Me gustan sus cuernos

Me gustan sus cuernos

Porque en Toledo ya no quedan hombres, señores jueces, dice ella. Ni uno solo. Nos los quitaron las guerras incesantes, se fueron al África o a Flandes, a conquistar México con Hernán Cortés o se ahogaron en la derrota de la Armada Invencible.

Hombres verdaderos hubo antes, en otros tiempos heroicos, lee Laura que dice ella, como ese Cid Campeador que, cuando ya había muerto, lo cargaron en su caballo y le ataron el brazo derecho, alzado con su espada para enfrentarse a los moros. Y ya estaban a punto de lanzarlo al campo de batalla, a pesar de la tristeza del caballo, que no lo quería sobre su lomo, cuando su amigo Álvar Fáñez de Minaya decidió abrirle las bragas para mostrar sus partes de hombre a los enemigos, como diz que hacían los antiguos griegos, que mostraban su desnudez a los troyanos para asustarlos, o quizá con algún otro propósito que a mí no me importa en este momento.

Y una vez que Álvar Fáñez abrió las bragas del Cid muerto, se hizo un silencio grande en el campo de los nuestros, tan grande que los moros acallaron sus tambores para ver qué pasaba. Y cuando se acercaron, y vieron que ese hombre era tan hombre, huyeron de sólo verlo, que nunca hubo quien se le comparara.

Pero hombres así no quedan en toda España, y mucho menos en esta ciudad vaciada de varones, hasta tal punto que muchos oficios que antes hacían ellos, como cortar la madera o llevar las ovejas al campo, hoy los hacen las mujeres. Que un día de éstos, dice ella, vamos a tener que cargar alabardas o vestir sotanas, si antes no nos damos a la mar o nos vamos a errar por los caminos.

Así, nos quedamos con la resaca de los perdedores. Aquí están los prisioneros rescatados a precio de oro que, tras veinte años de cautiverio, regresan hechos eunucos de los harenes del sultán de Argel.

Allí los verdugos negros les cortan sus partes de varón con una cimitarra mellada, tal es el odio que sienten por los buenos cristianos. Y, luego de mutilarlos, los destinan al servicio de las decenas de mujeres que ellos tienen, para que se pasen el día viéndolas desnudas entre almohadones.

Porque las moras, señor inquisidor, dice ella, son de una sensualidad tan desbordante que odian estar vestidas, aun en los días más crudos del invierno, y por eso sus hombres las celan tanto que las obligan a salir a la calle tan cubiertas que sólo se les ve el fuego de los ojos. El mismo fuego de los míos, señores jueces, que no encuentra aquí quién lo apague.

Ellas se desquitan, entonces, desnudándose en el interior de las casas, arrancándose el pesado chador que les impone la ley de Mahoma y luciendo con orgullo esa piel lustrosa de aceitunas, que a veces cubren con ungüentos de mirra traídos de Arabia.

Y esas moras son tan crueles que no solamente se exhiben ante los hombres que ya no pueden gozarlas, sino que obligan a sus eunucos a depilarlas entre las piernas, para que estén todo el tiempo mirando aquello a lo que ya no pueden llegar. Mientras tanto, el sultán de Argel, un hombre alto y gordísimo, las va llevando de una en una a su alcoba y deja la puerta abierta para que todos escuchen cómo cumple con sus deberes de marido múltiple.

También están los que vuelven de las Indias, dice ella, sigue leyendo Laura, de ese paraíso de Mahoma que es la Asunción del Paraguay, donde los cristianos tienen más de sesenta indias a su servicio para todos los goces que puedan ustedes imaginar. De allí sólo vienen, señor inquisidor, aquellos que, bañándose en el río, han perdido su hombría en los dientes de un pez llamado piraña.

¡Maldito río el Paraguay, señor inquisidor! ¡Río lleno de engaños, como lo es todo en América! Por las mañanas, el sol levanta un vapor espeso del agua, y los hombres que han compartido la hamaca con esas mujeres color canela tienen el deseo de envolverse en la niebla, así como antes lo tuvieron de envolverse en los cabellos larguísimos de las hembras guaraníes, que son tan ardientes que ellos no sienten los mosquitos cuando las buscan para meterse en ese sexo que permanece siempre lampiño.

Por la mañana, después de haber pasado por una y por otra, que nunca es con una sola en América, alguno de ellos se baña desnudo en el río, rodeado de niebla, y debo decirle, señor inquisidor, que los peces que viven en esas aguas pardas, tan opacas que en ellas no pueden ver a su presa, se guían solamente por el olfato, y el olor que más los atrae es el de la mezcla de los jugos de la mujer y del hombre.

Por eso, el que ha dormido solo puede nadar libremente en el río Paraguay. Pero el que ha estado con mujer, y se arroja al agua envuelto en el olor del encuentro, de inmediato se ve rodeado de pirañas que lo atacan precisamente en ese lugar.

Unos y otros vienen a mi posada, buscando con ojos y manos algún resto de ese goce negado, el que se tiene con las partes que Dios les da a los hombres.

Algunos de ellos me pagan por ver lo que yo haría con hombres verdaderos, si aquí los hubiera, y yo no quiero, señores jueces, que Dios ordenó que eso se hiciese solamente de dos en dos. Ellos me lo ruegan: quieren ocultarse detrás de una cortina, o en la habitación de al lado, para, al menos, ver lo que la vida les niega.

Les digo que no, que no quiero que me vean con otros, y allí cambian el ruego en amenaza, y es tal la pena que me da el tono de voz de esas amenazas que no puedo, señor inquisidor, que ya no puedo negarme, y les hago un lugar detrás de la cortina. Sí, sí, señor notario, dice ella, es la cortina roja que vuecencia ha visto. Detrás de esa cortina, señores jueces, les digo que se escondan, y ellos lo hacen. Se quedan quietos, muy quietos, casi sin respirar al principio, hasta que yo me desnudo y ahí se les corta la poca respiración que les quedaba. En ese momento, el hombre que está conmigo empieza a acariciarme. A veces lo hace con violencia, y la cortina se queda rígida, como si fuera de mármol. Otras, las manos de un hombre me recorren lentamente, como si tuvieran toda la noche por delante para abarcar mi cuerpo, como si no hubiese un hombre ávido apurando por detrás esas manos, sino un hombre seguro de, alguna vez, llegar a su destino.

En esas ocasiones, señor inquisidor, sigue leyendo Laura, escucho detrás de la cortina un jadeo, al principio muy quedo, y que después crece y crece hasta que se transforma en sollozo.

¿Que si el hombre que está conmigo no los oye? No, señor notario, dice ella, no los oye ni puede, que se le acaba pronto la seguridad que mienten sus manos. Y es que no es mejor lo que ocurre con los otros, los que tienen sus vergüenzas enteras, pues ésos llegan agitados y sin fuerzas para nada, los ojos sin expresión, las manos tan torpes que me rompen tazas y fuentes por no ver dónde se apoyan. Apenas entran en mi casa, ya sé que al desnudarlos tendrán el miembro blando y colgante, con una tristeza de pescado de ayer que a mí me hace lamentar la ausencia de esas fieras espadas de Toledo.

A veces vienen estudiantes debilitados tras varios días de ayunos, con los que piensan purgar por adelantado el pecado que van a cometer. Esos ven en mi cuerpo al demonio, se persignan antes de besarme y, en ocasiones, me abrazan sin quitarse el cilicio que les muerde la carne. ¡Empeño inútil! El cilicio es como el vino, señor inquisidor, ya que excita el cuerpo pero le impide consumar el amor. Los he visto tapar el crucifijo con la almohada, procurando ahuyentar su conciencia, para descubrir que la mirada de Aquel que atraviesa el alma también puede atravesar el paño.

Laura levanta la vista del legajo, se quita los lentes por un instante, estira un poco la espalda, se sirve café y vuelve a leer.

Otras, dice ella, son artesanos agotados por una labor durísima, que vienen a pedirme mis favores al fiado, y yo a veces los doy. O, al menos, intento darlos, pensando en hacer una buena obra, y así tengo una montaña de pagarés que no quiero ejecutar, porque, ¿qué gano yo enviando a la cárcel a esos hombres arruinados? ¿Y con qué cara, señores jueces, cobro la deuda de un hombre que vino a mí y no pudo tomar lo que yo le ofrecía?

Ya sé cómo es eso, que después vienen a verme las esposas de esos pobres artesanos, a llorarme que no les exija la deuda, que las dejo sin comer. Y si a la primera vez no les hago caso, a la siguiente llegan con siete hijos, aquí, al barrio de las putas, llorándome todos en la puerta. Finalmente, yo les digo que sí, porque ¿acaso me cobro yo embargando yunques y telares que después nadie me quiera comprar?

Porque antes, dice ella, un tejedor vivía holgadamente y un espadero toledano era rico. Pero hoy, señor, con este maldito oro de las Indias, todo se compra fuera y nada se hace aquí, que las telas son de Italia y de Francia, y hasta las famosas espadas de Toledo son apenas un recuerdo, ahora que el rey nuestro señor surte sus ejércitos en Alemania.

Ustedes dirán, señores, que no importa quién teja las telas, pero yo pienso que si el paño de la bandera ha sido hecho con manos extranjeras, esa bandera les será ajena a nuestros soldados y pelearán con menor fuerza por ella. Yo no sé, señor inquisidor, pero viéndolos aquí como yo los veo, cuando se sacan el casco y la pechera, se desatan los entorchados y cuelgan de mi percha esa espada forjada por artesanos de Baviera; cuando se sacan la camisa y las bragas, dejan de ser soldados y les queda solamente lo poco que tienen de hombres, aquí se les ve muy bien todo lo que han perdido. Esos hombres son en la cama la sombra de lo que alguna vez fueron.

Y si Toledo siquiera fuese puerto de mar, dice ella al tribunal, si pudieran remontar el Tajo soberbios galeones, veloces fragatas, galeras pesadas de esas que casi no se ven; si así fuera, tendríamos vigías en las torres redondas que gritarían: «¡Allí vienen! ¡Son ellos!».

Y la rada se llenaría de putas vestidas de fiesta, que en mi oficio no hay nada que se compare con la emoción de ver llegar esas velas desde el horizonte y decimos, unas del brazo de las otras, si vemos velas cuadras o latinas, si son goletas de dos palos con la inmensa cangreja desplegada, o fragatas de cuatro mástiles que surcan el agua como si volaran. Aquí el puerto ya es un gentío de frutas y pasteles, pues hace meses que ellos vienen comiendo solamente carne salada y bebiendo vino agriado y aceite rancio.

Los barcos están cada vez más cerca del puerto, y un hombre trae una enorme canasta con panes crujientes, recién sacados del horno, para aquellos que comen la galleta dura y mohosa de alta mar. Y las velas se acercan cada vez más, ahora envueltas en el vapor que sube de las canastas de pan y de las marmitas de los que preparan vino caliente si es invierno.

Si es verano y el sol cae sobre nosotros, las putas llevamos escotes que desbordan, y allí, en medio del fuerte olor de la brea de los calafates y las fritangas de pescado, empieza a sentirse el olor suave de las hembras que llaman a los marinos. Y ellos, señores jueces, lee Laura que dice ella, ellos son capaces de percibir ese olor a varias leguas de distancia, que para eso son marinos.

Apenas nos huelen, aun antes de vemos, se doblan sobre el remo los de las galeras, cargan todo el velamen en fragatas y carabelas, que incluso los que están encadenados al banco confían en una mano piadosa que les haga subir una mujer a bordo. Las que suben, señor inquisidor, son las viejas del oficio, dicen que por no encontrar otros clientes, pero a mí me parece que lo hacen porque no soportan el dolor de esos hombres solos, que sólo pueden abrazar el remo.

Allí, junto a la costa, los barcos de vela son más lentos y de más difícil maniobra. Pero, cuando perciben el olor a mujer, crujen los mástiles bajo más viento del que pueden soportar, se cortan los cabos tensados para exigir más y más al trapo y a la quilla, mientras los hombres se desesperan porque saben que nosotras, sus putas de siempre, estamos esperándolos.

Y cuando ellos bajan a tierra, cuando bajan, y no se ofendan vuestras mercedes, que he jurado decirles la verdad completa, ahí sí que se ven las diferencias con los hombres de aquí. Ellos bajan con las piernas muy abiertas y con cierta cadencia, como si la tierra se moviera bajo sus pies, o como si ellos mismos la hicieran balancearse con sus pasos. Se acercan a nosotras y allí, en plena calle, nos palpan la proa y la popa, nos enlazan la cintura y se marchan con nosotras a hacer las cosas como se deben, por delante y con el mástil bien erguido.

Eso haría yo, señores jueces, si tuviera la inmensa dicha de ser puta en Cádiz o en Barcelona, donde siempre hay hombres de mar, curtidos en viento y sal, hombres capaces de penetrar a una mujer y hacerla gritar por tres veces pidiéndoles más.

Pero los de aquí, señores, vienen como dormidos en ese lugar y no hay fuerza humana capaz de despertárselo. Porque los que perdieron sus partes por culpa de las pirañas, o de los moros, al menos merecen compasión por su desgracia. Pero ¿qué puedo decirles de los que las tienen y no son capaces de usarlas? A veces no sé bien para qué vienen a mi casa. Quizá cada tanto recuerden que alguna vez fueron hombres y vienen a ver si siguen siéndolo.

¿Y los comerciantes?, lee Laura que dice ella. No, señor, tampoco los comerciantes, ni los banqueros, ni los que hacen la pequeña usura a la vuelta del mercado. Ésos no vienen a verme. Tienen sus mancebas, sí, y las tienen en palacios lujosos, pero yo bien sé que las tienen para mostrarlas, para que los otros hombres crean que ellos no son como los demás, y que con ellas pueden. Ellas, señor inquisidor, lamentan sus noches vacías, su cuerpo sin hombre, mientras acarician la inútil humedad de su vientre, porque ellos, señor, de tanto amar el oro, ya no tienen deseos de mujer.

Nadie en la ciudad entera, señores jueces. Ni un solo hombre de veras, ni siquiera los que cuidan las murallas, que los soldados de Toledo son los únicos capaces de hacerlo, y de hacerlo muy bien, pero para mi desgracia son tan hombres que lo hacen solamente entre sí, y no quieren juntarse con mujer alguna.

Fue por eso, señor, dice ella, por falta de hombres, que yo lo hice. Por no encontrar ninguno, yo llamé al demonio, que si en Toledo hubiera existido un solo hombre de verdad, yo no habría necesitado llamarlo.

Laura trata de imaginar la escena, de salirse de esta biblioteca pequeña y de este sol plácido que marca los rombos de las ventanas sobre la mesa. «¿Cómo habrá sido?», se pregunta. «En la sala grande de la Inquisición, sin duda, pero ¿cómo era ese lugar?». Laura no ha visto grabados de época, pero piensa en paredes de piedra desnudas, con una pequeña ventana muy alta, para dar sensación de encierro. Delante de la mujer, ¿quién? Por lo menos, tres: inquisidor, notario y verdugo, con todos los atavíos de su rango. Pero si la mujer es hermosa, la sala estará llena de notables que buscarán un pretexto para estar allí. Quizás ella vaya en camisa y se adivinen sus formas. O podría estar desnuda y su cuerpo ser la única nota de color en la sala oscura. ¿La han torturado? «No, no», concluye Laura, «el expediente lo diría. Está hablando por las buenas, porque ella quiere. Tal vez le hayan mostrado los instrumentos de tortura, pero no los han usado». Por alguna razón, Laura imagina esos hierros informes puestos sobre una mesa, allí, delante de todos, ordenados como si fuesen cubiertos o herramientas.

Y la mujer, vestida o desnuda, en la sala grande y, concluye Laura, llena de gente, prosigue: ¿que si llamé a gritos al demonio o le escribí una carta? ¿Qué le importa a usted, señor notario? Lo llamé y basta.

Está bien, dice, he jurado contarles todo y lo diré. Yo les voy a enseñar cómo se llama al diablo. Al demonio se lo llama con sangre. Él se desespera por la sangre, porque él mismo no la tiene. Entonces, para hacerse amigo de él, hay que darle sangre, y son sangres distintas según lo que usted quiera conseguir de él.

Para pedirle oro, basta la de un camero. Degüelle usted, señor notario, si es capaz de hacerlo y si no le tiembla la mano, degüelle un camero gordo un viernes 13. No lo haga en ningún otro día, que los conjuros para el demonio deben cumplirse con exactitud, pues si usted no lo hace así, todo se le volverá en contra, y usted mismo será el camero.

Fíjese bien, entonces, para el oro un camero el viernes 13, pero ha de ser un viernes sin luna y a la exacta medianoche. Es decir, cuando el reloj de la iglesia haya dado seis campanadas. Que el reloj se atrase o se adelante no importa, siempre que sea un reloj de iglesia, porque Satanás se guía por la misma hora que Dios. En ese momento, y sin vacilar, señor inquisidor, húndale usted el cuchillo en la garganta, de modo que muera al instante, rece un padrenuestro al revés, lo más rápido que pueda y sin equivocarse mientras lo mata, y después sólo espere, ya que el oro le llegará a raudales.

Para el poder y la gloria, dele usted la sangre de un hombre, dice ella, un hombre sacrificado al demonio del mismo modo. Pero tenga usted cuidado, lee Laura, que el hombre debe ir confiado y satisfecho al sacrificio, porque Satanás rechaza la sangre de los que mueren con temor, que ésa le sabe amarga.

¿Que si yo lo hice alguna vez? ¿Me ve usted rica o poderosa, señor inquisidor? ¿No ha visto mi casa y mis pertenencias? ¿Ha encontrado usted más oro que esas dos monedas que sus agentes se llevaron, sin darme ni un recibo por ellas? ¿Acaso manejo la ciudad a mi antojo, o soy la querida del rey?

No, señores jueces, vuestras mercedes saben muy bien que yo vivo de mi trabajo, que todos los días me gano el pan con el sudor de mi… ¡Ustedes saben con qué sudor me lo gano, y lo gano honestamente!, dice ella y Laura sonríe. Que si mi oficio es duro en toda circunstancia, mucho más lo es en esta ciudad sin hombres, donde, a pesar de ser puta, no hay quién se meta dentro de mí.

De manera que sí, llamé al demonio. Lo llamé con sangre. ¿Que con cuál? En esto no podrá usted imitarme, señor veedor, aunque quisiera, pues al demonio lo llamé con esa sangre que sólo tenemos las mujeres, la que se nos forma cada luna en el oscuro guardainfante, sangre espesa y de un rojo casi negro que gota a gota se nos desliza por las comisuras, y que por eso me estuve un día entero sentada, con un tazón de barro puesto entre las piernas, para recoger unas gotas con que llamar a Satanás.

Después, el resto son palabras, señores jueces, sólo palabras para decir entre la primera y la última campanada de medianoche, decirlas muy quedo, susurrando la pasión, con las manos apretadas en las tetas y una voz capaz de conmover al mismísimo diablo.

¿Por qué quiere usted saber cuáles son, señor veedor? ¿Acaso buscaría usted al diablo para hacer esto con él? Pues no: ¡el diablo es mío, señor, mío y mío!, y no pienso compartirlo con usted ni con ningún otro hombre, que mujeres él tiene todas las que quiere, y para esto está tan bien provisto, pero no admito que lo busquen hombres.

¡No me calmo, señor inquisidor! Y sepa usted, señor veedor, que si intenta acostarse con el demonio, yo misma voy a hacerlo eunuco, con estos dientes lo voy a hacer. ¿No lo ve usted, señor inquisidor? Esta ciudad está tan falta de hombres que los que no son impotentes, son maricones.

Entonces, dice ella, llamé al demonio, y así me visitó Satanás, y yo fui suya todas las noches durante un mes. Y yo, que conozco a todos los hombres de Toledo, puedo decir que ninguno es como él. No hay quien esté tan bien plantado, con esa gallarda apostura de varón. No hay hombre que pueda lucir una capa con esa elegancia. Y no hay en esta ciudad hombre alguno con tanto olor a hombre. Lo que hay, señores jueces, son hombres que huelen al barro del camino, mientras otros se perfuman mucho más que yo y se ponen esas esencias de Francia que usan las putas de los ricos, que cuando uno de esos hombres está en mi cama y quiere apagar la luz, yo no distingo por el olor si estoy con un hombre o con una mujer.

¿Y el demonio? Mienten los que dicen que el diablo huele a humo y azufre. Mienten de envidia, señor inquisidor. Satanás huele a cuero y tabaco, su aliento a menta, sus partes al agua del mar cuando en ella nadan pulpos y langostas. No es cierto que su piel sea áspera y tenga escamas. Más áspera es la piel de todos ustedes, señores jueces, que me raspan las barbas mal rasuradas y esas verrugas negras e hirsutas que les adornan el cuerpo.

En cambio, dice ella, la piel de Satanás es suavísima y tiene la tersura de la del tigre. Y no es sólo la piel, que él se mueve siempre como un gato, de un modo continuo y silencioso, sabiendo que todo el espacio es suyo.

Laura trata de recordar si le dejó la comida a su gato, o si también el animal ha sido víctima de este apuro de leer y leer papeles viejos, buscando quién sabe qué.

Me gusta el diablo, señor, dice ella. Me gusta sentir en la lengua el sabor de sus cuernos, que no son filosos sino redondeados, y los cubre una pelusilla muy fina, como los de los ciervos jóvenes. Me gusta su voz ronca y profunda, en esta ciudad donde los hombres tienen voces tan aflautadas que el rey no quiere usarlos para dar órdenes a sus soldados, porque teme que se burlen de ellos y no les obedezcan. Me gusta la manera en que el diablo me muerde, la suave cosquilla de sus dientes afiladísimos. Me gusta, señor, su forma de hacerme el amor.

¿Que cómo lo hacía el diablo? ¿De veras quiere usted saberlo, señor notario? Pues lo hace como ninguna de vuestras mercedes es capaz de hacerlo, que yo bien los conozco a todos, pues todos han pasado por mi casa infinidad de veces, para vergüenza y deshonra de mi oficio, que pronto me iré a pedir limosna por los caminos, diciendo que no hay desgracia mayor que ser puta en Toledo.

Satanás, en cambio, me abrazaba y me envolvía con sus alas, cobijándome y protegiéndome con esa ternura viril que a vuestras mercedes les falta. Sus alas son tibias y la caricia del ala inmensa en tomo de mi cuerpo me daba un goce como jamás pudo darlo mano ninguna. ¡Ay, señores jueces, lo que es sentirse dentro de esas alas!

Satanás llegaba a mi casa y me desnudaba con la mirada. Bastaba que él posara sus ojos sobre mi falda para que la falda se desprendiera sola y volara hacia un rincón, cayendo a veces revuelta, otras completamente doblada, según fuera su capricho en ese momento. Así iba haciendo con cada una de mis prendas, hasta llegar a las más íntimas, y, ahí sí, yo sentía el tenue calor de su mirada rozándome muy lentamente los pezones hasta que se endurecían, y después su vista jugaba con cada una de las curvas y hendiduras de mi cuerpo, y yo me enardecía de deseo antes de que él me tocara.

El diablo, dice ella, tiene las manos finas y larguísimas, los dedos con siete falanges y el roce de cada uno de esos dedos vale por cien abrazos de los vuestros. A veces llegaba vestido, deslumbrante en sus galas reales, la corona un poco ladeada, con una roja serpiente viva por cetro.

Otras llegaba desnudo, con sólo sus botas puestas y la capa roja ondeando sin viento alguno, para así resaltar lo que tiene de varón. Satanás tiene el miembro muy grande y en forma de cabeza de pájaro, con ojitos rojos y corvo pico de halcón. Al principio temí que ese pico me hiriera, pero me penetró con tanta suavidad como si hubiera formado parte, desde siempre, de mi cuerpo.

Con los ojos que tiene en el falo, dice ella, me miraba por dentro: «Tienes completamente rojo el guardainfante», me decía. «Me recuerda a mi casa. Ya la conocerás».

Y mientras me penetraba por delante, también débamela por detrás con la punta de su cola. Cuando yo comenzaba a gemir, clavada por delante y por detrás, él me acariciaba la punta de los pechos con sus cuernos, y después abría las alas y los dos nos alzábamos en el aire hasta que me desmayaba en sus brazos.

¿Qué cuántas veces? La primera noche, señor alguacil, fueron seiscientas doce veces; las siguientes noches, ya no las conté. ¡No me mire de ese modo, señor inquisidor! Le pido el mismo respeto que tuve por usted cuando vino a mi casa, y usted quería y no podía, y yo lo esperé y lo esperé. Y en atención a su alta investidura lo aguardé toda la noche, por si sus partes se calentaban alguna vez, cuando a cualquier otro lo hubiera puesto en la calle si en una hora no conseguía obrar. ¡Recuerde esa noche, señor inquisidor! Usted lo intentaba y lo intentaba, me dijo estar cansado y que lo agobiaban las responsabilidades del tribunal. Esa noche interminable, yo lo besé y acaricié de todas las formas que se puede besar y acariciar a un hombre, y lo hice con el orgullo de que me visitara tan importante personaje. A la medianoche usted me insultó, y después lloró sobre mis pechos como si fuese un bebé. Con las primeras luces del amanecer, usted se marchó de mi casa sin pagarme, y yo ni siquiera le reclamé el dinero para no avergonzarlo.

Cuando Satanás se iba de mi casa, también reinaba la penumbra del amanecer, pero me dejaba colmada como lo hubiera hecho un ejército entero, mi cuerpo desbordado, mi cama chorreando hasta el suelo sus jugos de varón.

Hoy estoy encinta, señores, dice ella, encinta de él. No, no tengo vergüenza, siento un orgullo muy grande de llevar un hijo suyo en el guardainfante. Lo siento latir y moverse, acariciarme por dentro con las alitas. Lo confieso todo, no oculto nada, ¿no ven ustedes que nada oculto? Pero no me dé tormento, señor verdugo, no lo haga, que podría dañarse el niño.

Por lo demás, confieso, señor inquisidor; anote usted bien, señor notario: yo tuve comercio carnal con el demonio, sí, lo tuve y no quiero arrepentirme. No procuren regenerarme ni salvar mi alma, que los cielos me llenarían de una infinita tristeza. Condénenme ustedes a la hoguera, así podré reunirme con él. Pero háganlo pronto, apresúrense, que ya estoy de cuatro meses y quiero que mi hijo nazca en la casa de él.

(«Dicho el 6 de octubre de 1612, ante mí, Gabriel Téllez, también llamado Tirso de Molina, notario auxiliar de la Santa Inquisición de Toledo»).

Laura cierra el legajo temblando. Sí, es cierto, hay algo terrible en estos papeles que quizás explique los años que han permanecido ocultos. O quizá fuera una ilusión, y éste un vulgar proceso por satanismo y brujería, de los que tanto abundaban en aquellos tiempos.

Sin embargo, el expediente exhala una fuerza particular. Laura aprieta los papeles con los ojos cerrados y los siente latir, con un misterio lejanísimo atrapado entre las letras. Vuelve a intuir la sala oscura del tribunal, los hombres encapuchados —inquisidor, notario, veedor, alguacil y verdugo— mirando a esa mujer encinta, y quizá desnuda, que acude después de haber amado al diablo y trata de hablarles, aunque sea a quienes están juzgándola, de contarle a un ser humano esa experiencia intransmisible.

Al fondo de la sala, Laura intuye que hay otras figuras que susurran. En cierto momento, cree escuchar un fragmento del diálogo:

«¿Quién ha enloquecido así a esta pobre muchacha?», pregunta uno de ellos.

«Un hidalgo de Sevilla llamado Juan», dice el otro.