V

V

Ha dejado que su cabeza se apoye sobre mi hombro y ha repetido varias veces:

—Te quiero, te quiero…

Luego, cogiéndome la mano, que descansa sobre sus rodillas, la va subiendo dulcemente, deslizándola a lo largo del vestido, y la apoya contra su pecho. Bajo la tela que la ciñe con toda exactitud, noto la perfecta redondez de un pecho; dos de mis dedos se apoyan directamente sobre la piel desnuda, en el escote del vestido. ¿He comprendido el gesto de mi mujer? ¿Se trata de un mero reflejo de ternura, o de una invitación consciente a unas caricias más íntimas? No me atrevo a zanjar, por temor a ceder con demasiada facilidad a la oleada de calor que de mi sexo erguido sube a mi cerebro. Sin embargo, Thérèse arquea el tronco; su busto se alza hacia mí, completando su gesto de ternura con un gesto de indudable ofrenda. Entonces, con la mano algo temblorosa, le bajo el vestido.

La curva naciente del pecho se va precisando, de una pureza admirable. Y la blancura inmaculada de este descubrimiento me llena de asombro. Una blancura más turbadora aún por contraste con el escote y los brazos, que el sol ha bronceado. El vestido se desliza, muy lentamente, pese a la impaciencia que me cuesta reprimir; pero ya, una aureola más oscura anuncia el pezón, muy próximo. Aplastado por el vestido que cae, al principio da la impresión de que se esconde; luego, de golpe, queda libre, diminuto, pero provocativo, en la proyección de su rosada firmeza. Miro intensamente esta carne delicada, que parece concentrar toda la feminidad de Thérèse; y mi placer se vuelve mayor aún cuando pienso que este pezón, tan carnal, tan turgente de viva animalidad, pertenece a un ser inteligente y puro.

Sin embargo, abstraído por completo en mi contemplación, me quedo inmóvil y a mi mano se le olvida hacer que el vestido siga deslizándose. Thérèse levanta la cabeza, parpadea bajo la luz que la ciega y mira un instante su pecho medio desnudo; parece a su vez asombrada por su blancura. Luego, bruscamente, lo esconde con las manos y, con una vocecita de niña, traviesa y suplicante a la vez:

—Me da un poco de vergüenza, cariño; la luz es tan cruda, aquí.

Sin decir palabra, la cojo entre mis brazos y la llevo a la habitación contigua.

*

Esta habitación, un salón rococó de un gusto algo dudoso pero confortable, sólo está iluminada por una lámpara; una pantalla azul que deja pasar un poco de luz. Tras depositar a Thérèse en una butaca, me arrodillo sobre la alfombra, junto a ella. Me siento inseguro, ligeramente exasperado. ¿Acaso voy a estrellarme siempre contra ese pudor asustadizo? Pero sin más demora, mi mujer se baja los tirantes del vestido; luego lo hace resbalar, con un movimiento precioso y elástico, desnudando por completo el busto, hasta la cintura. Ha cerrado los ojos y, apoyando la cabeza contra el respaldo, tiende sus pechos hacia mí.

En el ámbito de la estética pura, incluso para un observador imparcial no tributario de la excesivamente parcial admiración del deseo, no se me ocurre nada más armoniosamente hermoso que un busto de mujer exactamente proporcionado. Milagro de la naturaleza, tanto más conmovedor cuanto que es muy infrecuente, y es una maravilla única entre tantos esbozos fallidos. A medida que mis ojos se van acostumbrando a la penumbra de la habitación, el relieve de este busto parece perfilarse mejor, afirmando la pureza de sus formas. Geometría delicada y perturbadora: sus curvas sólo pueden integrarse en una voluptuosidad indefinible, pero su simetría exacta parece una concesión a las exigencias de la razón. Altos, pero no exageradamente, los senos de Thérèse son muy firmes en su plenitud; ningún pliegue disonante rompe la línea armoniosa que va del pecho a la cintura. Tal vez sean algo menos voluminosos de lo que mandan las estrictas reglas canónicas, pero precisamente por ello parecen más jóvenes y atractivos.

Thérèse se estira, suspirando, impaciente sin duda por mi contemplación que la priva de caricias. Las dos puntas de carne púrpura se yerguen, lanzando hacia mí su llamada más alucinante; y mis manos, temerosas hasta entonces, obedecen a esa llamada. Al notar el contacto de mis dedos sobre su piel, Thérèse se estremece; una vibración que se prolonga en ardientes ondulaciones hasta mis riñones y se exaspera en una tensión casi dolorosa de mi deseo. Entonces el ritmo de mis caricias se acelera.

Ora, aplicando ambas manos contra la cintura desnuda de mi mujer, las voy subiendo lentamente; y las deslizo con la misma presión sobre el pecho, que cede un instante y luego recupera la perfección de su torneado. Ora, cogiéndola por ambos lados, me divierto juntando y separando alternativamente los dos pechos; y el hueco que los separa dibuja según mi capricho o bien un pliegue de carne estrecho y turbador, o bien un valle más amplio y más casto. En otros momentos, dejo que mis manos se paseen rozando apenas la imperceptible pelusilla de la epidermis; pero cuando pasan por encima de la doble cumbre del pecho, tropiezan con las puntitas de carne rebeldes, cuya turbación se propaga con un estremecimiento de todo el cuerpo. También excito los senos con miles de tocamientos rápidos de mis dedos que se multiplican; luego, cogiendo la puntita rosa entre el pulgar y el índice, la aplasto muy suavemente; como si fuera una baya minúscula cuyo jugo tratara de exprimir, pero con miedo de hacerle daño.

Y bajo la mayor impaciencia de mis caricias, los senos se ponen tiesos, parecen cada vez más ávidos de placer.

Me dice en voz baja:

—Bésame, cariño.

Dócil a su petición, paso ambos brazos alrededor de su cintura desnuda y acerco mis labios a los suyos. Pero me niega su boca.

—No, cariño, así no.

Vacilo todavía en comprenderla, por temor a no ceder más que a mi propio deseo. Entonces, con un gesto imperioso, casi violento, me coge la nuca e inclina mi cabeza hacia su pecho mientras que con la otra mano, proyectando hacia delante uno de los senos, lo estira hacia mi boca. Bajo mi aliento ya muy cercano, el busto se arquea más aún. Sin embargo, en vez de morder la preciosa fruta que se ofrece a mis labios, sólo rozo el pezón con la punta de la lengua. Thérèse sofoca un grito de sorpresa que primero me hace dar marcha atrás; pero susurra:

—¡Más! ¡Más!

Y estas palabras precipitan sobre su pecho la loca avalancha de mis caricias; unas caricias múltiples con la lengua y con los labios, más variadas, más embriagadoras que las de las manos.

Estoy de rodillas a la derecha de mi mujer, y me percato de repente de que mi posición es incómoda; es demasiado lateral en efecto para permitirme dosificar, en partes exactamente iguales, la contribución de mi ternura a sus pechos. ¿Resulta realmente tan esencial este reparto riguroso?, ¿o será más bien un pretexto inspirado por mi deseo? En cualquier caso, me levanto y vuelvo a arrodillarme delante de Thérèse, entre sus rodillas, que he apartado. Y luego reanudo la fiesta interrumpida, cosquilleando alternativamente las dos puntitas rosas con la punta de mi lengua o chupándolas entre los labios; o bien lamo con avidez todo el pecho, dando grandes lengüetazos, cuyas huellas húmedas se cruzan y se solapan. Y a veces, me introduzco casi todo el pecho dentro de la boca, aspirándolo con glotonería, hasta que Thérèse me rechaza.

—Me haces daño, loco mío.

Bajo la presión de mis caderas sus piernas inconscientemente se van separando. La falda de su vestido, que se ha ido subiendo poco a poco, deja primero al descubierto una rodilla envuelta en seda, y luego, de repente, por encima de la media, la blancura del muslo. Cierro los ojos, tratando de escapar a esta tentación imprevista.

Sin embargo, una palabra, que dijo durante la cena, me vuelve al recuerdo. Yo había expresado el temor de que ese vestido, de lamé plateado, fuera demasiado pesado, ya que era una noche muy calurosa. Y Thérèse me había respondido: «Pero no llevo nada, absolutamente nada, debajo». Y ahora mi imaginación se achispa con esa respuesta, se complace siguiendo, bajo el vestido, la desnudez de los muslos, hasta el cálido nido de amor, tan cercano que la separación de las piernas entorna. Un vértigo se apodera de mí; bajo el tejido que lo aprisiona y que se pega a la carne, mi sexo se tensa loco de ansiedad, y para escapar a esa ansiedad, me desabrocho la ropa, poniendo mi deseo al desnudo.

Con la cabeza echada hacia atrás, y el cuerpo excitado por las mil caricias de mis labios y de mi lengua, mi mujer no puede haberse dado cuenta de mi gesto; hago esfuerzos por lo demás para contener los estremecimientos de mi sexo liberado, por temor a que al entrar en contacto con los muslos desnudos bajo el vestido, despierten la atención de Thérèse. Pero mi pensamiento ya se está concentrando, con voluptuosa ansiedad, en las consecuencias inevitables de mi imprudencia. Esas consecuencias, las veo con toda lucidez; las acepto, sin compasión por el demasiado confiado abandono de mi mujer, sin preocuparme por lo que he prometido. Tengo conciencia de mi mala fe; calibro el vergonzoso contraste entre la ternura con la que embriago a Thérèse, para desarmar mejor su desconfianza, y el cruel desgarro con el que se satisfará mi deseo; imagino por adelantado un rito doloroso, una mirada de asombro penoso.

Pero he esperado demasiado, no resisto más y, cobardemente, cuento con el perdón prometido de antemano.

El latido de mis sienes se precipita y me aturde, vaciando mi mente de cualquier pensamiento; sólo subsisten en ella la visión encendida de una carne húmeda y sin defensa, y las pulsaciones de mi deseo que tiende hacia esa carne. Me enderezo con un movimiento instintivo que hace que mis labios se pongan a la altura de la boca de Thérèse, pero que sobre todo pretende colocar mi sexo a la altura exacta del suyo. Con los dos brazos, que siguen rodeando su cintura desnuda, atraigo lentamente a mi mujer hacia mí; y ya mi carne, vibrante de codicia, roza el rubio musgo que aureola la carne esperada. Entonces, loco de impaciencia, cojo el vestido para subirlo del todo. Thérèse se sobresalta, adelanta la mano para retener la mía, luego renuncia:

—Cariño, cariño mío, soy tuya. Pero piensa en tu promesa.

La suavidad resignada de su voz, más aún que sus propias palabras, me arranca del hechizo del deseo. Con un breve destello, como tras una caída, recupero la conciencia de mis actos. Permanezco un instante todavía inclinado sobre Thérèse, mi boca contra la suya; pues quiero inmovilizar su cabeza contra el respaldo e impedir que me vea, mientras recompongo la indecencia de mi aspecto.

Pero la vulgaridad trivial del gesto acentúa lo grotesco de mi situación. Me enojo contra mí mismo por esta abdicación de mi virilidad; abdicación estúpida, ante una chiquilla que se niega bobamente, cuando tengo el derecho legal a poseerla. Me enojo sobre todo con Thérèse por, una vez más, haber castrado mi deseo. Y cuando levanta la cabeza, buscando mi mirada, le extraña encontrarla tan llena de hostilidad. Me sonríe tristemente; luego sigue con la mirada su pecho desnudo, sus piernas que mantengo separadas, el vestido subido que pone al descubierto el muslo. No hace ningún gesto sin embargo para ocultar su desnudez y, en vez de rechazarme, me atrae contra ella, hundiéndome el rostro en el valle que separa sus pechos y apretándomelo apasionadamente. Se me escapa un sollozo, un sollozo de despecho, de remordimiento, de ternura también; pero las lágrimas me aplacan, relajándome los nervios; y me abandono a la dulce puerilidad de dejarme consolar.

Yo mismo le he bajado el vestido, tras un beso furtivo en la piel húmeda del muslo desnudo; yo mismo he tapado los senos hermosos de mi bien amada, con amorosas precauciones, para no herir sus frágiles pezones rosados. Luego subimos a nuestras habitaciones, estrechamente enlazados. La ventana abierta del descansillo se ilumina ya con una fosforescencia que anuncia el fin próximo de la noche.

Thérèse, apoyada contra mi hombro, me habla en voz baja, pegadita al oído:

—Has sido infinitamente tierno, deliciosamente indulgente, cariño mío. Pero no estés decepcionado, te lo suplico, por esta primera noche de bodas. Ha estado para mí tan llena de amor, que ha sido mucho más hermosa, mucho más desbordante de placer que todos mis sueños. ¿Acaso no ves lo temblorosa que todavía estoy de tus caricias, y lo locamente enamorada de ti? Sé decir estas cosas muy mal. Pero dentro de poco quiero agradecértelo con la entrega total de mi cuerpo.

En el umbral de la puerta, unimos una vez más nuestros labios; y me refugio en mi habitación.