IV
Como soy el primero en bajar al comedor, dispongo nuestros víveres sobre la mesa: una cena fría más que presentable que he traído de París; y champaña, casi helado, en su punto, en su heladera. Unos claveles rojos, que dormían en un jarrón, los distribuyo por el mantel, donde su color parece despertar de repente. Luego me siento, esperando a Thérèse, que se ha demorado un poco. Estoy ligeramente ido, pero nada intranquilo; incluso más bien algo humillado por el sopor total de mis sentidos.
Thérèse hace una entrada deslumbrante. Con sus trenzas rubias enrolladas alrededor de la cabeza se ha hecho una especie de diadema; diríase que es alguna Gran Duquesa exótica. Está realmente muy hermosa en la blancura de su vestido escotado. He reconocido que es el mismo que llevaba el día que nos prometimos. ¿Lo ha hecho a propósito? ¿Pretenderá sugerirme ocurrencias de un novio todavía un poco tímido? Esa llamada al orden no resulta del todo de mi agrado; pero, a la que mi mujer despega los labios, me arrepiento de la vileza de mis sospechas.
—¿Recuerdas, cariño, cuánto te gustaba este vestido? Era el día de tu llegada, por fin volvías a mí de ese lejano Oriente, y para mí era como un verdadero día de boda. He querido ponérmelo otra vez hoy, para que me quieras tanto como cuando volviste.
Se lo agradezco con una mirada de admiración; pero mi silencio la preocupa.
Sin embargo ya se aviva mi deseo ante la resplandeciente desnudez de su escote y de sus hombros; y no me atrevo a besarla, temeroso aún de mis peligrosos reflejos de esta tarde.
—Todavía no, cariño; déjame acostumbrarme primero a verte así.
—Pero si ya me viste así, hace quince días.
—¡Pero con otros ojos!
—¿Me quieres ya menos?
—¡Mala! Ahora en serio, cariño, si a veces te parezco raro, difícil de entender, dite sencillamente que te quiero demasiado y que… que lo estoy pasando mal, mientras no seas del todo mi mujer.
Thérèse se sienta a la mesa sin responder. Despliega una gran actividad con aires exquisitos de marquesa remilgada y trata de hacerme reír. Pero no consigo sintonizar con ella y la irritación que esto me produce contra mí mismo no hace más que aumentar mi malestar; ¿acaso voy a estar siempre vacilando entre la brutalidad y el malhumor? Las travesuras de Thérèse chirrían y se estrellan contra mi silencio; como un mago novato, intimidado por la indiferencia de un público aburrido, se desanima enseguida. Y, dejando a un lado su juego, se me queda mirando.
—Cariño, quisiera decirte algo; pero has de prometerme que no abusarás de ello.
Asiento con una inclinación de cabeza.
—¿Prometido? Pues bien, quería confesarte que…, de lo de antes, no lamento nada, ningún gesto tuyo. Has sido desde entonces, para mí, de una delicadeza exquisita. Creo, sin embargo, que no lo sabría valorar tanto si no te hubiera visto tan… en fin como en el momento de nuestra llegada. Y más adelante, cuando comprenda mejor todas las cosas, me parece que me gustará ese recuerdo; que me gustará verte otra vez tan enloquecido, tan curiosamente enloquecido, como en nuestro primer momento de soledad.
—Sí, más adelante. Pero por el momento, preferiría que no pensaras más en ello.
—¡Oh, no! Por el contrario, quiero pensar en ello, y todo el tiempo, para sentir mejor lo mucho que te quiero.
Reflexiona, y luego, como hablando para sí, agrega:
—Porque te quiero tanto más, ahora ya, que antes de que llegáramos aquí.
Ha pronunciado estas últimas palabras con voz apagada. Parecen una afirmación que su instinto no ha sabido contener, pero que su razón desaprueba. Sin embargo, ese conflicto mismo hace que la confesión me resulte más valiosa; en la prueba que me he impuesto para que mi mujer en cuerpo y alma, acepte los ritos, tengo la impresión de que ya su cuerpo se siente cómplice de mis sentidos. He prometido no abusar de su confesión; pero indiferente a mi promesa, como un ser ajeno a mí mismo, mi sexo se yergue hacia la posibilidad de una posesión inmediata. ¿No tengo acaso el perdón asegurado de antemano, sugerido incluso? Cierro un instante los ojos para paladear mejor la imagen evocada por mi deseo: el contacto íntimo de mi carne impaciente dentro de su carne conquistada.
Cuando dirijo nuevamente mi mirada hacia ella, Thérèse me sonríe, con una sonrisa muy tierna: aun así, como si hubiera sospechado mi traición mental, en sus ojos aparece una nube de tristeza. Entonces, de lo mejor de mí mismo suben hacia ella un acto silencioso de humildad y una muda reiteración de lealtad. Le he dicho no a mi deseo indómito; estoy seguro de dominarlo, porque he sentido a Thérèse tan débil, que la creo dispuesta a condescender a cualquier cosa. Ahora no sólo voy a tener que luchar contra mí mismo, sino contra nuestros dos instintos ya confabulados. Pero, fortalecido por toda la esperanza que nace de su complicidad, sabré reprimir su ciega impaciencia. Hasta que llegue la hora en la que, con plena conciencia de su deseo, mi mujer se entregará voluntariamente a mí.
Diluyendo la imposición que pesaba sobre nosotros, la confesión de Thérèse suena ahora en mi corazón como un canto de victoria. ¡Alegría, por recuperar la confianza en mí, alegría, ante el porvenir otra vez luminoso! Thérèse lee esta alegría en mis ojos. Coge uno de los claveles rojos, grita: ¡«Ready!», y tras haber besado la flor, me la tira en pleno rostro. La cena concluye en una atmósfera de entusiasmo que un instante antes ciertamente no habría esperado.
*
Con mil ceremonias bufas, Thérèse me ha llevado a una butaca donde me obliga a sentarme, mientras va a ocuparse de quitar la mesa. Basta con que coloque los platos y cubiertos de nuestra frugal cena en un tomo (como el de los conventos), donde alguien se ocupará de ellos desde fuera, sin perturbar nuestra soledad. Pues el amo y señor del lugar ha pensado en todos los refinamientos de la intimidad; y podríamos paseamos desnudos, del sótano al desván, a cubierto de cualquier sorpresa indiscreta.
Me divierto un instante imaginándonos de este modo, sin ninguna ocurrencia lúbrica por lo demás; invoco más que nada el bienestar de esa desnudez en una velada tan calurosa, como la de esta noche. Pero me guardo para mí este sueño inocente. Mi mujer no es aficionada a este tipo de humor ni lo será jamás. Tras muchos meses de matrimonio, cuando hayamos saboreado todas las formas del placer y nos hayamos sometido a todas las sugerencias de una imaginación desenfrenada, seguirá sintiéndose ofendida por una broma osada o un gesto vulgar. Sacerdotisa apasionada de nuestro placer carnal, capaz de vencer cualquier pudor en la embriaguez de los sentidos, no admitirá por el contrario las bromas sacrílegas, ni esas indecencias inútiles, que profanan el amor sin incrementar el placer.
Mientras quita la mesa, Thérèse vuelve a las travesuras. Ya ha dejado de ser una marquesa en su nidito de amor; ahora se ha convertido en una criada desvergonzada, que desatiende las tareas domésticas para correr cuanto antes al encuentro de su enamorado. Después, viene hacia mí, reclamando un beso por su pantomima, y se sienta en mis rodillas. Bajo la cálida presión de su muslo, muy próximo a través de la finura de las telas, mi carne se hincha de deseo; y a sus sordas pulsaciones responde un latido acelerado de mis sienes. Con el brazo izquierdo doblado, brindo a Thérèse un apoyo; con la otra mano, aprieto sus piernas contra mí, para evitar que esa mano, escapando a mi voluntad, vaya a manosear sus pechos, tan increíblemente accesibles bajo el vestido escotado.
Thérèse se ha abalanzado sobre mi boca, aplastándome los labios con un beso apasionado; entonces presiono mi lengua contra los suyos. Resisten un instante, incluso retroceden un poco; pero de repente se entornan, haciendo una aspiración ardiente, como si bebieran de una fuente desconocida, pero esperada con impaciencia. Y mientras acaricio lentamente con mi lengua esos labios ofrecidos, Thérèse permanece petrificada en una inmovilidad total, respirando apenas, toda ella tensa de voluptuosa atención. Sin embargo, semejante a esas olas de fondo que de golpe perturban la calma aparente del mar, un gran escalofrío la hace estremecer, pues mi caricia, separando sus labios, se ha vuelto más activa, más insistente. Luego nuevamente, Thérèse se abandona, casi desfallecida, como si toda la vida en su ser se refugiara en la aceptación de una suavidad insospechada.
Cuando, mucho después, interrumpo esta caricia, a su vez su lengua avanza, perfilando lentamente el dibujo de mis labios, humedeciéndolos, penetrándolos. Y muy pronto, sobre el tema doble que hemos planteado de este modo, efectuamos mil variaciones alternadas. Y nuestros labios nos tienden trampas, rechazando un instante la lengua que se ofrece, para cogerla justo después, aprisionarla y robarle toda su saliva. Un reloj da las horas; sería incapaz de contarlas. ¿Qué me importa, a mí, la hora? El tiempo se ha vuelto como una niebla inconsistente. Pero nuevamente un estremecimiento recorre a mi amada; abre los ojos y me rechaza dulcemente:
—Amor mío querido, no puedo más; tu mujer está destrozada.
Para hurtar su boca a mis caricias, la apoya contra mi cuello; pero sus labios me rozan con besos furtivos. Cuando levanta la cabeza, parece sosegada y me sonríe:
—Me habría gustado abandonarme eternamente a la ternura; pero creo, de verdad, que habría acabado por perder el sentido. Es como una disociación de todo mi cuerpo. No te puedes imaginar en qué estado me pones.
Lo sé demasiado bien, ¡ay! La conozco, es la ansiedad del instinto, de su propio instinto, más consciente que ella de nuestro deseo. Pero es demasiado pronto todavía; permanezco en silencio.
—¿No estarás enfadado, cariñito mío? Eres mi señor todopoderoso y quisiera, quisiera tan intensamente, ser totalmente tu esclava. Pero, a pesar mío…
Al parecer cohibida por mi mirada, atrae mi cabeza junto a ella y apoya su mejilla contra mis ojos.
—Sí, a pesar mío, sigo teniendo un poco de miedo.
—¿He vuelto a cometer alguna torpeza? ¿Estás dolida?
—¡Oh, no! Estoy por el contrario agradablemente sorprendida. Algo asombrada, incluso, de que un vértigo semejante, tan dulce, inefablemente dulce, pueda comprarse sin dolor. Pero ya sé que tarde o temprano me harás daño; que tienes que hacerme daño.
—Te han metido el miedo en el cuerpo inútilmente, cariño mío.
—No tengo miedo por mí. Cuando estoy en el estado en el que me has puesto antes, ¡podrías hacer conmigo lo que quisieras! Pero es nuestro amor lo que me angustia. Temo el momento en el que el hombre infinitamente tierno y delicado que eres esta noche, tenga que aparecérseme más violento, y… ¿cómo decirlo…?
—Dilo sin miedo.
—Un poco animal tal vez. Pero compréndeme bien: te lo acabo de confesar, ahora te perdonaría cualquier cosa. Pero me gustaría primero saciarme de tu ternura, hasta el punto de no tenerte siquiera que perdonar; hasta el punto de aceptarlo todo sin sublevarme, porque habré perdido toda mi voluntad bajo tus caricias.
Permanecemos un instante en silencio, luego prosigue:
—Debo de parecerte estúpidamente complicada, pobre cariñito mío. Tal vez haya sido un error haber seguido ignorando deliberadamente demasiadas cosas. Pero le daba tanta importancia a todos estos misterios; he deseado tanto iniciarme en ellos en estado de gracia.
—Yo también le doy mucha importancia, cielo mío; incluso más conscientemente, aunque desde una perspectiva diferente. Más adelante te diré lo mucho que he deseado tu cuerpo, allá, en mi lejano exilio. Pero también quería tu alma profunda, tu inteligencia, tu seriedad, porque para mí representaban una especie de prenda de un amor más pleno, porque… Es difícil de explicar, tengo miedo de herir tu delicadeza.
—¡Oh, no, habla, habla! ¿No soy tu mujer, tu mujer que te quiere? ¿Qué querías decir?
—Que de antemano, tu propia inteligencia, tu alma mística me aportaban una promesa de placer; de placer carnal. Hallaba en ellas la Certidumbre de una intimidad más ardiente de nuestra carne, porque se alimentaría de todos los recursos de tu alma, tanto como de los instintos de tu cuerpo. Y no obstante, te había comprendido mal.
—¿Tú?
—No supe ver que toda esta perfección que amo en ti es una planta delicada. No había comprendido de cuánta cálida y paciente ternura habría que rodearla para llevarla a su floración plena; para que brotara la intensa pasión de la que te sabía capaz. Ha sido necesario que otra persona me abriera los ojos; te hablaré de ella. Desde entonces, por el contrario, he reflexionado, y me he jurado… Pero no me creerás, tras el incalificable incidente de esta tarde.
—Vamos, cariño, te lo repito, aún te quiero más por ello. Y además, lo sabes perfectamente, tengo una fe absoluta en tu lealtad, aun cuando a veces se deje vencer por esa locura… por esa locura que no eres tú, y que tal vez algún día sea lo que más quiera de ti.
—Lo que me había jurado (y creo, pese a todo, que tendré fuerzas para ello) es esperar hasta el momento en el que, con tu pleno consentimiento, deliberadamente, te entregues. Y ahora me gustaría que dejaras de temer por ti, y por nuestro amor, al saber que sólo de ti depende la hora de nuestra unión total.