Lo sé.
Moriré en deshonrosas circunstancias.
Hoy disfruto de ser objeto de horror, de asco, para el único ser al que estoy unido.
Lo que deseo: lo peor que le pueda sobrevenir a un hombre que se ría de ello.
La cabeza vacía en la que «yo» estoy se ha vuelto tan medrosa, tan ávida, que sólo la muerte podría satisfacerla.
Hace algunos días llegué —realmente y no en una pesadilla— a una ciudad que se asemejaba al decorado de una tragedia. Una noche —y si lo digo no es sino para poder reír aún más desdichadamente— no estuve solo, borracho, viendo cómo dos ancianos pederastas bailaban dando vueltas, realmente, y no en un sueño. En medio de la noche el Comendador entró en mi habitación: por la tarde solía pasar ante su tumba, el orgullo me había llevado a invitarle irónicamente. Su inesperada llegada me horrorizó.
Ante él, temblaba. Ante él, era una ruina.
Cerca de mí yacía la segunda víctima: la repugnancia profunda de sus labios los hacía semejantes a los labios de una muerta. Manaba de ellos una baba más terrible que la sangre. A partir de aquel día me he visto condenado a esta soledad que repudio, que ya no tengo ánimo para soportar. Mas en un grito repetiría la invitación y, si hubiera de fiarme de una cólera ciega, no habría de ser yo el que se fuese, sería el cadáver del anciano.
A partir de un sufrimiento innoble, de nuevo, la insolencia, que, a pesar de todo, persiste solapadamente, va aumentando, lentamente al principio, y luego, súbitamente en una explosión, me ciega y me exalta en una felicidad que se afirma contra toda razón.
Al momento, la dicha me embriaga, me emborracha.
Lo grito, lo canto a pleno pulmón.
En mi corazón idiota, la idiotez canta a voz en grito.
¡YO TRIUNFO!