I
—Otra víctima de la brutalidad machista —concluye sentenciosamente mi tío.
Y echándole otra ojeada a las fotos:
—¡Es una lástima, con lo guapa que es! Y dime, de cuerpo, ¿está igual de bien?
—Una Diana personificada. Ni le sobra, ni le falta. Y muy ágil, además.
—¡Qué suerte tienes! ¿Decías que la boda será el…?
—El veinte de julio.
—¿El miércoles que viene? ¿Y cuánto hace que estáis prometidos?
—Oficialmente, desde el jueves pasado; el día de mi regreso de Shanghai.
—¡No me digas! ¿Y tendrás ese vergonzoso valor? ¿Violarás a una muchacha que no hace ni quince días que te conoce?
—Para empezar, no se trata de violarla.
—Porque será legal. ¡Vaya diferencia!
—Y luego, porque hace más de dos años que nos conocemos.
—¡Pero si estabas en China! ¿Desde allá la iniciabas en el amor? ¡Ya, claro, mediante dibujitos! Claro, ¿por qué no?, dibujos animados.
—Por favor, os lo ruego, tío.
—De acuerdo, te pido perdón, muchacho. Vamos, explícame esa preciosa historia… Supongo que fue algo breve: un metro de película y ya era tuya… ¿Decías que os conocisteis…?
—Hace dos años. Algo más incluso. Era a principios de junio. Los Rolland me habían invitado a pasar unos días en su casa de campo y allí coincidí con Thérèse; ya sabéis, su nieta. Había mucha gente, pero todos adultos; y como Thérèse y yo éramos los únicos jóvenes…
—¡Estás jactándote de tu hazaña!
—¡En modo alguno! Yo sólo tenía treinta y tres años; y ella dieciocho y no parecía que me tomara por un viejo.
—Entonces ¿el gran amor?
—¡De ninguna manera, en absoluto! Jugamos mucho al tenis, paseamos mucho juntos, sobre todo hablamos mucho los dos, pero ni asomo de aventura. Además, Madame Rolland no nos quitaba el ojo de encima.
—¡Pobre muchacho!
—Se mantenía algo alejada, nos dejaba charlar con toda libertad; pero igualmente podría haberlo oído todo sin el menor reparo. Había, entre Thérèse y yo, una buena camaradería; conversaciones cordiales y francas, a menudo sobre temas elevados. Pues es muy inteligente y muy culta.
—¿La típica muchachita que aprueba el bachillerato?
—Pero que ha seguido profundizando: licenciada en letras y en historia. Y, sobre todo, que ha leído mucho y lo ha asimilado perfectamente.
—¡Fatal, todo eso es fatal!
—¿Por qué?
—¿Con un cuerpo torneado como ése —señala las fotos con el índice— y a la chica le gustan los estudios? Se trata manifiestamente de un complejo sexual reprimido, como diría Freud. ¡Y menudo complejo! ¡De tomo y lomo!
—¡La perspectiva no me parece tan desagradable!
—Por supuesto, siempre y cuando el hombre sea hábil. Pero haría falta un auténtico artista del amor, y no un turista apresurado como tú. Y es que el peligro con esas jovencitas, muchacho, consiste en que son muy sensuales y a la vez bastante esquivas. Por descontado, capaces de arder como antorchas y durante toda la vida, a poco que uno sepa encenderlas. Pero vacilantes en un principio, como la llama que todavía titubea; y esa llama corre el peligro de apagarse, desde el primer día, si se la manipula sin el debido cuidado. Pero bueno, ya te lo explicaré luego, continúa tu historia.
—Así pasamos tres semanas; tres semanas de deliciosa intimidad, intelectual y moral. En ellas pude apreciar las cualidades de Thérèse hasta la saciedad: una jovencita de verdad, afectuosa, espontánea, pero reservada y muy sensata. La víspera de mi partida, le confesé mi amor…
—¡Claro de luna, violines en sordina, besos…!
—Nada de eso. Le dije a Thérèse que la quería y le pedí que fuera mi mujer. Se puso pálida, me declaró que le resultaba profundamente simpático; pero acabó diciendo que ambos necesitábamos madurarlo. Yo esperaba un beso que, por lo menos, la habría comprometido en cierta medida; se negó. Muy amigablemente, por cierto, con mucha sencillez, explicándome que no estaba aún suficientemente segura de su decisión futura.
—¡Hum! Algo frío, ¿no te parece?
—Simplifico. En su voz sonaban esos matices cálidos y profundos que apenas dejan lugar para la duda; y a la mañana siguiente, tenía una respuesta definitiva. Mientras hacía el equipaje, temprano, llaman a la puerta. Dar el paso debió de costarle lo suyo; parece sin aliento y al principio habla a tal velocidad que a duras penas la comprendo. Me suplica que no esté dolido por su respuesta de la víspera, que no la considere como una negativa; pero le da miedo, me explica, tomar una decisión apresurada, demasiado influida por el pesar que le produce mi partida. Al hablar de esa partida tan cercana, no puede reprimir un puchero, como una criatura que contiene el llanto; y de repente, se desmorona sobre mi hombro llorando.
—¡Y con un beso ardiente enjugas sus lágrimas!
—Eso es lo que debería haber hecho, ¿no? Sin embargo, había venido tan confiada, parecía de repente tan desamparada, que no me atreví.
—¡Bravo!
—Os parezco idiota, ¿no? Podéis estar seguro de que si llega a tratarse de una mujer o de una medio virgen… Pero se trataba de una chiquilla.
—¿Por qué disculparte? ¿Me tomas por un animal?
—Al cabo de dos días, me embarcaba para Shanghai. Dos años de exilio que, esta vez, me han pesado. Pero habíamos decidido que nos escribiríamos con cada barco correo.
—¿Y el can Cerbero?
—¿La abuela? Thérèse se ocupó de ella. Y además, cuatro meses después de mi marcha, ya éramos novios oficiosamente.
—¿Por poderes? ¡Beso de compromiso por cablegrama!
—En lo que a eso se refiere, por supuesto que no ha quedado más remedio que esperar hasta el jueves pasado.
—Pero en esos ocho días, me figuro que has recuperado el tiempo perdido.
Me encojo de hombros, irritado por esa inquisición y bastante incómodo de tener que responderla, ya que Thérèse y yo hemos estado muy vigilados y siempre tenemos que andar besándonos a hurtadillas, con demasiadas prisas. Mi tío, por lo demás, ya ha comprendido:
—Vaya con la abuela Rolland, en realidad es demasiado tonta. Todo esto es espantoso, qué digo, peor aún, es un crimen: quince días de noviazgo y ¡cataclac! ¡Vas directo a la catástrofe, muchacho!
—¿Cómo que catástrofe? Exageráis, tío. No soy el primero al que le sucede algo así.
—No me vengas con la puñeta de lo que les pasa a los demás. Te conozco; tú te tomas el matrimonio en serio, a ti te gustaría que tu mujer fuera también tu amante de verdad. Y en eso tienes toda la razón, dicho sea de paso; un marido y una mujer que se quieren con amor carnal, totalmente, sin reticencias ni falsos pudores, todavía no se ha inventado algo mejor. Pero lo vas a echar todo a perder.
—¿Qué queríais que hiciera? Vuelvo a partir para China dentro de seis semanas. ¿Acaso tenía que esperar hasta la víspera del viaje?
—¡Ah, no, de ningún modo! ¡Todo menos eso! Las literas demasiados estrechas, el mareo, la gente fisgoneando. Desastroso para un viaje de bodas; quiero decir para un viaje de bodas de verdad, entre un señor y una señora capaces de comprender la importancia de lo que están haciendo. Ten, toma un cigarrillo y déjame que te exponga mis ideas; tú luego haces lo que quieras; pero yo me quedaré con la conciencia más tranquila.
Clava un instante la mirada en su pipa apagada, como si buscara en ella sus ideas. Luego la vacía metódicamente, dando golpecitos regulares contra el canto del cenicero:
—¿Tienes tiempo para escucharme?
—Sí, sí. Como podéis imaginar, el asunto me interesa.
—Perfecto. Pero tratemos primero de delimitar el problema. ¿De qué se trata? De fabricar amor conyugal. Nada de sucedáneos surgidos de intereses financieros o de conveniencias sociales. Lo que buscamos es la unión total, intelectual y carnal, entre dos seres que hacen el amor y… les importa un rábano lo demás. ¿Estás de acuerdo?
—De acuerdo.
—Para fabricar eso, necesitamos evidentemente materias primas de buena calidad: una mujer capaz de estremecerse y un hombre al que le guste el amor.
—Si le gusta demasiado, no se dará por satisfecho con las alegrías del matrimonio.
—¡Error, jovencito, error! Un hombre que va haciendo de Don Juan, sin conseguir un objetivo fijo, no es un amante de verdad. Suele ser un neurópata… Y si tanto le excitan las novedades, es por necesidad de poner parches a un erotismo reventado, que se deshincha periódicamente.
—También puede ser por eclecticismo.
—¿Eclecticismo? El de los conserjes de los hoteles que chapurrean varias lenguas sin haber tenido tiempo de profundizar en ninguna. ¿Te has fijado en que los escritores más profundos (un Mauriac, por ejemplo) son personas apegadas al terruño, fieles a un mismo paisaje? Los verdaderos temperamentos enamorados también se calibran por su fidelidad. En vez de ir repitiendo, con mujercitas fáciles, las mismas experiencitas, prefieren la gran aventura de un amor total.
—Siempre y cuando encuentren, en el matrimonio, una pareja digna de la aventura.
—Por supuesto. Empecemos por la cuestión de elección inicial. No voy a insistir sobre el particular, puesto que pareces haber resuelto harto satisfactoriamente este problema. Reconozco, no obstante, que es delicado y de solución azarosa. Pero sobre todo me parece mal planteado, porque habitualmente se finge ignorar el aspecto sexual del asunto. Andamos enredados en una constante hipocresía. Y cuando se descubra que las cartas están mal barajadas, que la pareja finalmente está mal emparejada, no se destapará la ficción; se dirá: incompatibilidad de caracteres; cuando se trata, a todas luces, de una incompatibilidad de sexos. El matrimonio sólo saldrá bien si está correctamente armonizado sexualmente. Todo lo demás, fíjate, es secundario; por lo menos para aquellos que pretenden conseguir esa obra maestra erótica: el amor conyugal al ciento por ciento.
—¿Es decir?
—Es decir el matrimonio con dosis masivas de amor carnal. Uno de esos cócteles con mucho cuerpo: una base común de aspiraciones intelectuales y morales, un atisbo de prejuicios sociales compartidos, todo ello generosamente regado de sensualidad, con una brizna de locura.
—Un poco más, ¡y casi suprimís del todo la base intelectual y moral!
—¡De ningún modo! Es esencial, al contrario: el giroscopio imprescindible para la estabilidad de las parejas. Pero cuando llega la hora de los vientos del deseo, me gustaría que el marido y la mujer fueran capaces de olvidarlo todo para no atender más que a su pasión; capaces de someterse a las más disparatadas sugerencias de sus sentidos, capaces de eliminar cualquier reticencia, cualquier pudor, con el afán único de diversificar y renovar su placer.
—Pero entonces, ¿qué diferencias hay entre la esposa legítima y la profesional del amor?
—¿Qué diferencias? Pues todas las que puedan haber entre la pasión y la venalidad, entre las inspiraciones del deseo y los gestos aprendidos, entre la ternura verdadera y la vulgaridad. Todo lo que media entre un cuerpo que sólo ha sido tuyo y un cuerpo que otros han mancillado; que tal vez hayan contaminado. Me encanta sumergirme en un lago de alta montaña: no lo hago sin repugnancia en una piscina pública.
—¡Vaya comparaciones!
—Literalmente exactas. Entre dos cónyuges jóvenes, enamorados uno del otro, evoco sin repugnancia una intimidad de labios y carne que me provocaría náuseas con una profesional del amor.
—Pero hay caricias que un marido no puede aceptar de su mujer.
—¿Por qué no, si por parte de ella se trata de un gesto de ternura espontánea; y si él, a su vez, tampoco tiene infidelidades conyugales ni antiguas taras que reprocharse? Esta última condición es, naturalmente, imprescindible. Salvo que estemos hablando de un granuja sin perdón de Dios. Por cierto, ¿tus estancias en Oriente…?
—Nada de nada. He vivido como un monje, un monje auténtico, de estricta observancia. Y en Francia, no tuve más que dos aventuras, muy sentimentales, por lo demás. Jamás he tocado a una prostituta. Por ese lado, estoy seguro de mí.
—Entonces, muchacho, en lo que a ternura conyugal se refiere, puedes permitírtelo y aceptarlo todo.
—Aun así os objetarán ese mínimo de deferencia que un marido le debe a su mujer y que le prohíbe determinadas familiaridades.
—¡Ah, sí!, la gran objeción de los confesores: la dignidad en el amor conyugal. ¡Qué siniestra hipocresía! ¿A santo de qué los moralistas cristianos, tan elocuentes defensores de la fidelidad en el matrimonio, han de convertirse en su propio enterrador? Eso es justamente lo que hacen cuando pretenden limitar los derechos del amor conyugal y restringirlo a la brevedad de un acto utilitario. Les gustaría que el tálamo nupcial fueran tan frío como una mesa de operaciones; y eso aun sabiendo que el amante decepcionado irá a buscar el calor en otros lechos más cálidos; con lo que se habrá acabado la fidelidad conyugal. Hablabas antes del respeto debido a la mujer legítima; sin embargo, convertirla en el receptáculo pasivo de una satisfacción bisemanal, ¿acaso no significa infligirle la peor afrenta? Y qué engaño tan lamentable el de los maridos estúpidamente infieles. Abandonan a sus mujeres para comprar sus placeres a unas prostitutas, sin sospechar que una esposa, iniciada en el amor carnal, puede ser una amante incomparable. Con tanta inventiva como las otras, pero más sincera, más apasionada y más sana.
—Pero ¿creéis que aceptará siempre ese papel de amante? ¿Que se someterá por completo a las exigencias del amor del esposo?
—Hay evidentemente casos imposibles: el de la mujer amorfa y tonta; aquél, más decepcionante, de la mujer demasiado hermosa, tan enamorada de su belleza que tiene miedo de echarla a perder. En todos los demás casos, la adhesión de la mujer a los ritos del amor depende únicamente del marido.
—¿Y qué ha de hacer para conseguirla?
—Exactamente lo contrario de lo que suele hacerse. Comprender que no es un animal en celo, legalmente autorizado a satisfacer sus deseos mediante la violación la misma noche de bodas. Tal vez llegue un día en el que el hombre cabal, en vez de enorgullecerse de la rapidez de esa violación, se sienta orgulloso de diferirla un poco; a partir de ese día, se iniciará una era de mayor entendimiento en las parejas. Piensa un poco, muchacho, ¿te has parado a considerar lo que puede significar para una chica virgen esa noche de bodas? La ridícula desnudez de ese hombre hirsuto; la revelación brutal de la enormidad del sexo; la repugnante obligación de dejarse montar; el dolor de la violación; la gimnasia grotesca del deseo que se satisface. Muchas recién casadas, lo admito, aceptan esos horrores sin excesivos aspavientos. Las hay que ya están informadas; hay otras que han sido gratificadas por la naturaleza con tesoros de indiferencia bovina y de estupidez. Pero ¿qué le sucederá a la jovencita inteligente, sensible y virgen en todos los sentidos? O bien aceptará el amor carnal sólo como una tarea degradante, y su marido se hartará de ella; o bien, tras haberse replegado sobre sí misma, conocerá a un dulce iniciador, capaz de revelarle con delicadeza las maravillas de los sentidos, y el marido acabará engañado. En ambos casos, se producirá la disolución de la pareja.
—Pero, una vez más, ¿qué hacer?
—Tener paciencia, sencillamente. Saber gozar de esos placeres inefables: el descubrimiento progresivo del cuerpo de una jovencita, el despertar de su curiosidad por el cuerpo del varón, su lenta iniciación en los misterios de la carne. Todos estos placeres, por cierto, deberían pertenecer a los novios, pública y oficialmente.
—¡Qué ocurrencia!
—Que sí, jovencito, que sí. Y así sería si viviéramos en un mundo algo mejor hecho, en el que las madres fueran muy inteligentes y los chicos muy correctos. Pero en tu caso…
—Precisamente, ¿qué pasa en mi caso?
—Lo que haría falta sería compensar la brevedad del noviazgo prolongándolo secretamente más allá de la boda. Y sería algo muy hermoso, sutilmente muy placentero: ese hombre, dueño absoluto de una muchacha virgen, que sabe esperar…
»Hasta que llegue la hora en la que esta joven virgen, enamorada de la carne del varón, haíta de sus caricias y loca de deseo, le grite por propia iniciativa: “¡Tómame!”. Entonces, dejará de producirse la lamentable discordancia de un deseo que se impone a una repugnancia y se alcanzará la sublime armonía de dos deseos impelidos por la fuerza del mismo diapasón.
—¿Y si la mujer no acaba de decidirse?
—Entonces es que el marido es torpe o ella una boba. Dos hipótesis que hay que descartar en tu caso.