VI
Thérèse está ante mí completamente desnuda; una risa incontenible hace que le tiemblen los pechos y agita sus nalgas. Se está riendo de su marido, por cierto; pues yo no llevo más que una camisa demasiado corta que apenas me llegar, al ombligo. Pero lo que más provoca su hilaridad, es el lastimoso aspecto de mi virilidad, encogida en total impotencia. Acaba finalmente apiadándose de mí, despierta mi deseo con unas caricias y, luego, tumbándose de espaldas sobre la cama, retoza con pasmosa obscenidad. Me abalanzo sobre ella, enloquecido a mi vez por tal lubricidad. Pero me esquiva de un brinco, corre a la ventana y salta al vacío. No puedo reprimir un grito, que pone término a esta pesadilla erótica; y me despierto empapado de sudor, con el sexo tieso. Todavía atontado de sueño, resisto sin embargo al deseo de volverme a dormir. Más vale que me levante en el acto; un poco de cansancio me será sin duda saludable.
Para empezar, me cuesta trabajo clasificar y valorar mis recuerdos del día anterior. ¿Es posible que sólo haga un día que estoy casado? Pero muy pronto una idea sobresale, dominante y luminosa: la certidumbre de que, de nuestra unión, puedo hacer una obra maestra de armonía intelectual y carnal. Y me repito mi juramento. Y pese a que en dos ocasiones ya he experimentado su fragilidad, esta mañana por el contrario me siento más seguro de mí; al calibrar el esplendor del objetivo propuesto, acepto la prueba con alegría.
Escucho un momento detrás de la puerta. Mi mujer sigue durmiendo. Con un gesto de la mano le tiro un beso y voy a vestirme.
Cuando regreso a la habitación, después del aseo, Thérèse me oye; me llama a través del tabique:
—Buenos días, cariño. ¿Qué hora debe de ser?
—Las nueve. Pero sigue durmiendo; ayer nos acostamos muy tarde.
—No, quiero verte; ven a darme un beso.
—¿Te parece muy indicado?
—Claro que sí, viejo marido desatento.
—Pero la puerta está cerrada con llave.
—¡Mentiroso!, sabes perfectamente que no.
Entro y me arrodillo junto al bajo lecho; y me asombra encontrar a mi mujer más divinamente hermosa de lo que la veía en el recuerdo. Sus rubios cabellos, que jamás ha querido cortar, se desparraman como un río de oro en movimiento; el azul cambiante de sus ojos es esta mañana de un azul profundo. Lleva un camisón muy casto, demasiado casto para mi gusto, que apenas si descubre un hombro y el inicio de un pecho.
Le doy un largo beso en la boca. Pero cuando mis labios descienden hacia su pecho, que mi mano ya alcanza, me detiene con un ademán cariñoso:
—Escucha, amor mío, tendrías que ser sensato esta mañana. Me volviste loca ayer por la noche, los pechos todavía me duelen un poco.
Luego echándose a reír:
—Conozco a un señor que debería de estar aplastado por el peso de los remordimientos en vez de tratar de volver a empezar.
Como hago un puchero y frunzo el ceño, añade:
—¿No quieres ser sensato? Aprovecharemos las horas frescas de esta mañana para sentamos en el jardín. Y esta tarde, cuando haga demasiado calor, nos refugiaremos aquí. Entonces me encontrarás como estoy ahora, si así lo quieres.
—¿Y tratarás de hacerte perdonar por tu maldad?
—Sí, señor exigente y malo; pero a condición de que desaparezcáis en el acto.
—¿Por qué?
—Para dejar que tome un baño y que me vista.
—Si es para eso, la verdad, preferiría quedarme.
Me da un golpecito cariñoso en los labios, y luego añade con una sonrisa:
—Prométeme que te vas a ir ahora mismo y te daré una recompensa.
Y sin esperar la promesa exigida, destapa un pecho, luego el otro, y los ofrece a mis labios.
*
Bajo un emparrado de tilos de tupido follaje, pasamos una mañana muy «sensata», según las previsiones, pero deliciosa. Thérèse está dicharachera, chistosa; y en repetidas ocasiones, me declama largos monólogos clásicos o versos de Rostand, orgullosa de saber al respecto mucho más que yo. Parece haber olvidado del todo la preocupación que, la víspera, nublaba a veces su mirada. Cuando le hago esta observación, preguntándole si ya no tiene miedo de su marido, me responde medio en serio medio en broma:
—No tenía miedo por mí, ya lo sabes; lo que me preocupaba era nuestro amor. Pero lo he consultado con la almohada; a partir de hoy me pongo en tus manos, confío en tu sensatez… o en tu locura.
—Ya has podido comprobar por lo demás que mi locura sabe obedecerte en el acto.
—Sí, ¿pero seguiré teniendo fuerzas para querer que me obedezcas? Habrá momentos en los que probablemente no.
Tras un instante de silencio, debido al peso de nuestro doble pensamiento, concluye:
—Pero tú que ves mejor que yo, piensa en nuestro amor; protégelo contra la ceguera de nuestro deseo.
*
Hemos ido a almorzar fuera de casa. En el restaurante, que no tiene nada de particular, reina un frescor agradable, y decidimos primero demorarnos un poco. Pero muy pronto una ansiedad hace mella en nosotros; sin atrevemos a confesárnoslo, ya sólo estamos pensando en la intimidad de nuestra casa, en la fiesta de los sentidos que va a proseguir. Despachamos de cualquier manera el resto del almuerzo y a primera hora de la tarde ya estamos de vuelta.
He aconsejado a Thérèse que se acueste del todo, para recuperar su noche demasiado breve; y le he prometido dejarla dormir. Pero quiere que me quede a su lado y me coge de la mano, arrastrándome hacia su habitación. Hace que me siente en el borde de su cama, se dirige hacia el cuarto de baño, da marcha atrás para hacerme prometer que no huiré; luego desaparece un instante.
Cuando vuelve, parece una niña con su largo camisón, muy poco escotado; sus dos gruesas trenzas completan la ilusión, al atenuar con una sombra el relieve del pecho. Alargo el brazo hacia ella, pero se escapa y se desliza con presteza debajo de la sábana, riendo por su frescor momentáneo.
En la habitación, por el contrario, hace mucho calor, ya que los postigos han quedado abiertos por inadvertencia. Cosa que debería de preocuparme por el descanso de Thérèse. Pero una sorda alegría que me nace en los riñones se apodera de mí. Por debajo de la fina sábana que cubre el cuerpo de mi mujer juego a seguir con la mirada las líneas de su cuerpo.
—¿Tienes sueño, querida mía?
—Sí, señor, para haceros rabiar. Pero sé perfectamente que no me dejaréis dormir y… trataré de no enojarme demasiado.
No es difícil entender la invitación y me alegro de que por sí misma a Thérèse se le ocurra reanudar nuestras caricias, demasiado pronto interrumpidas esta mañana. Tras bajar la sábana hasta la cintura, se ha estirado, con los ojos cerrados, estremeciéndose un poco al notar mi mano sobre su pecho. Pero tras unas cuantas caricias, protesto contra ese camisón, cuyo insuficiente escote me impide descubrir por completo su busto.
—Quítatelo, mi amor.
—Pero entonces estaré desnuda del todo en la cama. ¿Y quién será malo después?
—Tú, si eres demasiado severa.
Lanza un suspiro apesadumbrado que sus ojos risueños desmienten; y, tras obligarme a darme la vuelta, se desnuda con presteza, y luego se esconde en el lecho, tapándose con la sábana hasta la barbilla. Podría, con un brusco ademán, apartar esa sábana y deslumbrarme con la desnudez total de ese cuerpo esbelto; por el momento, prefiero sin embargo ir descubriendo progresivamente mi hermoso reino voluptuoso.
La sábana, deslizándose muy lentamente, ha dejado al descubierto los pechos y ha liberado sus pezones encamados; ya está por debajo de la cintura, revelando la blancura diáfana de ese vientre muy plano; y ya mi mirada empieza a turbarse al vislumbrar, en la parte baja del vientre, el oro sedoso de los primeros rizos rubios.
Pero detengo aquí mi incursión, deliberadamente. Sé demasiado bien que, si continúo, ninguna consideración me impedirá separar las piernas de Thérèse (aunque fuera recurriendo a la fuerza) para alcanzar la intimidad de su carne. No quisiera no obstante asustar, con una brutalidad prematura, su abandono total a mi capricho.
Sobre el pecho desnudo, cuyo esplendor me aturde, repito mis caricias de la noche anterior; presión con las manos, profusión de tocamientos con los dedos, travesuras con la lengua, succiones con los labios. Y mis caricias, dueñas de una nueva conquista, se prolongan hasta el vientre que se estremece bajo mis labios; como un lago diminuto, un poco de saliva brilla en el hueco del ombligo. Thérèse me deja hacer, con los brazos inertes, aparentemente indiferente; pero cuando mi lengua, deslizándose sobre su vientre, asciende lentamente hacia los pechos, veo que éstos se hinchan de voluptuosa espera, se agitan con una respiración más profunda y yerguen sus pezones endurecidos.
Estoy agachado junto al lecho bajo, apoyándome en él con un brazo que paso por encima de Thérèse. Y mi brazo, que una camisa de manga muy corta deja al descubierto, ha rozado sus labios. Entonces, incorporándose un poco, coloca su boca en el hueco de mi axila y me respira profundamente; luego se pone a lamerme, mojándome abundantemente con su saliva. Pero mi camisa le molesta; con una voz alterada por la impaciencia me pide que me la quite; y me enderezo, encantado de obedecerla. Thérèse se ha deslizado hasta el borde de la cama, girada hacia mí; tiene la mirada clavada con avidez en mi vientre, que la camisa que me estoy quitando poco a poco deja al descubierto. Se apodera de mí una loca tentación de ir más allá de su pensamiento, de bajarme la ropa que me queda y dejar que mi sexo liberado de cualquier traba se dilate contra su rostro cercano. No obstante, pese a que el gesto imaginado exaspera más aún mi deseo, su propia indecencia me hace dudar y me permite serenarme. Comprendo la peligrosa imprudencia que significaría esta revelación, brutalmente obscena; amenaza con alienarme para siempre a aquella que me hubiera gustado convertir en la adoradora, muy tiernamente sensual… de mi virilidad.
Mi mujer, por lo demás, tampoco me ha dejado tiempo para mayores reflexiones. En cuanto tengo el torso desnudo, me rodea con sus brazos obligándome a estirarme junto a ella. Y entonces empieza, lentamente, a dibujar sobre mí, con los labios y la lengua, mil arabescos entrecruzados. Después, reptando con la agilidad de una joven fiera, se acerca hasta apoyar sus pechos sobre mi vientre y con sus pezones, cuya carne diminuta parece ligeramente más fresca que el resto de su piel, juega rozando mi cuerpo. Ora los acerca hasta mi boca y los deja ahí un momento para hacerme paladear su sabor púrpura, ora baja hasta mi ombligo y esconde en él un instante la frutita encarnada, para volver a ascender después hasta la boca y reanudar incansablemente su juego.
Pero mientras reptaba hacia mí, atravesada boca abajo en la cama, su cadera ha ido quedando fuera de la sábana, al alcance inmediato de una de mis manos. Todavía no ha quedado del todo al descubierto, pero lo suficiente para revelar el torneado armonioso de su forma, hasta el inicio de un estrecho valle. No tardo en apartar del todo la sábana; la doble redondez queda enteramente destapada, en su abundante pero esbelta plenitud. ¿Va a protestar Thérèse por la indiscreción de este gesto? Así lo creo un instante, pues sus nalgas primero se han crispado, dispuestas a hurtarse; pero enseguida se ha relajado, aceptando su desnudez bajo mi mirada. Pese a ello no quiero abusar de mi victoria; reprimiendo las^ganas de apoderarme de mi voluptuoso descubrimiento, me limito a recorrer ávidamente con la mirada la perfección de sus curvas y su misteriosa línea de sombra.
Hastiada ya de haberme acariciado demasiado, Thérèse deja que su cabeza descanse sobre mi vientre. Un gesto de muñeca rota, pero de muñeca un poco alocada que, instintivamente, me acerca las nalgas. Entonces, enderezándome un poco para alcanzar con ambas manos los tesoros codiciados, empiezo a acariciarlos muy suavemente con los dedos. Los reflejos son los mismos que antes: crispación de un pudor que desearía hurtarse todavía, y luego relajación del cuerpo que acepta, ansioso de nuevas voluptuosidades. Mis dedos, atreviéndose a más, manosean a manos llenas la mullida plenitud de las nalgas.
Empiezo siguiendo el trasero en su longitud. Partiendo de la curva de los riñones, mis manos ascienden la doble colina, y bajan otra vez hacia los hoyuelos que indican el nacimiento de los muslos. Y una vez ahí, con un dedo indiscreto, rozo a menudo un musgo sedoso, pegadito al cálido nido de amor. Pero temeroso de mi propia impaciencia, huyo en el acto de ese contacto perturbador; y vuelvo nuevamente hacia la curva de los riñones, para reanudar en el acto mi amoroso vaivén. A ratos, mis caricias progresan de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, asiendo y después soltando la doble esfera de esta carne. Una carne a la vez firme y plástica, y de un tacto infinitamente suave. Una carne viva bajo mis caricias, que a veces se cierra para proteger la intimidad de su valle secreto; pero que se abandona por el contrario a una confiada y visible voluptuosidad, cuando mis manos acercan una a otra esas redondeces iguales. En mi ardiente amor por mi mujer, su goce bajo mis tocamientos me resulta tan dulce como si de mi propio goce se tratara; e incansablemente, renuevo mis caricias. Anochece ya cuando Thérèse pide piedad, la mirada desbordante de voluptuoso agotamiento.