Mil y una mujeres
Hace muchos años, dice ella que cuenta don Juan, un rey de Arabia volvió imprevistamente de un viaje. Cabalga por el desierto el buen rey Schariar, galopa su camello blanco por desfiladeros de arena que mañana tendrán otra forma, la que el viento quiera darles, mientras se mantiene inalterable el amor del buen Schariar por su mujer, que lo aguarda en Bagdad.
Duerme el rey mientras viaja, las piernas cruzadas sobre la montura de su camello blanco, el animal husmea el desierto sin detenerse, llevando en medio de las noches clarísimas de Arabia, de oasis en oasis, al rey que duerme y sueña con su amada.
Llega el rey a su palacio a la hora de la siesta. Atraviesa salas y corredores vacíos, acaricia las naranjas tibias de su jardín secreto, se mira apenas en la fuente de alabastro y sigue adelante, hacia las habitaciones de la reina.
Atraviesa un corredor envuelto en la sombra fresca de las enredaderas y llega hasta la alta puerta de bronce labrado. Se apoya suavemente: entrará en silencio para no despertarla. No logra abrir, la puerta está cerrada por dentro. Mira por el ojo de la cerradura, dice don Juan, y lo primero que ve es un negro desnudo, con una verga como dicen que tienen los negros, que hace el amor con la reina, metiéndosela íntegra en semejante sitio, tardando un tiempo dilatadísimo, como si hubiera de recorrer leguas y leguas por el interior de esa mujer, y cuando llega al fondo, ella simula toser y atragantarse, como si fuera a salirle por la boca. Y después el negro la saca por completo y se echa hacia atrás para exhibirse, mientras un grupo de hombres y mujeres desnudos aplaude alborozado.
Huye el rey Schariar y vuelve con un grupo de soldados que echan la puerta abajo y decapitan a todos. En medio del tumulto de sangre sobre los almohadones, con las cabezas de sus amantes prolijamente enfiladas en el suelo, dice don Juan, la reina espera su instante, llevando la desnudez y la muerte con dignidad de reina. Cuando el soldado levanta el alfanje sobre su cabeza, ella le dice al rey: «Si hubieras sido capaz de hacerme el amor una sola vez en todos estos años, esto no habría sucedido».
Apenas cae la cabeza de la reina, Schariar corre en busca de otros soldados para que corten la lengua de los primeros, y después otros más para la lengua de los segundos, por si hubiesen oído alguna palabra.
Desesperado, el rey, dice don Juan, busca una muchacha para casar. La encuentra, se llama Aixa. La impaciencia lo devora durante la fiesta hasta que finalmente, a solas con ella, se desnuda y ve como el miembro le cuelga helado y sin vida. Toda la noche, la muchacha y él procuran, sin éxito, tomar hombre al rey.
El verdugo se lleva a Aixa antes del amanecer, mientras el visir elige a otra muchacha para ser reina por esa noche. Jóvenes o maduras, rubias y morenas, ingenuas o putas, delgadas o gordísimas, todo lo prueba el buen visir tratando de encontrar a una que, finalmente, pueda ser penetrada por el rey.
Emisarios que después son secretamente estrangulados, dice don Juan, traen estimulantes de todo el mundo conocido: mandrágora de Sicilia, cantárida de Jerez de la Frontera, nueces de Aleppo. Come el rey alcaparras y rábanos picantes, sopa de mejillones, y corta las manzanas de arriba abajo, de forma que simulen órganos de mujer. Bebe infusión de lirios púrpura, conocida como el afrodisíaco de los sátiros, y come testículos de camero con champiñones y otros hongos con forma de miembro de varón.
Espera un preparado hindú, hecho quizá con anguilas de una laguna sagrada, que viajó semanas en elefante hasta alcanzar el Ganges, donde siguió en una barcaza chata que llevaba troncos y cabras, encantadores de serpientes y un intocable que permaneció solo en un rincón durante todo el tiempo, sin alzar los ojos, mientras el emisario llevaba la redoma contra su pecho, el elixir que haría potente al rey, dice don Juan, y después trasladado a una galera turca, baja y de manga ancha, que terminó siendo hundida por piratas cristianos.
Escapa el emisario del rey, nada durante dos días con la redoma en alto para que el agua de mar no ablande el sello que la cierra, roba un camello en la costa y sigue el camino a través de los desiertos más inverosímiles del mundo hasta entregarla a Schariar, quien la destapa y encuentra que el precioso líquido se ha evaporado por las nervaduras del cristal.
Una muchacha tras otra pierden la cabeza en el inútil empeño de lograr que el buen rey se meta dentro de ellas.
El visir prepara un armazón de cañas delgadísimas que acompañe al miembro colgante al interior de una mujer. Schariar se lo pone y logra verse erecto en su armadura de seda y bambú. Lo prueba con una muchacha que se resiste tanto que tiene que atarla de piernas abiertas a la cama, dice don Juan. La armadura parece lograr su objetivo, el rey por primera vez en su vida empieza a entrar en una mujer, pero no, no puede, no lo logra, hay algo que se lo impide. El rey, desesperado, la toma por los hombros, y empuja y empuja hacia dentro, no puede entrar, lo hace con más y más fuerza, y cuando parece que empieza a ceder, lo invade un borbotón de sangre y la muchacha muere.
Intenta el rey con varillas más delgadas o flexibles, que también sostendrán su miembro de gelatina, pero se quiebran al roce de una mujer.
Sigue el rey con su costumbre, dice don Juan, cada noche el visir trae una nueva mujer, cada noche el rey se va con ella a la cama, a veces con furia, otras con desgana, en ocasiones con desesperación. El intento es cada vez más breve, y al instante el buen Schariar entrega al verdugo a su esposa intacta.
Hasta que una muchacha llamada Scherezade, dice don Juan, narra después la mujer al tribunal, le cuenta Laura al cura, se las arregla para casarse con él.
En esa época, dice don Juan, los matrimonios del rey no tenían fiesta alguna, sino una muy breve ceremonia, en la que un ministro de Alá los unía hasta que los separase la muerte. Acto seguido, el visir indicaba a la muchacha que entrara a los aposentos reales, se desnudara y esperase en la cama el trámite brevísimo.
Schariar entra casi corriendo. Fuera lo esperan sus visires; ha interrumpido una audiencia, con una declaración de guerra empezada a redactar. Llega decidido a no consumar, una vez más, su matrimonio, y volver corriendo a los asuntos de Estado. Encuentra a Scherezade recostada en la cama, pero vestida hasta el cuello.
«¿Qué haces?», ruge. «¡Desnúdate!».
«No puedo», dice ella. «Estoy con mis reglas».
Al rey no le molesta la sangre. Ha vivido en medio de ella y hoy tiene urgencia en terminar de una vez esta enojosa venganza y volver a su guerra.
«Además», dice Scherezade, «hay una historia que quiero contarte».
«¡No puedo!», dice el rey. «¡Estoy a punto de declarar la guerra!».
«Es precisamente sobre una guerra», dice Scherezade.
De manera que Scherezade comienza a contar la historia de un rey muy valiente, dice don Juan, cuyo reino es invadido por unos individuos feroces, de ojitos pequeños y montados en caballos peludos, que incendian las ciudades y violan a las mujeres. Narra Scherezade la larga guerra, y cómo van cayendo ante el enemigo baluartes y fortalezas, y huyen largas columnas de refugiados, mientras los jinetes sin alma arrasan fortalezas y mezquitas, y aplastan hasta la última brizna de hierba.
«Llegan los invasores hasta el palacio», dice Scherezade, «y el rey se ve rodeado por una espesa humareda, como si se estuviera incendiando».
Scherezade calla.
«¿Y qué ocurre?», pregunta el rey.
«Amanece, mi señor», dice Scherezade. «Tú tienes grandes asuntos que atender y yo continuaré mi relato por la noche».
Así, dice don Juan, Scherezade habla y habla, noche tras noche, del rey que huye en la alfombra mágica que una mujer le facilita, y los dos hacen el amor durante el vuelo de la alfombra, y la voz de Scherezade sigue hablando de lámparas maravillosas portadoras de un genio que satisface todos los deseos que un hombre pueda imaginar de la cintura hacia abajo.
Cuenta de un monstruo que vive en el fondo del mar, donde tiene escondida a una mujer hermosísima que ha raptado y guarda en un cofre que abre un solo día al año. Ese día sube a la superficie para dormir la siesta en la playa, mientras la mujer espera el sueño del monstruo para engañarlo con el primer viajero.
«Si no me haces el amor, lo despertaré y te comerá», le dice la mujer al caminante, cuenta Scherezade al rey, dice don Juan a la mujer sin nombre, repite ella al tribunal, lo escribe el notario Tirso con su pluma de ganso sobre la mesa oscura, pensando quizás en la obra de teatro que alguna vez hará sobre don Juan Tenorio, relee el inquisidor el testimonio en una noche fría de 1612, lo lee Laura en una habitación con las ventanas cerradas para que no puedan dispararle desde fuera, le cuenta Laura al cura, y el pobre viajero, muerto del susto, tiene que arreglárselas para satisfacer allí mismo, sobre la hierba y al lado de los cuernos y garras del monstruo, a una mujer ardiente, que por única vez en el año puede acostarse con un ser humano.
Cuenta Scherezade cómo los árabes, hombres de las arenas y del camello, se lanzan a navegar por mares ignotos y llegan a islas en las que esperan mujeres de coños encendidos, dice don Juan, que los gozan sobre las playas, mientras rondan piratas armados con cimitarras y emergen serpientes marinas.
Una noche, mientras habla, Scherezade descubre un pie. Como al acaso, Schariar alcanza a entrever los dedos finos, con las uñas pintadas de color dorado, y siente una vaga inquietud. La noche siguiente, Scherezade muestra el tobillo, y dos noches más tarde, a medida que habla, le permite ver un brazo y, al acomodarse el chador, un hombro blanquísimo.
Noche a noche se repite el narrar incesante, dice don Juan, noche a noche Scherezade llena la habitación de palacios de jade y estatuas de bronce que cobran vida, como impulsadas por esa voz que todo lo cuenta y que va construyendo un mundo en el que hombres y mujeres hacen el amor en playas y selvas, en sótanos y en palacios, en naves de vela y en armarios de marfil.
Y otra noche, cuando Scherezade comienza a hablar del encuentro de un príncipe con su amada virgen, descubre una pantorrilla y la deja así. Schariar tiene una sensación que al principio no reconoce, y poco a poco comprende. Baja su mano y constata: está en erección. Deja su mano sobre el miembro, descubriendo ese tacto nuevo que a veces lo acompaña en sueños, pero que se pierde apenas el buen rey despierta del todo.
Sí, ahora está completamente lúcido y puede pasar la mano por el miembro entero, que se le antoja enorme, sólido y latiendo. Schariar calla, no se atreve a levantarse, sintiendo que el menor movimiento deshará el prodigio; luego Scherezade habla y habla, y siguen ocupando el aire los fantasmas de esos hombres y mujeres amándose interminablemente.
Esa noche es un instante; la siguiente, Schariar espera la erección, que se presenta un momento antes del amanecer. Pasan varias noches sin que se insinúe, se aproxima y escapa fugazmente, y la noche en que Scherezade le cuenta sobre la joven hermosa que se acuesta con los cien monjes de un convento sin darse cuenta de lo que está haciendo, mientras ella habla con las piernas descubiertas, el miembro de Schariar se endurece, dice don Juan, y así se está horas enteras, hasta que el rey se pone de pie, tambaleante, y apoya la mano sobre un muslo de Scherezade. Ella lo besa con lentitud, se deja acariciar sin tocarlo, y así se están los dos sin moverse, besándose muy quedo, como si los dos no supieran que, cada tanto, la mano del rey baja para constatar que su miembro sigue ahí, orgulloso, con la cabeza levantada.
Schariar descubre el velo que tapa los larguísimos cabellos de Scherezade, le acaricia los hombros y, cuando le quita el chador, descubre que no lleva nada debajo de él. Ella se acuesta boca abajo para mostrar la curva de su espalda, las nalgas opulentas que Schariar acaricia y después besa.
Scherezade se deja tocar inmóvil, devuelve apenas un roce, como para indicar que está allí, dice don Juan, mientras el rey la acaricia interminablemente y la vuelve pechos arriba. Las manos del rey van y vienen del cuerpo de ella a su propio miembro, que sigue erguido, hasta que comienza a agitarse, y Scherezade, con manos que lo rozan como al acaso, va desnudándolo y lo invita a que se eche sobre ella. Schariar busca dónde penetrarla, encuentra el sitio con la mano pero no con el miembro, y ella lo acompaña hasta su puerta húmeda. Siente el rey cómo su cabeza está dentro de ella y una enorme sensación de paz hasta que lo traba un pliegue, se detiene, trata de empujar, su erección cede, él trata de penetrar del todo el miembro flojo, mientras Scherezade se aquieta y le cuenta la historia del pequeño Alí, al que un pájaro gigantesco llevó a un jardín, donde siguió un camino empedrado de diamantes hasta hallar a una mujer con la que se echó sobre unos almohadones.
«Como nosotros ahora», murmura el rey, mientras siente que su miembro vuelve a crecer y atraviesa suavemente el camino húmedo y tibio que Scherezade le ofrece. Se quedan así un tiempo dilatado, y Schariar siente que su cuerpo íntegro es ese miembro que se mueve lentamente dentro de ella, hasta que finalmente estalla, y Schariar puede ver el rostro de Alá. Esa noche, por primera vez en su vida, el buen rey Schariar duerme dentro de una mujer.