II
La abuela de Thérèse había protestado; yo por mi parte me había empecinado: nadie ha de saber en qué lugar de veraneo pasaremos la luna de miel. Pero, como una comisión de investigación que recoge y revisa los talonarios de cheques, mi familia política ha ido coleccionando indicios: conjunto de playa encargado por Thérèse, preocupaciones caniculares desveladas por mi vestuario, características del automóvil que he adquirido. A partir de estos indicios ha nacido una leyenda que, propiciada por mis reticencias a medias, ha acabado cristalizando en certidumbre sobre el nombre de Juan-les-Pins.
Cosa de la que, por cierto, sacamos partido el día de la boda; pues los iniciados, sufriendo por nosotros ante la longitud del trayecto, nos incitan a no demoramos en tomar la carretera. A las cuatro de la tarde ya estoy sentado al volante, con mi mujer y el equipaje a bordo. Una parentela indiscreta se coloca en fila junto al borde de la acera, odiosamente ruidosa en ese Passy casi desierto. Voces burlonas comentan mi arrancada; deseos socarrones me acompañan; para terminar, una última salva de consejos familiares: «¡No corráis demasiado!», «¡No conduzcas toda la noche!», «¡Pernoctad en Dijon!». Brotan las carcajadas, ya lejanas, que no dejan de irritarme; las acallo con un acelerón. Rugido del motor, alegría primitiva de la huida, en la que me llevo a la mujer conquistada.
A mi lado, Thérèse permanece silenciosa. La gorra blanca, que lleva ladeada, le da un falso aspecto de seguridad; y su nariz, ligeramente respingona, añade un leve toque provocativo. Sus rasgos, sin embargo, siguen estando pensativos, algo tensos. Cuando me inclino, buscando su mirada, me responde con una sonrisa, pero la limpidez de sus ojos azules se nubla con una sombra de preocupación. Y pienso que, en efecto, estamos iniciando, como compañeros todavía indecisos uno y otro, una prueba delicada.
Thérèse es indudablemente novata, muy niña pese a su madurez mental; he comprendido (me lo confirmará más adelante) que ella ha eludido deliberadamente ciertas curiosidades. No ignora que el matrimonio consiste en una aproximación física, pero ¡lo poco que ha adivinado al respecto deja tanto margen de incertidumbre y desconocimiento! Solía repetirse con frecuencia: «Mi marido me lo explicará», y dejaba en manos del porvenir, actor lejano, la tarea de desentrañar el misterio carnal. Pero el porvenir ha llegado; tan próximo de súbito que el margen de incertidumbre parece haber crecido desmesuradamente. Y ahora que el marido está aquí, Thérèse no se atreve a preguntarle.
Es una ansiedad inexpresada, pero fácil de adivinar. ¿Voy a disiparla con alguna broma? ¿A reducir el misterio a las proporciones de una formalidad algo ridícula? Un instinto me advierte de que eso sería una soberana torpeza. Tal como la conozco, afectuosa y reflexiva, mi mujer aceptará el amor carnal como una religión de severos rituales, o bien se apartará de él como de una abyección. Temperamento ardiente, sin duda, apto para elevarse, mediante una lenta iniciación, hasta los placeres más sutiles, y a la vez alma delicada, que una palabra imprudente bastaría para sumir en una repugnancia hostil. Así pues, prefiero callar. Vuelven a mi mente los consejos de mi tío; comprendo mejor su profunda sabiduría.
*
¿Se tragó Thérèse, como todos los demás, el cuento de Juan-les-Pins? Para no tener que mentir a su madre, ha preferido no preguntarme nada al respecto. Y ahora, absorta en unos problemas mucho más graves, poco parece preocuparle nuestro misterioso destino. Sin embargo, parece despertar de su sueño cuando el coche enfila el puente de Saint-Cloud:
—¿No se está usted equivocando de carretera?
—¡Paga una prenda! Por haberte olvidado de tutear al marido.
Sin mayor demora, cojo mi prenda en sus labios. Thérèse, ya del todo despierta, se zafa entre risas y me trata de conductor imprudente. Acto seguido, vuelve a lo que la preocupa:
—Pero ¡ésa no es la carretera de la Costa Azul!
—No, evidentemente.
—Entonces, ¿Juan-les-Pins?
—He dejado que corriera el rumor; pero estaba firmemente decidido a evitar que nuestro amor se cociera en la promiscuidad de esa bañera pública. Venga, adivina adonde vamos.
Pasa lista a las playas del Atlántico; las voy rechazando una tras otra, con un simple gesto, despreciativo y asqueado. Pero cuando se confiesa definitivamente incapaz de adivinar, proclamo triunfalmente la clave del enigma.
—Versalles, ¡Versalles de Mar!
A Thérèse le importan un ardite las playas de moda. Aun cuando lo variopinto y pintoresco de esos lugares le divierte un rato, como espectáculo bien montado, muy pronto se hastía de su mundanidad algo vulgar. No obstante, al oír el nombre de Versalles no puede ocultar su decepción.
—No es verdad —sugiere, con una sonrisa forzada que apenas atenúa su ceño fruncido.
—Ya lo creo que es verdad.
—Pero ¿por qué Versalles en esta época del año?
—¿Por qué Versalles? Primero, porque quería que nos encontráramos a cubierto de las incursiones de tu familia. Nos habrían seguido la pista en Juan-les-Pins, en Deauville, en la cima del Mont-Blanc; Versalles, en cambio, en verano está demasiado lejos para ellos.
—Pero, cariño, debe de hacer una temperatura infernal.
—Al contrario, una temperatura paradisiaca, como la que protegió la desnudez enamorada de Adán y Eva.
Lamento en el acto haber dicho esa tontería prematura y me pongo enseguida a hablar de otra cosa:
—Ya sabes que a mí el calor no me asusta. Además, hay mucha sombra y con tu conjunto de playa…
—¡No me digas que me ves con mi conjunto de playa por los jardines del Gran Rey!
—No, por supuesto que no, cariño; pero sí en nuestro jardín particular.
—¿Tienes un jardín? ¿En Versalles?
—Un jardín de ensueño, cariño, un auténtico nido de amor: un inmenso parque, una mansión muy confortable y una gran cochera.
—¿Y el servicio?
—Como los kobolds de las leyendas alemanas, una pareja de ancianos jardineros cuidará discretamente de nosotros; y no saldrán para nada más de su casita, mientras no los llamemos con el timbre.
—Absolutamente encantador. Pero no comprendo.
—Pues es la mar de sencillo… como cualquier idea genial. ¿Sabes que Albert está destinado en el cuartel de Versalles?
—¿Pero no había presentado su renuncia, tras su excepcional herencia?
—De ningún modo. Sigue en el ejército. Competiciones de hípica y todo lo demás. Le encantan esas cosas.
—Así es más fiel que vos en el culto del dios Marte. ¡Vaya! Me ha salido un alejandrino. Pero continúa.
—En lo que a fidelidad al dios Marte se refiere, ¡menudo templito ha erigido a Venus! El prototipo del nidito de amor. Y como es un oficiante diligente, se dice que en sus altares no faltan las hermosas víctimas.
—¿Quieres añadirme a la lista?
—¡Ah! ¡No, qué horror! Pero el sacerdote de Marte y de Venus nos ofrece su morada. Nos instalamos en su casa.
—¿En esa casa de mala fama? ¡No es lo más indicado para una joven esposa!
—¿Prefieres entonces una habitación de hotel? Puedo mandar un telegrama desde aquí: «Deseamos para joven esposa habitación donde sólo se haya alojado pura doncella o premio de virtud. Rogamos aporten garantías o certificados».
Thérèse se echa a reír.
—A fin de cuentas —dice—, será una buena obra. Rehabilitaremos con nuestra unión legítima ese antro de perdición.
—Y erigiremos, pegadito al templo de Venus, un pequeño altar al Cupido de los buenos hogares.
—Con una olla y un plumero para precisar sus atribuciones. Hablando de hogares, ¿será lo bastante confortable tu horrible nido de amor? Me refiero para una estancia algo más prolongada.
—De lo mejorcito que existe en su género. Al hablar de nido de amor no te imagines un minúsculo entresuelo oscuro, como en los libros malos que Santa Pesada, tu abuela, te dejaba leer. Imagina más bien un parque bien cuidado…
—¿El Parque de los Ciervos?
—Si eso es lo que te enseñaban en tu licenciatura de historia, empiezo a dudar de la virtud de las supuestamente auténticas señoritas.
—Felizmente nos quedan los exquisitos modales de los supuestamente bien educados caballeros.
Me sonríe, duda unos instantes, y luego sonrojándose algo, añade:
—Si me hubieran preguntado qué es exactamente lo que hacía Luis el Bien Amado en su Parque de los Ciervos, habría sacado bastante mala nota. Más vale que estés prevenido.
—Ya me lo suponía, pero… te quiero. Pero volvamos a la casa de Albert. Así pues, decía: parque bien cuidado, mansión espaciosa, una habitación en cada uno de los cuatro puntos cardinales (se escoge según la estación del año), dos cuartos de baño y lo demás en sintonía.
—Pero en cuanto al amo y señor del lugar, ¿qué hace usted con él?
—¡Otra prenda!
Me niega los labios:
—Ahora no, conductor imprudente.
—¿Imprudente?
—Imprudente e impudente. Pero no se trata de eso. Quiero estar sola contigo, de lo contrario me vuelvo a casa de Santa Pesada, mi abuela, como dices con tanto respeto.
—¡Por lo visto es algo que harías encantada de la vida! Pero tu venerada abuela (que Dios la guarde muchos años) se quedará, ay, sin esa alegría. Pues el amo y señor del lugar es un modelo de discreción; se ha sentido obligado a aceptar una misión en África.
—¡Qué amable!
—¡Un grito espontáneo que conmovería a ese bueno de Albert!
Circulamos por una avenida muy tranquila, provinciana hasta lo indecible; torres modestas y grandes muros herméticos que sugieren conventos. Dos niños juegan a las canicas, un perro hace sus necesidades contra un hito kilométrico; parecen haber sido dispuestos allí adrede por un hábil escenógrafo, para acentuar la apacible soledad de ese paisaje suburbano. Detengo el automóvil ante un portón cerrado; pero sin duda nos han oído llegar desde lejos, en el silencio de la avenida desierta, pues el portón se abre de inmediato, descubriendo una alameda del parque, bastante larga y muy sombreada. En el fondo de ese túnel de verdor, la casa surge, insólitamente luminosa, con su fachada blanca adornada por unas persianas de color púrpura.
Y mientras mi familia política lamenta mi exceso de velocidad en la carretera de Juan-les-Pins, circulamos lentamente por ese jardín versallesco; muy lentamente, como si temiéramos que la luminosa aparición, en el extremo de la alameda, se desvaneciera a medida que nos acercamos. Así como antes estaba algo intranquilo por las objeciones de mi mujer, me siento ahora absolutamente seguro con la feliz elección de nuestro lugar de destino. Muda de asombro, Thérèse se aprieta contra mí y, con un ademán donde la admiración se tiñe de un matiz de temor informulado, tiende hacia la casa las dos manos juntas.
Dejo a Thérèse al pie de la escalinata (mármol blanco y geranios rojos) y, mientras los jardineros se ocupan discretamente del equipaje, voy a guardar el coche. El garaje está muy cerca, pero me demoro deliberadamente en él, presa de una inquietud que me oprime el corazón y los riñones. Pues la contemplación de esta casa donde, desde hace semanas, localizo mis sueños de enamorado, acaba de disparar dentro de mí un desfile de imágenes eróticas enloquecedor. Y mi impaciencia sexual, adormecida por las preocupaciones protocolarías del día, acaba de despertarse bruscamente, sugiriéndome ya sus consejos perniciosos.
Todavía ayer temía el gesto, necesario pero brutal, que sellaría definitivamente mi unión con Thérèse. Era como una ansiedad física, que incesantemente se mezclaba con la trama de mis sueños; y cuando había conseguido estudiarla un momento, volvía, más punzante, a interponerse entre nuestros cuerpos que mi mente ya había unido. Los hay que considerarán este temor ridículo y poco viril; pero aquellos para quienes una muchacha es algo más que un par de pechos y unas nalgas me comprenderán.
En vez de difuminarse a medida que se acercaba la boda, esa sorda ansiedad se había ido precisando, por el contrario, a medida que valoraba mejor la delicada pureza de Thérèse. Y ahora hete aquí que se disipa, de golpe, con el llamamiento brusco de mi deseo; y los argumentos acuden en masa para justificar mi giro de ciento ochenta grados. ¿Qué podría yo ganar difiriendo un acto que es el único capaz de damos acceso a las dichas carnales? ¿Voy a ceder a un exceso mórbido de sentimentalismo, a ridiculizarme ante mis propios ojos no ejerciendo, desde esta misma noche, mis derechos de marido? ¿Y no vale más acaso, a costa de un breve sufrimiento para Thérèse, que me despierte mañana junto a un verdadero cuerpo de mujer, apto para satisfacer mi deseo y apaciguarlo? Un estremecimiento me recorre de arriba a abajo, al que responde una pulsión violenta del sexo. Mi pensamiento se concentra en una estrecha imagen de placer: la de mi carne, tiernamente aprisionada por una carne amada. Y ahora ya la violación previa ha perdido toda su importancia para mí: gesto rápido, insignificante en suma; dolor breve que prontamente se evapora con el ardor de un goce inmediato.