XIII
Según nuestras previsiones sobre la claridad de la mañana dominical, y habiéndolas acertado, teníamos fijado el programa del día desde ayer. Iríamos caminando hasta la iglesia, pero nos levantaríamos temprano; más vale, en efecto, adelantarse a la hora en la que el sol aplastará la carretera con una luz excesiva. Sin embargo, los proyectos de la víspera cambian singularmente en el momento del despertar; Thérèse se queja de que tiene sueño; se me cuelga del cuello para retenerme en la cama. Y cuando trato de zafarme, desliza con presteza la mano hacia la mitad de mi cuerpo, asiéndome a traición y riendo de su travesura:
—¡Teneo lupum auribus!
—¡Muy graciosa! ¿No te da vergüenza?
—Pero si está en el libro de gramática latina, querido mío.
—¡No te estoy hablando de gramática latina!
No obstante, se siente conmovida por la frágil somnolencia de mi sexo, todavía adormecido en su mano; dejando de reír, se aprieta tiernamente contra mí, y me susurra palabras cariñosas al oído. Luego, el azul de sus ojos se ilumina otra vez con su mirada divertida; pues bajo los dedos que los aprisionan, ha percibido que mi deseo despertaba de su torpor. Acepto ya mi derrota, renunciando a salir de la cama; cuento con la voluptuosa recompensa de mi cobardía. Pero Thérèse sin duda sólo pretendía tener la seguridad de su poder sobre mí. Satisfecha con el experimento, aparta la sábana, constata con la mirada su triunfo; después, tras una caricia fugaz de sus labios en mi pene erguido entre sus dedos, sale corriendo hacia el cuarto de baño donde se encierra con llave.
Tras la monotonía de los interminables muros que cierran nuestra avenida desierta, el camino de la iglesia desemboca de repente en el campo. Vagabundea entre dos setos espesos; es un auténtico camino de los de antaño, de cuando las carreteras todavía no se vestían de luto con su negra ración de alquitrán. Y procedente del remoto siglo pasado, una carreta se acerca dando tumbos hacia nosotros, una auténtica carreta de las de antes, con un caballo pío y el balanceo de su capota y los chorritos de polvo que levanta cada rueda.
Thérèse va armada de una sombrilla japonesa que había en el vestíbulo, resto probable de alguna fiesta galante; y cuando, sobre su hombro, hace girar la sombrilla multicolor, un caleidoscopio cambiante aureola la apacible felicidad de su rostro. Probablemente va a hacer mucho calor hoy; las sombras ya se van acortando y, temerosas, van refugiándose al pie de los árboles. Pero Thérèse quiere que el sol sea perdonado, por la alegría de los pájaros, por la roja provocación de sus amapolas, por la blancura de las coladas que hace que florezcan los vergeles. Y cuando empiezo a pedirle disculpas por adelantado por el calor que nos va a tocar a la vuelta, Thérèse se pone a declamar un himno a la luz:
¡Hola! Pues antes de ti las cosas no existían.
¡Hola!, suave; ¡hola!, poderosa
luz, gracias a ti las mujeres son hermosas.
Y al acabar:
—¿Quién es el autor de eso? Adivina.
Inseguro, lanzo nombres al azar. Sonríe cuando nombro a Victor Hugo, se ríe a carcajadas cuando menciono a Arthur Rimbaud; y bate palmas desbordante de alegría cuando por último atribuyo el poema «a algún ilustre desconocido». Entonces, triunfalmente, nombra a ese desconocido:
—¡Anatole France, señor mío!
Y luego, sin discontinuidad, me detiene en medio de la carretera, me besa en los labios, y me mira con humildad:
—No te creas —me dice— que soy una tonta vanidosa porque me sé unos cuantos versos que me he aprendido de memoria. También sé que existe un mundo científico y profesional muy amplio, en el que tú te mueves con absoluta soltura, cariño.
Y cuando lo pienso, me siento vergonzosamente ignorante.
*
Durante toda la misa, arrodillada en un reclinatorio y con la cabeza hundida entre las manos, Thérèse parece ignorarme. Me siento ligeramente disgustado. Envidio al grupito turbulento de chiquillos de la catequesis que disimuladamente hacen diabluras; envidio su risa a punto de estallar, porque, por debajo del hábito demasiado corto del monaguillo, sobresalen sus rojas y gruesas pantorrillas. Y cuando salimos de la iglesia, durante un rato pongo caras largas.
—¿No dices nada, mi amor?
—No me atrevo. Todavía estoy impresionado por tu recogimiento de antes.
—¿Mi recogimiento?
Thérèse niega sacudiendo la cabeza:
—Mi tentativa de recogimiento, más bien. Estaba más distraída que Margarita después de pecar; sin duda, debía de haber algún Mefistófeles en las proximidades susurrándome pensamientos impuros.
—¿Dónde? ¿El señor gordo que tenías a tu derecha, en la iglesia?
—¡Qué horror! Ni siquiera le he mirado. No, eras tú, sin duda, el tentador.
—¡Tentador!, ¿yo? ¿Cómo puedes decirlo? Si lo único que yo hacía era bostezar tranquilamente en mi rincón, sin más distracción que acariciarte las piernas con la mirada.
—Pues eso está muy feo, señor mío. No quiero que parezcáis un libertino haciendo gala de su incredulidad. ¿Qué habrán pensado las pobres devotas? —Y Thérèse concluye, más seria—: No hay que escandalizarlas.
—Y tú, ¿acaso eres tú tan creyente?
—¿Creyente? No, no lo suficiente al menos. Pero incapaz de burlarme de las creencias de los demás. Si hay una ordinariez que me saca de quicio es la que se mofa de las preocupaciones místicas de los demás: la estúpida suficiencia del farmacéutico Homais.
—¿Un reproche?
—¡No, cariño! Sé perfectamente que piensas exactamente lo mismo que yo al respecto. Si hubiera sido más firme en mi creencia, un poco devota incluso, habrías sido más respetuoso con mi fe.
Y, apretujándose contra mí, añade en un susurro:
—Como has sido respetuoso, tan tiernamente respetuoso, con mis temores, con mis primeros pudores de jovencita.
Me repite lo que sus cartas ya me habían revelado respecto a la evolución de su alma: sus aspiraciones religiosas, las angustias de las primeras dudas, el nuevo despertar de la fe tras un retiro espiritual, luego la nueva crisis de fe. Y admiro la seriedad de su espíritu, su probidad intelectual, la precisión de su propio diagnóstico psicológico.
—No te lo he confesado… Pero vas a reírte de mí.
—No, dime, querida mía.
—Pasé una temporada entrenándome, siguiendo los Ejercicios espirituales, de San Ignacio de Loyola.
—¿En serio?
—Pues claro. Y con la misma convicción con la que se concentra ahora un equipo de fútbol para una final. No lo conseguí, por cierto. Pero hay ocasiones en las que me dejé arrastrar por unas aspiraciones místicas inmensas, sin alcanzar nunca a precisar mi ideal. A lo mejor, inconscientemente, estaba aspirando a ti.
*
En cuanto llegamos a casa, nos separamos unos instantes, para ponemos lo que llamamos nuestro «traje de jardín»: conjunto de playa, pantalón amplio, jersey ligero y bolero muy corto para ella; traje de franela, pantalón y chaqueta, directamente sobre la piel para mí. Pero sostengo que su jersey está de más.
—Quítatelo, Thérèse. Hace mucho calor afuera.
—Pero no te das cuentas de que es imposible. Este bolero es ridículamente corto; andaría enseñando los pechos y estaría absolutamente indecente.
—Nadie va a vemos, debajo de nuestro emparrado.
—¿Y los jardineros?
—Les he dado fiesta todo el día; han ido a Evreux, o por ahí. ¡En las tres hectáreas de nuestro parque vamos a estar tan solos como Adán y Eva en el paraíso!
Me acusa de criminal premeditación; luego permite que le desnude el busto, sin mayores protestas. Parece incluso tan tranquila en la olímpica indiferencia de su semidesnudez, que no me atrevo a besarle los pechos, pese a la tentación, pero cuando vuelvo a ponerle el bolero, cerrándolo como puedo sobre sus pechos, me lanza un reproche:
—Malo. Ni siquiera me los has besado.
Encantado de pagar mi tributo y rendirles honores, me inclino hacia ella. Pero Thérèse se cruza de brazos tapándose el pecho y, con fingida indignación, protesta:
—¡No señor! Están muy enfadados. Se dejarán besar por todo el mundo, pero por usted no.
*
Como los días anteriores, hemos buscado refugio en la sombra fresca de un grupo de tilos; un tupido macizo de alheñas lo circunda, dejando, en ese jardín soleado, únicamente una estrecha y discreta franja abierta. El banco de madera empieza a resultamos familiar; un banco banal, de listones verdes, como se ven en todos los jardines; pero su perfil redondeado, trazado sin duda por algún sensual diseñador, se amolda blandamente a la forma del cuerpo. Sentada a mi derecha, Thérèse se quita el gran sombrero de paja, imitando el ademán de Cirano: «Con gracia lanzo mi sombrero…»; e imita, con voz de burla, el habla gangosa de los viejos actores. Pero se interrumpe, con la mirada perdida, soñadora unos instantes; y, con un suspiro, su cabeza cae sobre mi hombro.
—¿Estás triste?
—No, muy feliz. Sólo un poco cansada.
Por debajo del amplio escote del bolero, vislumbro el torneado de un pecho: línea pura realzada por un matiz sanguíneo. Me gustaría ser capaz de admirarlo serenamente; pero siento ya una punzada en los riñones; mi deseo, parásito indómito, se despierta y se despereza. Rodeo con un brazo los hombros de Thérèse y adelantando la otra mano hacia el hermoso pecho semidesnudo, lo rozo acariciándolo. Thérèse apoya su mano sobre la mía para inmovilizarla:
—Amor mío, deja la mano donde está, pero sin moverla. Sabes perfectamente que si me acaricias perderé enseguida el control. Quisiera descansar un poquito; la sombra es tan suave, después de la carretera al sol.
La obedezco, cerrando la mano sobre la esfera palpitante. Lo que me produce una nueva y delicada voluptuosidad, cuando constato la adaptación exacta de este pecho, algo pequeño, a la medida de mis dedos. ¡Con qué facilidad me dejaría convertir hoy a la tesis de las causas finales! El pezón de carne rosada, que no se pone duro con el placer, está como adormecido en la palma de mi mano.
Thérèse ha puesto una de sus manos encima de mi rodilla. La atraigo, muy ligeramente, hacia mí; comprendiendo al punto este impulso, la mano asciende por mi muslo, tropieza con mi sexo, tieso bajo la tela ligera, y se detiene encima de él. Este contacto, sin embargo, resulta demasiado discreto para podemos satisfacer, así que la mano se pone nuevamente en movimiento, buscando la abertura de la prenda de vestir.
—Ayúdame un poco, querido, soy tan torpe todavía.
Febrilmente, abro del todo la brecha; algo incómodo, no obstante, por el vello oscuro bruscamente puesto al descubierto y por la mirada de Thérèse posada sobre mí. Pero sonríe y se arremolina más aún en el hueco de mi hombro. Su mano juega a enredar los mechones rizados y a perderse en ellos; luego coge el pene candente, va tanteando, algo insegura todavía, encuentra la punta donde se confiesa mi deseo, se detiene en ella un instante. Enseguida vuelve a empezar, se desliza entre mis piernas, acaricia con un ligero roce los órganos cuya temerosa fragilidad comprende y, haciéndoles un nido juntando los dedos, se inmoviliza del todo.
El tupido follaje de los tilos aísla nuestro amor. Pero los gritos agudos de las golondrinas, que surcan el cielo, y el concierto desordenado de campanas expresan el azul infinito de ese domingo del mes de julio. Con los ojos cerrados, Thérèse parece haberse dormido en mi hombro. Pero un estremecimiento recorre sus dedos que me aprisionan; una caricia apenas perceptible, pero a la que la hipersensibilidad de mi carne responde en el acto. Sobre el pecho en el que está posada, mi mano se crispa un instante. Thérèse se inclina hacia mí y suspira.
—Te quiero, cariño. Te quiero intensamente. Me gustaría saberte explicar… ¡tantas cosas!
—¿Tanto cuesta decirlas?
—¡Sí, lamentablemente! Y sin embargo noto tan vivo dentro de mí todo ese amor que me angustia. Me desborda en el corazón; parece como si fuera a subírseme directo hasta los labios y escaparse en palabras ardientes. Pero los labios, sabes, cuando están enamorados, sólo conocen un lenguaje: el de los besos. Y cuando se les pide que se expresen con palabras, no saben traducir los sentimientos con exactitud.
Al cabo de un rato de silencio:
—Y además me daría miedo analizarme ante ti. Me encontrarías tan complicada.
—¿Dudas de mí, todavía? No está bien. ¿Crees acaso que te querría más si, en vez de ser tan complicada, como dices tú, te abandonaras a tu instinto sin reflexionar? Al revés, la adorable diversidad de todo tu ser me encanta infinitamente. Mi amor por ti, querida mía, mi amor, tan intensamente carnal, ha nacido de esta diversidad; sé compone de admiración por la claridad de tu inteligencia, por la limpidez de tu alma, casi tanto como de deseo por tu cuerpo. Y nuestras caricias más… más tiernamente atrevidas me parecen lícitas porque, pese a todo, amo en ti algo más que tu cuerpo.
Algo reticente, aparentemente al menos, pero coqueta y sobre todo traviesa, Thérèse hace un mohín. Protesta:
—Pero a mi cuerpo no hay que menospreciarlo, pese a todo; ni siquiera cuando se abandona con demasiado frenesí; ¡no hay que tener vergüenza de amarlo!
—¡Ah! ¡Sí, tengo aspecto de eso, en efecto! Pero ahora en serio, querida, esta veneración que experimento hacia tu ser intelectual y moral no ha de preocuparte. No hace que mi deseo se vuelva más temeroso, sino que por el contrario lo provoca, lo vuelve más exigente, más audaz; le permite ser más libre, porque disculpa su propio frenesí. Y también hará que sea más duradero.
Thérèse no responde. Pero su mano, acurrucada entre mis piernas, me envuelve con una caricia más insistente y más ligera a la vez; una caricia fluida que me electriza con una voluptuosidad intensa. De repente indiferente a nuestra discusión, Thérèse se concentra exclusivamente en los prolongados ecos de esa caricia a través de mi sensualidad. Acecha sus vibraciones, las vuelve a provocar una y otra vez, y deja por fin que se vayan extinguiendo lentamente. Entonces me sonríe, con la mirada algo nublada, al parecer haciendo un esfuerzo para reanudar el hilo de su pensamiento.
—¿De qué estábamos hablando?
—De nosotros, querida. De tu amor, que considerabas tan complicado.
—¡Ah, sí! Lo que me parece complicado, sabes, lo que me gustaría saberte explicar, es (¿cómo decirlo?) la multiplicidad de nuestro amor. Ha crecido demasiado deprisa, sin duda; contiene un poco de todo; pero ¡menudo desorden! Un auténtico cajón de sastre. Restos de misticismo religioso, entremezclados con una adoración pagana hacia ti; una admiración profunda por tu inteligencia, al mismo tiempo que una ternura disparatada hacia determinadas particularidades de tu cuerpo; una necesidad casi maternal de acunarte; y luego, de repente, un deseo ardiente de tus caricias. Todo eso, lo percibo con claridad; sobre todo cuando estoy pegada a ti, fascinada por la profundidad de tu mirada y perturbada por tu deseo, tan vibrante en mi mano. Pero sé decirlo muy mal y tengo miedo de que no comprendas lo mucho que te quiero.
—¿No estarás decepcionada, verdad?
—¿Decepcionada? ¿Decepcionada por qué, Dios mío?
—Por la espera que te he querido imponer. Más adelante, tal vez, dudarás de mi amor, de mi deseo por ti.
—¡Oh, cariño mío! Pero si lo he visto, si he tocado tu deseo, lo he sentido desfallecer por el exceso de nuestras caricias. ¿No comprendes que todavía te quiero más, por haberlo conocido todo de ti, antes de entregarme? ¿No comprendes mi agradecimiento (y mi orgullo también) por no haber tenido que entregarme a ciegas?
Sin embargo sus palabras me preocupan. Con aprensión, le pregunto:
—¿Crees que valdría más esperar un poco todavía?
—¡Oh, no! No puedo más. Sabes perfectamente que estoy impaciente por ser toda tuya, tuya del todo. Pero a cambio te deberé unos días de un sueño milagroso, que siempre iluminará nuestro amor. Un sueño que habría sido del todo imposible, lo sé perfectamente, con cualquier otro que no fueras tú.
Su mano, que me aprisionaba con tiernas precauciones, empieza otra vez a recorrer mi cuerpo; se apiada de la dura tensión de mi sexo y se altera con la húmeda confesión de mi deseo.
—Comprendo —me dice Thérèse— lo mucho que te ha costado; a qué prueba he sometido tu ternura, tu delicadeza infinita. Pero lo que más admiro en ti, por encima de todo, es precisamente ese contraste entre tu deseo, terriblemente imperioso, y tu indulgencia por mis temores de muchachita. Te quiero a la vez por tu violencia del primer día que tanto me asustó, y por tu paciencia, desde entonces.
Con la corola de sus dedos cerrados, presiona amorosamente la punta viva del pene, y concluye:
—Te adoro; te adoro porque eres… como él, a la vez muy fuerte y muy suave.
Sus palabras se pierden en un hilito de voz; parece dudar, harta de todo lo que las palabras no saben expresar. Pero sus dedos se vuelven más acariciadores, más curiosos de los detalles de mi carne, más hábiles para provocar las vibraciones de mi voluptuosidad. Y debajo de mi mano que lo aprieta, siento que el pecho de Thérèse se hincha, con la punta erecta.
Me incorporo, con las sienes doloridas por un pesado martilleo ensordecedor:
—¡Mi mujer amada, ven!