Esa hora hueca, al inicio de las tardes cálidas, en el sombreado silencio de su despacho finamente taladrado por el aguijón de oro de una abeja… Tumbado sobre la manta, él miraba humear su cigarrillo, y el arabesco de su hilo por encima de su mano era como el azul aliento de la memoria. A lo lejos, perdido en la vibración de un hermoso verano, volando hacia la casa a través del glauco sueño de los parques, el ruido de la serrería, ese largo gemido de la madera tierna, cortada por el hierro que él oía antaño, en la periferia de la ciudad, en su pequeña escuela, mirando, inclinado sobre un cuaderno, aquel perfil tan puro.

Ella debía tener diez años. Su pelo era negro, sus ojos azules, sus dientecillos separados. Él la había deseado como puede hacerlo un niño de siete años cuando a una cándida impotencia se mezcla una desaforada curiosidad, y el eco de aquel amor seguía vibrando en él. Ahora estaba seguro: había buscado en todas las mujeres a la niña y si, antes de Claudia, él jamás había podido ser feliz, es porque ninguna había aceptado la complicidad que él soñaba establecer entre sus recuerdos y sus deseos. Algunas se habían incluso escandalizado, como si, procurando resucitar a la niña de las que ellas eran la tumba, él las obligara a traicionar a la mujer en las que, por desgracia, se habían convertido. Luego, vino Claudia.

Oyó, con los ojos cerrados, cómo se abría suavemente la puerta.

—Puedes entrar —dijo—. No duermo.

Estiró los brazos, y ella se dejó deslizar a lo largo de su cuerpo, la oreja a la altura de su boca.

—¿Dónde estabas?

—En la cocina.

—Me gusta saberte en la cocina.

—¿Por qué?

—Me inspira seguridad. ¿Y el pastel?…

—Ya está. Le he puesto hasta las velas, doce velitas rosas. Y preparé la naranjada.

Happy birthday to her. Me gustaría ver su sorpresa ahora mismo.

—Quizás sospeche algo.

—Sí, pero quizás no en nuestra fiesta.

—¡Oh, no diría tanto! No subestimemos el genio de la infancia. Está muy dispuesta a admitir, y ya es mucho.

—Sí —reconoció él—, no se puede pedir más.

—¿Cómo piensas actuar?

—Mira… si empezamos, ¡ya sabes cómo terminaremos!

—No vendrá hasta las cinco. Cuenta… y acaríciame un poco… sólo un poco. Por favor.

—No es el momento.

—Por favor.

Él deslizó la mano por debajo de su falda y toqueteó su turgente grupa. Ella separó ligeramente las piernas y la palma de su mano se desplazó hacia su pubis al que amasó suavemente. Ella se puso de espaldas.

—Me gusta tu calor —dijo él.

—Más arriba el dedo. Sí… ¡ah! Cuánto me gusta. Y ahora cuenta.

—Pues bien, la harás entrar y la instalarás en el sillón que está a la izquierda de la chimenea. Tú te sentarás en el sofá. ¿Están cerradas las persianas?

—Lo están. Y tú, ¿dónde te pondrás?

—Llegaré después y me pondré en el sillón frente a ella, a la derecha del sofá. Y hablaremos un rato. ¿Sus padres siguen en Estocolmo?

—Hasta el mes de septiembre, según creo.

—Qué suerte para nosotros. Le pediré que me dé noticias suyas, le preguntaré acerca de sus estudios, me interesaré por sus lecturas… En fin, ya ves: un poco distante, con benevolencia, sin sorpresa.

—¿Y yo, mientras tanto?

—Tú escucharás diciendo algo de vez en cuando, con un movimiento de cabeza. Imagínate que tuviéramos una hija de esa edad y que María fuera su amiga. Nuestra hija se ha retrasado un poco, y nos esforzamos por hacer que la señorita se entretenga mientras espera.

—Ella se relaja, se siente segura, y sus rodillas se entreabren.

—Exactamente. Lo has entendido. Después irás a buscar el pastel con el que vuelves con las velas encendidas.

—Bueno, ¿y luego?

—Se lo haremos probar. No te olvides: el oporto antes. El zumo de frutas después.

—Veo que dominas el protocolo en materia de meriendas de niños.

Se rieron. Un rayo de sol iluminó, encima de la mesa de roble pulido que él había adoptado para trabajar, la artesuela de cristal grueso donde había una rama de manzano salvaje. Él le mordisqueó juguetonamente el lóbulo de la oreja.

—Confiesa que te habría gustado, a los doce años, venir a merendar a mi casa.

—¡Oh, sí, me habría vuelto loca de alegría! Pero, por favor, deja de mover el dedo.

—¿Quieres que lo quite?

—¡Oh, no! Deja sólo de mover. A menos que…

—No, luego. Cuando se haya ido.

—Sigue tu historia.

—Bueno, pues, cuando se termine la merienda, le pedirás que te acompañe a la habitación. Y trabajaréis a solas.

—Anda, inventa, sé bueno. Por ejemplo, en la segunda visita… o en la tercera. ¿Qué ocurrirá?

—Viendo el estado en que te pones antes de la primera…

—¿Qué más te da? —dijo ella con impaciencia.

Él retiró la mano.

—Ya está —dijo él—, me da igual. Y ahora déjame solo. Quiero trabajar hasta que llegue.

A las cinco —él estaba entonces en su mesa escribiendo—, oyó un pasito subiendo los peldaños del porche. Luego, un dedo golpeando el cristal, la puerta abriéndose y, en el vestíbulo, un murmullo de voces. Otra vez el silencio. Está ahí —esta vez está ahí; están ahí las dos. Cinco minutos de espera. Le toca a Claudia jugar en primer lugar, y ella juega muy bien, estoy seguro. ¿Qué haría sin ella? Ella me bastaría, y ella lo sabe. Nada la obliga pues a regalarme a la pequeña María. Sería tan horrible si ella se creyera obligada, para complacerme, a entrar en esta historia… Por suerte, en este caso ella piensa primero en ella misma. Inolvidable aquel instante en que nos dimos cuenta de que nuestros deseos coincidían en lo más cálido de la misma imagen. Desde el fondo de sus años lejanos, una niña se alzó a mi llamada. Al principio, ella tenía el rostro de Claudia, y sigue teniéndolo, pero ahora su nombre es María. Bajo esa encantadora máscara en la que su infancia volvió a encontrar su rostro viviente, ella se reconoce y yo la reconozco, maravillado.

Sentada muy formal, las rodillas juntas, la mano izquierda apoyada en el brazo del sillón, la derecha abandonada en el hueco de su vestido blanco con un cinturón de piel roja. Es muy morena, y lleva el pelo corto. No, sus rodillas, todavía un poco puntiagudas, no están rasguñadas; apenas si una de ellas lleva el recuerdo —delgado menguante de carne pálida— de una antigua herida. Ojo azul de gata, un poco rasgado, alargado por una incierta rayita a lápiz. La imagina procurando maquillarse ante el tocador de su madre. Habla muy poco, pero él la siente alerta, a la expectativa. Intimidada intimidante, con una sonrisa ambigua que flota en la penumbra verde, en el fondo de los instantes de silencio.

El gran pastel de chocolate ha sido apenas probado. Visiblemente, nadie tenía hambre, y Claudia apenas si comió del trozo más pequeño. Ella ve a María de perfil. O más bien no: yo la veo a través de los ojos de él. Si él no me hubiera llamado la atención, ella sería para mí una extraña, una desconocida. Pero, porque él supo amarme en mi infancia, al devolverme la curiosidad, que es lo que ahora conocerá María —esta tensión nos lleva adonde él quiere llegar—, soy yo quien va a seguirle a través de ella, y por mi cuenta. En resumen, heme desdoblada, amada en dos personas —y todos esos años perdidos porque él no estaba, todos esos placeres que yo ansiaba confusamente sin sospechar su naturaleza, ella los conocerá por mí, ya que vuelvo a encontrarme en ella.

Él no ha dicho una palabra desde hace un cuarto de hora. Es como si lo hiciera a propósito, piensa Claudia. Me obliga a hablar, aunque no tenga nada que decir, con el fin de turbarme e intrigar a María. En fin, él se aparta. Ya no está conmigo.

Ella se levanta bruscamente:

—Creo que ya es hora de pensar en nuestro trabajo.

Pero, en el momento en que pasa a su lado, en el ángulo del sofá y del sillón, ella se siente cogida por la muñeca. El alma en vilo, se detiene. No irá él ahora…

—¿Quién te ha dado permiso para levantarte? —dice él con dulzura.

Ella intenta sonreír.

—¿Acaso necesito tu permiso?

—¿No lo sabías?

Acurrucada sobre el cojín, María no se ha movido, y, de pie al lado del sillón, firmemente asida por la muñeca, Claudia adivina su estrecha mirada entre las pestañas —su mirada que de pronto ha pasado a estar más ansiosamente atenta.

—Anda —dice ella débilmente—, sé bueno, suéltame.

Por supuesto, él no hace caso. Un mueble emite un estallido sordo en algún lugar de la sala, y es como si toda la casa contuviera la respiración. Ella intenta soltarse, pero sin convicción, tímidamente, aquiescente ya.

De pronto, él se dirige a María.

—Dígame, por favor, ¿todavía se enseña hoy en día a obedecer? Me parece que de todos modos deberían hacerlo. ¿Qué opina?

La pequeña no contesta, y Claudia debe apoyarse con su mano libre en el sillón.

—Aunque ya no sea una niña —sigue él—, Claudia aún me desobedece a veces; acaba de ser testigo de ello. Así que debo tratarla como se merece. En su honor, no obstante, la perdonaré. Tan sólo le contará ella misma cómo fue castigada anoche.

—No —dice Claudia en voz baja—, no puedo.

Otro instante de silencio. Ella tiene la cabeza hueca, y se la oye respirar. Que termine… oh sí, que termine rápido.

—Bueno —dice él—, ya que ella no quiere decir nada, se lo va a enseñar.

Ella se ve de pronto volcada encima de sus rodillas, las muñecas reunidas en su mano izquierda por encima de la cintura, y, con su mano derecha, él le levanta la falda.

Él me había avisado. No era un juego. Pero después, le tocará a ella. Él me ha dicho: deberás dar el ejemplo, y todo lo que haga, deberás padecerlo tú antes. Sí, pronto le tocará a ella.

La levanta un poco para deslizar por delante con mayor soltura la goma de la braga, y una de sus rodillas se alza con el fin de ahuecar ese hoyuelo que tanto le gusta, justo debajo de los riñones.

—Puede mirar, María —dice él—. Ayer noche, como le he dicho, la azotaron, y éstas son las huellas. Sí, esas tres líneas oscuras…

Y ella siente su dedo que sigue ligeramente sobre su carne las marcas paralelas. Por fin, vuelve a vestirla, libera sus muñecas y la coloca de pie ante él.

—Y ahora —dice él—, puedes irte.

Ella sale sin volverse. Los ojos al suelo —pero hace un instante ¡cómo miraba!…—, María se levanta y, a su vez, rozándolo con su cuerpecillo, pasa entre el sillón y el sofá. Pasos de Claudia en los peldaños de la escalera —y el paso de María que la sigue. Un ruido de puerta arriba. Y otra vez el cálido silencio, y, en la penumbra marina asediada por la espesa vegetación del parque, el pesado olor dorado de las jeringuillas.

Él está en su despacho mirando fotografías de Claudia. Aislar el momento del tiempo, y el lugar del espacio, y el gesto del movimiento. Captar el instante de un ser y convertirlo en una imagen imposible de exhibir —una imagen para ellos—. Acto de amor ejercido sin contacto a una terrible distancia —acto que ella desea y que a él le cuesta. Te obedezco, me someto, acepto tu mirada sin tu mano, me doblego y me entrego a la orden de ese objetivo que eleva entre nosotros su severa y neutra exigencia. Y acepto, tras verme y reconocerme en ese cuerpo desconocido que no fue yo misma más que el tiempo de un relámpago.

Bajo todos sus ángulos y en todas sus curvas, más allá de sus sombras y de sus pendientes, está esa carne de la que su mirada espera no sé qué secreto, qué confesión. Se ha revelado la desnudez: es un límite, y todo empieza a partir de ella. Ardiente espera del gesto o de la pose en la que ella va a superarse, a traicionar lo que enmascara. Interrogación de la carne descifrada a distancia. Acecho impaciente de ese signo confusamente vigilado sobre su piel desnuda como un dios en el cielo.

Antes de conocerla, jamás había tenido ganas de ver a mujer alguna hasta ese punto de intimidad, y las escasas fotografías que había conservado de sus amantes constituían pruebas suficientemente claras, por su neutralidad, su falta de inspiración. Un día en que hablaba con Claudia de ese nuevo placer que él había descubierto con ella, ella le había dicho que había adivinado hacía tiempo que él llegaría a esta aproximación. «Fue muy al principio, ¿te acuerdas?… Habíamos ido a pasar dos o tres días en Touquet, y tú me sacaste fotos en la playa. ¡Oh, fotos muy inocentes! Sin embargo, había una que te gustaba más que todas las demás: ésta». Y ella puso ante sus ojos la imagen en la que, riendo y de pie contra el viento, su vestido de lana fina, estrechamente pegado a su cuerpo, dibujaba en el hueco de su vientre un triángulo preciso. «A partir de entonces», había añadido ella sonriendo, «conozco tu vocación».

El ordena las fotografías en una caja de laca roja y la coloca en un armario de la biblioteca. En aquel momento, se abre la puerta de la habitación, y oye la voz de Claudia. Acompaña a María, sin duda. En efecto, la niña sale al porche, baja los peldaños y se aleja por el césped. Sigue observándola al lado de la ventana cuando entra Claudia en el despacho, llevando las fotografías en la mano.

La primera que coloca encima de la mesa representa a la niña echada de espaldas, el brazo derecho doblado debajo de la cabeza. Un asomo de sonrisa en los ojos. El labio inferior se adelanta con impertinencia.

—Sí —dice él tras examinarla—, me gusta mucho el movimiento de sus piernas inclinadas hacia un mismo lado. Parecen dos comillas. Pero no te quedes ahí delante de mí; ven aquí.

Ella rodea la mesa, y él, sentándole en las rodillas, le coloca con la mano su cabeza en el hueco del hombro.

—Entonces —dice él acariciándole el cabello—, ¿alguna queja? ¿Fuiste injustamente maltratada?

—Tu justicia… —murmuró ella—. ¡Y encima querrías que hubiera justicia!

El sonríe, de muy buen humor.

—¿Qué te ha dicho cuando os encontrasteis a solas las dos?

—Nada… absolutamente nada.

—¿Y tú?

—¿Conque, si lo entiendo bien, crees que habría podido tener ganas de comentar mi pequeña exhibición?

Esta vez, él siente un gran regocijo.

—Había que romper el hielo. Además, te había avisado. ¿Qué sentías hacia mí cuando estabas en mis rodillas?

—Ya no me acuerdo. Una mezcla de alegría y de turbación. Una extraña mezcla.

—¿Y hacia la pequeña?

—Me habría gustado verla en tus rodillas como ella me veía a mí.

—Ya vendrá.

—Ya lo creo.

En la segunda fotografía, María está sentada en la cama, o más bien inclinada hacia adelante, la mejilla apoyada en la rodilla de su pierna derecha doblada, la izquierda estirada hacia adelante. Hermosa mirada reflexiva. La pierna extendida encima de la cama está casi totalmente desnuda desde el borde superior del calcetín muy estirado hasta el nacimiento del muslo.

—Me gusta esta pose —dice él—. ¡Y qué promesas ya en ese abandono de los hombros y esa flexión de la cabeza! ¿En qué debía estar pensando?

—En mí.

—¿Tú crees?

—Se preguntaba si la mujer de mirada seria y gestos precisos que la ponía en escena era la misma que ella había visto pocos minutos antes echada en tus rodillas y desnuda hasta la cintura.

—En fin, ¿la intrigas?

—Sí, así lo espero. Empieza a sospechar que hay muchas mujeres en una sola. Y es un buen ejemplo para ella.

—Sí —repite él—, muy buen ejemplo.

La tercera fotografía que ella desliza ante sus ojos es más turbadora: se ve a la pequeña sentada frente al objetivo en el sillón de cuero. Rostro grave, ligeramente inclinado. Su pie derecho se apoya sobre su rodilla izquierda y, en el ángulo abierto de sus piernas, se percibe la blancura de su pequeño slip.

—¿No se sintió molesta?

—En absoluto.

—¿Cómo lo conseguiste?

—He colocado su pie encima de la pierna, la he enfocado y he disparado, así de sencillo.

—¿Y no intentó cerrar las piernas?

—Ni se movió.

El vuelve a coger la fotografía y a examinarla con atención.

—¿Te has fijado en su mirada? Ella no ignoraba lo que tú descubrías.

—Si tú no me hubieras expuesto de aquella manera ante sus ojos —dice Claudia—, no me habría atrevido a portarme así con ella. Y quizás no se habría ella mostrado tan dócil. En fin, has hecho lo que había que hacer.

En la cuarta fotografía, su rostro está oculto por sus manos. De pie y de espaldas en el ángulo de dos paredes, los riñones arqueados, espera, es toda espera.

—Es la mejor —dice él—. No se enseña nada y todo queda dicho. Me gusta mucho.

—Me alegro.

—Me gusta realmente mucho. Eres, ¿por qué no decirlo?, una artista. ¿Cuántas te quedan aún para enseñarme?

—Me quedan dos.

La quinta tiene por escenario el cuarto de baño. María está desnuda, de pie y de perfil, en la bañera de ladrillos azules. Los brazos y la cabeza levantados, acoge en el hueco de las manos el agua que la cubre de un velo. Es un esbozo. Ningún detalle llama la atención sino, doblados en primer plano en el borde de la bañera, el vestido corto y la ropa interior de la niña.

El señala con el dedo el montoncito de la ropa.

—¿Una idea tuya, supongo?

Ella sonríe.

—Mía, pero que tú me has insinuado en el último momento.

Él la estrecha contra su pecho.

—Me preguntaré siempre cómo puedes saber tantas cosas y no obstante ser una mujer. El hecho es que ya no tengo secretos para ti.

—Sí, queda uno. Pero éste me está vedado.

—¿Cuál?

—No sabré jamás qué sientes realmente en el momento en que…

—Yo tampoco lo sé. Pero está bien así —añade él alegremente—, de lo contrario tendríamos la sensación de ser del mismo sexo.

—Por eso —dice ella—, no te preocupes; tú no me permites esa ilusión en modo alguno.

—Ya vendrá… ya vendrá. Más adelante, cuando seamos dos árboles muy viejos con las ramas entremezcladas, tú un tilo y yo una encina.

—Cállate —susurró ella—, no sabes lo que dices. Haremos nuestro amor hasta la muerte. Y ahora, la última…

Con la punta de los dedos, como un jugador afortunado que deposita en la mesa una jugada magistral, arroja encima de la bandeja lacada la sexta fotografía: de espaldas y el pie derecho descansando encima de una silla, María ata, inclinada, la cinta de su sandalia. Con excepción de los calcetines blancos, está totalmente desnuda. Y su pequeña grupa redonda, con el surco muy apretado, polariza sus miradas.

—Así pues, ha aceptado… —murmuró él.

—Sí, sin más. Pero como un gato acepta un beso en el morro. Eso no la compromete.

El contempla pensativamente durante un largo instante la fotografía.

—¿Habrías hecho tú lo mismo a su edad?

—Sí, creo… estoy segura.

—¿Y hasta dónde habrías llegado?

—Hasta donde tú hubieras sabido conducirme.

Más allá del jardín, en el cielo puro, el azul de la noche rozaba la copa de los grandes árboles, y el cuarto, encandilado por los perfumes nocturnos, admitía suavemente el crepúsculo.

Se pusieron en la ventana.

Ya la noche en su parque recogía

Su blanco rebaño de estrellas vagabundas…,

recitó él a media voz. Y más alto:

—Cenaremos, y luego iremos al parque. ¿Te gustaría ir conmigo al parque?

—Mientras te quiera —dijo ella—, siempre sentiré cierto temor y muchas ganas de ir.

Salieron del cuarto, abandonando en el espejo de madera lacada las seis fotografías que relucían débilmente en la penumbra.

Habían terminado de cenar. Dos candelabros teñían de un color rojizo incierto la mesa de marquetería y hacían bailar reflejos en los cobres. Ella le sirvió café.

—Naturalmente —dijo él—, ella sabía que ibas a enseñarme las fotografías.

—Por supuesto.

—Y, por lo visto, esto no le disgustaba del todo.

—Aparentemente, no.

Ella sorbió un poco de café y encendió un cigarrillo en la llama de una vela.

—¿Cómo te lo explicas?

—Ella quiere seducirte.

—¿A su edad?…

—Tú, a la tuya, la deseas, ¿no?

—Pero, en mí, es natural.

—Pues en ella también.

—En resumen, según tú, ¿todo está en orden?

—Diría incluso: todo está a nuestro favor.

—¡Ah! —dijo él cogiéndole la mano por encima de la mesa—, tuve que esperar a encontrarte para ser realmente libre. Contigo, todo es simple, confesable… Mi pequeña madre Naturaleza… —añadió con ternura.

—Y tu hijita.

—Y mi hermanita.

—En fin, ¿soy para ti todas las mujeres?

—Sí —dijo él gravemente—, sin ti no soy más que un espejo que refleja en el vacío. Tome nota, pequeña…

En el momento de salir, ella lo retuvo por el brazo.

—Olvidaba lo más importante: ella vuelve mañana a las tres.

—¿A las tres?

—Sí —dijo ella—, y esta vez se acabaron las fotos: estaremos juntas.

—Pues —murmuró él pensativamente—, los acontecimientos se precipitan, como suele decirse.

—Volveremos a hablar de ello esta noche —dijo ella soplando las velas.

—Toda la noche —exclamó él con entusiasmo—, hablaremos de ello, si quieres, toda la noche.

Se encaminaron por la alameda que conducía a lo que ellos llamaban el claro. Éste se abría, minúsculo y en forma de almendra, en el fondo del pozo de sombra de las hayas, y el césped, azulado de luna, parecía un charco de agua espolvoreado de escarcha a través de la cortina de ramas caídas. Dieron unos pasos en su lechosa luz, y sus rostros se buscaban con la boca y la nariz, como hacen a veces los caballos uncidos lado a lado.

—¿No tienes nada que decirme? —susurró él.

Con un movimiento tímido, ella asintió con la cabeza.

—Entonces, dilo: quiero oírtelo decir.

Y ella le murmuró al oído la frase pueril que a él le gustaba escuchar.

—Sí —dijo él—, puedes. Pero no olvides: debes siempre pedir permiso. De lo contrario, ya sabes lo que te espera.

Sin responder, ella empezó a levantarse el vestido, y él se apartó de ella para ver mejor cómo bajaba su braguita y se acuclillaba lentamente en el césped. Cuando ella se hubo colocado en esa posición tan infantil y tan entregada que el corazón de él parecía fundirse, él se acercó a ella y, cogiéndola por la nuca, le apoyó la mejilla contra su sexo, vibrante y duro. Luego, doblando una rodilla en el suelo, deslizó muy despacio la mano por debajo de sus nalgas musculosas, acariciándola en la parte superior de las piernas, allí donde la piel es tan fina, en el surco de su grupa y entre los labios mojados de su raja.

—Y ahora, puedes —dijo él, pero su mano, que seguía recorriendo los muslos separados de ella, la inhibía de tal manera que no podía obedecer, y él tuvo que repetir imperiosamente la orden para que el temor venciera el pudor.

Finalmente, surgió el fino chorrito como una fuente entre sus dedos y cayó oblicuamente en el césped mientras él no dejaba de tocarla con mano tierna y mientras, el rostro sumergido en el aluvión de sus propios cabellos, ella se entregaba sin reservas a su deseo y a su turbación.

Cuando cesó el ligero crepitar, él le alzó el mentón y la besó primero en los ojos cerrados, luego en la boca, mientras su mano, abandonando su nuca, se amoldaba en la comba de su espalda deslizándose a lo largo de ella hasta la grupa.

De pronto, ella se siente arrojada hacia adelante, los codos y las rodillas en la hierba, y siente cómo el sexo henchido de él se acaricia en ella y la penetra profundamente mientras él la coge por las caderas. Quédate. ¡Oh, quédate! Me volveré loca si te vas… me volveré loca o te odiaré. Y, cuando él se retira, ella lo insulta hasta que la mano del hombre se abate con fuerza sobre sus nalgas y la reduce, encarnada e hirviendo, al silencio. Entonces, él separa sus riñones, ella dice no, intenta resistirse, quizás simplemente para brindarle mayor placer, pero ya su sexo se encuentra en lo más estrecho de ella, y, cuando ella siente amoldarse a su culo desnudo el vientre duro de su amante, se deja caer en la hierba recia arrastrando tras ella, aplastándola y gozándola, el peso de aquel gran cuerpo que, cuando se debilita en ella, le arranca del fondo de la garganta el grito desgarrador y modulado de la pequeña lechuza nocturna.