Violación
Tirso de Molina, notario de este proceso inquisitorial, solicita la necesaria dispensa para suspender el secreto de confesión y relatar aquí lo que le fue dicho por dos hermanas religiosas de un convento de Sevilla. Lo otorga el inquisidor, teniendo en cuenta que el acta del proceso es secreta y se tomarán los recaudos debidos para proteger la inocencia.
De manera que cuenta Tirso que, ya avanzada la tarde, se acercó al confesionario una de las dichas religiosas, llamada María de los Ángeles, diciéndole que no, padre, que lo que ayer hicimos no tiene nombre, que es un pecado de aquéllos, y que ahora a quién le puedo pedir la absolución, si con usted pasó lo que pasó, y ahora no me atrevo a confesarlo ante nadie.
Tirso está a punto de decir que ayer no estuvo allí, lee Laura, pero hay algo en la voz de la monja que lo lleva a callar y escuchar de qué modo el día anterior ella había ido a confesar un ardor de la carne que se despierta en primavera y que a veces se confunde con un éxtasis místico.
—Quizá lo sea —le dice el cura del otro lado de la reja, y María de los Ángeles percibe algo en el tono de esa voz masculina que comprende su dolor. Habla ella de las noches de rezo, sola en su celda, de rodillas en el suelo, cuando el viento cálido la abraza con sus dedos infinitos.
—¿Por qué Dios entrega un cuerpo ardiente a las que no deben usarlo? —dice ella.
—Quizá sea una señal —dice la voz del hombre que está tras la reja del confesionario.
Y ella no podría decir que él la sedujo, lee Laura, porque no le dijo palabras hermosas, ni le habló de su pasión por ella, ni prometió sacarla de la orden y llevársela en matrimonio. Sólo la escuchó en silencio, asintiendo y aprobando cada vez que sor María de los Ángeles hablaba de la mujer que se desgarra bajo el tocado de monja.
Y sor María habla y habla de las noches en vela, del pesado silencio del convento, de un cuerpo que en invierno son sólo esas manos cuarteadas por el agua fría, endurecidas al roce áspero de la piedra; manos duras, cuya consistencia va pareciéndose cada vez más a la de los bancos de madera y las columnas de piedra. Y es tanto el frío del invierno que el cuerpo se reduce a esas manos que descubre, tapadas por su piel de madera.
Pero ahora, en primavera, el calor del aire atraviesa las vestiduras negras y le entibia los pechos hasta que le florecen los pezones, que se le endurecen durante horas con sólo ver el brote de una hoja o el capullo de una flor. El aire de primavera le roza las piernas, dice ella, le envuelve las medias de lana áspera y comienza a subirle hasta el vientre, allí donde ahora quizá guarde un hijo por el que no sabe si sentir orgullo o vergüenza.
—Estoy seguro de que es una señal —dice la voz del hombre que está en el confesionario, mientras ella se aproxima a la reja y siente el roce del otro en la palma de la mano.
Y ella no sabe qué ocurrió después, le dice a Tirso, lee Laura, porque fue sólo el silencio del hombre que la escuchaba lo que la llevó a abrir la puerta del confesionario y besarlo. Estaban a oscuras y nunca le vio el rostro, aunque sintió el tacto de un bigote fino y una barba pequeña, con los que después le rozaría, apenas, sus partes de mujer.
Lo besa en la penumbra, lee Laura que le ha confesado a Tirso, los dos en silencio, y el hombre la toma en brazos y la lleva por la penumbra de la iglesia hacia las celdas, se dirige sin vacilar a la de ella, como si supiese cuál es, y la deposita en el suelo, mientras ella espera que el frío del ladrillo atenúe su ardor. Le levanta las vestiduras hasta cubrirle la cara y la penetra, sin desnudarse y sin acariciarla, con apenas un beso muy leve allí abajo, y lo hace todo con tanta rapidez que ella se queda pensando que es como si nada hubiera ocurrido, salvo esa sensación mezclada de paz, de sorpresa y de miedo, y esa humedad que le desciende por las piernas.
Cuando abre los ojos, lee Laura, el hombre ya no está, pero confiesa más tarde sor Ana de la Anunciación, que ocupa la celda contigua, que escuchó ruidos y quejidos detrás de su puerta y que se quedó muy quieta y en silencio, y que en esa postura la encontró el desconocido. Ana no puede decir si fue o no fue forzada, porque no llegó a oponer resistencia alguna, sino que sintió que el corazón le latía con fuerza y se le ablandaba todo el cuerpo. Así, se dejó conducir hacia el suelo de ladrillo, levantar las vestiduras y penetrar en un instante y sin comprender por qué no pudo resistirse, ni por qué un momento antes tenía tal humedad en la entrepierna.
Cuando se iba, el desconocido le dijo al oído:
—Yo soy don Juan Tenorio.