III

III

Thérèse me espera en el vestíbulo; me dice riendo:

—El equipaje ya está arriba, los jardineros se han esfumado. Así pues, señor, aquí me tenéis enteramente a vuestra merced.

Luego avanza hacia mí con los brazos extendidos, la mirada algo turbia; y de repente, se me tira al cuello, besándome apasionadamente en la boca.

Permanecemos largo rato así, de pie uno contra el otro, estrechamente enlazados. Los labios de Thérèse están ardientes y a veces temblorosos. A través de la tela ligera de su vestido de verano noto la doble provocación de sus pechos. Y con ambas manos, que he deslizado hasta las nalgas, la aprieto violentamente contra mí, aplastando bajo el calor de su vientre mi deseo exacerbado. Un vértigo alucinante me recorre la espalda y me sube hasta el cerebro; mi voluntad se desmenuza bajo una fuerza que me es como ajena y a la que me gustaría abandonarme, en la total desnudez de nuestros dos cuerpos. Pero Thérèse sólo piensa en nuestros labios, sin adivinar el temblor de mi sexo tan cerca de ella. Y me duele que la presión de mi deseo contra su vientre no la conmueva; me duele que no responda a ella con algún movimiento de la cadera que, pese a las ropas interpuestas, habría suavizado esta presión convirtiéndola en una caricia. Y debido a una de esas inconsecuencias tan corrientes en el amor, me irrito por la ingenuidad de mi mujer, por esa pureza misma que me había atraído hacia ella.

Al sentir que mis labios se separan de los suyos, Thérèse abre los ojos; en el asombro temeroso de su mirada, leo la bestialidad de mis propios rasgos. Pero ya no es hora de bobos sentimentalismos ni de estúpidas compasiones. Bajo el latido precipitado de mis sienes, una única idea me domina: poner término a la tensión demasiado violenta de mi sexo, poseyendo a la hembra que me ha puesto en celo.

Sin dejarme conmover por su mirada asustada, alzo a Thérèse del suelo y me la llevo. En un rincón del vestíbulo, hay un montón de cojines; tumbo a Thérèse encima de ellos, me tiro a su lado, y deslizo la mano por debajo de su falda. Trata de rechazarme; la inmovilizo, con una de mis piernas enlazando las suyas, mi torso aplastando sus pechos; y mi boca, pegada contra su boca, exhala furiosamente mi deseo:

—¡Te deseo!, ¡te deseo!

Ya mi mano alcanza, por encima de la media, el muslo desnudo. Pero Thérèse ha conseguido soltarse; se ha puesto en pie, con un sobresalto de animal acorralado, y, cogiéndome una muñeca, me clava desesperadamente las uñas. Nos miramos como debieron de mirarse, en los momentos salvajes de la guerra, un herido y el bruto que iba a rematarlo. Dos lágrimas asoman en los ojos de Thérèse; una súplica aflora en sus labios:

—No, eso no; te lo suplico.

Sosegado de repente, atraigo su cabeza contra mi hombro y le beso los ojos. Susurra:

—Creo que no te habría perdonado nunca.

Luego esconde el rostro en mi cuello y siento sus lágrimas cálidas que corren sobre mi piel. En la casa no hay más ruido que el del péndulo de reloj que reitera pesadamente los segundos; siento fluir materialmente entre mis dedos el tiempo que pasa, el tiempo ido para siempre de este día de mi boda, irremediablemente echado a perder. Debe de haber mucha claridad aún en el jardín; pero el vestíbulo, tras sus postigos cerrados, está ya sin luz y estamos acurrucados en su rincón más oscuro, como dos niños abandonados. Pasan las horas; Thérèse ha dejado de llorar; sin embargo, su rostro sigue escondido contra mi cuello y a largos intervalos algunos sollozos todavía la estremecen.

*

Mi deseo, tan acuciante antes, se ha sosegado del todo, indiferente a la mano que mi mujer, involuntariamente, ha deslizado entre mis piernas. Mortalmente triste (como cabe estarlo tras una derrota cuyo peso hay que asumir en solitario) valoro ahora, con amarga lucidez, mi gesto brutal. Y su lamentable vulgaridad me parece más lamentable todavía, cuando pienso en mis relaciones anteriores con Thérèse.

Pues esas relaciones, en cuanto a preparación carnal, han sido prácticamente nulas: tres semanas de compañerismo totalmente intelectual, dos años de correspondencia epistolar cada vez más tierna, pero siempre deferente, y quince días de noviazgo bajo estrecha vigilancia. Quince días durante los cuales, sin duda, nos hemos besado abundantemente, hasta el punto de dejamos los labios doloridos, para gran escándalo de nuestro entorno. Pero no eran más que besos demasiado rápidos, muy pronto interrumpidos; cualquier silencio algo prolongado ponía sobre aviso en efecto a la abuela de Thérèse, centinela al acecho en la habitación contigua. Nunca el contacto de nuestros labios duró lo suficiente, ni se produjo con el suficiente abandono como para que me atreviera a añadir la caricia de mi lengua; y si mis manos se perdieron por los pechos de Thérèse o rozaron la curva de sus caderas, sólo pudo ser de un modo furtivo, en la intimidad de una prenda entreabierta. Tal vez ni se percataba del entorno envolvente de estas caricias, absorta por completo por el contacto demasiado breve de nuestros labios. Sólo el pensamiento de la boda inminente me había ayudado a aceptar tales condiciones de nuestro noviazgo y a soportar la desconfianza que pesaba sobre nuestros actos.

Disponíamos por el contrario de la mayor libertad para escribimos y para hablar. Desde su puesto de escucha, la centinela vigilante no podía distinguir nuestras palabras; le bastaba por lo demás con oír su mido confuso y que ese raído no se interrumpiese. Y nosotros lo aprovechábamos para pasamos los días hablando, incluso hasta muy entrada la noche.

Nuestras conversaciones anteriores ya me habían desvelado el complejo psicológico de Thérèse: una mezcla de madurez intelectual y de espontaneidad juvenil, bajo las cuales se adivinaba un abundante potencial de sensualidad todavía adormecida. Pero las conversaciones más íntimas de nuestro noviazgo me han ilustrado sobre un punto que hasta entonces había permanecido en la penumbra: la absoluta inocencia de Thérèse, su total ignorancia de determinados detalles carnales. El conjunto —madurez e ignorancia— puede tal vez ser considerado paradójico, contradictorio cuando menos; pero describe un tipo de muchachas perfectamente homogéneo y más frecuente de lo que suele creerse. Un tipo que no tiene relación alguna con el de las chicas bobas de antaño.

Para aquéllas, el amor se reducía a una escala tontorrona de ñoñerías sentimentales. Para Thérèse, el matrimonio es otra cosa: un problema de colaboración intelectual y sentimental que comporta un aspecto carnal. Respecto a este problema, ella se ha trazado unos límites, prohibiéndose cruzarlos o darles demasiadas vueltas; sobre todo no ha querido prestarse a las confidencias a medias de las compañeras viciosas que, de antemano, en su opinión habrían mancillado el amor. Convencida de que cuando llegara la hora, aquel al que ella amara sabría iniciarla, totalmente, sin evasivas, ha conservado para él la virginidad de su mente, con tanto celo como la del cuerpo. La literatura contemporánea no es sin duda muy favorable a esta virginidad de la mente y Thérèse, desde hace ya algunos años, ha superado ampliamente el marco de las literaturas clásicas; pero pedía consejo y evitaba instintivamente determinadas lecturas. Igual que esos muchachos que, disponiendo de total libertad, pero preocupados por su higiene sexual, saben huir la contaminación de determinadas mujeres.

¿Sería esta ausencia deliberada de curiosidad malsana, en Thérèse, el indicio de alguna deficiencia sexual? Yo no tenía ningún temor al respecto. Desde nuestras primeras conversaciones, me había burlado de la pasión que ponía en todo lo que alguna vez la había interesado: estudios, lecturas, música, tenis, muñecas incluso, que seguía mimando a hurtadillas, y hasta el viejo perro que durante mucho tiempo ella había convertido en el discreto confidente de sus penas. Las conclusiones que había extraído de todo eso me fueron confirmadas muy pronto por otros detalles más sintomáticos: la profundidad de determinadas miradas, la involuntaria lascivia que se desprendía a veces de su cuerpo adorablemente ágil, aquellas entonaciones más graves de su voz; y durante nuestro noviazgo, la rápida aceleración de su pulso bajo un beso algo prolongado. Pero su temperamento seguía, como sus curiosidades intelectuales, más acá de la zona de las preocupaciones carnales.

Todas esas particularidades, yo las conocía. Incluso habían adquirido más relieve desde que las examinaba desde esa perspectiva, nueva para mí, que me había revelado mi tío. Y así como en un principio había recusado sus teorías sexuales, al considerar sus conclusiones exageradas y ridículas, no había tardado en comprender su sabiduría, generadora de placeres más profundos. Se adaptaban por lo demás exactamente al temperamento de Thérèse; subrayaban sus potencialidades y su peligro a la vez.

Las potencialidades de un temperamento semejante consisten a la vez en su riqueza, su diversidad, su aceptación asegurada del amor carnal más libremente ardiente, por lo menos si se sabe diferir la hora de la posesión total; asimismo significan —a costa de una restricción de pocos días impuesta a mis sentidos— la certidumbre de encontrar en ella a la amante ideal, ardiente, inspiradora, delicada e inventiva de nuestro amor. El peligro, por el contrario, estriba a la vez en su orgullo y en su hipersensibilidad de muchacha que deliberadamente ha permanecido pura; en la perfección misma de su temperamento, de una complejidad demasiado delicada como para soportar sin daños una iniciación torpe.

Inteligente como es, capaz de comprender una alusión con palabras veladas, si deliberadamente ha ignorado determinados aspectos físicos del amor no será evidentemente porque éstos le hayan sido revelados de forma vulgar por algún ilota borracho, incapaz de dominar sus instintos. Sin embargo, yo mismo he sido ese ser en celo, objeto de terror y de repugnancia para la mujer a la que ama; y estoy alelado ahora ante el lamentable fracaso de mis sueños.

*

He adivinado que declinaba el día por el piar más agudo de los pájaros; estrépito de un dormitorio inmenso donde unos niños se pelean. Pero hace ya mucho que enmudecieron. En el rincón donde seguimos varados, la oscuridad es opaca; hace mucho calor. La piel de Thérèse desprende una humedad que me perturba; tomo dulcemente su mano, para alejarla del sordo despertar de mi deseo. Se pone en pie, busca mi rostro a tientas, me roza los labios con su beso apresurado. Y con una voz que ella desearía risueña, pero que se estremece todavía:

—¡Qué mazmorra más horrible! Has debido de equivocarte de casa, pobrecito mío. Ésta es la del mismísimo Gilíes de Rais. Debe de estar espiándonos desde allá, en la penumbra, con su espantosa barba azul.

Se pega contra mí, fingiendo que tiembla de miedo.

Luego, sin venir a cuento:

—¿Me has encontrado estúpida antes?

—Cariñito de mi vida, no hablemos más de ello. Imagina que estabas durmiendo; no ha sido más que una pesadilla horrible. Pero ahora ya no tienes miedo, ¿verdad que no, pequeña mía? De todos modos, ya has visto que, pese a todo, te obedecía. Perdóname, te lo suplico.

—Habéis sido muy malo, en efecto; erais vos el malo Barbazul. Pero os quiero demasiado como para guardaros rencor por ello.

—Compréndelo, cariño, llevo meses, allá lejos, tan solo, pensando en ti, sólo en ti. Y el deseo de una mujer a la que se ama demasiado, poco a poco se va volviendo como el sofoco que se apodera del náufrago que se ahoga; entonces uno se agarra salvajemente a aquella que surge al fin para liberarte de esa ansiedad, sin pensar que puede hacérsele daño y… ¡estropearlo todo!

—¿Me amas tan locamente, amor mío?

—¡Sí, ya lo creo! Me cogen por momentos como unos grandes vértigos de locura. Pero no temas más: lamento con demasiada amargura mi brutalidad como para estar dispuesto a volver a empezar. Y ahora… ¡vamos a cenar y a pensar en otra cosa!

*

Andamos trastabillando un momento en la oscuridad, tropezando con algunos muebles, a la búsqueda de un interruptor. Con un choque cruel, la luz nos ciega, y nos asombramos al ver nuestros rostros deshechos.

Conduzco a Thérèse al primer piso y le enseño su habitación. Sólo tengo ojos para el lecho; muy bajo, muy amplio, tan largo como ancho, que emerge de un amasijo* de pieles blancas esparcidas por el piso. Reprimo mis turbias ocurrencias.

—¿Vamos a dormir ahí los dos? —pregunta Thérèse sin atreverse a mirarme a la cara.

—De ninguna manera; ésta es la habitación de la señora. Yo… hasta nueva orden, dormiré en la habitación contigua.

Abro la puerta que comunica ambas habitaciones.

—Es muy confortable, como puedes apreciar; y también dispongo de mi propio cuarto de baño, para mí solito.

Thérèse me dirige una insistente mirada afectuosa, pero algo triste.

—Escúchame —dice. Luego calla y suspira.

Me parece caritativo desviar la conversación.

—No voy a oír nada más, querida señora. ¿Sabe usted que son casi las diez? Nos aseamos un poco y bajamos a cenar. Tengo tanta hambre, que podría devoraros.

—¡Aquí estoy, para serviros, querido señor!

—¡Anda ya, tentadora!

Con un apresuramiento que la hace reír, huyo de la tentación. Pero a través de la puerta cerrada, su voz me sigue persiguiendo:

—Estás loco de atar, pero te quiero mucho.