EL MAL PRESAGIO

1

Durante el período de mi vida en que más desgraciado fui, vi a menudo —por razones difícilmente justificables y sin asomo de atracción sexual— a una mujer que sólo me atrajo por un aspecto absurdo: como si mi suerte exigiese que un ave de mal agüero me acompañara en tal circunstancia. Cuando volví de Londres, en mayo, estaba perdido y me encontraba en un estado de sobreexcitación casi patológico, pero aquella muchacha era extraña, no se dio cuenta de nada. Me había ido de París en junio para reunirme con Dirty en Prüm: más tarde, Dirty, abrumada, me había dejado.

A mi vuelta yo era incapaz de sostener por mucho tiempo una actitud correcta. Veía al «ave de mal agüero» lo más a menudo que podía. Pero de vez en cuando me sobrevenían crisis de exasperación en su presencia.

Ello le inquietó. Un día me preguntó lo que me ocurría: poco más tarde me dijo que había tenido la impresión de que me iba a volver loco de un momento a otro.

Yo estaba irritado. Le contesté:

—Absolutamente nada.

Ella insistió:

—Comprendo que no tenga ganas de hablar: sin duda sería mucho mejor que me fuese ahora mismo. No está usted suficientemente tranquilo como para examinar proyectos… Pero mejor será decírselo: llega a inquietarme… ¿Qué va a hacer usted?

La miré a los ojos sin el menor vestigio de una resolución. Sin duda yo tenía un aspecto extraviado, como si hubiese querido huir de una obsesión sin poder escapar de ella. Ella volvió la cabeza. Le dije:

—Probablemente se imaginará que he bebido.

—No, ¿por qué? ¿Suele ocurrirle?

—Con frecuencia.

—No lo sabía —ella me consideraba un hombre serio, perfectamente serio incluso, y, para ella, la embriaguez era incompatible con otras exigencias—. Pero ocurre que… tiene aspecto de estar extenuado.

—Sería mejor volver a nuestro proyecto.

—Es evidente que está usted demasiado fatigado. Está sentado, y sin embargo da la impresión de que está a punto de caerse…

—Es posible.

—¿Qué le ocurre?

—Me volveré loco.

—Pero ¿por qué?

—Sufro.

—¿Qué puedo hacer yo?

—Nada.

—¿No puede decirme lo que le pasa?

—No creo.

—Telegrafíe a su mujer diciéndole que vuelva. ¿No está obligada a permanecer en Brighton, no?

—No, además me ha escrito. Más vale que no venga.

—¿Sabe acaso el estado en que se encuentra usted?

—Sabe incluso que ella en nada podría cambiarlo.

Aquella mujer se quedó perpleja: debió pensar que yo era insoportable y pusilánime, pero que, de momento, su deber era ayudarme a salir de allí. Por fin se decidió a decirme con un tono brusco:

—No puedo dejarle así. Voy a acompañarle a su casa… o a casa de unos amigos… como desee…

Yo no contesté. En aquel momento las cosas empezaban a oscurecerse en mi cabeza. Estaba harto.

Me acompañó hasta mi casa. No volví a pronunciar una sola palabra.

2

Por lo general la veía en un bar-restaurante, detrás de la Bolsa. Le hacía comer conmigo. Difícilmente llegábamos a concluir una comida. Pasábamos el tiempo en discusiones.

Era una chica de veinticinco años, fea y visiblemente sucia (las mujeres con las que solía salir antes eran, por el contrario, elegantes y bellas). Su apellido, Lazare, respondía mejor que su nombre a su aspecto macabro. Era extraña, bastante ridícula incluso. Resultaba difícil explicar el interés que yo sentía por ella. Había que suponer en mí un desarreglo mental. Al menos así opinaban los amigos con los que me encontraba en la Bolsa.

Ella era, en aquel momento, el único ser que me hacía salir del abatimiento: apenas había franqueado la entrada del bar —y su silueta destartalada y negra, en aquel lugar consagrado a la suerte y a la fortuna, era como una estúpida aparición de la desgracia— yo solía levantarme y conducirla a mi mesa. Llevaba unas prendas negras, de pésimo corte y llenas de manchas. Parecía no distinguir nada de cuanto se hallaba frente a ella, a menudo empujaba las mesas al pasar. Sin sombrero, sus cabellos cortos, tiesos y mal peinados le ponían como alas de cuervo a ambos lados de la cara, Tenía una gran nariz de judía enjuta, de carne macilenta, que salía de aquellas alas bajo las gafas de acero.

Sembraba el malestar: hablaba lentamente con la serenidad de un espíritu al que todo le es ajeno: la enfermedad, la fatiga, la pobreza o la muerte no contaban para nada a sus ojos. Lo que de antemano suponía en los demás era la más tranquila indiferencia. Ejercía una fascinación cierta, tanto por su lucidez como por su pensamiento de alucinada. Yo le entregaba el dinero necesario para la impresión de una minúscula revista mensual a la que ella daba gran importancia. Desde sus páginas defendía los principios de un comunismo harto diferente del comunismo oficial de Moscú. Lo más frecuente era que yo pensase que estaba manifiestamente loca, que, por mi parte, era una broma malintencionada prestarme a su juego. Me imagino que la veía por ser su agitación algo tan descentrado, tan estéril como mi propia vida privada, igualmente turbada al mismo tiempo. Lo que más me interesaba era la morbosa concupiscencia que le impulsaba a dar vida y sangre por la causa de los desheredados. Y yo pensaba: sería una sangre pobre de virgen sucia.

3

Lazare me acompañó. Entró en mi casa. Le pedí que me permitiese leer una carta de mi mujer que me esperaba allí. Era una carta de ocho o diez páginas. Mi mujer me decía que ya no podía más. Se acusaba de haberme perdido cuando todo había ocurrido por culpa mía.

Aquella carta me trastornó. Intenté no llorar, no lo conseguí. Me fui a llorar solo en el retrete. No podía dejar de hacerlo y, al salir, sequé mis lágrimas que seguían corriendo.

Le dije a Lazare, mostrándole mi pañuelo empapado:

—Es lamentable.

—¿Ha recibido malas noticias de su mujer?

—No, no tenga cuidado, ahora estoy perdiendo la cabeza, pero no es por una razón precisa.

—¿Pero no se trata de nada malo?

—Mi mujer me cuenta un sueño que ha tenido…

—¿Cómo un sueño?…

—No tiene importancia. Puede leerlo si quiere. Sólo que no lo comprenderá.

Le pasé una de las hojas de la carta de Edith, pensaba que Lazare, antes que comprenderla, se asombraría. Yo me decía: tal vez sea un megalómano, pero no hay más remedio que pasar por ello, Lazare, yo, o quien sea.

El pasaje que di a leer a Lazare no tenía nada que ver con lo que me había trastornado en la carta.

«Esta noche —me escribía Edith— tuve un sueño que nunca se acababa, y que me ha dejado un peso insoportable. Te lo cuento porque me da miedo guardarlo sólo para mí.

»Nos encontrábamos los dos en compañía de varios amigos y alguien decía que, si salías, serías asesinado. Era porque habías publicado unos artículos políticos… Tus amigos pretendían que aquello no tenía importancia. Tú no has dicho nada, pero te has puesto muy rojo. No querías que te asesinasen de ninguna de las maneras, pero tus amigos te han arrastrado y habéis salido todos.

»Llegó entonces un hombre que venía para matarte. Para ello era preciso que encendiese una lámpara que llevaba en la mano. Yo caminaba a tu lado y el hombre, que deseaba hacerme comprender que te iba a asesinar, encendió la lámpara: la lámpara disparó una bala que me traspasó.

»Tú estabas con una joven y, en aquel momento, comprendí lo que querías y te dije: “Ya que te van a matar, al menos, mientras estés con vida, vete con esta joven a una habitación y haz con ella lo que desees”. Tú me has contestado: “Con mucho gusto”. Te has ido a la habitación con la joven. Luego el hombre ha dicho que había llegado el momento. Ha vuelto a encender la lámpara. De ella partió una segunda bala que te estaba destinada, mas he sentido que era yo quien la recibía y todo había acabado para mí. Me pasé la mano por la garganta: estaba caliente y pegajosa de sangre. Era horrible…».

Yo me había sentado en un diván al lado de Lazare mientras leía. Volvía a llorar de nuevo intentando reprimirme. Lazare no comprendía que yo llorase por culpa del sueño. Le dije:

—No puedo explicarle todo, sólo que me he comportado como un cobarde con todos aquellos a quienes he amado. Mi mujer ha sido de una total abnegación.

Enloquecía por mí mientras yo la estaba engañando. Comprende usted: cuando leo esa historia que ha soñado, quisiera que me matasen ante la idea de todo lo que he hecho…

Lazare me miró entonces como se mira algo que supera a todo cuanto uno podía esperar. Ella, que normalmente lo consideraba todo con ojos fijos y seguros, de pronto pareció desfallecer: estaba como sumida en un estupor paralizante y no decía ni una palabra. La miré a la cara, pero las lágrimas saltaban de mis ojos a mi pesar.

Era presa de un vértigo que me arrastraba, me invadía una pueril necesidad de gemir:

—Tendría que explicarle todo.

Hablaba a través de las lágrimas. Las lágrimas corrían por mis mejillas y caían sobre mis labios. Expliqué a Lazare lo más brutalmente que pude todas las inmundicias que había hecho en Londres con Dirty.

Le dije que engañaba a mi mujer de todas las formas, incluso desde antes, que sentía tal pasión por Dirty que ya no soportaba nada cuando comprendía que la había perdido.

Le conté mi vida entera a aquella virgen. Relatada a una mujer como ella (que, con su fealdad, no podía padecer la existencia sino de forma risible, reducida como estaba a una estoica rigidez), era de una impudicia que me avergonzaba.

Nunca le había hablado a nadie de lo que me había ocurrido, y cada frase me humillaba como una cobardía.

4

Aparentemente, yo hablaba como un desdichado, de forma humillada, pero no era más que un recurso tramposo. En el fondo mantenía un cínico desprecio ante una mujer tan fea como Lazare. Le expliqué:

—Le voy a decir por qué ha salido todo tan mal: es por una razón que seguramente le parecerá incomprensible. Nunca he tenido una mujer tan bella o tan excitante como Dirty: llegaba incluso a hacerme perder la cabeza, pero en la cama, yo era totalmente impotente con ella…

Lazare no comprendía ni una palabra de la historia que le estaba contando, empezaba a ponerse nerviosa. Me interrumpió:

—Pero, si ella le amaba a usted, ¿era acaso tan grave?

Me eché a reír y, una vez más, Lazare pareció molesta.

—Ha de reconocer —le repliqué— que nadie podría inventar historia más edificante: los dos libertinos desconcertados, reducidos a infundirse mutua repugnancia. Pero… mejor será que hable seriamente: no me gustaría arrojarle ciertos detalles a la cara, y sin embargo, no es difícil comprendernos. Ella estaba tan habituada como yo a los excesos y no podía satisfacerla con remilgos. —Hablaba casi en voz baja. Tenía la impresión de ser imbécil, pero necesitaba hablar; tal era la angustia (por muy estúpido que ello pueda parecer) que era mejor que Lazare estuviera allí. Estaba allí de hecho y yo me encontraba menos perdido.

Me expliqué:

—No es difícil de comprender. Pasaba el tiempo en esfuerzos inútiles. Al final me encontraba en un estado de extremo agotamiento físico, pero el agotamiento moral era mucho peor. Tanto para ella como para mí. Ella me quería y sin embargo al final me miraba estúpidamente, con una sonrisa huidiza, cargada de hiel. Se excitaba conmigo y yo me excitaba con ella, pero sólo conseguíamos darnos asco. Usted comprende, uno se vuelve repugnante… Todo resulta imposible. Yo me sentía perdido y, cuando llegaba ese momento, ya no pensaba más que en tirarme debajo de un tren…

Me detuve un momento. Aún dije:

—Siempre había como un regusto a cadáver…

—¿Qué quiere decir?

—Sobre todo en Londres… Cuando fui a buscarla a Prüm, habíamos convenido en que ya no volvería a pasar nada de esto, pero ¿para qué? No se puede imaginar a qué grado de aberración se puede llegar. Yo me preguntaba por qué era impotente con ella y no con las demás. Todo marchaba a la perfección cuando despreciaba a una mujer, por ejemplo a una prostituta. Pero el caso es que, con Dirty, siempre deseaba arrojarme a sus pies. La respetaba demasiado, y la respetaba precisamente por estar completamente perdida de vicios… Todo esto le debe resultar a usted ininteligible…

Lazare me interrumpió:

—Efectivamente, no comprendo. A sus ojos el vicio degrada a las prostitutas que viven de él. No veo cómo podía llegar a enaltecer a esa mujer…

El matiz de desprecio con el que Lazare había pronunciado «esa mujer» me dio la impresión de un absurdo inextricable. Miré las manos de la pobre chica: las uñas asquerosas, el color de la tez un poco cadavérico; se me pasó por la cabeza la idea de que seguramente no se había lavado al salir de cierto sitio… Nada molesto en otras, pero Lazare me repugnaba físicamente. Yo la miraba de frente. En tal estado de angustia, me sentí acorralado —en trance de volverme medio loco— resultaba cómico y siniestro al mismo tiempo, como si, posado sobre mi muñeca, hubiese llevado un cuervo, un ave de mal agüero, un devorador de despojos.

Pensé: por fin ha encontrado la razón idónea para despreciarme. Miré entonces mis manos: estaban curtidas por el sol y limpias; mis prendas claras de verano estaban en buen estado. Las manos de Dirty casi siempre eran deslumbradoras, con las uñas color de sangre fresca. ¿Por qué había de dejarme desconcertar por aquella criatura fallida y cargada de desprecio por la suerte ajena? Sin duda, debía ser yo un cobarde, un calzonazos, pero en el punto en que me encontraba, podía admitirlo sin turbación alguna.

5

Una vez hube respondido a la pregunta —tras una larga dilación, como si estuviese atontado— ya sólo deseaba aprovecharme de una presencia lo suficientemente difusa, para huir de una soledad insoportable. A pesar del aspecto repugnante que presentaba a mis ojos, Lazare apenas suponía un vestigio de existencia. Le dije:

—Dirty es el único ser en el mundo que alguna vez me haya forzado a la admiración… —(hasta cierto punto, yo mentía: tal vez no fuese la única, pero, en un sentido algo más profundo, era cierto). Añadí que me fascinaba que fuese muy rica; de esa forma podía escupir a la cara de los demás—. No me cabe duda: ella le habría despreciado a usted. No como yo…

Intenté sonreír, agotado de fatiga. Contra lo que yo esperaba, Lazare dejó pasar mis frases sin bajar los ojos: se había vuelto indiferente. Proseguí:

—Ahora prefiero llegar hasta el final… Si lo desea le contaré todo. En un momento dado, en Prüm, llegué a imaginarme que era impotente con Dirty porque era necrófilo…

—¿Qué me dice?

—No es ninguna insensatez.

—No comprendo…

—Usted sabe lo que significa necrófilo.

—¿Por qué se burla usted de mí?

Yo me impacientaba.

—No me burlo de usted.

—¿Qué quiere decir con eso?

—No gran cosa.

Lazare apenas reaccionaba, como si se tratara de una chiquillada impertinente.

Replicó:

—¿Lo ha probado?

—No. Nunca he llegado hasta ese punto. Lo único que ha llegado a pasarme: una noche que pasé en un apartamento en el que acababa de morir una mujer de edad: estaba en la cama, como cualquier otra, entre dos cirios, con los brazos colocados a lo largo del cuerpo, pero sin que le hubiesen puesto las manos juntas. No había nadie en la habitación durante la noche. En aquel momento reparé en ello.

—¿Cómo?

—Me desperté hacia las tres de la madrugada. Se me ocurrió la idea de ir a la habitación donde se encontraba el cadáver. Me quedé aterrorizado, pero a pesar de los temblores que me acometieron, permanecí ante aquel cadáver. Por último me quité el pijama.

—¿Hasta dónde llegó?

—No me moví, mi grado de turbación era tal que estaba a punto de perder la cabeza; ocurrió de lejos, simplemente mirando.

—¿Era una mujer aún bella?

—No. Perfectamente marchita.

Yo pensaba que Lazare terminaría por montar en cólera, pero estaba tan tranquila como un cura que escucha una confesión. Se limitó a interrumpirme:

—¿Y eso no puede explicar por qué era usted impotente?

—Sí. O al menos, cuando estuve viviendo con Dirty, solía pensar en ello como explicación. En cualquier caso he comprendido que las prostitutas tenían para mí un atractivo análogo al de los cadáveres. Así era la historia que leí de un hombre que las tomaba con el cuerpo empolvado de blanco, imitando a una muerta entre dos cirios, pero la cuestión no era esa. Le hablé a Dirty de lo que podíamos hacer, y ella se puso muy nerviosa conmigo…

—¿Y por qué Dirty no había de hacerse la muerta por amor a usted? Supongo que no se habría echado atrás por tan poca cosa.

Miré a Lazare, francamente sorprendido al verla encarar el asunto: tenía ganas de reír.

—No se echó atrás. Además es tan pálida como una muerta. Particularmente, en Prüm, estaba más o menos enferma. Un día incluso me propuso llamar a un sacerdote católico: quería recibir la extremaunción fingiendo estar en la agonía delante de mí, pero la comedia me pareció intolerable. Evidentemente aquello era grotesco, pero sobre todo aterrador. Ya no podíamos más. Una noche estaba desnuda sobre la cama, yo estaba de pie cerca de ella, igualmente desnudo. Quería excitarme y me hablaba de cadáveres… sin resultado… Sentado en el borde de la cama me eché a llorar. Le dije que era un pobre idiota: estaba hundido al borde de la cama. Se había quedado lívida: la cubría un sudor frío… Sus dientes se pusieron a castañetear. La toqué, estaba fría. Tenía los ojos en blanco. Era horrible verla así… Al punto me puse a temblar como si la fatalidad me hubiese agarrado por la muñeca para retorcérmela, obligándome a gritar. Ya no lloraba de miedo que tenía. Mi boca se había quedado seca. Me puse algo de ropa. Quise tomarla en mis brazos y hablarle. Me rechazó horrorizada. Estaba verdaderamente enferma…

»Vomitó sobre el suelo. Hay que decir que habíamos estado bebiendo durante toda la velada… whisky».

—Naturalmente —interrumpió Lazare.

—¿Por qué «naturalmente»?

Miré a Lazare con odio. Proseguí:

—Así fue como acabó todo. A partir de aquella noche ya no soportó que la tocase.

—¿Le dejó?

—No inmediatamente. Incluso seguimos viviendo juntos algunos días. Ella me decía que no iba a amarme menos por lo ocurrido; al contrario, se sentía unida a mí, pero me tenía horror, un horror insuperable.

—En esas condiciones, no podía usted desear que aquello durase.

—No podía desear nada, pero la mera idea de que me fuese a dejar, me hacía perder la cabeza. Habíamos llegado a una situación tal, que con sólo vernos en una habitación, el primero que llegase habría pensado que allí había un muerto. Ibamos y veníamos sin decir ni una palabra. De vez en cuando, en muy escasas ocasiones, nos mirábamos. ¿Cómo podría haber durado?

—¿Pero cómo se separaron?

—Un día ella me dijo que tenía que irse. No quería decir a dónde iba. Le pedí que me permitiese acompañarla. Ella me contestó: tal vez. Fuimos juntos hasta Viena. En Viena cogimos un coche hasta el hotel. Cuando se paró el coche me dijo que arreglase lo de la habitación y que la esperase en el hall: tenía que pasar antes por Correos. Yo busqué un mozo para las maletas y ella se quedó en el coche. Se fue sin decir ni una palabra: yo tenía la impresión de que había perdido la cabeza. Hacía tiempo que habíamos convenido en ir a Viena y yo le había entregado el pasaporte para que pudiese recoger mi correspondencia. Además, todo el dinero con que contábamos estaba en su bolso.

Esperé durante tres horas en el hall. Era por la tarde.

Aquel día soplaba un viento violento con nubes bajas, pero no se podía ni respirar, tal era el calor que hacía. Resultaba evidente que ya no volvería y, en seguida, pensé que la muerte se cernía sobre mí.

En aquella ocasión, Lazare, que me miraba fijamente, parecía afectada. Yo había interrumpido mi narración, fue ella misma, humanamente, la que me pidió que le contase lo que ocurrió. Proseguí:

—Hice que me condujesen a la habitación con dos camas en que se encontraba todo su equipaje… Puedo decir que la muerte irrumpía ya en mi cabeza… no recuerdo lo que hice en la habitación… Hubo un momento en el que me dirigí a la ventana y la abrí: el viento producía un violento rumor y la tormenta se aproximaba. En la calle, justo enfrente de mí, había una banderola negra muy larga. Fácilmente podía tener ocho o diez metros de largo. El viento casi había arrancado su asta: parecía aletear.

No se caía: restallaba con el viento con gran estruendo a la altura del tejado: ondeaba adoptando formas atormentadas: como un río de tinta que hubiese fluido de las nubes.

El incidente parecía ajeno a mi historia, pero era para mí como si una bolsa de tinta se hubiese abierto en mi cerebro y estaba seguro, aquel día, de que mi muerte estaba próxima: miré más abajo, pero en el piso inferior había un balcón. Me pasé al cuello el cordón que servía para descorrer las cortinas. Parecía sólido: me subí a una silla y anudé la cuerda, luego quise cerciorarme. No sabía si podría asirme a algo una vez hubiese tirado la silla de una patada. Pero desaté la cuerda y me bajé de la silla. Caí inerte sobre la alfombra. Lloré hasta no poder más… Por último me levanté: recuerdo haber tenido la cabeza pesada. Al mismo tiempo me sentía cargado de una absurda sangre fría y al borde de la locura. Me puse en pie so pretexto de mirar a la suerte cara a cara. Volví a la ventana; la banderola negra seguía allí, pero la lluvia caía torrencialmente; estaba oscuro, había relámpagos y un gran fragor de truenos…

Todo esto carecía de interés para Lazare que me preguntó:

—¿De dónde venía esa banderola negra?

Sentía el deseo de molestarla, tal vez por vergüenza de haber estado hablando como un megalómano; riendo le dije:

—¿Conoce la historia del mantel negro que cubre la mesa de la cena cuando llega don Juan?

—¿Qué tiene que ver eso con su banderola?

—Nada, salvo que el mantel era negro… La banderola ondeaba en señal de duelo por la muerte de Dollfuss.

—¿Se encontraba usted en Viena en el momento del asesinato?

—No, en Prüm, pero llegué a Viena el día siguiente.

—Debe de haberse conmovido mucho al estar allí cuando sucedió.

—No —aquella insensata, con toda su fealdad, me producía horror por la constancia de sus preocupaciones—. Además, incluso si todo aquello hubiese engendrado la guerra, no hubiese hecho con ello sino responder a lo que en aquel momento tenía yo en la cabeza.

—¿Pero cómo habría podido la guerra responder a algo que usted tuviese en la cabeza? ¿Se hubiese alegrado acaso de que estallara la guerra?

—¿Por qué no?

—¿Piensa que acaso una revolución seguiría a la guerra?

—Hablo de la guerra y no de algo que la seguiría.

Acababa así de estremecerla más brutalmente que con todo cuanto había podido decirle.