano izquierda. Así cogida, ella no puede escapar a la paliza prometida el día anterior y que ahora le será administrada delante de la pequeña María. Sin embargo, muerta de vergüenza, ella intenta debatirse y consigue aflojar un poco su presa con el fin de mejor gozar de su desvarío. Luego, lentamente, él le baja la braga con la mano derecha y con la izquierda apoya con fuerza sobre el hueco de los riñones con el fin de hacer resaltar su grupa. Ella es redonda, infantil, y el surco que la divide y que prolonga entre sus muslos, ligeramente separados, la raja de su sexo es de una conmovedora estrechez. El levanta los ojos hacia María, petrificada, que los mira.

—¿Cómo vamos a castigarla? —pregunta él—. Puedes hablar. Escucho.

Y, como no contesta nada, él sigue:

—¿Qué prefieres? ¿Que sea una paliza rápida y muy fuerte, o más lenta y con mano menos dura? Anda, decídete. ¿Rápido y muy fuerte?

Ella ha asentido con un imperceptible movimiento de la cabeza, y, con esta señal —el primero que ellos reciben de ella—, él sabe que ella entra en el juego y que ya no volverá a salir.

Rápido y muy fuerte. La palma abierta, levantada con lentitud, ha quedado un instante en suspenso encima del globo de carne que se contrae. Ella ha cerrado los ojos, apretado los dientes y juntado las rodillas. El prolonga intencionadamente la espera, atento a su propio deseo, deslumbrado por su misterio. Finalmente rompe el encanto, deja caer su mano con fuerza, haciéndola sobresaltarse sobre sus rodillas. Cinco, seis, siete veces, rápidamente él la ha marcado, empeñándose en amoratar toda la redondez de sus nalgas en las que su mano rebota siempre más alto, como si, al quemarse en ellas, él aumentara siempre más su impulso. Al terminar, él le pide a María que se acerque y, lentamente, ella obedece. Él le coge la mano —su pequeña mano fresca— y la coloca un instante, abierta, sobre la grupa de Claudia.

—¿Te parece bastante?

Ella dijo sí con un parpadeo, retirando aprisa la mano. Entonces, él ayuda a su amante a incorporarse, luego, con una señal, le indica un rincón de la habitación al que debe retirarse.

—Ven —dice él a María.

Él ha colocado sus manos en sus estrechas caderas; la ha sentado en sus rodillas y acaricia las de ella. Suavemente, piensa él. Ningún gesto demasiado brusco. Sobre todo no atemorizarla —y la niña es como un arma entre sus dedos, un arma peligrosa que requiere un manejo muy delicado—. Jamás ha estado tan atento y tan dueño de su deseo, y él experimenta, al mantenerlo tan controlado, una euforia tierna en la que se encuentra y se centra.

Ella está ligeramente reclinada sobre su brazo izquierdo, y su cabeza ha ido a alojarse contra su cuello. Él le besa la sien, allí donde nace el pelo que huele a helecho, y su mano ha penetrado debajo de su falda por la parte exterior del muslo. Ella no se mueve. Parecería dormida de no ser por su respiración algo corta y por la contracción sobre sus rodillas de la pequeña grupa. Cuando él alcanza con la punta de los dedos el borde tenso de su braga, él se detiene un instante, luego su mano gira sobre sí misma sin prisas y se mete por el hueco de sus piernas que ella vuelve a apretar —y él espera sin insistir mientras le besa el pelo, la mejilla redonda y la boca—. Por fin, él siente que sus rodillas se separan imperceptiblemente, y el borde de su mano puede apoyarse sobre el triángulo liso donde madura en secreto el suave monte de su sexo. Él la acaricia lentamente, con un movimiento igual y suave, y ella se reclina un poco más y se abre aún más. Entonces, él retira su mano, desabrocha su blusa y pone al descubierto su pecho frágil donde apenas se esboza la redondez de sus senos. El toquetea un poco para desabrochar la falda por culpa de un botón cogido por una argolla y una cremallera obstinada que finalmente cede. Levantando un poco a la pequeña, él hace deslizar la falda a sus pies, en la alfombra. Ella se acurruca en sus brazos, y él la abraza con ternura —ternura con la que jamás abrazó a mujer alguna.

Y ella está ante él, de pie, las rodillas juntas, los ojos gachos. Su cuerpo estrecho es como una flor de lis en el espesor sombrío, y, cogiéndola por las muñecas, él la contempla, embelesado. Un poco más allá, y como la proyección en el espacio y en el tiempo de aquella desnudez infantil, él entrevé el cuerpo de Claudia y, captando su mirada, él le hace la señal de acercarse. Ella obedece.

Acercándose a María por detrás, ella desliza las manos por debajo de sus brazos y la estrecha contra ella apretando sobre su pecho. El observa cómo las manos de su amante bajan hacia las pálidas caderas, se entretienen un instante a la altura de su cintura y empiezan muy lentamente a deslizarse hacia su braguita.

María está totalmente desnuda. Claudia la ha cogido por las muñecas y, abriéndole los brazos, la propone así desplegada a los ojos de su amante. Él la mira un largo momento. Por fin, él hace una señal, y la joven la deja y se aparta. Entonces María vuelve a vestirse y se va sin una palabra.

El vuelve a meterse en la cama, adonde Claudia va a acostarse a su vez.

Hubo en el corazón de la noche un golpe de viento furtivo y, entre los helechos, muy arriba por entre las ramas, un ligero susurro de agua.

—Escucha —dijo ella en voz baja.

Permanecieron inmóviles. A su derecha, como sólidamente arropado por las ramas colgantes, un muro de piedra seca, derruido en varios lugares, perfilaba su sombra tosca. Más allá, se extendía el campo.

—He oído pasos.

Ella adivinó su sonrisa y, como él intentaba llevársela, lo retuvo por el codo.

—Hay alguien, estoy segura.

—Sí, quizás.

—Has oído, ¿no?

—No, pero he visto.

—¿Has visto a quién?

—A nuestro dios de los jardines.

—¿Cuándo?

—Hace un rato, por la ventana de la habitación. Se escondía detrás del muro de la terraza. Anda, ven.

Ella se apretó contra él.

—¿Detrás del muro de la terraza?

—Sí. Supongo que esperaba a que te desnudaras.

—Y hemos salido…

—No te preocupes por eso. No lo decepcionarás.

Él giró de pronto hacia el bosquecillo, apartando con una mano las ramas, y ella lo seguía tropezando, agarrada a su brazo.

—¿Adónde vas?

Él no contestó. Una rama le azotó el rostro, y ella emitió un gritito. De pronto, el enorme tronco estuvo ante ellos, atravesado en diagonal por el suelo del claro, y, cuando ella tropezó en él, sus dedos se hundieron en el seco espesor del musgo.

—Tu vestido —ordena él—. Levántalo. Quiero que él te vea.

Ella obedece, y, a pocos pasos de ella, él la mira. Transcurre un momento. Por fin, un crujido de hojas muertas. Entonces él se acerca, la coge por los hombros.

—¿Desde hace cuántas noches viene a mirarte mientras te desnudas?

Ella sonríe, la cabeza un poco baja, y de pronto él la abofetea con todas sus fuerzas con la palma y el dorso de la mano, y, debido al golpe, ella choca con el tronco contra el que él la empuja y la vuelca. Echada de espaldas, la cabeza colgando a un lado y las piernas a otro, envuelta por el áspero olor a humus, ella entrevé, por encima de su cuerpo, el despliegue de las pesadas nubes que ahogan la luna. Él se arroja sobre ella, le arranca la braga y le separa las piernas. Esta noche, él no quiere que ella obtenga placer alguno. Sólo quiere castigarla, imponerle su sexo. Pero ¿qué puede él contra la alegría de su sufrimiento? Así quemada y rasgada, ella conoce lo que jamás había conocido aún y lo confiesa en un gemido de felicidad. Entonces, él se retira de ella, la coloca de bruces y, cogiendo sus nalgas con todas sus manos, abre y fuerza su ojete en el que penetra brutalmente. Ella aúlla, y él la hurga con furor hasta que explota en ella y se deja caer encima de sus riñones desnudos, clavándola como un gran pájaro blanco en el árbol muerto.