EL CIELO AZUL

1

Al despertar me asaltó el pánico ante la idea de volver a verme delante de Lazare. Me vestí rápidamente para ir a poner un telegrama a Xénie, diciéndole que se juntase conmigo en Barcelona. ¿Por qué me había ido de París sin haberme acostado con ella? La había soportado, bastante mal, durante todo el tiempo que estuve enfermo; sin embargo, una mujer a la que no se ama resulta más soportable si se hace el amor con ella. Estaba harto de hacer el amor con prostitutas.

Temía a Lazare vergonzosamente. Como si hubiera tenido que darle cuenta de algo. Recordaba el sentimiento absurdo que había experimentado en La Criolla. Me daba tanto miedo la idea de encontrarla que ya no sentía odio por ella. Me levanté y me vestí rápidamente para ir a poner el telegrama. En mi desesperación, había sido feliz durante cerca de un mes. Salía de una pesadilla, ahora la pesadilla me atrapaba de nuevo.

En mi telegrama le expliqué a Xénie que hasta entonces no había tenido una dirección estable. Deseaba que acudiese a Barcelona a la mayor brevedad.

Tenía una cita con Michel. Él tenía aspecto de estar preocupado. Le llevé a almorzar a un pequeño restaurante del Paralelo, pero comió poco y bebió menos aún.

Le dije que no leía los periódicos. Él me repuso, no sin ironía, que la huelga general estaba prevista para el día siguiente. Más me valdría ir a Calella, donde podría reunirme con unos amigos. Yo, por el contrario, insistía en quedarme en Barcelona, donde podría presenciar los disturbios en el caso de que los hubiera. No quería mezclarme en ellos, pero tenía un coche que uno de mis amigos, que pasaba una temporada en Calella, me había prestado por una semana. Si él tuviese necesidad de un coche yo podría llevarle. Se echó a reír con franca hostilidad. Estaba seguro de su pertenencia a otro bando: no tenía dinero, estaba dispuesto a todo para apoyar la revolución. Yo pensé: en un tumulto estará, como suele estar siempre, en la luna, conseguirá que le maten de forma estúpida. Todo aquel asunto me disgustaba: en cierto sentido, la revolución formaba parte de la pesadilla de la que había creído salir.

No sin cierto sentimiento molesto, recordaba la noche pasada en La Criolla. Michel, igualmente. Aquella noche, supongo, le preocupaba, le preocupaba y le abrumaba.

Halló un tono indefinible, provocativo, angustiado para terminar diciéndome que Lazare había llegado la víspera.

Ante Michel y, sobre todo, ante sus sonrisas —a despecho de que la noticia me hubiese sorprendido por su brusquedad— permanecí en una aparente indiferencia.

Nada podía importar, le dije, que yo fuese un rico francés que estaba en Cataluña en viaje de placer y no un obrero del país. Pero un coche podía ser útil en algunos casos, incluso en arriesgadas circunstancias (al punto me lo pregunté: podría llegar a lamentar tal proposición: no se me ocultaba que, de esta forma, me había arrojado a las patas de Lazare; Lazare había olvidado sus desacuerdos con Michel, no sentiría ya el mismo desprecio por un instrumento útil, y no había nada que pudiera hacerme temblar más que Lazare).

Dejé a Michel en un estado de sumo agobio. Yo no podía negarme a mí mismo que sentía mala conciencia respecto a los obreros. Era insignificante, insostenible, pero yo estaba tanto más deprimido por cuanto mi mala conciencia respecto a Lazare pertenecía al mismo orden de cosas. En un momento como aquel, lo veía, mi vida no era justificable. Me avergonzaba. Decidí pasar el fin de la jornada y la noche en Calella. Aquella tarde ya no me apetecía vagar por los barrios bajos. Y, sin embargo, me sentía incapaz de permanecer en mi habitación del hotel.

Tras una veintena de kilómetros en dirección a Calella (aproximadamente la mitad del camino), cambié de opinión. Podía tener en mi hotel una respuesta telegráfica de Xénie.

Volví a Barcelona. Tenía una mala impresión. Si se iniciaban los disturbios, Xénie ya no podría reunirse conmigo. Aún no había respuesta: envié un nuevo telegrama en el que le pedía a Xénie que, salvo absoluta imposibilidad, emprendiese el viaje aquella misma noche. Ya no dudaba que, si Michel utilizaba mi coche, no tuviese yo, con toda probabilidad, que encontrarme cara a cara con Lazare. Detesté la curiosidad que me impulsaba a participar, muy de lejos, en la guerra civil. Como ser humano, yo, decididamente, era injustificable; y, sobre todo, me perdía en una agitación inútil. Apenas eran las cinco y el sol quemaba. En medio de la calle hubiera deseado hablar a los demás; estaba perdido en medio de una muchedumbre ciega. No me sentía ni menos estúpido ni menos impotente que un niño de corta edad. Volví al hotel; mis telegramas aún no tenían respuesta. Decididamente hubiera deseado mezclarme con los transeúntes y hablar, pero en la víspera de la insurrección, aquello era imposible. Hubiera deseado saber si se había iniciado la agitación en las barriadas obreras. El aspecto de la ciudad no era el normal, pero yo no conseguía tomarme las cosas en serio. No sabía qué hacer y cambié de opinión dos o tres veces. Por último, decidí volver al hotel y tenderme en la cama: había en toda la ciudad algo demasiado tenso, excitado, deprimido no obstante. Pasé por la plaza de Cataluña. Iba demasiado deprisa: un hombre, probablemente borracho, se plantó de repente frente a mi coche.

Di un violento frenazo y pude evitarle, pero había sacudido violentamente mis nervios.

Sudaba gruesas gotas. Un poco más lejos, en las Ramblas, creí reconocer a Lazare en compañía del señor Melou, vestido con una chaqueta gris y tocado de un canotier.

La aprensión me ponía enfermo (más tarde supe con toda certeza que el señor Melou no había venido a Barcelona).

Una vez en el hotel, negándome el ascensor, corrí escaleras arriba. Me arrojé sobre una cama. Pude oír el ruido de mi corazón bajo mis huesos. Sentí el pulso de las venas, penoso, en ambas sienes. Durante mucho tiempo, me perdí en el temblor de la espera. Me eché un poco de agua por la cara. Tenía mucha sed. Telefoneé al hotel de Michel. No estaba allí. Entonces pedí que me pusiesen con París. No había nadie en el apartamento de Xénie. Consulté una guía y calculé que podía estar ya en la estación. Traté de comunicar con mi apartamento donde, en ausencia de mi mujer, seguía viviendo, provisionalmente, mi suegra. Pensaba que tal vez mi mujer hubiese vuelto. Se puso mi suegra: Edith se había quedado en Inglaterra con los dos niños. Me preguntó si había recibido un cable que a mi nombre había metido en un sobre pocos días antes: lo había enviado por avión. Recordé haber olvidado en mi bolsillo una carta suya que no abrí al reconocer la letra. Afirmé que sí y colgué, molesto por haber oído una voz hostil.

El sobre, arrugado en mi bolsillo, era de hacía varios días. Tras haberlo abierto, reconocí en el cable la letra de Dirty. Aún dudaba y febrilmente rompí la franja exterior.

En la habitación hacía un calor insoportable: parecía que nunca llegaría a abrirlo del todo y sentía cómo me corría el sudor por la mejilla. Vi con horror la siguiente frase:

«Me arrastro a tus pies» (así comenzaba la carta, harto extrañamente). De lo que quería que la perdonase era de haberle faltado valor para matarse. Había venido a París para volverme a ver. Esperaba que la llamase a su hotel. Me sentí profundamente miserable: por un instante me pregunté, había descolgado de nuevo el aparato, si podría siquiera encontrar palabras. Logré pedir una comunicación con el hotel de París. La espera me mató. Miré el cable: llevaba fecha de 30 de septiembre y estábamos ya a 4 de octubre. Desesperado, sollocé. Tras un cuarto de hora, el hotel respondió que la señorita Dorothea S… había salido (Dirty no era más que la provocativa abreviatura de Dorothea): di las indicaciones necesarias. Podía llamarme en cuanto volviese. Colgué: era más de lo que podía soportar mi cabeza.

Tenía la obsesión del vacío. Eran las nueve. En principio, Xénie estaba en el tren con destino a Barcelona y, rápidamente, se acercaba a mí: imaginé la velocidad del tren, brillante de luces en la noche, aproximándose a mí con un ruido terrible. Creí ver pasar un ratón, una cucaracha tal vez, algo negro, por el suelo de la habitación, entre mis piernas. Era, sin duda, una ilusión fruto de la fatiga. Tenía como una especie de vértigo. Estaba paralizado, sin poderme mover del hotel a la espera del teléfono: no podía impedir nada; estaba desprovisto de la más mínima iniciativa. Bajé a cenar al comedor del hotel. Me levantaba cada vez que oía sonar el teléfono. Temía que, por error, la telefonista pudiera pasar la llamada a mi habitación. Pedí la guía de ferrocarriles y mandé a por periódicos. Quería las horas de los trenes que van de Barcelona a París. Tenía miedo de que una huelga general me impidiese ir a París.

Quise leer los periódicos de Barcelona, y leía, pero sin comprender lo que leía. Pensé que, en caso de necesidad, iría hasta la frontera con el coche.

Me llamaron al final de la cena: estaba tranquilo, pero supongo que si hubiesen disparado con un revólver cerca de mí, apenas lo habría oído. Era Michel. Me pedía que me reuniese con él. Le dije que, por el momento, me resultaba imposible por la conferencia que estaba esperando, pero que si no podía pasarse por mi hotel, yo me reuniría con él a lo largo de la noche. Michel me dio la dirección en la que podría encontrarle.

Quería verme como fuese. Hablaba como alguien a quien se ha encargado dar órdenes y que tiembla ante la idea de olvidarse de algo. Colgó. Le di una nota a la telefonista y volví a mi habitación, donde me tendí. Hacía un calor penoso en aquella habitación. Bebí un vaso de agua del lavabo: el agua estaba tibia. Me quité la chaqueta y la camisa. Vi mi torso desnudo en un espejo. Me tendí una vez más sobre mi cama. Llamaron a la puerta para traerme un telegrama de Xénie: como había imaginado, llegaría al día siguiente en el rápido de las doce. Me lavé los dientes. Me froté el cuerpo con una toalla húmeda. No me atrevía a ir al cuarto de baño por miedo a no oír la llamada telefónica. Quise matar el tiempo contando hasta quinientos. No llegué hasta el final. Pensé que no había nada que valiera la pena como para ponerse en tal estado de angustia. ¿No era aquello un absurdo escandaloso? Desde la espera en Viena no había conocido nada más cruel. A las diez y media sonó el teléfono: tenía comunicación con el hotel en que se alojaba Dirty. Pedí que me permitiesen hablar con ella personalmente. No podía comprender que me hablase por boca de un intermediario. La comunicación era mala, pero conseguí estar tranquilo y hablar con claridad. Como si fuera el único ser tranquilo en toda aquella pesadilla. No había podido telefonear ella misma porque, en el momento mismo en que había vuelto, se había decidido a partir. Había tenido el tiempo justo para coger el último tren a Marsella: de Marsella a Barcelona iría en avión, y llegaría aproximadamente a las dos de la tarde. No había tenido tiempo material, no había podido avisarme personalmente. Ni por un instante había pensado en volver a ver a Dirty al día siguiente, no se me había ocurrido pensar que podía tomar el avión en Marsella. No me sentía feliz, sino casi atontado, allí sentado en mi cama. Quise recordar el rostro de Dirty, la turbia expresión de su cara. El recuerdo que guardaba se me escapaba.

Pensé que se parecía a Lotte Lenja, pero también el recuerdo de Lotte Lenja se desvanecía. Sólo me acordaba de Lotte Lenja en Mahagonny: llevaba un traje sastre negro, de aspecto masculino, una falda muy corta, un ancho canotier, unas medias que se enrollaban por encima de la rodilla. Era alta y esbelta, me parecía que también era pelirroja. En cualquier caso, era fascinante. Pero la expresión de su rostro se me había escapado. Sentado en la cama, yo vestía unos pantalones blancos, estaba descalzo y con el torso desnudo. Intentaba recordar la canción de burdel de la Opera de tres centavos. No conseguí recordar la letra alemana, sino la francesa. Tenía el recuerdo, erróneo, de Lotte Lenja cantándola. Aquel vago recuerdo me destrozaba. Me levanté descalzo y entoné, muy bajo, pero desgarradamente:

Le navire de haui bord

Cent canons au babord

BOM-BAR-DE-RA le port[6]

Pensé: mañana será la revolución en Barcelona… Por excesivo que fuera el calor que sentía, estaba aterido…

Me dirigí hacia la ventana abierta. Había gente en la calle. Se notaba que el día había sido de un sol abrasador. Hacía más fresco fuera que en la habitación. Tenía que salir. Me puse una camisa, una chaqueta, me calcé con la mayor rapidez posible y bajé a la calle.

2

Entré en un bar vivamente iluminado, donde bebí apresuradamente una taza de café: estaba demasiado caliente, me abrasé la boca. Era evidente que hacía mal en beber café. Fui a coger mi coche para acudir donde Michel me había pedido que fuera a reunirme con él. Toqué la bocina. Michel tenía que venir a abrir la puerta del edificio.

Michel me hizo esperar. Me hizo esperar interminablemente. Llegué a desear que no viniese. Desde el instante mismo en que mi coche se detuvo ante el edificio indicado, había tenido la certeza de encontrarme ante Lazare. Pensé: por mucho que Michel me deteste, sabe también que haré como él, que olvidaré los sentimientos que me inspira Lazare a poco que las circunstancias así lo exijan. Tenía tanta más razón en pensarlo cuanto que, en el fondo, yo estaba obsesionado por Lazare; en mi estupidez, tenía ganas de volverla a ver; sentí entonces una insuperable necesidad de abrazar mi vida entera al mismo tiempo: toda la extravagancia de mi vida.

Pero las cosas se presentaban mal. Me vería reducido a sentarme en un rincón sin decir ni una palabra: seguramente en una habitación llena de gente, en la misma situación de un acusado que ha de comparecer, pero al que, por compasión, se olvida.

A buen seguro no tendría ocasión de expresarle mis sentimientos a Lazare, por tanto, ella pensaría que sentía remordimientos: que mis insultos se debían a la enfermedad.

También pensé, de pronto: el mundo sería más soportable para Lazare si a mí me ocurriera alguna desgracia; sin duda, ella siente en mí el crimen que exige una reparación… Se inclinará a situarme en una mala historia; aun teniendo conciencia de ello, podrá decirse que más vale exponer una vida tan descorazonadora como la mía, en lugar de la de un obrero. Me imaginé muerto, y a Dirty enterándose de mi muerte en el hotel. Me encontraba al volante del coche y puse el pie sobre el acelerador. Pero no me atreví a pisarlo. En lugar de eso, por el contrario, toqué la bocina varias veces, concibiendo la esperanza de que Michel no vendría. En el punto en que me encontraba era preciso que apurase hasta el final cada una de las cosas que la suerte me deparara. A pesar mío, me representaba, con una especie de admiración, la tranquilidad y audacia indudables de que hacía gala Lazare. Dejé de tomar aquel asunto en serio. Ante mis ojos carecía de todo sentido: Lazare se rodeaba ya de gentes como Michel, incapaces de apuntar, disparando como quien bosteza. Y, sin embargo, tenía todo el espíritu de decisión y la solidez de un hombre a la cabeza de un movimiento.

Yo me reía al pensar: por el contrario, yo sólo he sabido perder la cabeza. Recordaba cuanto había leído acerca de los terroristas. Desde hacía algunas semanas, mi vida me había distanciado de preocupaciones análogas a las de los terroristas.

Evidentemente, lo peor sería llegar al momento en que ya no actuara según mis pasiones, sino según las de Lazare. En el coche, esperando a Michel me adhería al volante como un animal atrapado en un cepo. La idea de que yo pertenecía a Lazare, de que ella me poseía, me asombraba… Recordaba: como Lazare, yo mismo había sido sucio de niño. Era un recuerdo penoso. En particular, recordaba el siguiente hecho deprimente. Había sido interno en un liceo. Pasaba las horas de estudio sumido en el tedio, me quedaba allí, casi inmóvil, a menudo con la boca abierta. Una tarde, a la luz del gas, levanté la tapa de mi pupitre delante de mí. Nadie podía verme. Cogí mi portaplumas, sujetándolo, en mi puño derecho cerrado, como si fuera mi cuchillo, me asesté grandes golpes con la plumilla de acero en el dorso de la mano izquierda y el antebrazo. Para ver… Para ver, y también: quería endurecerme ante el dolor. Me había infligido un buen número de heridas sucias, más negruzcas que encarnadas (debido a la tinta). Aquellas pequeñas heridas tenían la forma de medias lunas, como la sección de la plumilla.

Me bajé del coche y así pude distinguir el firmamento estrellado por encima de mi cabeza. Veinte años más tarde, el niño que se asestaba puñaladas con un portaplumas esperaba, en pie, bajo el cielo, en una calle extranjera, a la que nunca había venido, no se sabe qué cosa imposible. Había estrellas, un número infinito de estrellas. Era absurdo, para gritar de absurdo, pero se trataba de un absurdo hostil. Me urgía que el día, el sol, se levantasen. Pensaba que, en el momento en que las estrellas desaparecieran, seguramente estaría en la calle. En principio, temía menos al firmamento estrellado que al alba. Tenía que esperar, esperar, esperar dos horas…

Recordaba haber visto pasar, hacia las dos de la tarde, un bonito día soleado, en París —yo me encontraba en el puente del Carrousel— la camioneta de una carnicería: los cuellos sin cabeza de los corderos despellejados sobresalían de sus telas, y las blusas con rayas azules y blancas de los carniceros deslumbraban de limpieza: la camioneta andaba lentamente, a pleno sol. Cuando era niño me gustaba el sol: cerraba los ojos y, a través de los párpados, era rojo. El sol era terrible, hacía pensar en una explosión: ¿podría haber algo más solar que la sangre roja que corría sobre el empedrado, como si la luz estallase y matase? En esta noche opaca me había embriagado de luz; así, nuevamente, Lazare no era ante mí más que un pájaro de mal agüero, un pájaro sucio y despreciable. Mis ojos dejaron de perderse en las estrellas que, en realidad, brillaban por encima de mí, para hacerlo en el azul del cielo del mediodía. Los cerraba para poderme perder en aquel azul brillante: de él surgían gruesos insectos negros como zumbantes trombas. Del mismo modo que, al día siguiente, a la deslumbrante hora del día, surgiría, primero como un punto imperceptible, el avión que traería a Dorothea…

Abrí aquellos ojos, vi de nuevo las estrellas sobre mi cabeza, pero ya estaba enloqueciendo de sol y tenía ganas de reír: al día siguiente, el avión, tan pequeño y lejano que en nada atenuaría el brillo del cielo, me parecería semejante a un insecto ruidoso y, por estar cargado, en la caja acristalada, con los desmesurados sueños de Dirty, se encontraría en el aire y sería para mi cabeza de hombre minúsculo, de pie en el suelo —en el momento en que el dolor arañase dentro de ella con más hondura que la costumbre— lo que es una imposible, una adorable «mosca de retrete». Me había reído y ya no era sólo el niño triste de las heridas de portaplumas el que, aquella noche, andaba siguiendo las paredes: me había reído de la misma forma cuando era pequeño y estaba persuadido de que un día, yo, por sentirme llevado por una insolencia feliz, habría de derribarlo todo, con absoluta necesidad derribarlo todo.

3

Ya no comprendía cómo podía haber llegado a tenerle miedo a Lazare. Si, tras unos minutos de espera, Michel no venía, me iría. Estaba persuadido de que no vendría: le esperaba por excesiva buena conciencia. No faltaba mucho para que me fuese cuando se abrió la puerta del edificio. Michel vino hacia mí. A decir verdad, tenía todo el aspecto de un hombre que vuelve del otro mundo. Tenía la expresión de una persona que se ha desgañitado… Le dije que ya me iba. Él me respondió que «allí arriba» la discusión era tan desordenada, tan ruidosa, que nadie se oía.

Le pregunté:

—¿Está ahí Lazare?

—Naturalmente. Ella es la causa de todo… Es inútil que subas. Yo no puedo más… Me iré a tomar una copa contigo.

—¿Hablamos de otra cosa?…

—No. Creo que no podría. Voy a contarte…

—Eso es. Explícate.

Sólo de forma vaga deseaba saber: en aquel momento encontraba a Michel ridículo y, con más motivo, lo que «allí arriba» se agitaba.

—Se trata de dar un golpe con unos cincuenta tipos, verdaderos «pistoleros», ya sabes… Es algo serio. Lazare quiere asaltar la cárcel.

—¿Cuándo? Si no es mañana, voy. Llevaré armas. Puedo llevar a cuatro hombres en el coche.

Michel gritó:

—Es ridículo.

—¡Ah!

Me eché a reír.

—No hay que asaltar la cárcel. Es absurdo.

Michel había gritado aquello a todo pulmón. Habíamos llegado a una calle concurrida. No pude evitar decirle:

—No grites tan fuerte…

Le había desanimado. Se detuvo, mirando a su alrededor. Su expresión era de angustia. Michel no era más que un niño, un chiflado.

Riéndome le dije:

—No tiene importancia: estabas hablando en francés…

Vuelto a la serenidad con la misma rapidez con que se había aterrado, él también se echó a reír. Pero desde entonces ya no gritó más; perdió incluso el tono despreciativo que adoptaba para hablarme. Estábamos delante de un café donde habíamos cogido una mesa apartada.

Él se explicó:

—Vas a comprender por qué no se puede asaltar la prisión. No tiene interés. Si Lazare quiere dar un golpe en la cárcel no es por su utilidad, sino por sus ideas.

Lazare siente repugnancia por todo cuanto se asemeje a la guerra, pero como está loca, se inclina, a pesar de todo, por la acción directa y quiere intentar un golpe. Yo he propuesto atacar un depósito de armas y ella no quiere ni oír hablar de ello porque, según ella, ¡eso supone volver a caer en la vieja confusión entre la revolución y la guerra! No conoces a la gente de aquí. La gente de aquí es maravillosa, pero están chalados: ¡la escuchan!…

—No me has dicho por qué no hay que asaltar la prisión.

En el fondo, a mí me fascinaba la idea de una cárcel tomada al asalto, y me parecía bien que los obreros escuchasen a Lazare. Súbitamente, todo el horror que me inspiraba Lazare se había desvanecido. Pensé: es macabra, pero es la única a quien comprenden: los obreros españoles también comprenden la Revolución…

Michel proseguía su explicación, hablándose a sí mismo:

—Es evidente: la cárcel no sirve para nada. Lo primero que hay que hacer es encontrar armas. Hay que armar a los obreros. Si el movimiento separatista no pone armas en manos de los obreros ¿qué sentido tiene? Lo que lo demuestra es que los dirigentes catalanistas son capaces de fallar el golpe, porque tiemblan ante la idea de armar a los obreros… Está clarísimo. Hay que atacar primero un depósito de armas.

Se me ocurrió otra idea: la de que todos ellos desvariaban.

De nuevo empecé a pensar en Dirty: en cuanto a mí, estaba muerto de cansancio, angustiado de nuevo.

Le pregunté vagamente a Michel:

—¿Pero qué depósito de armas?

No pareció entender.

Insistí: de eso no sabía nada, la pregunta se imponía, resultaba incluso embarazosa, pero él no era de allí.

—¿Sabe Lazare algo más?

—Sí. Tiene un plano de la cárcel.

—¿Quieres que cambiemos de tema?

Michel me dijo que me tenía que dejar en seguida.

Se quedó tranquilo por un momento sin decir ni una palabra. Luego, siguió:

—Pienso que la cosa va a terminar mal. La huelga general está prevista para mañana por la mañana, pero cada uno irá por su lado y todo el mundo se hará destrozar por la guardia civil. Voy a terminar por creer que es Lazare la que tiene razón.

—¿Cómo es eso?

—Sí. Los obreros nunca llegarán a unirse y serán vencidos.

—Pero ¿acaso es imposible ese golpe de mano en la prisión?

—¿Y qué puedo saber yo? No soy militar…

No podía más. Eran las dos de la madrugada. Le propuse a Michel que nos citásemos en un bar de las Ramblas. Podía ir allí cuando las cosas estuviesen más claras; él me dijo que estaría allí sobre las cinco. Estuve a punto de decirle que hacía mal en oponerse al plan contra la cárcel, pero estaba harto. Acompañé a Michel hasta la puerta donde le había estado esperando y había dejado el coche. No teníamos ya nada más que decirnos. Al menos me alegraba de no haberme topado con Lazare.

4

Al instante me fui a las Ramblas. Dejé el coche. Entré en el barrio chino. No iba buscando mujeres, pero el barrio chino era el único medio que se me ofrecía para matar el tiempo, por la noche, durante tres horas. A aquellas horas, podía oír cantar a andaluces, a cantantes de cante jondo. Estaba fuera de mí, exasperado, la exasperación del cante jondo era lo único que podía armonizar con mi fiebre. Entré en un cabaret miserable: en el momento en que entré, una mujer casi deforme, una mujer rubia, con cara de bull-dog, se estaba exhibiendo en un pequeño tablado. Estaba casi desnuda: un pañuelo de colores ceñido en torno a sus riñones no disimulaba su sexo muy negro. Cantaba y danzaba contoneando su vientre. Apenas me había sentado cuando otra mujerzuela, no menos repulsiva, se acercó a mi mesa. Tuve que tomar una copa con ella. Había mucho público, más o menos la misma concurrencia que en La Criolla, pero en más sórdido. Fingí no saber hablar español. Sólo una de las chicas era guapa y joven. Me miró. Su curiosidad se asemejaba a una súbita pasión. Estaba rodeada de monstruos con caras y pechos de matrona envueltas en mugrientas mantillas. Un muchacho joven, casi un niño, dentro de una camisa de marinero, de cabello ondulado y empolvadas mejillas, se acercó a la chica que me estaba mirando.

Tenía un aire feroz: esbozó un gesto obsceno, se echó a reír y luego fue a sentarse más lejos. Una mujer encorvada, muy vieja, tapada con un pañolón de los usados por los campesinos, entró con una cesta. Un cantaor vino a sentarse en el tablado con un guitarrista; tras algunos compases de la guitarra se puso a cantar… de la forma más apagada. En aquel momento yo hubiera tenido miedo de que él, como otros, fuera a cantar desgarrándome con sus gritos. La sala era grande: en uno de sus extremos, cierto número de chicas, sentadas en fila, esperaban a los clientes para bailar: bailarían con los clientes en cuanto acabasen las atracciones de canto. Aquellas chicas eran más o menos jóvenes, pero feas, vestidas con míseras ropas. Estaban delgadas, mal nutridas: algunas dormitaban, otras sonreían como bobas, otras, súbitamente, comenzaban a taconear precipitadamente sobre el tablado. Proferían entonces un olé sin eco. Una de ellas, que llevaba un vestido de tela azul pálida, medio ajada, tenía un rostro demacrado y pálido debajo de su cabello estropajoso: era evidente que moriría en pocos meses. Necesitaba dejar de ocuparme de mí mismo, al menos de momento, necesitaba ocuparme de los demás y estar seguro de que cada cual, debajo de su propio cráneo, estaba vivo. Me quedé callado, una hora tal vez, observando a todos mis semejantes en la sala. Luego me fui a otro cabaret, que, a diferencia del anterior, rebosaba animación: un obrero jovencísimo, con mono, daba vueltas y vueltas con una muchacha en traje de noche. El traje de noche dejaba entrever los sucios tirantes de la camisa, pero la chica era deseable. Otras parejas describían vuelta tras vuelta: pronto me decidí a irme. No hubiera podido soportar excitación alguna por más tiempo.

Volví a las Ramblas, compré periódicos ilustrados y cigarrillos: apenas eran las cuatro. Sentado en la terraza de un café, pasaba páginas y páginas de los periódicos sin verlas. Me esforcé en no pensar en nada. No lo conseguía. Una polvorienta carencia de sentido se iba levantando en mí. Hubiera deseado recordar lo que verdaderamente era Dirty.

Cuando vagamente me volvía a la memoria me era algo imposible, espantoso y sobre todo extraño. Un instante más tarde, me imaginaba puerilmente que iría con ella a comer a un restaurante del puerto. Comeríamos todo tipo de cosas fuertes de las que me gustan, luego nos iríamos al hotel: ella dormiría y yo me quedaría al lado de la cama. Estaba tan cansado que al mismo tiempo pensaba dormir cerca de ella en una butaca, o incluso tendido como ella sobre la cama: cuando llegara, los dos nos caeríamos de sueño: sería evidentemente un mal sueño. También estaba la huelga general: una habitación espaciosa con una vela y nada que hacer, las calles desiertas, jaleos. Michel no podía tardar en venir y tenía que quitármelo de encima cuanto antes…

Hubiera deseado no oír hablar de nada más. La cosa más urgente que me dijeran entonces me entraría por un oído y me saldría por el otro. Tenía que dormir, vestido y todo, donde fuese. Me quedé dormido en mi silla en varias ocasiones. Qué podía hacer cuando llegase Xénie. Un poco más tarde de las seis llegó Michel, diciéndome que Lazare le estaba esperando en Las Ramblas. No podía sentarse. No habían llegado a ningún acuerdo: tenía un aspecto tan borroso como el mío. Al igual que yo, tampoco tenía ganas de hablar, estaba dormido, abatido.

Al punto le dije:

—Voy contigo.

Despuntaba el alba: el cielo estaba pálido, ya no había estrellas. Algunas gentes iban y venían, pero las Ramblas tenían algo de irreal: de un extremo a otro de los plátanos era un solo trino de pájaro asombroso; jamás había oído algo tan imprevisto.

Reparé en Lazare, que caminaba por debajo de los árboles. Nos daba la espalda.

—¿No quieres saludarla? —me preguntó Michel.

En aquel preciso momento se volvió y vino hacia nosotros, como siempre vestida de negro. Por un instante me pregunté si no sería ella el ser más humano que nunca hubiese visto; también era una rata inmunda lo que se acercaba a mí. No había que huir y era fácil. En efecto, yo estaba ausente, estaba profundamente ausente.

Me limité a decirle a Michel:

—Podéis iros los dos.

Michel adoptó un aire de no comprenderme. Le estreché la mano, añadiendo que ya sabía dónde vivían uno y otro:

—Coged la tercera calle a mano derecha. Telefoneame mañana por la noche si puedes.

Como si Lazare y Michel, al mismo tiempo, hubiesen perdido hasta la sombra de su existencia. Yo ya no tenía una realidad verdadera.

Lazare me miró. Era de la mayor naturalidad posible. Yo la miré y le hice a Michel un gesto con la mano.

Se fueron.

Yo opté por dirigirme hacia mi hotel. Eran, aproximadamente, las seis y media.

No cerré los postigos. Me quedé dormido inmediatamente, pero se trataba de un mal sueño. Tenía la sensación de que era de día. Soñaba que estaba en Rusia: visitaba como turista una u otra de las capitales: Leningrado más probablemente. Paseaba por el interior de una inmensa construcción de hierro y vidrio, que se parecía a la vieja Galería de las máquinas. Apenas era de día y los polvorientos cristales dejaban pasar una luz sucia. El espacio vacío era más vasto y solemne que el de una catedral. El suelo era de tierra apisonada. Estaba deprimido, absolutamente solo. Por la nave lateral accedí a una serie de salitas en las que se conservaban los recuerdos de la Revolución; aquellas salas no integraban un verdadero museo, pero los episodios decisivos de la Revolución se habían desarrollado en ellas. En un principio habían sido dedicadas a la vida aristocrática e impregnada de solemnidad de la corte del zar.

Durante la guerra, algunos miembros de la familia imperial habían confiado a un pintor francés la tarea de representar sobre las paredes una «biografía» de Francia: éste había trazado, con el estilo pomposo y austero de Lebrun, algunas de las escenas vividas por el rey Luis XIV; en la parte superior de uno de los muros se alzaba una Francia ceñida de túnica y portadora de un voluminoso hachón. Parecía surgida de una nube o de una ruina, casi borrada ya, porque el trabajo del pintor, que quedaba vagamente esbozado por algunos sitios, había sido interrumpido por el motín: aquellos muros tomaban así el aspecto de una momia pompeyana, sorprendida en plena vida por una nube de cenizas, pero más muerta que cualquier otra. Sólo el ruido de pasos y los gritos de los amotinados parecían estar suspendidos en aquella sala, en la que la respiración se volvía penosa, rayana, de tan sensible como en ella se hacía el aterrador carácter repentino de la Revolución, en el estertor o en el hipo.

La sala vecina era más opresiva. No quedaba ya sobre sus muros vestigio alguno del antiguo régimen. El suelo estaba sucio, desnudo el yeso, pero el paso de la Revolución quedaba marcado por numerosas inscripciones hechas con carbón y redactadas por los marineros u obreros que, al comer y dormir en aquella sala, habían querido referir en su burdo lenguaje o con imágenes, más groseras aún, aquel acontecimiento que había trastocado el orden del mundo y que sus agotados ojos habían presenciado. Jamás había visto algo más irritante, ni más humano tampoco.

Me quedaba allí, mirando las groseras y torpes escrituras: los ojos se me anegaban de lágrimas. La pasión revolucionaria se me subía lentamente a la cabeza, quedaba expresada ora por la palabra «fulguración» ora por la palabra «terror». El nombre de Lenin se repetía a menudo en aquellas inscripciones trazadas en negro, semejantes, sin embargo, a rastros de sangre: aquel nombre, extrañamente alterado, tenía una forma femenina: ¡Lenova!

Salí de aquella salita. Entré en la gran nave acristalada sabiendo que, de un momento a otro, iba a explotar: las autoridades soviéticas habían decidido derribarla.

No pude encontrar la puerta y me sentía preocupado por mi vida, estaba solo. Tras un momento de angustia, vi una abertura accesible, una especie de ventana practicada en plena vidriera. Me subí allí y con grandes esfuerzos conseguí descolgarme fuera.

Me encontraba en medio de un desolado paisaje de fábricas, puentes de ferrocarril y descampados. Esperaba la explosión que iba a volar de una vez, de un extremo a otro, el inmenso edificio destartalado de donde yo salía. Me alejé. Caminé en dirección a un puente. En aquel momento, un guardia empezó a perseguirme al mismo tiempo que una banda de niños andrajosos: al parecer, el guardia estaba encargado de alejar a las gentes del lugar de la explosión. Al ponerme a correr les grité a los niños la dirección en la que había que correr. Llegamos todos debajo de un puente. En aquel momento les dije en ruso a los niños: «Zdies, mojno…». «Aquí, nos podemos quedar». Los niños no respondían: estaban excitados. Mirábamos juntos el edificio: se pudo ver que explotaba (pero no oímos ningún ruido: la explosión desprendía un humo oscuro que no se disipaba en volutas, sino que ascendía hacia las nubes, recto, semejante a los cabellos cortados a cepillo, sin la menor luminosidad, todo quedaba irremediablemente sombrío y polvoriento…). Un tumulto sofocante, sin gloria, sin grandeza, que se perdía en vano, a la caída de una noche de invierno.

Aquella noche no era ni siquiera de helada o de nieve.

Me desperté.

Estaba tendido, atontado, como si aquel sueño me hubiera vaciado. Miraba confusamente al techo y, por la ventana, un trozo de cielo brillante. Tenía una sensación de huida, como si me hubiera pasado la noche en tren, en un compartimento abarrotado.

Poco a poco me fue volviendo a la memoria lo que ocurría. Salté de la cama. Me vestí sin lavarme y bajé a la calle. Eran las ocho.

La jornada comenzaba en un encantamiento. Sentí el frescor de la mañana, a pleno sol. Pero tenía mal sabor de boca, no podía más. No me preocupaba la respuesta, pero me preguntaba por qué aquel caudal de sol, aquel caudal de aire y aquel caudal de vida me habrían arrojado a las Ramblas. Me sentía extraño a todo y, definitivamente, estaba marchito. Pensé en las burbujas de sangre que se forman a la salida del orificio practicado por un carnicero en la papada de un cerdo. Sentía una preocupación inmediata: tragar lo que pondría fin a mi sensación de repugnancia física, luego afeitarme, lavarme, peinarme y, por último, bajar a la calle, beber vino fresco y andar por las calles soleadas. Bebí un vaso de café con leche. No me sentí con fuerzas para volver. Me hice afeitar por un peluquero. Una vez más fingí no saber español. Me expliqué por señas. Al salir de las manos del peluquero volví a tomarle cierto gusto a la existencia. Volví para lavarme los dientes con la mayor rapidez posible. Quería bañarme en Badalona. La playa estaba desierta. Me desnudé en el coche y no me tendí en la arena: entré corriendo en el mar. Dejé de nadar y miré al cielo azul. En la dirección del Nordeste: por el lado en el que el avión de Dorothea aparecería. Estaba de pie, el agua me llegaba al estómago. Veía mis piernas amarillentas en el agua, los dos pies en la arena, el tronco, los brazos y la cabeza por encima del agua. Sentía la irónica curiosidad de verme, de ver lo que, sobre la superficie de la tierra (o del mar), podía ser aquel personaje prácticamente desnudo a la espera de que unas horas después el avión surgiese desde el fondo del cielo.

Empecé a nadar de nuevo. El cielo era inmenso, era puro, y yo hubiera querido reírme dentro del agua.

5

Tumbado boca abajo, en medio de la playa, me preguntaba qué iba a hacer con Xénie, que sería la primera en llegar. Pensé: debo vestirme en seguida, sin demora, tendré que plantarme en la estación y esperarla. Desde el día anterior no había olvidado el problema insoluble que me planteaba la llegada de Xénie, pero cada vez que pensaba en ello terminaba por dejar la solución para más tarde. Tal vez no pudiera decidirme antes de estar con ella. No hubiera querido tratarla brutalmente. A veces me había portado como un bruto con ella. No sentía remordimientos, pero tampoco podía soportar la idea de llegar más lejos. Desde hacía un mes había salido de lo peor. Habría podido creer que, desde el día anterior, la pesadilla empezaba de nuevo; sin embargo, me parecía que no, que era otra cosa, e incluso que iba a vivir.

Ahora sonreía al pensar en los cadáveres, en Lazare… en todo cuanto me había acorralado. Me di la vuelta en el mar y, boca arriba, hube de cerrar los ojos: por un momento tuve la sensación de que el cuerpo de Dirty se confundía con la luz, sobre todo con el calor: me puse tieso como un palo. Tenía ganas de cantar. Pero nada me parecía sólido. Me sentía tan débil como un vagido, como si mi vida, al dejar de ser desgraciada, estuviese en pañales, fuese una cosa insignificante.

Lo único que podía hacer con Xénie era ir a buscarla a la estación y llevarla al hotel. Pero no podía almorzar con ella. No se me ocurría explicación que darle. Pensé en telefonear a Michel para pedirle que comiese con ella. Recordaba que, a veces, se veían en París. Por loco que ello pudiera parecer, era la única solución posible. Me vestí. Telefoneé desde Badalona. Dudaba que Michel aceptase. Pero ya estaba al otro extremo del hilo, aceptó. Me habló. Estaba totalmente desalentado. Hablaba con la voz de un hombre hundido. Le pregunté si me guardaba rencor por haberle tratado bruscamente. No me lo guardaba. En el momento en que le dejé, estaba tan cansado que no había pensado en nada. Lazare no le había hablado de nada. Incluso le preguntó por mí. La actitud de Michel me pareció inconsecuente: ¡un militante serio comiendo aquel día en un hotel elegante con una mujer rica! Quería representarme de forma lógica lo que me había ocurrido al final de la noche: me imaginé que Lazare y Michel, al mismo tiempo, habían sido liquidados por sus propios amigos, en parte como franceses extranjeros en Cataluña y en parte como intelectuales extraños a los obreros. Más tarde me enteré de que su afecto y respeto por Lazare les había hecho llegar a un acuerdo con uno de los catalanes, que les propuso dejarla al margen como extranjera ignorante de las características de la lucha obrera en Barcelona. También debían apartar a Michel. Por último, los anarquistas catalanes que estaban en relación con Lazare se quedaron solos, pero sin resultado: renunciaron a toda acción en común y al día siguiente se limitaron a llevar a cabo disparos aislados desde los tejados. En cuanto a mí, sólo me preocupaba una cosa: que Michel comiese con Xénie. Esperaba por añadidura que se entenderían para pasar la noche juntos, pero de momento me bastaba con que Michel estuviese en el hall del hotel antes de la una, como habíamos acordado por teléfono.

Más tarde lo recordé: Xénie, cada vez que tenía la ocasión, hacía ostentación de opiniones comunistas. Le diría que la había hecho venir para que asistiese a los disturbios de Barcelona: podía excitarle la idea de que yo la hubiese considerado digna de participar en ellos. Hablaría con Michel. Por poco satisfactoria que se me antojase, estaba satisfecho con esa solución, dejé de pensar en ella.

El tiempo pasó muy de prisa. Volví a Barcelona: la ciudad tenía ya un aspecto desacostumbrado, los cierres metálicos de los establecimientos a medio bajar, guardadas las mesas de las terrazas. Oí un disparo: un huelguista había tirado sobre los cristales de un tranvía. Había una extraña animación a veces fugaz y a veces pesada. La circulación de coches era casi nula. Había fuerzas armadas por todas partes. Me di cuenta de que el coche quedaba expuesto a pedradas y disparos. Me resultaba molesto no pertenecer al mismo bando que los huelguistas, pero dejé de pensar en ello. El aspecto que presentaba la ciudad, en súbito trance de insurrección, era angustioso.

Renuncié a volver al hotel. Me fui directamente a la estación. Aún no había sido previsto ningún cambio en los horarios. Vi la puerta de un garaje: estaba entreabierta, dejé allí el coche. No eran más que las once y media. Tenía que matar más de media hora antes de la llegada del tren. Encontré un café abierto: pedí una botella de vino blanco, pero beber no me suministraba placer alguno. Pensé en el sueño de revolución que había tenido aquella noche: era más inteligente —o más humano— cuando dormía. Cogí un periódico catalán, pero apenas entendía el catalán. La atmósfera del café era agradable y decepcionante. Escasos clientes: dos o tres leían también los periódicos. A pesar de todo, me había chocado el aspecto de las calles céntricas en el momento en que oí el disparo. Comprendía que en Barcelona me encontraba fuera de la realidad, mientras que en París, me hallaba en su centro. En París, durante los motines, hablaba con todos aquellos a los que me unía cierta afinidad.

El tren llevaba retraso. Me veía reducido a ir y venir en la estación: la estación se parecía a la «Galería de las Máquinas» por la que había estado vagando en mi sueño.

Apenas me agobiaba la llegada de Xénie, pero si el tren traía mucho retraso, Michel se podía empezar a impacientar en el hotel. A su vez, Dirty estaría allí dentro de dos horas, le hablaría, ella me hablaría a mí, la tomaría en mis brazos: tales posibilidades, sin embargo, me resultaban ininteligibles. El tren de Port-Bou entró en la estación: pocos instantes después me encontraba frente a Xénie. Ella todavía no me había visto. Yo la miraba; estaba ocupada con sus maletas. Me pareció más bien pequeña.

Se había echado un abrigo por los hombros, y cuando quiso coger con la mano un maletín y su bolso, el abrigo se cayó. En el movimiento que hizo para recoger su bolso, me vio. Yo estaba en el andén; me reía de ella. Se ruborizó; al verme reír ella también se echó a reír. Cogí el maletín y el abrigo, que me pasó por la ventanilla del vagón. Por mucho que se riese, estaba delante de mí como una intrusa, me era extraña. Me preguntaba si no ocurriría lo mismo con Dirty —tenía miedo de que así fuera—. La propia Dirty me iba a parecer lejana: Dirty me resultaba incluso impenetrable. Xénie sonreía con inquietud —sentía un malestar que se acentuó cuando vino a acurrucarse en mis brazos—. La besé en el pelo y en la frente. Pensaba que si no hubiese esperado a Dirty, en aquel momento me habría sentido dichoso.

Estaba decidido a no decirle desde un principio que entre nosotros las cosas no iban a transcurrir como ella se imaginaba. Ella me encontró preocupado. Era conmovedora: no decía nada, se limitaba a mirarme, tenía los ojos de alguien que, no sabiendo nada, está devorado por la curiosidad. Le pregunté si había oído hablar de los acontecimientos que se estaban desarrollando en Barcelona. Había leído algo en los periódicos franceses, pero sólo tenía una vaga idea.

Le dije suavemente:

—Esta mañana se han declarado en huelga general y es probable que mañana pase algo… Vienes precisamente cuando empiezan los disturbios.

Ella me preguntó:

—¿Estás enfadado?

La miré, creo, con aire ausente. Trinaba como un pájaro; preguntó una vez más:

—¿Va a haber una revolución comunista?

—Vamos a comer con Michel T… Podrás hablar de comunismo con él, si quieres.

—Me gustaría que hubiese una auténtica revolución… ¿Vamos a comer con Michel T…? Estoy cansada, ¿sabes?

—Primero hay que comer… Luego dormirás. De momento quédate aquí: los taxis están en huelga. Voy a volver con un coche.

La dejé allí.

Era una historia complicada —una historia aberrante—. Sentí aversión por el papel que me veía abocado a desempeñar con ella. De nuevo, me veía obligado a actuar

'con ella como lo había hecho en mi habitación de enfermo. Me daba cuenta de que había intentado huir de mi vida viniendo a España, pero era un intento baldío. Todo aquello de lo que huía me había perseguido, me había atrapado y de nuevo me exigía comportarme como un ser perdido. Ya no deseaba, costara lo que costara, comportarme así. A pesar de todo, una vez que Dirty hubiese llegado, todo había de ir a peor. Andaba bastante rápido, al sol, en dirección al garaje. Hacía calor. Me enjugué la cara, envidiaba a la gente que tiene un Dios a quien poder aferrarse, mientras que yo… dentro de poco ya no tendría más «que los ojos para llorar». Alguien me miró de frente. Llevaba la cabeza gacha. Levanté la cabeza: era un desharrapado, tendría unos treinta años, un pañuelo en la cabeza anudado debajo del mentón y anchas gafas de motociclista sobre la cara. Me miró largamente con sus enormes ojos. Tenía un aspecto insolente, al sol, un aspecto solar. Yo pensé: «¡Tal vez sea Michel disfrazado!». Aquello era de una estupidez infantil. Aquel extraño desharrapado jamás me había visto antes.

Le adelanté, al punto me volví. Me miró a la cara aún con más intensidad. Yo me esforzaba por imaginarme su vida. Aquella vida tenía algo innegable. Yo mismo podía convertirme en un desharrapado. En cualquier caso, él, lo era, lo era de verdad, y no era nada más: era la suerte que le había tocado. La que me había tocado a mí era más alegre. Al volver del garaje pasé por el mismo sitio. Todavía estaba allí. Una vez más me miró fijamente. Pasé despacio. Me costó trabajo desprenderme de él. Hubiera querido tener aquel aspecto horrible, aquel aspecto solar como el suyo, en lugar de parecerme a un niño que nunca sabe lo que quiere. Entonces pensé que habría podido vivir dichoso con Xénie.

Ella estaba de pie a la entrada de la estación, con sus maletas en el suelo. No vio venir mi coche: el cielo era de un azul intenso, pero todo transcurría como si la tormenta fuera a estallar de un momento a otro. Entre sus maletas, la cabeza baja y deshecha, Xénie daba la sensación de que el suelo le faltaba. Yo pensaba: en el transcurso de la jornada, también me tocará a mí, el suelo terminará por desvanecerse bajo mis pies, como se desvanece ahora bajo los suyos. Cuando llegué delante de ella la miré sin sonreír, con una expresión desesperada. Debió percibir en mí algún sobresalto: en aquel momento su rostro expresó toda su angustia. Al avanzar hacia el coche se rehizo. Fui a coger sus maletas: también había un paquete de periódicos, revistas y L’Humanité. Xénie había venido en cochecama a Barcelona, ¡pero leía L’Humanité!

Todo ocurrió rápidamente: llegamos al hotel poco después sin habernos hablado. Xénie iba mirando las calles de la ciudad, que veía por vez primera. Me dijo que, a primera vista, Barcelona parecía una bonita ciudad. Le enseñé un grupo de huelguistas y guardias de asalto aglomerados delante de un edificio.

Al punto, ella me dijo:

—Pero es horroroso.

Michel estaba en el hall del hotel. Se mostró solícito con su torpeza habitual.

Sentía un visible interés por Xénie. Se había animado al verla. Ella apenas oyó lo que decía, subió a la habitación que yo había mandado que le preparasen.

Le expliqué a Michel.

—Ahora he de irme… ¿Podrás decirle a Xénie que me voy fuera de Barcelona en coche hasta esta noche, pero sin precisar la hora?

Michel me dijo que tenía mala cara. Él mismo tenía un aire preocupado. Dejé una nota para Xénie: estaba —le decía— asustado por lo que me ocurría, toda la culpa de cuanto había ocurrido con ella era mía, ahora había querido comportarme de otra forma, pero era imposible desde el día anterior: ¿cómo podía haber previsto lo que me ocurría?

Insistí al hablar con Michel: no tenía ninguna razón personal para preocuparme de Xénie, pero el caso es que era muy desgraciada; la idea de dejarla sola me hacía sentir culpable.

Salí precipitadamente, me enfermaba la idea de que hubiesen podido sabotear el coche. No lo había tocado nadie. Un cuarto de hora más tarde llegué al campo de aviación. Había acudido con una hora de adelanto.

6

Mi estado era el de un perro que tira de la correa. No veía nada. Encerrado en el tiempo, en el instante, en el pulso de la sangre, sufría como lo hace un hombre al que se acaba de maniatar para darle muerte y que intenta romper la cuerda. Ya no esperaba ningún acontecimiento feliz, de lo que esperaba no podía saber ya nada más, la existencia de Dorothea era demasiado violenta. Pocos instantes antes de la llegada del avión, descartada toda esperanza, recuperé la calma. Esperaba a Dirty, esperaba a Dorothea de la misma forma que se espera la muerte. El moribundo, súbitamente, lo sabe; todo ha acabado. ¡Sin embargo, lo que iba a suceder un poco más tarde era lo único en el mundo que importaba! Me había tranquilizado, pero el avión, que volaba bajo, llegó repentinamente. Me abalancé: al principio no vi a Dorothea.

Estaba detrás de un anciano alto. De primeras no estaba seguro de que fuera ella. Me acerqué: tenía el rostro delgado de una enferma. No tenía fuerzas, hubo que ayudarla a bajar. Me veía, pero no miraba, dejándose sostener sin un gesto, con la cabeza baja.

Me dijo:

—Un instante…

Yo le dije.

—Te llevaré en brazos.

Ella no contestó, se dejó hacer y la llevé. Su delgadez era esquelética. Sufría visiblemente. Estaba inerte en mis brazos, no menos indiferente que si la hubiera llevado un mozo. La instalé en el coche. Una vez sentada en el coche me miró. Tuvo una sonrisa irónica, cáustica, una sonrisa hostil. Qué podía tener en común con la que conocí, tres meses antes, bebiendo como si nunca hubiese de saciarse. Su ropa era amarilla, color azufre, del mismo color que su cabello. Durante mucho tiempo me había obsesionado la idea de un esqueleto solar, con huesos del color del azufre: Dorothea era a la sazón una ruina, la vida parecía abandonarla.

Ella me dijo suavemente:

—Démonos prisa. Convendría que me metiese en una cama lo más rápido posible.

No podía más.

Yo le pregunté por qué no me había esperado en París.

Pareció no entenderme, pero terminó por responder:

—No quería esperar más.

Miraba delante de sí sin ver.

Delante del hotel la ayudé a bajar. Quiso ir caminando hasta el ascensor. Yo la sostenía y avanzamos lentamente. En la habitación la ayudé a desnudarse. Me dijo a media voz lo que necesitaba. Tenía que evitar hacerle daño y le di la ropa que quería.

Al quitarle las ropas, a medida que fue apareciendo su desnudez (su cuerpo enflaquecido era menos puro), no pude reprimir una sonrisa de infelicidad, era mejor que estuviese enferma.

Entonces dijo con una especie de apaciguamiento:

—Ya no sufro. Pero, me he quedado sin fuerzas.

Yo ni siquiera había llegado a rozarla con mis labios, ella apenas me había mirado, pero lo que ocurría en la habitación nos unía.

Cuando se tendió en la cama, con la cabeza bien colocada en el centro de la almohada, sus rasgos se relajaron: en seguida apareció tan bella como antes. Por un instante me miró, luego se dio la vuelta.

Los postigos de la habitación estaban cerrados, pero a través de ellos se filtraban algunos rayos de sol. Hacía calor. Entró una camarera con hielo en una cubitera. Dorothea me rogó que metiese el hielo en una bolsa de goma y que se la colocase sobre el vientre.

Me dijo:

—Ahí es donde me duele. Me quedaré acostada boca arriba con el hielo.

También me dijo:

—Había salido ayer cuando me telefoneaste. No estoy tan enferma como parece.

Sonreía, pero su sonrisa molestaba.

—He tenido que viajar en tercera hasta Marsella. Si no, habría tenido que salir esta noche, no antes.

—¿Por qué? ¿No tenías dinero suficiente?

—Tenía que guardarlo para el avión.

—¿Es el viaje en tren lo que te ha puesto enferma?

—No. Estoy enferma desde hace un mes, las sacudidas sólo me han hecho daño: me ha dolido, me ha dolido mucho, durante toda la noche. Pero…

Tomó mi cabeza entre sus manos y se volvió para decirme:

—Me sentía dichosa de sufrir.

Después de hablarme, sus manos, que me habían buscado, me apartaron.

Pero nunca, desde que la encontré, me había hablado de aquella forma.

Me levanté. Me fui a llorar al cuarto de baño.

Volví enseguida. Afecté entonces una frialdad que respondía a la suya. Sus rasgos se habían endurecido. Como si tuviera que vengarse de su confesión.

Tuvo un arranque de apasionada aversión, un arranque que la cerraba.

—Si no hubiese estado enferma, no habría venido. Ahora estoy enferma: vamos a ser felices. Por fin estoy enferma.

En su furia contenida, una mueca la desfiguró.

Se volvió repulsiva. Comprendí que yo amaba en ella aquel violento movimiento.

Lo que amaba en ella era su odio, amaba la imprevista fealdad, la fealdad monstruosa que el odio daba a sus rasgos.

7

El médico que había mandado llamar se hizo anunciar. Estábamos dormidos. La habitación, extraña y medio a oscuras, en la que me desperté, parecía estar abandonada. Dorothea se despertó al mismo tiempo. Se sobresaltó al verme. Yo estaba erguido en la butaca: trataba de saber dónde me encontraba. Ya no sabía nada. ¿Era de noche? Evidentemente era de día. Descolgué el teléfono, que se había puesto a sonar. Pedí a la recepción que hiciese subir al médico.

Esperaba el final del reconocimiento: me sentía muy inferior, medio dormido.

Dorothea padecía una enfermedad de mujer: a pesar de que su estado fuese grave, podía curarse con bastante rapidez. El viaje había agravado las cosas, no debería haber viajado. El médico volvería. Le acompañé hasta el ascensor. Al final, le pregunté cómo iban las cosas en Barcelona: me dijo que, desde hacía dos horas, la huelga era total, nada funcionaba ya, pero la ciudad estaba tranquila.

Era un hombre insignificante. No sé por qué le dije, con una sonrisa estúpida:

—La calma antes de la tormenta…

Me estrechó la mano y se marchó sin responder, como si yo fuese una persona mal educada.

Dorothea, relajada, se peinó. Se puso rouge. Me dijo:

—Estoy mejor… ¿Qué le has preguntado al médico?

—Hay una huelga general y tal vez vaya a estallar una guerra civil.

—¿Por qué una guerra civil?

—Entre los catalanes y los españoles.

—¿Una guerra civil?

La idea de una guerra civil la desconcertaba. Le dije una vez más:

—Debes hacer lo que ha dicho el médico…

Hacía mal en mencionárselo tan pronto: era como si hubiese pasado una sombra; el rostro de Dorothea se cerró.

—¿Por qué habría de curarme? —dijo.