Papeles peligrosos
«La he llamado a usted», le había dicho el cura unos días atrás, «para contratarla a fin de que realice una investigación».
Laura asiente, comienza a cruzar las piernas, después sospecha que se ha puesto una falda demasiado corta y se queda, muy tiesa en su silla, con las rodillas paralelas, preguntándose qué querrá de ella el cura párroco de una de las iglesias más famosas de Sevilla.
Y el cura —que quizá tuviera mucho tiempo para hablar, o quizá tuviera que dar muchas vueltas hasta llegar al tema— le habla del desborde de religiosidad y fiesta popular que es la Semana Santa, cantada en coplas populares, pintada a la acuarela durante siglos, filmada infinitas veces y atrayendo a tantos turistas que la ciudad entera vive de los dólares que le deja cada aniversario de la muerte de Jesús.
—Pero hay un aspecto que no se conoce —agrega. Y sigue hablando de la calamidad que representan esas aglomeraciones para los edificios viejos, cuyas estructuras trepidan ante los gritos de la multitud, mientras todos entran, presionan, se aplastan unos a otros, empujan paredes y columnas hasta que se agrietan los muros, vuelan las tejas y estallan los cristales—. Y son tantos los que suben a la torre —dice— que después de cada Semana Santa hay que repararla.
Este año había una grieta menor en el campanario, y el cura no quiso darle importancia, pero el arquitecto le señaló que el campanario era demasiado alto para dejarla sin comprometer su estructura, que la campana era excesivamente grande —quizá por soberbia del constructor—, que eso agregaba más peso aún, y, lo peor de todo, que la grieta no era vertical, que ésas son las grietas buenas, superficiales, que sólo afectan al revoque. Por el contrario, ésta era una rajadura inicua, inclinada a fatídicos cuarenta y cinco grados, lo que quería decir que atravesaba los ladrillos de un lado a otro aunque eso aún no se notara, y que era menester repararla de inmediato.
Apuntalaron, pues, la pared, colgaron andamios y abrieron un hueco para instalar un soporte transversal de hierro. Dentro del muro encontraron, cubierto de polvo y argamasa, un talego de cuero, emparedado desde hacía cuatro siglos.
—¿Por qué lo escondieron? —pregunta Laura.
—Es un proceso por satanismo y brujería —dice el cura—. El acusado era un seductor que conseguía mujeres contándoles historias. Suponen que también usaba malas artes, aunque no las veo muy detalladas. Averigüe usted quién era.
Laura abre el legajo y se muerde los labios con un gesto de sorpresa.
—Ese nombre explica el silencio —dice el cura—, explica por qué los papeles fueron emparedados, explica por qué este proceso no figura en ningún libro de historia. Si esto se sabe, habría que reescribir la mitad de la historia de España. Sólo que está su familia en juego. Ellos son, aún hoy, demasiado poderosos, y harán cualquier cosa para que el nombre de su santo antepasado no se manche con la verdad.
—¿Por qué quiere usted investigarlo? —pregunta Laura—. ¿No es mejor dejarlo todo como está?
—Porque ellos ya saben que yo lo tengo —dice el cura—, y es que los obreros dispersaron por la ciudad la noticia de unos misteriosos papeles, emparedados en esta iglesia, que podrían contener el plano de un tesoro o las cartas de amor de un cura a su monja.
»Aunque los destruyera —sigue diciendo el cura—, ellos no creerían que lo hice. —Hace un silencio—. Ayer un camión estuvo a punto de atropellarme. Huyeron en la oscuridad, pero yo sé que son ellos. La única defensa que tengo es estudiar su contenido. Rápido, instálese aquí y léalos, que puede ser asunto de vida o muerte. Después usted me aconsejará qué hacer con ellos.
—Quizá publicarlos, para que dejen de ser secretos —dice Laura.
—Laura —dice el cura tomándole de la mano y mirándola a los ojos—, si publicamos este nombre, yo le garantizo que tendremos el escándalo del siglo. ¿Y cómo le explico yo al obispo, qué digo el obispo, cómo le explico yo a Su Santidad el jaleo que he armado?
—Podríamos publicarlos con un nombre supuesto —aventura Laura— para que ellos sepan que lo hemos visto y estamos dispuestos a callarlo, salvo que empecemos a correr peligro.
—Puede ser —dice el cura—. Pero entonces que el nombre verdadero no figure en ninguna de sus notas ni apuntes. Bautíceme de algún modo a su personaje.
—Si es un seductor —dice Laura—, utilicemos un nombre que ya existe: podríamos llamarlo don Juan Tenorio.
Laura lee y lee, en la oficina del cura, páginas y páginas de un legajo cuya inverosimilitud se le va haciendo cada vez mayor.
«¿Y si el legajo fuera falso?», se pregunta. «¿Y si se tratase de una broma de estudiantes, que simularon descubrir los papeles y ahora tratan de asustar al pobre cura?».
Interrumpe la lectura, busca una hoja con frases irrelevantes y la lleva a la universidad. Sí, sí, el documento es auténtico; es antiguo de veras. El papel es viejo y el tono amarillento no está logrado secándolo al horno con humedad de té. La tinta tiene demasiado carbón para ser actual.
—No, no —le dice el profesor al que consulta— no hay duda, estos papeles son realmente del siglo dieciséis o del diecisiete.
—¿Y si fueran antiguos pero falsos? —pregunta Laura, pensando que quizás algún anónimo bromista del tiempo de la picaresca pudiera haberlos redactado.
—No —dice el profesor—. Burlarse de la Inquisición era demasiado peligroso, y esto no me parece obra de un suicida. Diga lo que diga su documento, téngalo por auténtico.
Cae la tarde. Laura enciende la luz y se queda mirando el amarillo de las pantallas de pergamino, los tonos oscurísimos de las vigas de madera del techo y las hojas que nacen en el roble del patio.
«Recapitulemos», se dice. «La apariencia es la de una investigación de rutina. La Inquisición rastrea la vida privada de un hombre. Ésa es su función, no hay nada inusual en que la cumpla. Para eso pregunta a una serie de testigos que dicen lo suyo. Sí, sí, se acostó con ésta. También se acostó con la otra, y con la de más allá. Una vulgar historia de enredos de alcoba. Pero, entonces, ¿de dónde viene esta inquietud? Y además, si sólo son historias de alcoba, ¿por qué este empeño por ocultarlas?».
—Hasta ahora —le dice Laura al cura— los textos son perturbadores. Y no sólo para mí, también para la Inquisición. El inquisidor sólo investiga.
Llega hasta el borde, pero no se atreve a ir más allá.
—¿Cómo que no se atreve? —dice el cura—. ¿El mayor poder de España no se atreve a seguir un proceso?
—No —dice Laura—, esta vez la Inquisición se encuentra ante algo que no puede entender.
—En ese caso, la resolución tuvo que haber sido más sencilla —dice el cura—. Cada vez que encontraban algo sospechoso, lo quemaban.
—Eso es lo sugestivo —dice Laura—. Esta historia los inquieta, los asusta, pero nadie se atreve a arrimarle un fósforo. Tenemos que descubrir por qué.
—Veamos —dice el cura—. Cuénteme alguno de los testimonios.
—Hay uno en particular que quiero comentarle —dice Laura abriendo el expediente—: es una historia de caballerías. Don Juan construye un mundo de palabras. Comienza con una lenta y sorprendente ingenuidad, pero vea usted adonde va a parar.