XI
Acompaño a Thérèse hasta el umbral de su habitación y me despido de ella.
Se rebela:
—¡Ni hablar!
—¿Cómo? ¿No quieres darme las buenas noches?
—Te daré las buenas noches en mi cama.
Precisa:
—En nuestra cama. ¿Por qué quieres abandonarme otra vez?
—Pero si lo hago por ti, querida mía, para no ser indiscreto.
El argumento no me parece de mucho peso, ¡pero tengo tan pocas ganas de tener razón!
—Ayer y anteayer también lo hice así…
—E hiciste bien, amor mío. Te habría querido menos si te hubieras impuesto desde la primera noche. Habría estado resentida (un poco) contigo si hubieras sido un marido brutal, demasiado seguro de sus derechos e incapaz de captar determinados matices. Pero esta noche, querido mío, lo pasaré mal si tengo que quedarme sola.
—¿Tan mal lo pasarías?
—Sí, sí. Tu niñita se pasaría toda la noche llorando. Y, al despuntar el alba, sería ella la que vendría hacia ti y se deslizaría en tu cama.
—¿Y si la echase?
—¡Estaría tan temblorosa de frío y de humillación! No podrías evitar estrecharla entre tus brazos. Y como tendrías muchos remordimientos, antes de que el gallo cantara tres veces, habrías olvidado todas tus hermosas resoluciones.
—¡Pues qué bien! ¡Ya sé a qué atenerme!
Y me echa los brazos al cuello:
—¡Ven, querido mío! Si nuestra locura te da miedo, pondremos una espada entre nosotros; ya sabes, como Tristán e Isolda, en el bosque de Morois. Ven, te contaré la hermosa historia que he leído tantas y tantas veces.
Hace que me siente en el borde de la cama amplia y baja. Y de pie, delante de mí, me recita esta prosa de Bédier, que contiene más poesía que muchos poemas: «Bajo el techo de verdes ramas, y sobre el suelo de hierbas frescas, Isolda se acuesta la primera. Tristán se tumba a su lado e interpone la espada entre sus dos cuerpos…». Thérèse me relata, sin que le falle la memoria, la visita del anciano rey, el despertar y la huida de los amantes. Luego calla, con las manos extendidas hacia mí, como a la espera de su recompensa. De su cabellera deshecha caen dos largas trenzas de oro que enmarcan su rostro. Y me quedo extasiado ante ese personaje medieval y tan puro, que espera mi deseo.
Con precauciones infinitas la desnudo, reprimiendo la febrilidad creciente de mis manos. Siempre inmóvil, con los ojos casi cerrados, mi rubia Isolda poco a poco se transmuta en una diosa pagana. Y su cuerpo blanco no tarda en surgir de entre sus ropas que yacen desparramadas a su alrededor, como en su concha, la Venus de Botticelli. Cuando está enteramente desnuda, rodeo su cintura con mis brazos, apretando apasionadamente sus nalgas con las manos; y me demoro besando el triángulo sedoso que me ofrece su desnudez. Luego, la estiro encima de la cama y ella se entrega, anhelante, a mis caricias.
Cien veces ya mis labios han recorrido su cuerpo, mis manos lo han tocado y‘acariciado, por delante y por detrás, una y otra vez. Pero no consigo hastiarme de tanta belleza. Numerosos detalles, apenas vislumbrados anteriormente, me embriagan con su perfección; la blancura inmaculada de su liso vientre, la esbelta plenitud de sus caderas, el limpio torneado de sus muslos, la elegante longitud de sus piernas. A estos detalles va dirigido en primer lugar todo el ardor de mis labios y de mi lengua. Pero también se demoran en las carnosas redondeces y en las sombras cálidas de sus nalgas, que sólo mis manos habían recorrido hasta el momento. Y juego a hacer cosquillas con la lengua a los dos admirables hoyuelos que rematan su perfil, como dos flechas indiscretas que una mano traviesa habría dibujado en ese lugar, para precisar el camino hacia las voluptuosidades más secretas. Y luego, una vez más, giro ese hermoso cuerpo, que se dobla voluptuosamente entre mis brazos, y recorro con los labios los muslos esbeltos, el vientre liso. Entretanto los senos de Thérèse, con sus diminutos pezones rosados y duros, me lanzan una llamada silenciosa pero provocadora, como si me reprocharan haberlos abandonado. Respondo a su llamada. Y la repetición de las múltiples caricias que les había enseñado la víspera a duras penas basta para hacerles olvidar la impaciencia de una espera demasiado larga.
Thérèse vibra con ardor, pero con una sinceridad absoluta, incapaz de fingir una sensación no experimentada. Aquella caricia, que creía de una voluptuosidad irresistible, no despierta ningún eco; tal otra en cambio, que me ha sido inspirada por un reflejo casi inconsciente hace que le recorra un estremecimiento duradero. Hay momentos en que todo su cuerpo ágil se retuerce en la cama como poseído por el deseo imposible de ofrecerse total y simultáneamente a la presión de mis manos y de mis labios. No obstante, si mis dedos o mi lengua, siguiendo una trayectoria descendente por su vientre, tratan de penetrar por sorpresa hasta la sombra más íntima de su sexo, se zafa cerrando bruscamente las piernas. Sin duda ha tenido miedo de que un espasmo de deseo, análogo al de la noche anterior, no le arranque un impulso irresistible hacia mi cuerpo, hacia ese cuerpo que sin embargo quisiera conocer, antes del don supremo de su carne.
Adivinándole el pensamiento, resisto las ganas de separarle las piernas y de aplastarle el sexo con los labios. Y reanudo mis incursiones hacia otras regiones de su cuerpo. Pero no tardo en volver una vez más, más sediento aún, hacia la voluptuosa humedad prohibida; una vez más, mi boca se posa sobre el rubio vello que la atrae; y una vez más, las piernas de Thérèse vuelven a cerrarse, impidiéndome seguir adelante. Poco a poco, sin embargo, noto que se debilita su resistencia; y, de repente, con un gran estremecimiento, Thérèse reconoce su derrota. Sus piernas se entornan lentamente, todavía vacilantes pero dóciles a la presión de mis caricias; y luego se abren de golpe, ofreciendo a mis labios ávidos la roja desnudez de su carne.
Indiferente al pudor de Thérèse, que una resistencia demasiado dilatada ha dejado agotada, hago que se deslice su cuerpo hasta el borde del lecho, al alcance más inmediato de mi boca. Entonces, en una vorágine vertiginosa de tierno delirio, amaso amorosamente esa carne todavía virgen; y las succiones prolongadas de mis labios se alternan con las travesuras múltiples de mi lengua. O la envuelvo en una prolongada caricia con toda la boca que, empezando en los hoyuelos de las nalgas y rozando todo el sexo, culmina encima de su vientre.
Me detengo al fin, con los riñones destrozados por la irritante tensión de mi deseo; y Thérèse se estira, como saliendo de un sueño. Pero más consciente de golpe, oculta con presteza su sexo con la mano y me rechaza suavemente:
—Estamos locos.
Está sentada en el borde de la cama, con la mano frioleramente apretujada entre las piernas cerradas; y recogiendo una de sus prendas, que yacía esparcida encima de la alfombra, trata de tapar su desnudez. Cosa que realiza con extremada dificultad. Aturdida todavía por la prolongada voluptuosidad, Thérèse resulta de una conmovedora y divertida torpeza; e indóciles a sus esfuerzos, ora reaparece un seno, ora la mata rubia del vello de su sexo. Pero me apiado de ella y del despertar de su pudor; levantándola entre mis brazos, la acuesto en el lecho y la tapo con la sábana.
Un despertador de viaje marca su tictac apresurado sobre la mesita de noche. Ya es la una de la madrugada. Sería hora de interrumpir nuestros escarceos.
He querido, por lo menos, otorgamos a ambos unos instantes de tregua. Pero involuntariamente me he quedado adormecido en la bañera. Desde la habitación contigua, mi mujer llama:
—¡Te olvidas de mí, malo, más que malo!
Me pongo a la carrera un batín y voy a su encuentro.
Ha apagado todas las luces. Desde el canapé, cerca de la ventana abierta, una voz de chiquilla me dirige:
—Cucú, cariño, por aquí.
La noche no es tan luminosa como la del día anterior; carece de esa fosforescencia con la que se aureolaba el cuerpo femenino, en tensión hacia el despertar de su carne. Y es que las estrellas, avasalladas por pesados nubarrones, han ido quedando aplastadas una por una. No obstante, su alma luminosa sigue exhalándose en una claridad difusa; y de la bata oscura que Thérèse se ha puesto destaca la blancura de su escote. Pongo allí mi mano; un ademán más de ternura que de codicia, puesto que mi deseo está adormecido. Pero Thérèse me detiene al punto.
—No, cariño mío, más esta noche, no. ¿Sabes en qué estado me has puesto? Y además…
—Estréchate contra mí, ven, quédate bien apretadla, amor mío.
Sentada a mi derecha, apoya la cabeza en mi hombro, con un gesto que ya le resulta familiar y que a mí me gusta. Su mano, rozando mi pecho, busca la abertura de la ropa y Thérèse se estremece ligeramente cuando su mano toca mi piel; luego se queda perfectamente inmóvil. No hay más movimiento a nuestro alrededor que el deslizamiento lejano de las nubes que pasan. Thérèse no va a tardar en quedarse dormida; me apiado de su agotamiento y dentro de un rato, como a una niña, la llevaré a la cama, cuidando de no asustarla.
Pero la mano que descansaba encima de mí se despierta y me palpa. Luego, con una progresión lenta y muy suave, baja recorriendo mi cuerpo. Grandes oleadas de voluptuosidad nacen a su contacto, que se prolongan hasta mis riñones; y mi sexo a su vez se despierta, con rápidas pulsaciones. A pesar mío, contengo el aliento; y diríase que de nosotros dos sólo esa mano y ese sexo están vivos, en la doble espera que les hace estremecer. Bajo la tela ligera de mi batín, la mano sigue avanzando; está descendiendo ahora por mi vientre; parece extrañarse por ese vello mío parecido al suyo, aunque más áspero, y tantea, más fervorosamente, presintiendo la proximidad del sexo. Pero cuando tropieza con él, de repente, duda un instante sorprendida por su candente dureza. Luego lo palpa, insegura, algo temerosa, sube hasta la punta, donde gotea mi deseo; y, cerrándose sobre la suavidad de la presa, se inmoviliza. Con una voz grave, lejana pero infinitamente tierna, Thérèse me susurra junto al oído palabras de ardiente amor. Y en un extraño complejo relativista, el tiempo que va pasando y la rápida huida de las nubes se confunden; seríamos incapaces de decir si se trata de cuartos de hora o de la eternidad.
Thérèse, sin embargo, es sensible a las sordas pulsaciones de mi deseo. Y como para sosegarlas, con un gesto de ternura instintiva, su mano se vuelve acariciadora, poco hábil todavía, pero muy suave. Luego reemprende su itinerario, curiosa por conocerme mejor. Vagabundea un instante por el oleaje rizado que rodea mi sexo, progresa entre mis piernas, pero se detiene en el acto al encontrarse inesperadamente con los testimonios de mi virilidad. Thérèse me pregunta con voz queda; comprende con palabras veladas la delicada fisiología de esos órganos, que tan insólitamente contrastan con la orgullosa rigidez del sexo. Entonces, los roza apenas con una prolongada caricia envolvente, como si tuviera que hacerse perdonar alguna torpeza de la que habría sido responsable su ignorancia.
Y otra vez su mano se vuelve vagabunda, menos tímida, impaciente por recorrer en todos los sentidos el reino vivo que acaba de conquistar. Ya sabe ahora volver a encontrar aquel rinconcito de carne cuya suavidad le resultó particularmente agradable; y también recordar los itinerarios jalonados por los estremecimientos más acusados de mi voluptuosidad. Pero su vaivén, a la vez más rápido y más suave, está demasiado coartado por las ropas que todavía lo tapan; entonces me las quito del todo y me abandono al fin a la voluptuosidad de estar desnudo delante de la mujer a la que quiero.
Acostumbrados a la penumbra, sus ojos adivinan cada detalle de mi cuerpo y siguen los estremecimientos del sexo sediento de ternura. Ha dejado de acariciarme, pero me contempla con avidez y la oigo murmurar repetidamente: «¡Mi hermoso cuerpo! ¡Mi hermoso cuerpo amado!».
Después se incorpora, se despoja a su vez de todas sus ropas y se acurruca a mis pies, amparando amorosamente su desnudez entre mis piernas separadas. Su mirada sigue clavada en mi sexo, que está muy cerca de ella; y le sonríe, le dice palabras de ternura: «Todavía me das un poco de miedo, pero te adoraré».
Por fin, sus labios avanzan hacia mí; mi deseo se crispa a la espera de una caricia que no tengo la fuerza de rechazar. Pero en el último momento, con mano temerosa, aparta el pene y hunde su boca en el hueco velludo de la ingle. Neófita todavía tímida ante el ídolo que no se atreve a acariciar con los labios, pero del que algún día será la sacerdotisa ardiente.
Una ráfaga de viento, que anuncia tormenta, provoca que golpee el postigo; Thérèse tiene un escalofrío.
—Enderézate, querida mía, vas a coger frío. Falta poco para que despunte el día, y es imprescindible que descanses.
En el horizonte, va surgiendo un pálido resplandor; el alba que, desde la guerra, nunca puedo contemplar sin tristeza, recordando las angustias de las madrugadas de ataque. Un poco avergonzados, de pronto, por nuestra desnudez, corremos a la cama donde frioleramente nos apretujamos uno contra el otro.
Thérèse está de lado, toda encogida, dándome la espalda; la envuelvo estrechamente con el pecho, con el vientre, con los muslos pegados a ella.
Y mi deseo insatisfecho ha encontrado un refugio, un refugio cálido y peligroso, entre sus piernas. Thérèse percibe otra vez sus pulsaciones. Su mano lo aprieta en el hueco más secreto de su carne, con un gesto que, en un principio, ella pretendía compasivo y sosegador. Pero tanta suavidad la sorprende, en ese contacto de mi carne contra su carne. Entonces, acentúa su presión, la repite, la acelera, sin sospechar que está exasperando mi voluptuosidad hasta el paroxismo…
Cierro con la mía su mano, su mano que ahora se niega a abrir, celosa guardiana de la ofrenda abundante y cálida que le ha derramado mi amor.