XII

XII

Me cuesta despertar, inmerso todavía en un pesado sueño. Debe de ser ya muy tarde, considerando la indiscreta insistencia de la luz en mis párpados; pero con los ojos cerrados, me dejo mecer por el ruido monótono de un chubasco que tamborilea en las hojas de los castaños. Mis pensamientos todavía están deshilachados, dispersos, semejantes a esas nubes que se estiran muy arriba, en el cielo de la mañana, y la imagen de Thérèse se reduce aún a una vaga reminiscencia de un acontecimiento feliz, con el que el destino me habría recompensado muy recientemente.

Sensación de frío: la manta ha debido de resbalar hasta el suelo. Con gesto maquinal, trato de subirla para taparme, pero una mano me detiene y me despierta del todo. Envuelta en su albornoz, Thérèse está estirada, atravesada en la cama cara abajo, con el rostro a la altura de mis caderas; contempla mi cuerpo. Y sin duda ha debido de desnudarme intencionadamente ella misma, pues la sábana sólo está levantada parcialmente y me destapa con exacta indecencia. Thérèse, sin embargo, parece desaprobar mi despertar; lo considera prematuro, y ante mi empeño, suplica:

—Anda, cariño. Haz ver que sigues durmiendo todavía, para complacerme.

Quisiera obedecerla, quisiera que mi deseo tardara en despertar; sin temor a confesar, a una mujer amante, la frágil humildad del pene adormecido. Pero ya me perturba el roce inmaterial de esa mirada, que ronda mi carne y sigue amorosamente sus detalles. Indócil a mi voluntad, mi sexo se estira bajo los ojos que lo espían, tiernamente divertidos; y sus pulsaciones, primero vacilantes, no tardan en acelerarse. Levantamiento brusco, que provoca la risa de Thérèse. Ha retrocedido un poco, algo asustada, apoyando la cabeza encima de mi pecho; sólo veo su caballera medio despeinada; pero adivino su mirada siempre clavada en mi sexo. Enseguida vuelve a acercarse a él; su mejilla, al deslizarse por mi cuerpo, roza ya mi vientre con una lenta caricia. Y me estremezco de repente al notar el contacto, inexpresablemente suave, de una cálida caricia que envuelve la extrema desnudez de mi carne.

Voluptuosidad intensa, pero demasiado breve, ya que un sobresalto involuntario me ha separado de ella. Aun así, no me atrevo a provocar su renovación; y buscando una diversión, levanto el albornoz de Thérèse y descubro el torneado grácil de sus piernas y el adorable perfil de sus nalgas. No ha esbozado ningún gesto de rechazo; tampoco reacciona cuando mi mano se aventura entre sus piernas y alcanza el punto más secreto de su carne. Pero entonces, como una respuesta a mi provocación, la cálida caricia ya experimentada anteriormente envuelve nuevamente mi propia carne.

Cuando, por debajo de la hipertensión de mi sexo, noto la imperiosa llamada del espasmo cercano, de inmediato comprendo lúcidamente el peligro de una profanación imperdonable que nada podría disculpar. Entonces, con gesto brusco, me desprendo de la ternura excesivamente voluptuosa de mi mujer. Y luego me derrumbo sobre ella, con el rostro hundido en la encrucijada oscura de sus nalgas y de su carne.

¿Ha comprendido el motivo de mi ansiedad? ¡Qué más da! Dentro de unos días, todos los pensamientos estarán claros entre nosotros. Entre tanto no quiero dejarla temerosa de haber provocado ella misma mi huida, debido a alguna torpeza que me haya resultado dolorosa. Y para calmar su desasosiego, juego, con la punta de la lengua, a rebuscar en todos los recovecos de su carne, próximos a mi boca. Este juego, del que se defiende cerrando las piernas, nos distrae del paroxismo de nuestro deseo; muy pronto, Thérèse rompe a reír, a causa de las cosquillas de mis incursiones y divertida por la resistencia que consigue oponerles. Finjo hartarme del juego: mis músculos se relajan; y antes de que haya tenido tiempo de recuperarse, separando las dos redondeces de sus nalgas con mis manos, recorro todo el estrecho valle con un buen lengüetazo indiscreto. Se gira con presteza, algo enojada a pesar de todo, y me echa; pero no tarda en volver, risueña y amenazándome con el índice:

You are the limit! Y empiece por esconderse debajo de la sábana. ¡Es usted un ser absolutamente impresentable!

—¿Por culpa de quién? ¡Yo estaba durmiendo tan tranquilo, esta mañana…!

Nos peleamos unos instantes, tratando cada cual de absolverse de cualquier responsabilidad. Thérèse me trata de Barbazul, que se come a las mujeres; yo condeno su glotonería de ogro, que espía el despertar de los niños. Para poner término a la pelea, nos refugiamos en nuestros respectivos cuartos de baño.

El aguacero de la mañana apenas ha refrescado el ambiente; de tácito acuerdo, consideramos que, como atuendo, la bata es más que suficiente.

Como habíamos enviado al jardinero a buscar víveres, encontramos provisiones en el «tomo» de la cocina y almorzamos risueños. Después, pasamos la mayor parte de la tarde en un diván en el salón, Thérèse leyéndome unos versos al azar de una antología. Y yo la escucho, estirado a su lado, con la cabeza en su regazo; pero, haciendo oídos sordos a sus protestas, le entreabro la bata y apoyo mi mejilla contra la delicada blancura de su vientre. Vuelve a protestar, pero con tan escasa convicción como antes, cuando durante la cena la siento en mis rodillas; abriéndome la bata y subiéndole la suya, he querido que sus nalgas descansen directamente sobre mis muslos. Respeto sin embargo la condición de aparente decencia que, no sabiendo a qué más recurrir, se ha empeñado en imponer; castamente vuelvo a cerrar su bata sobre nuestra doble desnudez. Y durante toda la cena fingimos ignorar la insistente hinchazón de mi deseo, bajo el suave peso de sus nalgas desnudas.

Delante de la puerta de lo que fue «su» habitación, no le vuelvo a proponer, como ayer aún, que nos separemos. A Thérèse no obstante le gustaría que fuéramos «muy buenos». El balance del día parece en efecto honroso, nuestros escarceos de la mañana se han prolongado más allá del mediodía, y el resto del día sólo ha sido de una castidad muy relativa. Pero a la que apagamos la luz, nuestros cuerpos siguen buscándose, ávidos de ternura. En la complicidad de la noche, en la enloquecida maraña de nuestros cuerpos, vamos alternando las caricias de nuestras manos, de nuestras bocas, de nuestras carnes.

La oscuridad total, que ampara su pudor, desencadena en Thérèse un delirio de imaginación erótica; presiento en ella la amante desbordante de inventiva que, todavía, al cabo de muchos años de matrimonio, seguirá sabiendo renovar y diversificar nuestro goce. Me dejo llevar por su fantasía: una fantasía a veces ingenua, casi nunca torpe, de una intuición sensual exacta las más de las veces. Pero rehuyo cualquier contacto, algo prolongado, de mi carne contra su carne. La propia insistencia de Thérèse para provocar estos contactos, y retenerme en ellos, me pone en guardia contra su necesaria evolución. Fatalmente, y de común acuerdo, desembocarían en una posesión total. Y eso es algo que todavía me parece un poco prematuro.

¿Por qué? Me costaría decirlo. ¿Será el deseo de prolongar el hechizo perturbador de esta virginidad? ¿Nostalgia de las horas de iniciación, cuyo término sellará el acto de posesión? ¿Vacilación a la hora de hacer sufrir una carne ya demasiado querida? Tal vez. Pero más que nada temor de echar a perder, con un gesto brutal, una fecha memorable de nuestra historia carnal. Es en efecto el primerísimo día en el que nuestros cuerpos, tras haber concluido su descubrimiento recíproco, habrán podido por fin abandonarse, sin cortapisas, a la orgía de las caricias totales. Y quisiera que el recuerdo de ese día permaneciera impregnado exclusivamente de voluptuosa ternura, sin la nota discordante de una violencia, incluso aceptada.

Buenas o malas, Thérèse acepta mis razones. Sabemos por lo demás, el instinto no engaña, que esta noche significa la última posibilidad de nuestra espera; mañana, nuestro doble deseo unirá nuestros cuerpos, incluso a pesar nuestro. Más confiados por la certidumbre misma de esta abdicación inminente, nos atrevemos a emprender una imprudencia suprema: con las piernas separadas, Thérèse me ofrece, en la noche, la desnudez esplendorosa de su carne; y yo la rozo con la punta húmeda de mi sexo, extremando mi voluntad contra la tentación de penetrarla violentamente. Primero muy lenta, mi caricia no tarda en volverse más insistente, más rápida; y luego sube hasta el desvarío de la voluptuosidad suprema, que me hace vibrar con un estremecimiento que me recorre de la cabeza a los pies. A Thérèse se le escapa un grito:

—¡Tómame!

Pero ya, sobre su vientre jadeante, he sacrificado mi voluptuosidad. Thérèse coloca allí su mano, ávida de conservar esa prenda efímera de mi deseo; y enseguida caemos rendidos de sueño, con las piernas todavía entrelazadas.