XIV

XIV

A unos pasos de nuestro emparrado hay un cobertizo de madera; sirve para guardar los muebles de jardín y de refugio para los paseantes en caso de chubasco repentino. Conduzco a Thérèse hasta ella y cierro la puerta a nuestras espaldas.

Dentro reina una atmósfera cálida de invernadero que vibra con una extraña luminosidad: reflejos de sol que el prado circundante tiñe de verde y proyecta en el techo, a través de los intersticios de los postigos cerrados. El mobiliario es de una indigencia decepcionante: una caja de juego de croquet entreabierta, dónde se alinean sus bolas de colores; en un rincón, sombrillas cerradas y polvorientas; en el centro, una pila de mesas y de sillas metálicas amontonadas. Pero, contra la pared del fondo, una gran tela gris parece ocultar más muebles. Con cierta desconfianza, levantamos una esquina de la tela; luego, agradablemente sorprendidos, la retiramos del todo. Surgen cojines multicolores, profusamente repartidos por el suelo; y de su desordenada disposición emerge un diván, mullidamente tapizado de terciopelo rojo. Empujo a Thérèse hasta él, impaciente por desnudarla. Y por adelantado, imagino la blancura nacarada de su desnudez, contrastando con el encamado del tejido.

Pero opone resistencia:

—No, ahora me toca a mí. Déjame hacer.

Y sentada delante de mí, aprisionando mis piernas contra el borde del diván, me retiene, de pie entre las suyas. Mis ropas, desde nuestras últimas caricias, están entreabiertas y dejan al descubierto la base del pene. En esa sombra velluda, Thérèse posa sus labios, aspirando golosamente la humedad de mi piel. Luego empieza a desnudarme. Me quita la chaqueta, se afana un instante con la hebilla de mi cintura, consigue por fin abrirla. Entonces, deslizando las manos a lo largo de mis caderas, hace que mi última prenda caiga al suelo. Estoy totalmente desnudo ante ella, con el sexo tenso, vibrando todavía por su repentina libertad.

Como si acabara de descubrirlo de nuevo, Thérèse contempla mi cuerpo con una sonrisa de asombro; lo acaricia de arriba abajo levemente con suaves tocamientos y lo cubre de besos fugaces. Y me mantiene así un buen rato, sin cansarse de mirarme, de palparme, de lamerme. Después, siempre sujetándome de pie entre sus piernas, me hace poner de perfil. Y empieza a seguir apasionadamente la doble línea de mi cuerpo; lo roza con la caricia de sus dos manos, una deslizándose por mi espalda y siguiendo la línea de mis nalgas la otra, con un movimiento paralelo, errando por mi vientre y mi sexo.

Poco a poco, no obstante, las caricias se van volviendo más precisas, más meditadas, buscando los puntos de sensibilidad más a flor de piel, volviendo a ellos, insistiendo. Suplico a Thérèse que no siga, pues presiento el peligro de un placer demasiado intenso. Pero mi ansiedad, de la que su tierna inventiva se enorgullece, provoca su sonrisa; y la confesión de mi debilidad, en vez de detenerla, la vuelve más ardiente todavía. Siento que me arrastra la oleada embriagadora, la irreprimible voluptuosidad; sé que dentro de un instante no habrá pudor que la pueda contener, ni la vergüenza del espasmo siquiera, bajo la ávida curiosidad de esa mirada. Sin embargo, un breve deslumbramiento acude en ayuda de mi voluntad desfalleciente. En el ambiente excesivamente pesado, las paredes de la casita parecen vacilar a mi alrededor; y me derrumbo sobre los cojines que cubren el suelo, escapando así, muy a pesar mío, de las manos de Thérèse, enloquecidamente enamorada. La decepción se pinta en su rostro. Pero percatándose de mi palidez, me echa los brazos al cuello y oculta mi cabeza contra su vientre, que el bolero demasiado estrecho deja al descubierto.

La hipertensión sensual que tan cerca estaba del orgasmo tarda en sosegarse. En vano, trato de sustraerme a ella, inmóvil, con los ojos cerrados. Un recuerdo basta para reavivarla, y una oleada de voluptuosidad hace que se me hinche el sexo. La ansiosa pulsación, sin embargo, se atenúa, renace otra vez, se atenúa de nuevo. Y sólo desaparece al fin para dejar mi deseo más exacerbado, más ansioso por recuperar ese vértigo del que espera su satisfacción.

En cuclillas, desnudo, entre las piernas de Thérèse, yo también quiero desnudarla: el conjunto de playa que todavía la cubre me resulta físicamente intolerable. Con un movimiento de caderas, me ayuda a liberar sus nalgas y a hacer que se deslicen sus ropas. Me deja separarle las piernas; me deja desenredarle, con los dedos, sus rubios rizos desordenados; me deja entornar su más secreta desnudez. Tumbada de espaldas sobre el diván, con los muslos separados, se arquea haciéndome la ofrenda de su sexo jadeante; luego se abandona con avidez a las múltiples caricias de mis labios y de mi lengua, embriagados por la humedad creciente de su deseo.

Por fin me enderezo para recuperar el aliento; y como estoy de rodillas entre sus piernas, nuestros sexos se juntan. Entonces con mi carne acaricio esa carne que se ofrece, lo más lentamente que la tensión ardiente de mi deseo me lo permite. Una larga caricia que sacude a mi mujer primero en los recovecos de sus nalgas, asciende luego a lo largo del purpúreo valle carnal, hace vibrar su sensibilidad más sutil y concluye por fin en lo más mullido de su vello. A medida que su goce se va exasperando, los pechos de Thérèse vibran con un jadeo cada vez más rápido. Arqueado hacia mí, su cuerpo sube, baja, obedeciendo a la necesidad instintiva de intensificar y de acelerar el roce húmedo de nuestras carnes. No puede contener un grito:

—¡Ah! ¡Tómame, tómame del todo!

Y no obstante, dudo. Dominando el tumulto de mis sentidos, un escrúpulo todavía me retiene: temor de desgarrar esa carne cuya frágil dulzura conozco; compasión por la sensibilidad de ese cuerpo virgen que quiere entregarse a la satisfacción brutal de mi deseo. Sorprendida por mi vacilación, tal vez algo decepcionada, Thérèse se ha quedado inmóvil, hundida en el diván. Pero se incorpora a medias, me rodea con sus brazos, ase con sus manos crispadas mis nalgas, y en el momento en el que la caricia de mi sexo, de regreso de los pliegues de sus nalgas, alcanza de nuevo su carne, me atrae violentamente hacia ella, con un gesto apasionado que me clava dentro de ella.

Leo en su rostro la sucesión, extraordinariamente rápida, de sus emociones: una crispación fugaz del rostro; un velo húmedo que le nubla los ojos; por último, un brillo de feliz orgullo. Durante un momento todavía, me sonríe, algo doliente, pero aun así con mucha ternura. Luego, cerrando los ojos, se deja caer hacia atrás, sin más quejidos que un grito de amor.

—¡Mi marido! ¡Mi marido querido!