Novela de caballerías
Les contaba historias, declara una mujer embozada que se niega a dar su nombre. Las enredaba hablando con ellas. Era un gran contador de cuentos.
Laura vuelve a mirar los papeles amarillos, la sombra de la mujer de negro, que ahueca la voz para que no la reconozcan. Percibe la mano ajena del notario que escribe siempre palabras ajenas, intuye la mirada deslumbrada del curita Tirso al encontrarse por primera vez frente al hombre cuyo mito ayudará a formar. Mientras tanto, la sombra del oficial de justicia va tomando declaración a esta mujer que tiene algo que decir contra don Juan Tenorio.
—Una historia de caballerías —dijo don Juan mirándola a los ojos—. Hace mucho tiempo que nadie cuenta historias de caballeros andantes.
La mirada se hace más intensa, siente la mujer, pero no lo dice al tribunal, piensa Laura, mientras don Juan habla con nostalgia de esos tiempos idos en que los hombres eran capaces de jugarse la vida por el honor de sus damas.
El aire se vuelve más espeso, y suena la voz grave de don Juan convocando un mundo luminoso: «Cabalga el buen Ruggero por esos campos de Dios, la mirada límpida puesta en las flores de primavera, el blanco y el rojo que envuelven las patas de su caballo, mientras él piensa en su dama y en los actos de justicia que cometerá en su nombre».
—Es curioso —le dirá después Laura al cura—. Don Juan seduce con un personaje italiano. Ruggero aparece sólo en el Orlando furioso de Ariosto, una obra desconocida en la España de ese momento.
—¿La familia de nuestro prócer tenía intereses en Italia? —pregunta el cura.
—Quizá —dice Laura—. O quizá fuera más culto de lo que pensamos.
Sonríe la mujer, adivina Laura.
—Los hombres de hoy sólo piensan en eso —le dice la mujer a don Juan en la historia que cuenta la mujer embozada.
—Es cierto —asiente don Juan—, pero quizá queden caballeros en nuestra época: sólo hay que saber verlos.
Los dos dejan vagar la mirada, casi perdida, hasta que don Juan retoma la historia de Ruggero, que cabalga en su campo de flores, por donde llega un jinete a galope tendido, sobre un caballo que tiembla por el esfuerzo desesperado de llegar a tiempo hasta el caballero andante.
«Señor caballero», dice el criado, «hay que salvar a una dama en peligro».
«Es mi oficio», dice Ruggero, sonríe don Juan, mientras Laura intuye el modo en que la mujer contesta esa sonrisa.
Hablaba de Amanda, narra don Juan, la hija de un rey que ocupaba un pequeño territorio de la isla de Rodas, allá en los confines del mundo cristiano. En las murallas del castillo se estrellan, oleada tras oleada, los jinetes turcos. Un puñado de hombres arroja flechas por las saeteras, cambiando cada vez de lugar, para que los turcos crean que son más. El asedio sigue y sigue, los turcos parecen un mar embravecido, y lanzan sus flechas al unísono y desde un ángulo estudiado para tapar el sol. Un día cargan sus catapultas con cabezas de cristianos, y los defensores recogen esos despojos para reconocer en ellos los restos de parientes y amigos.
La mujer tiene un estremecimiento de horror. Don Juan la toma de la mano. El temblor cesa, pero la mano queda apoyada sobre la de ella. Laura sonríe: ¿de qué manera contaba don Juan esas historias? Quizá caminara a grandes pasos por la habitación, anunciando con voz recia la épica de la situación, como un capitán que da órdenes a la tropa acorralada, aventurará después el cura.
No, no, la mujer embozada no se lo ha dicho al tribunal, pero Laura lo imagina hablando con voz queda, tan baja que la mujer se ve obligada a acercarse para seguir oyendo cómo los turcos sitiaban la ciudad y cómo caían los defensores uno tras otro.
Desesperado, el rey pide ayuda al gran maestre de los Caballeros de Rodas. Un mensajero atraviesa las líneas enemigas por un pasadizo secreto y lleva la carta al jefe de los cruzados.
«Sí», dice el gran maestre, «te ayudaré, pero quiero la mano de tu hija Amanda», sigue contándole a Ruggero el criado, en medio del campo de flores.
Retoma el mensajero con la respuesta, accede el rey, hay que casar a la princesa en medio del fragor de la lucha.
—Sí, hay que casarla —asiente la mujer mirando fijamente a don Juan.
Pero al día siguiente, continúa don Juan, relatando cómo el criado explica a Ruggero los sucesos, ese día es el de San Juan, narra al tribunal la mujer embozada, y por ser fecha tan importante acuerdan todos una tregua y los turcos se retiran a hacer sus festejos.
Y aquí aparece otro personaje, narra don Juan, acercando casi su rostro al de la mujer, hasta que sus ojos se empañan con el aliento de ella, y diciéndole que el criado le cuenta a Ruggero que en esa ocasión:
Madrugaba el conde Olinos,
mañanita de San Juan,
canta don Juan,
a dar agua a su caballo
a las orillas del mar.
—Mientras el caballo bebe —responde la mujer, que canta con lo que Laura imagina es una clara voz de soprano:
él canta un lindo cantar,
las aves que van volando
se paraban a escuchar.
Don Juan y la mujer siguen cantando juntos, las manos entrelazadas:
De la torre del palacio
el rey lo oyó cantar:
—Mira, hija, cómo canta
la sirena de la mar.
—No es la sirenita, padre,
que ésa tiene otro cantar:
es la voz del conde Olinos,
que por mis amores va.
«¿Y qué ocurre en ese momento?», pregunta Ruggero al criado, mientras desmonta en el campo de flores.
Don Juan hace un alto, y los dos se miran a los ojos y vuelven a cantar el viejo romance:
—Si ésos son los tus amores,
la muerte les pienso dar.
—Si mis amores se mueren,
yo viva no he de quedar,
cantan don Juan y la mujer.
«Ella es soprano, él es barítono», piensa Laura, mientras canta la mujer, la misma mujer que, embozada, más tarde lo denunciará al tribunal, pero hoy ríe con él.
Y don Juan sigue contándole cómo el criado le dice a Ruggero que con ruegos o amenazas el rey trató de convencer a su hija para que aceptara al gran maestre de los cruzados. Inútil asedio el del padre desesperado, mientras los turcos seguían asediando su ciudad y continuaban cayendo los defensores.
Finalmente, Amanda confesó la verdad: «No me puedo casar con el maestre porque ya soy de Olinos».
Sonríe con intención la mujer, don Juan simula no haber percibido esa sonrisa y vuelve al criado, que dice a Ruggero que el padre, ofendido en su honor, decidió que mataría a los amantes si ella no renunciaba a él.
«La sentencia se cumplirá en tres días», dice, y la princesa ruega por un caballero que la rescate.
Galopa el buen Ruggero siguiendo al criado hasta el puerto, los dedos de don Juan y los de la mujer tamborilean juntos sobre la mesa.
Así era, dice la mujer embozada al tribunal, lee Laura. Así, sí, sí, de esta manera, agrega la mujer, y sus dedos resuenan sobre la mesa grande del oficial de justicia con una cadencia fúnebre.
Embarca Ruggero en una barca de pescadores, pero de inmediato se desata una terrible tempestad. El viento huracanado barre la cubierta y se lleva lejos la barca y al caballero. Ruggero se desespera: así no llegará a tiempo, y el criado reza pidiendo un milagro. La mujer tiene los ojos muy abiertos mirando a don Juan, rogándole con la mirada que lo salve, que haga cuanto pueda para que el buen caballero alcance a rescatar a la princesa. Las olas son cada vez más altas, los rayos caen en tomo de la barca, la mujer aprieta la mano de don Juan, que sigue narrando cómo Ruggero se persigna y arroja al agua su anillo mágico, el mismo que le regalaran las hadas del bosque. El huracán se calma al instante, la barca sigue navegando hacia Rodas sobre un mar de aceite, ahora a fuerza de remos, porque el encantamiento los ha salvado de la tormenta pero los ha dejado sin viento.
Bogan los pescadores, suda Ruggero abrazado al remo, llora el criado ante el paso de las horas, la mujer acerca cada vez más su cuerpo al de don Juan, hasta que finalmente ven las alturas de la isla entre la niebla y el buen caballero se queda dormido sobre su banco de remero.
Sonríe la mujer a don Juan y llora después ante el tribunal al recordar esa sonrisa. Anota el oficial de justicia que ella declara haber sonreído en esa ocasión y momento, y Laura sigue leyendo para después contárselo al cura.
Ruggero despierta en un calabozo, los pescadores lo han entregado a los isleños y ahora está en los sótanos del castillo del gran maestre.
«¡Dejadme salir!», grita el caballero desesperado, mientras pasan las horas y la cabeza de la princesa está cada vez más cerca del hacha.
La mujer se muerde los labios, abraza a don Juan pidiéndole que no deje morir a la princesa, y pasa un tiempo infinito, que don Juan dilata sabiamente, hasta que cae la noche y una anciana le dice a Ruggero, a través de las rejas, que reclame por la vieja costumbre.
—¿Cuál es la vieja costumbre? —pregunta el oficial de justicia, y la mujer embozada le dice que, al día siguiente, Ruggero reclama por esa costumbre vieja que no conoce, lo hace y los carceleros lo miran con asombro.
Ruggero insiste, sabiendo que el desconcierto es su único apoyo, narra don Juan levantando un dedo. Hasta que un enviado del gran maestre le informa que la ciudad de Rodas necesita de hombres de armas y que Ruggero se quedará allí para siempre, salvo que logre, según aquella vieja costumbre, salir vencedor en un combate contra doce caballeros de la villa. La mujer suspira aliviada: la guerra es el oficio del caballero, Ruggero usará su espada encantada. Esos doce rodenses no son rivales para él.
Pero eso no es todo, narra don Juan. Porque esa noche, si vence a los doce, y también según la vieja costumbre, el caballero tendrá que satisfacer a doce muchachas tan escogidas como los guerreros a los que se enfrentará durante el día.
La mujer mira a don Juan:
—Aquí termina vuestra historia —le dice—. No hay hombre capaz de la hazaña nocturna.
Don Juan la mira de soslayo, recuerda la mujer embozada ante el tribunal, y le hace señas de que aguarde, que en la vida hay más sorpresas de las que enseñan los libros.
Laura llega al final del folio: la carpeta termina aquí, sin que continúe la historia de don Juan. Laura vuelve a la oficina del cura, y entre los dos remueven cielo y tierra hasta que encuentran las hojas que siguen, archivadas bajo un título equivocado.
La historia del combate es previsible. Ruggero despacha a los doce a fuerza de coraje, con ayuda de su espada encantada. Pero hay algo en la forma en que don Juan cuenta la historia, un hálito sutil que sugiere que quizás él también se haya enfrentado alguna vez a sus doce, y que quizás algún encantamiento rodeara también su propia espada.
—Vencidos los obstáculos —dice don Juan—, Ruggero se pone en marcha a la mañana siguiente.
—Pero, cómo, don Juan —dice la mujer—, ¿y las doce mujeres? ¿Cómo venció a las mujeres?
—Lo callaba por no ofender vuestro pudor, señora —dice don Juan a la mujer, que después lo contará al tribunal.
—Decidlo, don Juan —dice ella—, que soy mujer adulta.
Sigue narrando don Juan cómo esa noche Ruggero se lava la sangre del combate y se prepara para el otro, el más duro y difícil que hombre alguno haya sufrido. Pide una enorme tienda de seda, con una cama tan grande como pudieran llevarle, donde poder echarse a un tiempo con sus doce mujeres, como si esa desmesura fuese posible.
Deja el hierro y viste paño azul y camisa de hilo. Toma un laúd y comienza muy quedo a entonar canciones de amor. Ruggero piensa, narra don Juan, en qué estrategia seguirán los rodenses para impedirle llegar hasta la última.
—No la necesitan —dice la mujer—, salvo que vuestro caballero también tenga un encantamiento en semejante sitio.
—Astucia, señora —dice don Juan, recuerda después con dolor la mujer embozada—; el caballero tiene bien puesta su natura de varón, pero mejor puesta su cabeza.
Podrían los rodenses mandar primero a una mujer muy fogosa. Porque lo que él puede hacer es satisfacerlas y contenerse, hacerlas gozar sin gozarlas él mismo, hacerlas arder y mantenerse frío, en el punto justo que le permitiera comenzar siempre sin terminar nunca.
Pero si piensan que ésa es su estrategia —y no tiene tantas estrategias posibles—, ellos le enviarán primero una mujer ardiente. Sería una pelirroja volcánica, de tetas desmesuradas, que lo echase sobre la cama inmensa y lo ahogara bajo su peso, oprimiéndole con mano recia las vergüenzas hasta que se derramara en ella.
O jugarían, quizá, la carta contraria: le mandarían una muchacha frígida, una adolescente delgadísima y helada, que lo miraría con ojos indiferentes, mientras él tratara inútilmente de hacerla mujer. Y así durante horas, narra don Juan, para gastarle ese tiempo pequeño, su única noche para hacer gozar a doce mujeres, mientras Ruggero calcula cuántos minutos puede dedicar a cada una de ellas.
«Como una fábrica», piensa Laura mientras sigue leyendo. «¿Acaso don Juan tenía una concepción industrial del amor?».
O quizá le enviaran una mujer que hablara y cantara, una cortesana que lo sedujese con lentitud, que le dijera palabras que iban al fondo del alma, tal vez una poetisa o una actriz, una mujer que jugara al lento ritmo con que los seres humanos están inclinados a hacer el amor.
O una mujer tan sucia, fea y deforme, que él no pudiera excitarse con ella. Una mujer que despidiera un olor tan desagradable que no hubiera forma de acercarse a ella, ni aun apagando las velas. ¿Y en qué orden las enviarían?
Así pues, el tiempo y el cuerpo jugaban en contra de Ruggero, y fuera cual fuese la estrategia que usaran los rodenses, él perdería su libertad, y al día siguiente la cabeza rubia de la princesa estaría, clavada sobre una lanza, sobre la misma torre desde la que saludara al conde Olinos.
Aunque quizá no tuvieran estrategia alguna, quizá confiasen tanto en la superioridad numérica que no dispusieran a sus mujeres en un orden minucioso, como César a sus legionarios, sino que las mandarían en una horda desordenada, como si fuesen seguidoras de Atila.
En ese caso, Ruggero tendría que improvisar una estrategia diferente para cada una de ellas, sigue contando don Juan, lee Laura.
—¿Y qué hizo finalmente? —pregunta la mujer.
Ruggero abre la tienda y hace pasar a la primera, casi una adolescente de cabellos largos y oscuros, cubierta por una túnica traslúcida. Ruggero le ve los pezones rígidos a la luz de la vela, la curva de las caderas, la taza redonda del ombligo marcándose bajo la seda. Los dos se miran en silencio, y cualquiera que viese la escena pensaría en un acto de seducción, hasta que notara la dureza y el cálculo en las miradas con que los dos comienzan a estudiarse. Don Juan habla de esos ojos clavados el uno en el otro mientras abraza a la mujer y Laura puede contraponer sus miradas, que arden con los ojos fríos de los dos rivales.
Ruggero se acerca lentamente a ella, la adolescente tira la túnica al suelo con un movimiento brusco y se lanza sobre él. Los dos ruedan sobre la cama interminable, la muchacha es pequeña, pero de brazos y piernas firmes. Ella lo empuja de espaldas, lo besa en la boca y después le va mordiendo el cuello y el pecho con ferocidad.
Ruggero se contiene, devuelve los besos suavemente, casi con desgana. Ella le desgarra la camisa de hilo, besándolo y mordiéndolo a través de la tela. Ruggero siente clavarse en las tetillas esos dientes parejos y filosos, trata de pensar en otra cosa para contener la erección, y comienza a oprimir los pechos pequeños de la muchacha, que parecen perderse en esas manos enormes de guerrero.
La muchacha muerde y besa el cuello, los hombros poderosos, le lame las heridas de esa tarde, con una daga le abre de arriba abajo el pantalón de paño azul y comienza a acariciarle el vientre.
Ruggero entiende: la primera mujer es de fuego, la segunda será de hielo, y con ella él se arrepentirá de su pasión de ahora.
Las manos de ella van bajando por su vientre, giran y giran sin llegar a rozar sus partes de varón, y Ruggero siente un deseo intenso de que lleguen, de que esas manos de mujer lo toquen allí mismo donde nace la vida. Y se oye el jadeo inmenso de la muchacha en los oídos de Ruggero, la respiración entrecortada de la mujer que escucha cómo don Juan, apasionadamente, le cuenta la historia, intuye Laura.
Solloza ante el tribunal la mujer embozada, mientras don Juan sigue contando cómo las manos bajan y bajan por el vientre de Ruggero, y en cada vuelta están más y más cerca, pero nunca llegan, como si tuviera mil leguas por debajo del ombligo.
Ruggero se muerde los labios para contener ese ansia de meterse dentro de la muchacha y acabar en un instante. La vuelca de costado y comienza él a besarla en las manos y los pezones, en las nalgas y en el húmedo hueco del vientre.
La muchacha empuña el miembro de Ruggero como si fuera una espada, narra don Juan, y él le separa las manos y se las amarra con las hilas de su camisa. Vuelve a besarla en el vientre, la boca del hombre contra los labios de abajo de la mujer atada, la barba rubia se confunde con el vello negro, el jadeo de la muchacha se transforma en ronquido y Laura se separa del legajo cuando siente que le brota una humedad por entre las piernas, que no le mencionará después al cura.
Laura reinicia la lectura, la muchacha se debate a gritos bajo la boca de Ruggero, pero él avanza y retrocede, llega casi hasta el límite y se detiene para permitirle reponerse y vuelve una vez más hasta llegar al límite, y así sigue, con implacable ferocidad de guerrero, la muchacha rugiendo de deseo, de un deseo tan intenso que le duele en el cuerpo y en el alma, debatiéndose bajo las ataduras, y la sabia lengua de Ruggero enloqueciéndola en la exacta medida.
Ruggero la deja, abre la puerta de la tienda y hace entrar a la siguiente. Efectivamente, narra don Juan, es una mujer de hielo. Cuando Ruggero la mira a los ojos comprende que no habría tenido ninguna posibilidad de entibiarla. Pero no es necesario, sigue leyendo Laura, ya que Ruggero desata a la muchacha de fuego y la lanza enceguecida sobre la de hielo. La muchacha la voltea sobre la cama, la desnuda en un solo movimiento y empieza a gozarla con tal violencia que la otra lanza un gemido por primera vez en su vida, y se le despiertan sus partes resecas, le florecen los pechos y el aire le falta cuando el suspiro se le vuelve jadeo.
La mujer embozada llora ante el tribunal, don Juan sigue contando mientras acaricia los pechos de la mujer, que se deja caer hacia atrás, Ruggero mira a la muchacha de hielo y la muchacha de fuego entrelazadas en un solo jadeo en la cama inmensa, levanta el laúd y se acerca a la puerta de la tienda para hacer pasar a la tercera, dice don Juan a medida que su mano recorre el cuerpo de la mujer.
Casi al filo del amanecer, la tienda es una confusión de brazos y piernas entrelazados, once mujeres besándose, palpándose, compartiendo el sabor ácido de sus femineidades unas, durmiendo las otras, ajenas ya a ese pulpo de cuerpos de mujeres que se debaten juntas, jadeando a ritmos diferentes, ya sin saber quién lo hace con cuál, sino que lo hacen entre todas y cada una de ellas consigo misma. Ruggero se pone de pie con lentitud extrema, hace pasar a la última mujer y, ahora sí, le hace el amor y se queda plácidamente dormido.
Don Juan se quita la gorguera y afloja el vestido de ella, todo bajo el fondo de sollozos de la mujer embozada ante el tribunal.
«Está encinta», piensa decirle Laura después al cura, y cierra el legajo.