VIII

VIII

Viernes por la mañana.

Mis buenos amigos, que anteayer ya suponían que nos «encamaríamos» en Dijon, se quedarían de una pieza si me vieran solo en esta cama. Y con menudos sarcasmos me cubrirían si supieran que mi mujer todavía sigue siendo virgen, después de tres días casada.

No obstante, yo no siento amargura ni humillación. Más bien un cierto orgullo. Sueño con un auditorio capaz de comprenderme; que me aplaudiría por haber vencido los estúpidos prejuicios de los varones; y evocaríamos un mundo nuevo en el que el hombre ya no sería esclavo de su sexo y de su bestial satisfacción. Pero ¿cuántos hay (uno de cada mil, tal vez) que, alzándose por encima de la bestia primitiva, saben reprimir su deseo para alcanzar una voluptuosidad menos egoísta?

¿Egoísta? ¿Acaso no lo fui ayer por la noche con Thérèse? ¿Por qué provocar su espasmo solitario, si era para llevarla después temblorosa a su cama, y abandonarla en ese estado? Estoy tratando de obtener de ella una llamada explícita, ese «¡tómame!», que entregará su carne a mi carne; pero ¿no lo gritó acaso, con todo su cuerpo arqueado hacia mí, en la penumbra de esa cálida noche de verano? Si pese a ello resistí al embriagador envite de su placer, si pude reprimir el desvarío de mi propio deseo, se debe a que la prueba superada me ha vuelto más ambicioso, y más fuerte también. Lo que quiero de Thérèse no es sólo el consentimiento de su carne (confesado con tanto ardor esta noche), sino aquel, más consciente, de todo su ser. Y sé perfectamente que tengo mucha razón para esperar, preocupado por una unión más íntima que la mera unión de los sexos.

Aun así, a fuerza de tanto evocar en la calidez de mi lecho solitario los incidentes de la noche, no tardo en despertar mi propio deseo. Extraño desdoblamiento de la personalidad: mientras mi razón desgrana sus argumentos y me aprueba, mi imaginación, palpando esos recuerdos, por el contrario, me desaprueba. Un lamento me desgarra, con una opresión en los riñones. Veo nuevamente a Thérèse desprendiéndose de la bata, ajena a todo pudor, en una ofrenda total de su cuerpo; percibo nuevamente la dulce llamada húmeda en la punta de mis dedos. ¿No me habré engañado a mí mismo rechazando el placer ofrecido? Cierro los ojos para saborear mejor lo que mi goce podría haber sido; me habría echado de rodillas, entre sus muslos abiertos, y en la humedad doble de nuestro doble deseo, habría acariciado largamente su carne con mi miembro, antes de penetrarla de golpe. O tal vez, con un gesto instintivo, las manos de Thérèse, en el paroxismo de su goce, habrían cogido mi sexo ya henchido por el espasmo próximo para clavarlo dentro de ella. Tengo mucho calor de repente y me destapo, entreabriendo mi pijama sobre la ardiente turgencia de mi deseo.

*

Thérèse tamborilea en la puerta con los nudillos; me tapo rápidamente con la sábana. Con voz clara, cómicamente aguda, canta:

Al claro de luna, mi señor y marido

salid al jardín, que el aire está más tibio

Aplaudo, con un silbido de admiración, esos hermosos pareados y respondo, una octava más baja:

Al claro de luna, el señor da la respuesta:

no puedo acudir, de la cama salir mucho me cuesta.

Su risa se oye por detrás de la puerta:

—¡No! ¿De verdad? ¡Venga, perezoso! ¿Se puede pasar?

—Sí, sí. Ven, corre.

—¿Estás presentable al menos?

—Claro que sí; como siempre.

—Si es así, tendrás un premio.

Dicho esto, entorna la puerta, echa una ojeada desconfiada y, una vez tranquila, entra del todo. Lleva su conjunto de playa: jersey, bolero y pantalón amplio. Un conjunto blanco, con manchitas azules, de una tonalidad a juego con el azul de sus ojos, cuyo brillo realza. Sus pechos, abriendo el bolero, tensan la tela delgada del jersey y marcan sus pezones gemelos. Un gran sombrero de paja flexible brinda una sombra a su cabellera rubia, que lleva recogida en un moño pesado. Encuentro a mi mujer adorablemente hermosa y joven; mi carne tensa exhala hacia ella un vibrante deseo. Pero la detengo un instante en el umbral.

—Espera un poco, quédate ahí, para que pueda admirar el conjunto.

—¿Me encuentras grotesca, disfrazada de este modo? ¿Qué te parezco? ¿El carnaval de Niza, de gira?

—¡Pues no! El cortejo de Venus.

Se abalanza hacia mí, con el busto inclinado hacia adelante y las manos amenazadoras, y dice poniendo voz de ogro:

—Venus, a su presa dedicada por entero…

Luego cae sobre mi cama y me come a besos el rostro y el cuello. Sus manos no tardan en apartar la sábana («¡Para ver si no me has mentido!»); la primera inspección resulta satisfactoria, pues llevo la parte de arriba del pijama castamente abrochada. Pero no va a tardar en descubrir algo más indecente: la roja provocación de mi sexo desnudo.

Debería detenerla, evitar que sus ojos hagan el brutal descubrimiento de mi celo, que puede resultarle repugnante. Hay mujeres que lo aceptan, lo sé perfectamente, y sin tantos miramientos; pero se trata de aquellas que se convierten en hembras pasivamente sometidas al goce del varón, o bien de prostitutas cuya venalidad se sobrepone a cualquier repugnancia. Si, por el contrario, quiero que mi mujer esté enamorada tanto de la violencia de mi sexo como que sea tiernamente compasiva con el falo del amor; si quiero suscitar en ella una pasión, confiada y acariciadora hacia mi propia carne, tendría que tomar otro tipo de precauciones. Habría debido de explicarle primero, guiar los tocamientos de sus manos, antes de entregarme a la caricia de su mirada. Pero mi voluntad se ha hundido; grandes oleadas de deseo, partiendo de mis riñones, me anegan la mente y me aturden.

Igual que en el vértigo, es el propio peligro lo que me atrae, la espera sádica del doloroso asombro de Thérèse. Hay otros momentos, sin embargo, en los que las oleadas de deseo se sosiegan en una súplica muda. Me gustaría decir a Thérèse: «Todavía no conoces casi nada de mi cuerpo. Míralo. Sé suave con mi sexo impaciente, tan suave como lo fui yo anoche con el sobresalto íntimo de tu carne. No temas, sólo quiero entregarme a ti. Y si me embriagas hasta el espasmo, tiernamente, te taparé los ojos».

Pero la mano que retira la sábana ya ha llegado más abajo de mi cintura; está llegando al punto donde la ropa empieza a abrirse. Thérèse vislumbra un triángulo de piel, cubierta ya de vello por la proximidad del sexo. Un movimiento lascivo le recorre el brazo y se resuelve en una crispación de la mano. Pero recupera el control enseguida. Para no tener que constatar mi falta, tapa violentamente el triángulo de piel con la sábana. Nuevamente, lo que se ve de mi atuendo vuelve a ser del todo decente, cosa por la que me felicita.

—Está muy bien; estáis la mar de decente.

No ha comprendido, o no ha querido percatarse de la marca precisa de mi sexo, un poco más lejos, debajo de la sábana.

Con fingida gravedad, me anuncia:

—En virtud de los poderes que nos han sido conferidos, por el juez de paz adjunto, así como por el señor cura, voy a recompensaros.

Entonces, desnudándome los hombros y el torso hasta la cintura, repite sobre mi cuerpo toda la gama variada de caricias. Pero el perturbador interludio apenas si dura un cuarto de hora —un tiempo anormalmente breve, comparado con la duración habitual de nuestras celebraciones amorosas—. De golpe, Thérèse se detiene; su mano vuelve hacia el triángulo de piel vislumbrado antes; lo destapa, lo agranda poquito a poco, tantea sobre mi vientre buscando el ombligo; cuando lo encuentra, esconde en él su lengua durante un segundo. Después me sube la sábana hasta la barbilla, de un tirón, y se incorpora.

—Supongo que no os imagináis, querido señor mío —me dice—, que os vamos a condecorar con la orden de caricias de primera clase porque habéis sido más o menos decente. ¡Y aún gracias!… No os merecéis más que la de tercera clase; la ceremonia ha concluido. ¡Y ahora, levantaos, holgazán!

—Bien, bien. Obedezco.

Hago ademán de saltar de la cama, pese a lo que ha podido adivinar respecto al desorden de mi aspecto. Pero proclama su protesta:

—¡Alto ahí, malandrín! ¡Qué antes me dejen salir!

Y huye a la carrera sin dejar de reír. Un instante después, su voz sube desde el jardín:

—Te espero leyendo bajo los tilos. Pero date prisa. Como libro, te prefiero a ti.

—Gracias.

—Pero eres un libro malo; uno se lo piensa un poco antes de pasar la página.

—Pues yo conozco un hermoso librillo cuyas páginas ya he hojeado.

—Calla, monstruo ingrato.

Y para cubrir mi voz, se pone a cantar la canción de la revuelta de Luisa.

¡Qué alegre está! Yo pensaba que los recuerdos de la noche anterior iban a hacer que estuviera algo más seria esta mañana. Pero ¿a santo de qué, a fin de cuentas? Si quedó un momento deslumbrada, casi dolorosamente, por la revelación de un goce agudo, al sosegarse, el recuerdo se ha transformado en una confiada entrega. ¡He sido capaz de llevarla, sin herir su delicadeza ni dañar su carne, hasta el umbral mismo del reino embriagador de la voluptuosidad! Y, libre al fin de cualquier temor, vibra ahora de alegre impaciencia. Como una criatura que, al final de una carretera desconocida, descubriera de golpe la inmensidad azul del mar, reverberando al sol de la mañana.